Rom 6,23 Porque el salario del pecado es la muerte, mientras que el don gratuito de Dios es la Vida eterna, en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Así nos advierte San Pablo clara y directamente, acerca de la opción fundamental que se nos presenta: el pecado y la muerte, por un lado, o NSJC y la vida, por otro.
Puesto así, todos deberíamos ser santos, pero el pecado sigue siendo una realidad en nuestras vidas, porque, aun cuando reconozcamos que no hacemos lo correcto, nos engañamos en pensar que es necesario o inevitable, un medio para arribar a un fin bueno. Al mismo tiempo, la consecuencia sobre las que nos advierte el Apóstol, la muerte, se siente como algo lejano en nuestra vida diaria, y así fácilmente se olvida.
Pero San Pablo se refiere sólo a la muerte del cuerpo sino especialmente de la espiritual, y más aún, enseña que el pecado es en sí mismo un castigo. En la misma carta a los romanos dice:
1:21 en efecto, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias como corresponde. Por el contrario, se extraviaron en vanos razonamientos y su mente insensata quedó en la oscuridad. 22 Haciendo alarde de sabios se convirtieron en necios, 23 y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes que representan a hombres corruptibles, aves, cuadrúpedos y reptiles.
24 Por eso, dejándolos abandonados a los deseos de su corazón, Dios los entregó a una impureza que deshonraba sus propios cuerpos, 25 ya que han sustituido la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador, que es bendito eternamente. Amén.
26 Por eso, Dios los entregó también a pasiones vergonzosas: sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contrarias a la naturaleza. 27 Del mismo modo, los hombres dejando la relación natural con la mujer, ardieron en deseos los unos por los otros, teniendo relaciones deshonestas entre ellos y recibiendo en sí mismos la retribución merecida por su extravío.
28 Y como no se preocuparon por reconocer a Dios, él los entregó a su mente depravada para que hicieran lo que no se debe.
Este fragmento de la Escritura no se refiere al problema de algunos romanos con la idolatría, sino que describe un verdadero itinerario de descenso progresivo en la vida espiritual, que puede ocurrirnos a todos. El proceso se inicia en lo más alto, haber conocido a Dios, y desde ahí comienza a bajar, pasando por dejar de darle gloria, luego no dar gracias como corresponde, extraviarse en justificaciones y hacerse necios, para terminar cambiando la gloria de Dios por la de los ídolos. Sólo una vez que el hombre ha llegado a ese punto es que Dios lo castiga, abandonándolo a su pecado.
En algunos casos, ese vínculo entre pecado y castigo todavía es evidente, como sucede con el consumo de drogas, y por ello todavía hablamos de ese fenómeno como un “vicio”. Aquí San Pablo usa como ejemplo de este camino, las inmoralidades en el ámbito de la sexualidad, lo que puede resultar chocante a una audiencia moderna, pero no debemos olvidar que hasta hace apenas 60 años, todo tipo de “prácticas alternativas” en este ámbito conllevaban graves enfermedades, frecuentemente con consecuencias visibles, como por ejemplo la sífilis, que cubría el cuerpo de pústulas y provocaba la caída de carne del rostro.
El versículo 28 termina con un resumen: El que parte por no reconoce a Dios, terminará depravado (del lat. pravus, torcido, desviado, malformado) ; y con esto confirma que el principal castigo del pecado es su misma naturaleza, que nos aleja de Dios. A lo largo de este descenso Dios nos acompaña a cada paso, llamándonos para que volvamos a Él, y sólo como medida desesperada nos abandona al pecado, para que ese castigo inherente nos haga reflexionar y regresar.
En conclusión, el precio del pecado es la muerte en el futuro, y el pecado mismo en lo inmediato.
Sin embargo, no podemos dejar de mencionar que en nuestra vida cotidiana, esto de que el pecado sea su mismo castigo, es una conclusión extraña y sorprendente. Después de todo, habitualmente el pecado se nos presenta como una tentación, algo atractivo, y si pecar implicara un claro sufrimiento, nadie lo cometería, así como nadie entra a la cárcel voluntariamente.
