18.06.25

Tesroros perdidos: el canónigo Schmid y la condesa de Ségur

 

«El abuelo cuenta una historia». Obra Albert Anker (1831-1910).

        

        

        

          

«La sabiduría y la prudencia siempre son recompensadas».

Condesa de Ségur



«Aprende a comprender la verdadera belleza de la simplicidad».

Christoph von Schmid

 

 

 

Los dos autores de los que voy a hablarles fueron durante mucho tiempo muy populares; sin embargo, hoy, solo pueden encontrarse en librerías de viejo o en tiendas de segunda mano. Muchos piensan que no deberían tener siquiera la oportunidad de ser leídos: los presumen aburridos, moralistas, desubicados, retrógrados… El crítico y académico, especialista en literatura infantil y juvenil, Jack Zipes, expresa lo que es un lugar común en el mundo de la crítica especializada de hoy día:

«El cuento de hadas también se convirtió en un medio para reflejar las frustraciones de la industrialización y la racionalización del trabajo. Autores como Catherine Sinclair, George Cruikshank y Alfred Crowquill en Gran Bretaña, Carlo Collodi en Italia (autor de Pinocho), la condesa Sophie de Ségur en Francia y Ludwig Bechstein en Alemania enfatizaron lecciones morales alineadas con la ética protestante y la supremacía masculina».

Pero no es así. ¡Háganme caso; denles una oportunidad!

Ambos tienen en común que revolucionaron el estilo de contar y la forma de abordar las historias infantiles, de manera que estas, sin perder un ápice de interés, agilidad y entretenimiento, siguen transmitiendo lecciones morales casi sin que los niños se den cuenta.

Lo primero –su estilo ágil y atractivo y su capacidad de atrapar la atención infantil– los hace aptos para los tiempos acelerados e inatentos en los que viven nuestros chicos hoy, y lo segundo –su contenido aleccionador en virtudes y bondades– los hace muy convenientes por razones obvias. Aunque, como ya señalé, este último aspecto merece la antipatía y el prejuicio de muchos críticos y académicos modernos.

En suma, que las obras de los autores a los que me refiero responden al díptico horaciano de instruir entreteniendo con solvencia.

  

CHRISTOPH SCHMID

 

El primero de los autores de los que les hablo es Christoph von Schmid (1768-1854), un cura rural al que le dio por escribir cuentos para niños mientras Europa se convulsionaba entre revoluciones. En una época árida por el racionalismo de los Kants, Fichtes y Humes, sus incursiones en las poéticas brumas de la imaginación hicieron mucho bien; tanto como el que pueden hacer ahora.

Sus primeras obras traducidas al español datan del año 1840 y se recogen en cuatro volúmenes bajo el título: Obra dedicada á los niños y á los amigos de la niñez. En su introducción se podía leer lo siguiente:

«Nadie ignora ya cuanto importa á las naciones la buena educación de los niños, que dentro de pocos años han de venir á formar la sociedad y á labrar su dicha ó desventura. Deseosos de contribuir, en cuanto nuestras fuerzas alcanzaren, á un logro de tanta trascendencia, hemos ido examinando varias obras destinadas á la niñez, así en Francia como en Inglaterra y Alemania, y ninguna, á nuestro entender, llena tan cumplidamente su objeto como las del Alemán Cristóval Schmid. Con efecto, no cabe para los niños leyenda mas amena, sólida é instructiva, que con mas dulzura se interne en los ánimos y deje mas gratos recuerdos. La sencillez de sus conceptos y estilo es tal que dirían que el autor es un niño, ó por mejor decir, un anjel que comunica á otros niños su moralidad acendrada, su cariño entrañable á la humanidad, y la pureza de sus costumbres».

Dado el éxito alcanzado con esta publicación, desde entonces comienza a editarse ininterrumpidamente en España a lo largo de todo el siglo XIX, alcanzando gran fama y siendo reconocido como «el gran clásico infantil de la época», empezando a hacerse populares títulos como Los huevos de Pascua, Genoveva de Brabante, La luciérnaga, El nido del pájaro y otros muchos; como puede leerse en una crítica de la época: «Su estilo es gracioso y sencillo, acompañándole el interés y el ingenio, cautivando en las narraciones maravillosas, sin causar los malos efectos de las terroríficas y fantasmagóricas».

Durante todo el siglo XX sigue manteniéndose su presencia editorial, sin que los bruscos cambios políticos le hagan mella. En el más cercano 1988, Carmen Bravo Villasante reconocía la popularidad que Schmid seguía teniendo por aquel entonces: «Los cuentos del Canónigo Schmidt se leyeron muchísimo y aún hoy sirven de lectura a los niños, a pesar del cambio de gusto». Y ello, a pesar del mal tratamiento dado a veces a su obra por los traductores. La citada Bravo Villasante lo advierte, reconociendo su éxito: «a pesar de ser algunas traducciones españolas abominables, pues su hermoso estilo de frases cortas y claras, de gran sencillez, fue convertido en parrafadas interminables».

Hoy se sigue publicando, pero casi siempre en colecciones facsímiles, que no se sabe si buscan encontrar a precarios coleccionistas o dar gusto a modas en las que lo «vintage» adquiere valor solo por su original anacronismo y su aire nostálgico. Así que, si quieren al verdadero Schmid (mezcla de entretenimiento, intriga y sólidos valores morales), o bien acudan a dichas ediciones facsímiles, o busquen en librerías de viejo. En todo caso, la búsqueda valdrá la pena. Como se dice en uno de los pocos artículos dedicados a la presencia de este autor en España:

«Hoy día, finalizando la segunda década del siglo XXI, los escritos de Schmid están presentes en el mercado editorial fundamentalmente de dos maneras: por un lado son reeditados por editoriales como Altaya, Edaf, Maxtor o Santillana, muchas veces en ediciones bajo demanda y facsimilares, para nostálgicos que quieren volver a tener en sus manos lo que leyeron cuando eran niños y, por otro lado, en ediciones que mantienen una tendencia hacia la secularización y despojan a las obras de su sentido religioso conservando, sin embargo, las intrigas argumentales, como es el caso de Genoveva de Brabante de la editorial Susaeta».

En un mundo que se burla de hombres como él, Schmid responde con la caridad cristiana que le es propia: es, a un tiempo, bálsamo y reconstituyente, tónico y consuelo. Los modernos críticos, en su ceguera, le echan en cara un burdo sentimentalismo, sin darse cuenta de que este urde su confusionismo entre sentimientos extraviados, alejados de la realidad, mientras que las historias de von Schmid anclan el sentir en lo auténticamente real: el sacrificio, el perdón y una bondad presente que persiste, obstinada, en un mundo caído. Y todo ello envuelto en su «sencillez», que no es ingenuidad, sino preclara visión que percibe que el alma de un niño es un campo de batalla, y el asombro y su inocencia su defensa más segura.