Algo de la respuesta a esta paradoja había intuido yo en una entrada anterior de este mismo blog, pero en su artículo The Furies of Conscience, el profesor de Filosofía en la Universidad de Texas, J. Budzisezwski (se pronuncia Buducheski), explica y profundiza mucho mejor los fenómenos que se producen en el ser humano cuando hacemos del pecado una parte integrante de nuestra vida e identidad.
El profesor Budzisezwski utiliza la imagen de las míticas Furias (espíritus vengadores que acosaban incesantemente a los culpables de un crimen, hasta llevarlos a la locura y el suicidio) para hablar del precio que nos impone la conciencia, y de los efectos que sufrimos cuando nos negamos a pagarlo. Así, el artículo identifica cinco “furias”:
El remordimiento: La culpa es el sistema nervioso del alma, es decir, cuando se activa es señalo clara de que algo anda mal. Sin embargo, quien no puede admitir haber hecho algo malo tiene la necesidad de acallar su conciencia, y frecuentemente esto deriva en conductas adictivas o de alcoholismo. En otros casos la culpa lleva a extrañas “compensaciones morales”, y así vemos que los mismos que jamás admitirían que haya algo malo con el aborto, son los campeones de los derechos de los animales.
La confesión: Ante la conciencia del pecado, nuestro primer impulso es admitirlo, pero cuando nuestra voluntad se niega a hacerlo, surge en nosotros la compulsión de contar una y otra vez lo que hemos hecho, pero presentándolo como algo bueno y loable y esperando que la aprobación de los demás convierta nuestro pecado en una virtud. Lamentablemente en nuestra cultura este tipo de historias han encontrado un importante mercado en cierto tipo de literatura “de confesión”, y que es comúnmente recibida con alabanzas por su sinceridad y pasión.
La expiación: Todo pecado demanda una reparación del mal causado, los católicos tenemos acceso a ella en la penitencia, y los que no lo son, a través de un corazón contrito y humilde. Pero los que han cerrado la puerta esa posibilidad (¿por qué debería pagar nada, si no he hecho nada malo?), deben recurrir a formas alternativas de expiación, que se traducen en más sufrimiento y en definitiva no sirven para nada y muchas veces agravan el pecado. Así, el profesor Budzisezwski relata el caso de mujeres que, luego de abortar a su primer hijo, vuelven a hacerlo con el segundo, porque la culpa les dice que son indignas de ser madres; y la exigencia de expiación, que no han sufrido lo suficiente por su primer aborto.
La reconciliación: Todo pecado grave, sea conocido o no por los otros, afecta a la comunidad, y por eso es que no basta con confesarlo directamente a Dios sino que lo hacemos ante un sacerdote, como representante de la Iglesia. Cuando esta vía no está disponible, esta furia nos dice que no podemos mirar a los demás cara a cara y nos lleva a apartarnos de la sociedad. Pero como no podemos vivir aisladamente, terminamos vinculándonos con otros que han cometido el mismo pecado, y una vez rotos los vínculos con la sociedad e insertos en esta comunidad alternativa, el pecado que nos llevó ahí se profundiza y pasa a formar parte de nuestra identidad.
La justificación: Cada una de las perversiones de la justicia que hemos descrito de alguna forma expresan nuestra capacidad para inventar excusas, para justificarnos y explicar por qué lo que nuestra conciencia nos muestra como malo, no lo es realmente. Sin embargo, el verdadero peligro de esta furia en particular es que nos obliga no sólo a defender el pecado cometido, sino además otros que originalmente no queríamos justificar. Así, un supuesto derecho al placer sexual que en un principio motivo la revolución de la píldora anticonceptiva, haya su consecuencia lógica en la aceptación del aborto, conclusión que ciertamente habría horrorizado a nuestros abuelos.
Hasta aquí el brevísimo resumen del artículo de J. Budzisezwski. Les recomiendo que lo lean, porque explica en mucho más detalle y con ejemplos cada uno de los puntos.
Lo que más me impresiona de este fenómeno es cómo, llegado un cierto punto de depravación, las furias comienzan a “tirar” de alma en diferentes y opuestas direcciones: al tiempo que confesamos y creamos nuevas relaciones en torno a nuestro pecado, caemos en conductas adictivas y auto destructivas.
Para mí, es una de las exposiciones más claras acerca de la forma como nos afecta el pecado, y que conviene tener siempre presente para darnos cuenta cuándo estamos huyendo de las furias y lo que debemos hacer realmente.