 

LA CONDESA DE SÉGUR

 

Sofía Fiódorovna Rostopchiná, más conocida como la Condesa de Ségur (1799-1874), es un fenómeno curiosísimo: una rusa criada en la alta aristocracia zarista (hija del conde Fiodor Rostopchin, quien aparece fugazmente en la Guerra y Paz de Tolstói), que, tras exiliarse con su familia a Francia, convertirse al catolicismo y casarse con un pobre conde francés, acabó, a los 58 años, enseñando moral a los hijos de la república burguesa y liberal por excelencia. Y lo hizo, no con acciones políticas ni discursos, sino con cuentos. ¡Cuentos! Es decir, con lo único verdaderamente eficaz para hablar a un niño… o a un hombre sensato.

En sus obras la moralidad –tan denostada hoy– no es un corsé, sino un blindaje. Sus protagonistas no son dechados de virtudes ni modelos ideales inaccesibles: se tropiezan y caen, lloran y se frustran, pero vuelven a levantarse, y en el camino aprenden que la dulzura no es debilidad, sino fuerza; y que la obediencia, lejos de ser servidumbre, es la única moldura dentro de cuyos límites la libertad florece plena.

Mucho más significativa de lo que algunos querrían, últimamente está siendo rescatada en su país de origen y situada a la altura que merece: la de una autora de nivel literario que además participó de forma activa en el renacimiento religioso que tuvo lugar en el Segundo Imperio francés, en un país sangrante aun de las heridas causadas por el ateísmo revolucionario. Un renacimiento religioso en el que adquirió gran importancia la ofensiva literaria, en la que el niño y la literatura infantil tuvieron gran protagonismo, con Segur como su más significativo adalid.

Pero la condesa no solo fue conocida en Francia. Su obra se ha traducido profusamente al español, y desde hace tiempo.

Si bien la traducción de sus obras al castellano comienza realmente en la década de los veinte del pasado siglo (por parte de La Librería Religiosa, de Barcelona), y después de los años 60 la continúan varias editoriales más, como Bruguera, Toray y Molino, las ediciones más apreciables (creo que, además, las más bonitas), fueron las publicadas, entre medias de esos dos períodos (en los años 40, 50 y 60), por Aguilar. Además, recientemente, en la década del 2000, fueron reeditadas como facsímiles, en estilo colección de libros antiguos, por EDAF.

¿Los títulos? Pues, numerosísimos: Después de la lluvia el sol, Pobrecito Blas, Las desgracias de Sofía, Las niñas modelo, En vacaciones, Nuevos cuentos de hadas, Memorias de un burro, Juan que llora y Juan que ríe, La posada del Ángel de la Guarda, El general Dourakin, Francisco el jorobado, ¡Qué encanto de chiquilla! o Los niños buenos, entre muchos otros. Incluso abordó con éxito la difusión evangélica, con obras tan conocidas –y excelentes– como La Biblia de la Abuelita o El Evangelio contado por la abuelita, que han sido publicados, más o menos recientemente, por Ediciones San Pablo y Ediciones Cristiandad.

Claro que la mayoría de los títulos de nuestra condesa solo pueden encontrarse en librerías de viejo o de libros de segunda mano. Y no sé si todos; unos son más fáciles de conseguir que otros. Pero suele haber abundancia a poco que uno busque. Mis hijas la leyeron con profusión y gusto. Por ello, espero que sus recolecciones sean fructíferas, y la lectura de sus obras, más fructífera aún.

Y para terminar, nada mejor que estas palabras del canónigo Schmid, extraídas del prólogo a la primera publicación en España de su Genoveva de Brabante:

«A vosotras, buenas madres, va principalmente dedicado este librito, […] á vosotras, sí, y á vuestros hijos, en cuyos corazones anheláis despertar estos bellos sentimientos y conservarlos puros […] Sírvaos, buenas madres, esta historia como una pequeña ayuda que os alijera un poco la encantadora tarea de la enseñanza de vuestros hijos, haciéndoles unas cuantas horas tan instructivas como agradables».

 

30.05.25

De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros (II). Roma: «Quo vadis?» y «Calixta»

 

 

 

 

«Si pagamos el mal con el bien, entonces, ¿cómo pagaremos el bien?»

Henryk Sienkiewicz. Quo Vadis?

   

«Allá donde el bien y el mal se encuentran, se libra una batalla eterna».

John Henry Newman. Calixta

 

 

 

Continuando con el asunto de la tolerancia, les hablaré de dos novelas que se desarrollan en momentos históricos distintos pero estrechamente vinculados entre sí, así como con nuestra realidad actual y con el asunto que nos ocupa. Ambas obras destacan las dificultades de vivir y defender la verdad y la fe frente a distintas formas de persecución, ya sea mediante violencia estatal explícita o presiones sociales más sutiles. Esta persecución nace de una intolerancia inicialmente solapada, disfrazada de pluralismo radical, que termina rechazando toda afirmación de verdad absoluta.

QUO VADIS? (1896)

La primera de las novelas nos habla de una sociedad altamente civilizada, supuestamente en la cumbre de su apogeo; una sociedad que, no obstante ello, y mientras disfruta del confort y la opulencia, se revuelca en el hastío y la inmoralidad, el libertinaje y la decadencia. Una época, en suma, similar en muchos aspectos a la nuestra, aunque muy alejada de nosotros en el tiempo. Me refiero a la Roma Imperial, apenas sesenta años después del nacimiento de Cristo, y a la obra maestra del mejor novelista polaco, Henryk Sienkiewicz, Quo Vadis? (1896). Así es descrita la gran capital del Imperio por el autor:

«Roma gobernaba el mundo, es cierto; pero a la vez era la úlcera del mundo. De ella emanaban ya las pestilencias de un cadáver. Sobre su putrefacta existencia empezaban ya a caer las sombras de la muerte. […] [Petronio] veía la existencia de aquella ciudad señora del mundo como una danza loca, una verdadera orgía que tocaba ya a su término».

Se ha dicho que nadie ha logrado retratar mejor que Sienkiewicz el amplio panorama de la civilización romana en el punto más álgido de degeneración del Imperio, ni presentar de forma tan creíble y vívida a los primeros cristianos. La obra es grandiosa, tanto por su extensión como por su calidad literaria y magnificencia artística. Es apabullante y perturbadora; cruda y tierna; inspiradora e instructiva. En el discurso de su presentación como galardonado con el Premio Nobel, el poeta sueco y secretario de la Academia, Carl David af Wirsén, escribió:

«Quo Vadis? describe excelentemente el contraste entre el paganismo sofisticado pero gangrenado, con su orgullo, y el cristianismo humilde y confiado; entre el egoísmo y el amor, el lujo insolente del palacio imperial y el ensimismamiento silencioso de las catacumbas. Las descripciones del incendio de Roma y las sangrientas escenas del anfiteatro no tienen parangón; (…) otra escena particularmente hermosa es el episodio, iluminado por la puesta de sol, en el que el apóstol Pablo va a su martirio repitiéndose a sí mismo las palabras que una vez había escrito: “He peleado una buena batalla, he terminado mi curso, he mantenido la fe” (2 Tim. 4:7)».

Por supuesto, la novela no pretende ser una crónica histórica, no obstante apoyarse en una situación histórica determinada y retratarla con bastante fidelidad. Parte de un pasaje bien descrito por Tácito en sus Anales (15, 44), y sobre él construye Sienkiewicz una gran obra. El propio autor afirmó más tarde que la idea de la novela le surgió gracias a sus repetidas lecturas de Tácito, y que tomó forma concreta cuando el pintor Henryk Siemiradzki, durante uno de sus paseos conjuntos en Roma, le llevó a la capilla Domine Quo Vadis (Santa Maria delle Piante) en el cruce entre la Vía Apia antigua y la Vía Ardeatina.

Quizá se pregunten por qué me ocupo de esta novela tras hablarles del tema de la tolerancia. Ciertamente, el libro trata solamente de eso, abarca mucho más, incluso de manera más notoria y extensa. Pero, al lado de la grandiosidad de Roma, con sus amplias avenidas y estrechas callejuelas, sus palacios, acueductos y templos, con su Palatino y su Coliseo, todos ellos transitados por Nerón, Petronio, Pedro, Pablo o Popea, de la decadencia y podredumbre de una civilización, del nacimiento y la aurora de una nueva época, y de las crueldades y martirios a que dio lugar, aparece el tema de la intolerancia, y su consecuencia más visible —que hoy vivimos en ciernes—: la tiranía de quien acepta todo, salvo la Verdad, manifestada en la persecución cristiana y en la Iglesia de los mártires y las catacumbas.

Se ha dicho —y creo que con razón— que la obra aborda el inmenso problema del bien y del mal, y que lo hace como entidad histórica. Al elegir una época en la que el bien y el mal convivían en sus formas más extremas, el autor dispuso de un escenario inmejorable para su drama. Roma era el centro de aquel universo en un sentido que ninguna ciudad moderna —ni siquiera Londres o Nueva York— puede igualar. Todo lo que se decía o pensaba en el mundo del siglo I gravitaba hacia Roma, como bien sabía Tácito.

Es probable que una de las motivaciones de Sienkiewicz residiera en el hecho de que Polonia, en 1896, estaba sometida al dominio de un tirano, como lo estaba Roma en tiempos de Nerón. Y esto, por supuesto, tiene que ver con la verdad y con el verdadero sentido de la tolerancia.

Quo Vadis? no es solo una apasionante historia de amor y aventura, sino también una profunda meditación sobre la condición humana, ambientada en un mundo de corrupción y violencia, donde, de manera milagrosa, brotan la fe y la esperanza de la mano del amor.

Les recomiendo esta novela: una excelente lectura para las largas tardes de verano.


CALIXTA (1855)

Newman escribió únicamente dos novelas: Perder y ganar (1848), parcialmente autobiográfica, y Calixta, publicada siete años después. Ambas obras comparten la misma temática —la experiencia de una conversión—, aunque se desarrollan en distintos escenarios y tiempos. La primera se sitúa en el Oxford del propio Newman, con un protagonista cuasi autobiográfico; la segunda, en el Imperio romano de mediados del siglo III, durante las persecuciones del emperador Decio, y gira en torno a tres personajes principales: Calixta, una pagana joven; Agelio, un joven campesino de ascendencia romana; y Cecilio Cipriano, el perseguido obispo de Cartago. 

Ambas novelas fueron escritas con una misma intención. A través de ellas, Newman trató de hacer algo que sus tratados teológicos o filosóficos no podían lograr: mover emocionalmente al lector. Sus relatos tienen el poder de despertar simpatía hacia el protagonista converso, incluso en lectores no creyentes. Newman esperaba que esa simpatía eliminase los obstáculos emocionales que dificultan la conversión potencial del lector, que él mismo conocía bien. Por ello, Calixta no pretende tanto ofrecer un retrato histórico detallado de la Roma imperial, como ilustrar dos grandes temas que preocupaban profundamente al autor: la tensión entre la verdad revelada —y su aceptación por medio de la fe— y el espíritu del mundo, simbolizado en la fe frágil de Agelio; y las dificultades de abrazar de forma sobrevenida esa fe en medio de un mundo hostil, representadas por la costosa conversión de Calixta. 

No obstante, Newman tenía un conocimiento profundo de la Iglesia primitiva y eso se hace notar en la lectura. Aunque nos advierte en su introducción de que la obra era una «simple ficción de principio a fin», sin embargo, fue capaz de retratar con precisión y exactitud histórica la vida de los cristianos en el norte de África, tierra de Tertuliano, Cipriano —uno de los protagonistas— y Agustín, y patria también del dramaturgo Terencio. 

Muchos —tanto en nuestros días como en los de Decio— hablan de la fe cristiana como si fuera sinónimo de intolerancia. Mas lo que esta novela expone es precisamente lo contrario: la intolerancia no está en la verdad, sino en el corazón que la rehúsa. El mundo pagano, orgulloso de su cultura, de su filosofía y de su religiosidad múltiple, persiguió tenaz y cruelmente a los cristianos. Y ello, a pesar de que la fe cristiana —como la que comienza a nacer en el corazón de Calixta— se presentaba con mansedumbre, no con violencia; con testimonio, no con imposición. Sin embargo, su sola existencia incomodaba al mundo, porque, al estar fundada en la verdad absoluta de un único Dios hecho carne, rechazaba la cómoda ambigüedad de los politeísmos hechos a medida. La intolerancia verdadera estaba, así, en un paganismo que permitía todas las voces, excepto aquella que proclamaba: «Yo soy la Verdad». El cristiano, como Calixta y Agelio, es odiado no por su violencia, sino por su paz; no por su amenaza, sino por su constancia.

Newman nos muestra en esta novela que la Iglesia no sobrevive por imponerse, sino por resistir con amor y sin claudicación, a pesar de que, a su alrededor, el mundo persiste en su labor seductora y destructora. 

Agelio, el joven cristiano, aparece como figura del creyente que se halla, titubeante e inseguro, dividido entre el mundo y su creencia. Calixta, que da nombre a la novela, es la figura central, que encarna al converso, atrapado, en parte por un pasado que nos ata a todos, y en parte por un mundo que, no solo seduce, si no que empuja y ahoga con creciente intolerancia. Este este es el centro del relato. En palabras de Ian Ker, el interés de Newman no era puramente académico o histórico: le preocupaba cómo convertir a los incrédulos modernos. Por ello, analiza los motivos que influyen en las personas, las dudas y dificultades que soportan, y la gracia de Dios que, silenciosamente, las guía.

La novela transcurre entre un inicio en el que nos describe una sociedad cristiana en gran parte adocenada, aplastada por una intolerancia tibia que se convierte en martirio incruento y desasosegante, y un desenlace dramático, en el que la intolerancia se hace sangre, y el sacrificio del martirio brilla como testimonio último de la fe. 

El estilo del relato, deliberadamente pausado, casi meditativo, responde a una intención formativa más que narrativa. Como he dicho, Newman buscaba provocar en el lector una simpatía silenciosa con los que «vivían en las catacumbas del corazón». 

No se pierdan esta novela. Como se señala acertadamente en el blog Wanderer, su lectura es hoy especialmente pertinente, pues el ambiente cristiano que describe es muy similar al actual: «muchos lapsi, es decir, bautizados que habían sacrificado a los ídolos; cristianos tibios; la jerarquía eclesiástica entregada a hacer negocios más que a pastorear a sus ovejas; clero inexistente o mundano, etc. Es decir, una fotografía en sepia de la Iglesia actual». 

Tanto Quo Vadis? como Calixta son dos novelas que trascienden los marcos históricos en los que se encuadran, ofreciendo lecciones atemporales sobre la naturaleza del bien y del mal, el verdadero significado de la tolerancia y el innato anhelo del hombre por la verdad. Su profunda maestría literaria, y su honda resonancia quizá nos ayuden a enfrentar los desafíos de vivir con integridad en un mundo que con frecuencia muestra, bien indiferencia, bien una abierta hostilidad hacia la verdad. Dos libros que permanecen como testimonios perdurables del poder de la literatura tanto para informar el presente, como para iluminar el futuro.

 

22.05.25

De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros: (I)

   «La última oración de los cristianos», de Jean-Léon Gérôme (1824-1904),   y «Los ahogamientos de Nantes en 1793» de  Joseph Aubert (1849-1924)

 

 

«La tolerancia es la virtud del hombre sin convicciones».

G. K. Chesterton


«La Iglesia es intolerante por principio porque cree; ella es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en principio porque no creen; son intolerantes en la práctica porque no aman».

Réginald Garrigou-Lagrange

  

 

Vivimos tiempos extraños: la mayoría ya no cree en la Verdad, esa antigua palabra que solemnemente evocaba una armonía secreta entre el pensamiento y la realidad. Al parecer, la Verdad ya no existe. Y si no existe, se argumenta, todo el mundo puede —y debe— expresar, difundir y vivir de acuerdo con su «verdad» particular. Dos son los principios que inspiran este clima: el kantiano (originado en el pensamiento de Immanuel Kant), según el cual nadie debe ser forzado contra su conciencia autónoma, y el rawlsiano (nacido de las ideas de John Rawls), que afirma que una sociedad pluralista ha de mantener una paz justa entre visiones morales necesariamente diversas. Este ideal implanta en muchas mentes la convicción —si no consciente, al menos intuitiva— de que toda creencia merece el mismo respeto. De ahí que la Verdad ya no exista.

Pero si, como creemos —y la experiencia corrobora—, la Verdad excede la mera conformidad subjetiva y designa la naturaleza misma de la realidad —apuntando a Dios como única realidad—, entonces ella prevalece sobre el pensamiento humano y no depende en absoluto de él.

De acuerdo con esto, la posición mayoritaria antes comentada se revela frágil e inconsistente, a la par que ingenua. Pero es la posición dominante. Y sobre sus cimientos se erige uno de los principales dogmas seculares modernos: el de la sagrada tolerancia.

Aceptémoslo: la tolerancia como valor absoluto rige hoy, y este absolutismo la convierte en enemiga de la Verdad y colaboradora del error y la mentira. Paradójicamente, al optar entre dos absolutismos, la modernidad prescinde del legítimo —la Verdad— y se decanta por el impostado —la tolerancia—, sin reparar en el disparate de tal elección. Y así, la tolerancia reina como un falsario monarca que tiraniza y destruye a la Verdad.

Por ello, debe ser combatida, o al menos reducida a sus justos términos, que de ninguna manera pueden ser absolutos.

Quizá, acudiendo a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino, podamos encontrar, como de ordinario, alguna ayuda en este importante asunto.

De entrada, ambos filósofos sostienen que la Verdad —esa Verdad con mayúsculas a la que me refiero— es, por principio, intolerante. Y lo es porque es una, inalterable y definitiva.

No obstante, Aquino reconoció la conveniencia de cierto grado de tolerancia: aunque la Verdad sea única, las personas pueden errar en su búsqueda. En consecuencia, defendió la idea de una relativa tolerancia hacia aquellos que sostienen creencias erróneas, reconociendo su libertad de conciencia y permitiéndoles buscar la Verdad por sí mismos. Así, mientras la Verdad y el error, y el bien y el mal, no pueden conciliarse —de ahí que la intolerancia hacia el error sea una virtud—, la caridad prohíbe extender esta intolerancia contra aquellos que yerran.

La larga historia cristiana de tolerancia apoya esta distinción. Sin duda, ha sido —y es— un camino plagado de espinas, de avances y retrocesos. Pero todas estas incidencias no son imputables al cristianismo mismo, sino a algo que este predica como dogma de fe: la imperfecta naturaleza humana, herida por el pecado.

Frente a la desinformada opinión moderna, la tolerancia no es un concepto novedoso, hijo de la Ilustración volteriana. Por el contrario, su origen puede rastrearse en textos y reflexiones cristianas mucho más antiguas, desde la patrística hasta los contrarreformistas, pasando por los escolásticos medievales y tardomedievales. Una tolerancia que, desde luego, no responde a la caricatura histórica que se nos ha vendido y que ha dado lugar al mito historiográfico moderno de la intolerante Cristiandad: se trata de una tolerancia que no implica una renuncia a la Verdad y al Bien, ni una confusión con la falsedad y el mal, y que, respetando la conciencia personal y el libre albedrío, distingue al hombre —siempre redimible— de su acción.

Pero, como hemos dicho ya, este reconocimiento del libre albedrío en la búsqueda de la Verdad no puede ser absoluto, pues, a causa de la deficiencia humana, muchos hombres pueden caminar tras el error, abocados a su condenación. Por ello, es de extraordinaria importancia la corrección fraterna. Esto implica que los individuos tienen la responsabilidad moral de ayudar a otros a comprender la Verdad y corregir sus errores en un espíritu de amor y caridad. Esta corrección debe realizarse de manera prudente y respetuosa, reconociendo la dignidad y la libertad individual, para así ayudar a otros a corregir sus errores en un espíritu de fraternidad y respeto mutuo.

Hoy, sin embargo, no solo se proclama a los cuatro vientos el oxímoron de una tolerancia absoluta, sino que, además, se malinterpreta el concepto mismo de tolerancia, generando con ello dos errores opuestos:

El primero es desvelado por la frase de Chesterton al comienzo del artículo. Se trata de una idea de la tolerancia tal como es entendida por el hombre autodenominado «conservador». Es su debilidad —y, en ocasiones, su conveniencia— la que le lleva a aceptar, poco a poco, el error (y, por lo tanto, el mal), siendo la excusa de esa debilidad la tolerancia. La razón de esa flaqueza es la falta de verdaderas convicciones. Transige, renunciando así a sus ideas, en aras de evitar conflictos. No quiere luchar ni asumir riesgos, y por ello acepta claudicar frente al error, lo que le resulta fácil, ya que carece de principios. Esta idea de tolerancia es enemiga de la Verdad.

El segundo error es el propio del progresista, hoy llamado «woke» o despierto. Bajo el honorable nombre de tolerancia, este tipo de individuo promueve su «verdad» y lo hace sin respetar la libertad de conciencia ni el derecho de cada hombre a buscar la Verdad en libertad. Se trata, en último término, de un disfraz dialéctico tras el cual se esconde el igualitarismo que, como argumentó Platón en La República, tiene a la tiranía como su secuela natural.

Fue el poeta Samuel Taylor Coleridge quien escribió: «He visto mostrar una intolerancia flagrante en apoyo de la tolerancia».

Esto es así porque esta idea de la tolerancia, sostenida en alzas por el relativismo, termina promoviendo el dogmatismo y la intolerancia: si nunca te equivocas, si todo lo que crees es cierto para ti, ¿por qué no deberías aferrarte dogmáticamente a lo que sea que creas? ¿Y por qué no dar el siguiente paso y negar la tolerancia a quienes no están de acuerdo contigo? ¿Por qué no imponer tu verdad por todos los medios a tu alcance?

La realidad es que no solo la historia nos demuestra que esto suele ser así, sino que hoy mismo, en nuestra vida cotidiana en el mundo occidental, esto es así. Se trata, por lo tanto, de una idea de tolerancia que persigue a la Verdad.

Frente a este panorama, la auténtica tolerancia reconoce la Verdad como su fundamento, al tiempo que admite la falibilidad humana, y por ello ha de ejercerse con caridad: firme frente al error, compasiva con el errado, tal y como nos recuerda el padre Garrigou-Lagrange. Solo así la tolerancia cumple su verdadero sentido y se reconcilia con la Verdad.

Y la literatura, como siempre, puede ayudarnos a vislumbrar con más claridad estas cuestiones. Por ello, en la próxima entrada examinaremos varias novelas que, en tono poético, arrojan alguna luz sobre este complejo asunto.

13.05.25

La sagrada labor del padre: Charles Ingalls y Gervase Crouchback

     «Paseo en la carreta» (detalle). N. C. Wyeth (1882-1945).

       

   

          

«El corazón de un padre es la obra maestra de la naturaleza».

Abate Prévost. Manon Lescaut



«Los domingos, también mi padre se levantaba temprano,
Y tras vestirse en medio del frío negro azulado,
Con las manos agrietadas y doloridas
Del duro trabajo semanal,
Encendía las brasas. Nadie le dio nunca las gracias.

Yo despertaba y oía al frío astillarse, romperse.
Cuando las habitaciones estaban caldeadas, él me llamaba,
Y yo, lentamente, me levantaba y me vestía
Temeroso de las irás crónicas de aquella casa,

Hablándole con indiferencia,
A quien había ahuyentado el frío
Y lustrado también mis mejores zapatos.
Más, ¿qué sabía yo? ¿Qué sabía yo

De los austeros y solitarios oficios del amor?»


Robert Hayden

 

 

El mundo, en su reciente e imprudente entusiasmo por derribar los muros de carga sobre los que reposa, lleva ya un tiempo vilipendiando la figura del padre como un tirano doméstico o, en el mejor de los casos, un estúpido prescindible. Quizá esto se deba a que se ha olvidado para qué sirven los padres, o quizá lo que ocurre es que se desea su aniquilación. Quién sabe. En todo caso, nunca está de más recordar cuál era su antaño sagrada misión, y la importancia imprescindible de la misma.

El padre es, ante todo, una paradoja. Y, dado el deterioro cognitivo que sufrimos hoy, quizá por eso no se le comprenda en absoluto. El padre es aquel que porta cargas que nadie ve; el monarca de un reino que reniega de su rey. No solo es amigo, protector, maestro, aunque también deba serlo. No es únicamente un mero proveedor, aunque sin duda provee. Es, en su sabiduría fuera de toda moda, un necesario constructor de muros de contención. Y en esta labor de protección se le denigra duramente.

Pero, un padre no ejerce su función por reconocimiento o aplauso. Lo hace porque eso es lo que hacen los padres. Porque es lo que los hijos necesitan. Ya lo recordaba el gran Chesterton: los modernos se escandalizan de que los niños necesiten límites; y se escandalizan aún más al descubrir que esos límites les hacen felices. Una valla, dicen los sabios, es una opresión, hasta que, de repente, los niños se precipitan por el acantilado que hay tras ella.

En nuestro celo moderno por la libertad y la igualdad, hemos descuidado el principio del orden, sin el cual ninguna libertad es segura y ninguna igualdad justa. Cuando el padre abdica o desaparece, cuando un padre deja de construir muros, el hogar se derrumba; y cuando el hogar se derrumba, la sociedad decae. Porque la familia es la institución social primaria y fundamental y, por tanto, condición previa de todo orden social. Y el padre es uno de sus dos pilares.

Así que, como vemos, ser padre es ser un baluarte, uno de los últimos baluartes de lo verdadero y de lo real. Quizás pensando en ello comprendamos mejor porque razón se persigue su destrucción, su aniquilación, su remoción. Quizás ahora comprendamos mejor porque es imperativo su rescate.

Chesterton dijo una vez que la familia es una célula de resistencia contra el Estado. El padre, por lo tanto, no es el ejecutor de una tiranía, como quieren hacernos ver («¡El patriarcado!»), sino la última de las defensas contra ella. Al amar su hogar y su familia, protege al mundo del suicidio. Es un caballero cuya fuerza es el servicio y cuyas armas son el amor y el sacrificio; un paladín con una misión sagrada: luchar contra el dragón. Hagamos que así sea. Y para facilitar esta labor, recordemos a algunos padres literarios que podrían –quién sabe– servirnos de ejemplo.

  

LA CASA DE LA PRADERA (1932-1971), de Laura Ingalls Wilder

Una forma de leer la serie de ocho novelas de La casa de la pradera (de la que ya les he hablado aquí), es verla, no solo como la historia de una joven pionera, sino también como un tributo al amor, la constancia y la fortaleza de los padres y como un memorial a la institución familiar. Por eso es bueno leerla hoy; y por eso nuestros hijos deben hacerlo. Así como también, tanto los que ya son padres como los que aspiran a serlo.

Me detengo así, un momento, en Charles Ingalls, Pa, el padre de Laura, la protagonista de la serie (y autora de la misma). Pa puede servirnos de ejemplo de algo hoy olvidado, pero para nada olvidable: que los padres dejan huella en sus hijos, una huella profunda y duradera. Les hablo de una influencia que puede llegar a ser beneficiosa, pero que, por su poder, también puede llegar a ser terriblemente destructiva. Me estoy refiriendo, no solo a la influencia de su presencia y de la relación que esta presencia desencadena, sino también a su, hoy lamentablemente frecuente, falta de presencia; esta ausencia también marca, dejando tras de sí la imborrable huella de un vacío.

No es el caso de Laura Ingalls. Ella recordó en esta serie de libros a su padre, a la increíblemente beneficiosa huella que su padre dejó impresa en su alma; y así nos lo cuenta: un padre presente, un padre amoroso y protector, constructor de vallas y escudos invisibles; un padre que ejerció de padre, con todo su sacrificio y entrega, asumiendo el peso de su sagrada misión.

Pa Ingalls no es solo un hombre de vigor fronterizo, sino un alma paternal cuya paciencia y alegre abnegación guían a su familia a través de las dificultades y la incertidumbre. La suya no es la voz de una autoridad desaprensiva, sino del amor encarnado en el trabajo y el deber, que recuerda el santo modelo de San José. Construye cabañas de troncos y abre caminos a través de la nieve, y al regresar al hogar, canta canciones de cuna a sus hijas a la luz del fuego y al son de su violín. Empuña el hacha y la Biblia con un mismo fervor contagioso. Ciertamente no predica la virtud, pero hace algo mejor: la vive y, al hacerlo, forma el carácter de sus hijos de forma más duradera que cualquier catecismo. En él vemos la fusión del afecto doméstico y la perseverancia varonil; por ello su autoridad –que sin duda posee y le es reconocida– no proviene únicamente de su fuerza, sino del amor que la sustenta, todo lo cual inspira a los que le rodean.

En una ocasión, cuando Pa regresa a casa después de sobrevivir a una ventisca de tres días, saluda a su preocupada esposa, y le dice con aire tranquilo: «Caroline, nunca te preocupes por mí (…) Estoy obligado a volver a casa para cuidar de ti y de las niñas». A continuación, cuenta a la familia su dura experiencia como una aventura, no como una historia de supervivencia, lo que, en vez dejar aterrados a sus hijos, los deja fascinados.

En el último párrafo del primer libro de la serie, La casa del bosque, se puede leer lo siguiente:

«–"Laura", dijo Pa. –"duérmete, anda".

Pero Laura permaneció despierta un rato escuchando el violín de Pa que sonaba suavemente, al tiempo que sentía el solitario silbido del viento en el Gran Bosque. Miró a Pa sentado en el banco junto a la chimenea, con el fulgor del fuego reflejándose en su cabello y barba castaños, y brillando sobre el violín color marrón miel. Miró a Ma, mientras tejía meciéndose suavemente.

Pensó para sí: –"Esto es ahora". Y se alegró de que la acogedora casa, y Pa y Ma, y la luz del fuego y la música, fueran ahora.

No podría olvidarlos, pensó, porque el presente es ahora. Nunca puede ser hace mucho tiempo».

Laura nos presenta a su padre en las novelas como «siempre alegre, temerario, inclinado a la imprudencia, y amante de su violín». Y en una entrevista, años después de la publicación de las mismas, confesó:

«Cualquier creencia, afecto y patriotismo que tenga lo debo a mi padre tocando su violín en el crepúsculo».

Porque, como nos traslada Laura en su relato, la vida en las praderas es muy triste cuando papá no puede tocar el violín.

  

ESPADA DE HONOR (1952-1965), de Evelyn Waugh

En la trilogía Espada de honor (comentada aquí), Evelyn Waugh nos presenta una figura patriarcal de referencia, por la que no oculta una clara predilección. Me refiero a Gervase Crouchback, el padre del protagonista, Guy, un personaje casi de otro mundo. No se trata de un moralista sermoneador, sino de un hombre que encarna un sereno realismo cristiano en el que el ejemplo habla más claro que la exhortación. Es un recordatorio de que los mejores padres no obligan, sino que ayudan a conformar las almas de sus hijos con su quehacer cotidiano; no controlan sus conciencias, sino que moldean sus almas en virtud de una dignidad y una autoridad que no reprime, sino que libera y dignifica.

Gervase es este tipo de padre; no hace alarde de su virtud, sino que la habita, y eso es aprovechado por su hijo Guy, que bebe abundantemente de su maestría y se apoya con frecuencia en su piedad, tranquila y resuelta. Se trata, sin duda alguna, de uno de los últimos vestigios de la Inglaterra caballeresca, de las viejas –y perseguidas– familias católicas: un hombre de honor, de fe, de piedad profunda, pero sin vestigios de ostentación ni orgullo.

De presencia discreta –como muchas veces corresponde al ejercicio de la paternidad–, el ejemplo de su integridad, fe católica y humildad guía a Guy en su búsqueda de sentido en medio de un mundo en decadencia sumido en la destrucción.

Encontramos un pasaje significativo en Hombres de armas, cuando Guy visita a su padre en Matchet:

«Pese a los cuarenta años que los separaban, había un parecido notable entre el señor Crouchback y Guy. El señor Crouchback era algo más alto y mostraba una expresión de benevolencia firme que Guy no poseía. […] Era un anciano inocente y afable que, de algún modo, había conservado su buen humor —más aún, una alegría misteriosa y tranquila— a lo largo de una vida que, a simple vista, había estado sobrecargada de desgracias (…) engendró en su suave pecho dos cualidades raras, tolerancia y humildad».

Este retrato destaca la serenidad, entereza, y fortaleza interior de Gervase, nacidas –como se encarga de hacernos ver Waugh– de su firme Fe, y que contrastan con las tribulaciones de Guy, ofreciéndole un refugio estable y un modelo de virtud silenciosa.

En Oficiales y Caballeros, se menciona cómo Gervase, a pesar de las dificultades económicas, mantiene una actitud de generosidad y caridad que desconcierta a quienes lo rodean y no profesan la fe católica, lo cual es también una lección hoy, en un mundo cargado de mercantilismo:

«Es un hombre profundo, y no me equivoco. Nunca le he entendido bien. De alguna manera su mente parece funcionar diferente a la tuya y a la mía».

Por último, tenemos el famoso pasaje que da sentido definitivo a la vida de Guy, cuando su padre le dice en una carta:

«¿Cuántos niños habrán sido criados en la fe que de otro modo habrían vivido en la ignorancia? Los cálculos numéricos no aplican. Si solo un alma se salva, es compensación suficiente por cualquier “pérdida de prestigio”».

Las cualidades paternas de Gervase —su fe inquebrantable, su humildad y su generosidad— no solo moldean para bien el carácter de Guy, sino que también representan un ideal de paternidad basado en la virtud y el ejemplo.

 

Estas son solo dos muestras; afortunadamente, hay muchos más de padres que ejercen como tales. Entre otras cosas, estas novelas pueden leerse como una guía parental sobre cómo afrontar la adversidad y las dificultades de la vida familiar con confianza y optimismo, y como trasladar a los hijos aquello que vale la pena conservar 

Porque, concienciémonos, los padres son imprescindibles, hoy y siempre. No solo por representar un fundamental papel social, sino por que también encarnan una vocación moral. Apuntan más allá de sí mismos; apuntan a la eternidad. Más, tristemente, los hemos convertido en tiranos o irrelevantes marionetas, cuando deberían ser puentes hacia la virtud y hacia Dios, testigos de la Verdad y gérmenes de santidad.

Por eso, su labor es sagrada; por eso, es imperativo restaurarla. Algo que nos corresponde a nosotros, los padres, por que… ¿Qué sabe el mundo «de los de los austeros y solitarios oficios del amor»?

 

¿Y, QUÉ HAY DE LOS PADRES?

DE NUEVO, LA FIGURA DEL PADRE

6.05.25

La importancia de la poesía (V): extravio y reencuentro

   «Paisaje con peregrino». Karl Friedrich Schinkel (1781-1841).




«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».

Robert Frost

 

«Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda».

Miguel de Cervantes

 

«Para los cristianos, la visión poética de las cosas es un deber».

Cardenal John Henry Newman

 

 

Desconozco si Aristóteles, santo Tomás, Blake, Newman, Claudel, Eliot, Guardini, Levertov y otros de los que les hablé en entradas anteriores de esta serie, están en lo cierto. No estoy seguro de si la poesía nos prepara para la contemplación y nos ayuda, aunque sea un poco, a acercarnos a la Verdad, aunque intuyo que quizá podría ser así. Lo que sí sé es que, en la mayoría de los casos, lo que vulgarmente denominamos poesía no nos conduce a esos lugares. Y es que, si fuera —como creo— un regalo, un don, una inspiración sobrenatural carente de inmanencia, y capaz de aproximarnos a la verdad de las cosas, entonces sería algo extraordinario. Y, por ello, escaso. Quizá sea así porque esa rareza es necesaria para que la gracia no sofoque la naturaleza. Todo lo demás, todo aquello que llamamos pomposamente poesía y que pretende serlo, no sería tal.

Emily Dickinson lo sabía, y nos dejó estos versos, tan lúcidos como frustrantes:

«Contemplar el cielo de verano
Es poesía, aunque nunca se halle en un libro.
Los verdaderos poemas huyen».

La mayoría de los poetas —y muy probablemente todos ellos— se limitan a elaborar una copia del poema del mundo y a acercarlo a los demás mortales, aunque en muchas ocasiones con poca fortuna. Aun así, con éxito o sin él, el verdadero poeta se ve impelido a cantar; su misión es intentar expresar, a través de su voz personal, esa visión profunda de las cosas, sacarla a la luz con su poema —pues ese es uno de sus significados originales, «dar a luz», ποιέω (poiéo)—, y hacerlo una y otra vez. Ese mero intento es, en palabras de T. S. Eliot, más que suficiente; es todo lo que se puede hacer, ya que, como nos anunció Dickinson, los «verdaderos poemas huyen».

Esa intuición de Dickinson parece anticipar una verdad que otros autores modernos también han señalado, aunque desde otros ángulos.

Ciertamente, conocemos algunos de estos grandes poetas, desde Homero hasta Dante; la tradición y el paso del tiempo nos los han mostrado. Pero, ¿Podemos encontrarnos con grandes poetas en nuestros días?

Hace más de medio siglo, Jacques Maritain esbozó un juicio muy duro sobre gran parte de la poesía desde el Romanticismo en adelante:

«La poesía se separa así del arte como una virtud práctica del intelecto; anhela saber, no hacer. Pierde el interés por la belleza. Busca el poder, el conocimiento mágico. El fin, entonces, solo puede ser una parodia de la revelación provocada por la desorganización del organismo mental y moral del hombre, liberando las fuerzas del inconsciente (…). El deleite que da la belleza es reemplazado por el deleite de la experiencia de la libertad suprema en la noche de la subjetividad».

El profesor de clásicas norteamericano Anthony Esolen, más recientemente, emite otra amarga queja hacia la poesía de nuestros tiempos y denuncia como peligrosa la tendencia —alentada tanto por poetas modernos como por profesores de literatura— de convertir un poema en un rompecabezas que primero se descifra y luego se interpreta, con el objetivo de hallar un «significado oculto». Esolen advierte que este enfoque trastoca la lectura de la poesía, transformándola de un placer en un trabajo pesado. Añade que muchos poemas modernos son meras efusiones emocionales o expresiones de sentimientos subjetivos: «la libertad suprema en la noche de la subjetividad», en acción.

No tengo competencia para juzgar estas opiniones. Porque el poeta, no lo olvidemos, es simplemente un hombre: alguien que, al expresar los secretos del mundo, revela también su subjetividad y su propia alma. Ahora bien, la verdadera poesía no puede apoyarse exclusivamente en la expresión de lo que el poeta siente; debe dar a luz algo más, o quizá mucho más. En palabras de Jacques Maritain, los poemas de verdad:

«Dirán más de lo que son, y pondrán a disposición del conocimiento, al mismo tiempo que ellos mismos, algo distinto de sí mismos, y algo otro que ese otro, y, si es posible, el universo entero como en el espejo de una mónada. Por una especie de amplificación poética, Beatriz, siendo la mujer que amó Dante, es también, en virtud del signo, la sabiduría que lo conduce».

Este anclaje en el sentimiento subjetivo es uno de los lastres de toda poesía, de hoy y de siempre. Y es que, al poeta no le basta con sentir; no debe pretender simplemente emocionar —eso ni siquiera es prueba de su éxito—, sino expresar algo más. Pero quizá gran parte de nuestros poetas modernos se limitan a lo que han sentido y, por ello, producen en nosotros, sus lectores, tan solo retazos de naturalezas muertas y estados subjetivos dramatizados; lo que deriva en que nuestra visión del mundo sea, tal vez, más restringida que en el pasado.

Para liberarnos de ese yugo limitador quizá debamos volver a la vieja sophia perennis, esa sabiduría eterna que trasciende épocas y culturas. El cardenal Newman nos habló del «principio sacramental» y su relación con la poesía:

«El mundo exterior (…) es una manifestación de realidades más grandes que él mismo (…) la materia y la expresión son partes de una sola cosa».

Según Newman, para alcanzar a ver «esas realidades más grandes», lo sublime, lo espléndido —la Belleza con mayúsculas y, a través de esta, la Verdad—, el hombre debe ser capaz, con la imaginación, de rescatar aquello que ve de entre lo vulgar. Y tal labor solo puede ser realizada a través de la poesía y por medio del poeta, «el hombre de la belleza», como decía Emerson.

Siguiendo al trascendentalista norteamericano, el verdadero poeta, escaso y visionario, «está aislado entre sus contemporáneos, por la verdad y por su arte, pero con el consuelo de que su búsqueda arrastrará tarde o temprano a todos los hombres».

Sin embargo, nos encontramos con un nuevo problema: hoy el poeta ha perdido contacto con los demás hombres; se encuentra más aislado y solo que en los tiempos de Emerson, o quizá incluso, proscrito y desterrado. Esta es una de las tragedias que nos asolan. Los poetas caminan solos, errantes y extraviados, y, a consecuencia de ello, el hombre común de hoy solo percibe que las cosas no marchan como debieran, pero nada más; se limita a sentir un malestar, un síntoma que no define la enfermedad ni el mal que lo causa. ¿Por qué? Un poeta, W. H. Auden, apuntaba a un aspecto relevante:

«Las denominadas bellas artes han perdido la utilidad social que una vez tuvieron… Nuestro siglo no siente necesidad de este arte gratuito… Pero cada vez que intenta combinar gratuidad y utilidad (…) falla por completo».

Auden ofrece un diagnóstico, posiblemente más preciso que la mera constatación de un malestar, pero sin receta para la curación: no visualiza un cambio en nuestro mundo que restablezca a las artes —y a la poesía entre ellas— la utilidad que tuvieron, y siente que, sin ella, las artes puras perecerán o serán relegadas a un rincón oscuro.

Pero esto es, en mi modesta opinión, un error. Miramos en la dirección equivocada, centrándonos en lo próximo para olvidar aquello a lo que debemos dirigirnos, que está detrás y más allá de nuestro primer plano. No se trata de que la poesía –transmisora de verdades– se reduzca a la cotidianeidad política y sociológica, al hombre y sus miserables problemas del día a día, a fin de ser util; así no conectará con las ansias profundas que laten en su interior auténtico. Debe apuntar al horizonte, al lugar donde yace el principio extraviado en este viaje con retorno que todos debemos emprender. Y ello, aunque lo haga a través del tratamiento de esas miserias cotidianas, que serán el material áspero y primitivo a través de cuya manipulación dé lugar a la visión verdadera.

Aun así, creo que todavía hay poetas capaces de transmitir una visión de algo que permanece oculto para la mayoría. Podríamos calificarlos de grandes poetas. Y junto a ellos, habitan entre nosotros otros, pequeños, modestos y humildes, poco conocidos, cuyos versos quizá no nos iluminen sobre los misterios del mundo, pero nos dan algo que también necesitamos: cantores domésticos que nos obsequian instantáneas de nuestro mundo cotidiano, contadas como relámpagos, fogonazos fugaces de lucidez. Que nos regalan cánticos, ruegos y oraciones. Que nos traen de vuelta al buen camino, eliminando la distracción y el desorden que nos asolan, tan solo para mostrarnos, aunque sea un instante, el mundo tal y como es.

Y es que, como dije antes, la poesía verdadera ha de ser escasa, pero esto no significa que haya de ser siempre grandiosa. El Espíritu sopla donde quiere, y muchas veces se nos acerca sutilmente, casi imperceptible, en la voz tranquila de un poeta desconocido.

Así que no desesperen; todavía hay poetas. Grandes poetas, sí, pero también humildes aprendices. Dios continúa regalándonoslos. ¿Cómo? ¿Inspirándolos? ¿Acaso a través de musas, como creían los antiguos? Me gusta pensar que sí. El mismo Esolen habla de una unión de toda esta verdadera poesía en un poema mayor, del que todo verdadero poema forma parte. En alusión a la Parábola del Sembrador, nos dice que la semilla es «la Palabra», que, recibida correctamente, da abundante fruto, y que los versos de esos poetas –los verdaderos– representan el «céntuplo» que la Palabra de Dios ha producido en ellos.

Puede que sea así. Y aunque no lo fuera, no importaría demasiado, mientras los poetas continúen cantando y Él permanezca con nosotros. Porque, como bien sabemos, el único y verdadero Poeta estará siempre a nuestro lado «todos los días, hasta la consumación del siglo».

   

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (I): POESÍA Y VERDAD

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (III): EL POETA, LA HUMILDAD Y EL ASOMBRO

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (IV): POESÍA E INFANCIA