6.05.25

La importancia de la poesía (V): extravio y reencuentro

   «Paisaje con peregrino». Karl Friedrich Schinkel (1781-1841).




«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».

Robert Frost

 

«Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda».

Miguel de Cervantes

 

«Para los cristianos, la visión poética de las cosas es un deber».

Cardenal John Henry Newman

 

 

Desconozco si Aristóteles, santo Tomás, Blake, Newman, Claudel, Eliot, Guardini, Levertov y otros de los que les hablé en entradas anteriores de esta serie, están en lo cierto. No estoy seguro de si la poesía nos prepara para la contemplación y nos ayuda, aunque sea un poco, a acercarnos a la Verdad, aunque intuyo que quizá podría ser así. Lo que sí sé es que, en la mayoría de los casos, lo que vulgarmente denominamos poesía no nos conduce a esos lugares. Y es que, si fuera —como creo— un regalo, un don, una inspiración sobrenatural carente de inmanencia, y capaz de aproximarnos a la verdad de las cosas, entonces sería algo extraordinario. Y, por ello, escaso. Quizá sea así porque esa rareza es necesaria para que la gracia no sofoque la naturaleza. Todo lo demás, todo aquello que llamamos pomposamente poesía y que pretende serlo, no sería tal.

Emily Dickinson lo sabía, y nos dejó estos versos, tan lúcidos como frustrantes:

«Contemplar el cielo de verano
Es poesía, aunque nunca se halle en un libro.
Los verdaderos poemas huyen».

La mayoría de los poetas —y muy probablemente todos ellos— se limitan a elaborar una copia del poema del mundo y a acercarlo a los demás mortales, aunque en muchas ocasiones con poca fortuna. Aun así, con éxito o sin él, el verdadero poeta se ve impelido a cantar; su misión es intentar expresar, a través de su voz personal, esa visión profunda de las cosas, sacarla a la luz con su poema —pues ese es uno de sus significados originales, «dar a luz», ποιέω (poiéo)—, y hacerlo una y otra vez. Ese mero intento es, en palabras de T. S. Eliot, más que suficiente; es todo lo que se puede hacer, ya que, como nos anunció Dickinson, los «verdaderos poemas huyen».

Esa intuición de Dickinson parece anticipar una verdad que otros autores modernos también han señalado, aunque desde otros ángulos.

Ciertamente, conocemos algunos de estos grandes poetas, desde Homero hasta Dante; la tradición y el paso del tiempo nos los han mostrado. Pero, ¿Podemos encontrarnos con grandes poetas en nuestros días?

Hace más de medio siglo, Jacques Maritain esbozó un juicio muy duro sobre gran parte de la poesía desde el Romanticismo en adelante:

«La poesía se separa así del arte como una virtud práctica del intelecto; anhela saber, no hacer. Pierde el interés por la belleza. Busca el poder, el conocimiento mágico. El fin, entonces, solo puede ser una parodia de la revelación provocada por la desorganización del organismo mental y moral del hombre, liberando las fuerzas del inconsciente (…). El deleite que da la belleza es reemplazado por el deleite de la experiencia de la libertad suprema en la noche de la subjetividad».

El profesor de clásicas norteamericano Anthony Esolen, más recientemente, emite otra amarga queja hacia la poesía de nuestros tiempos y denuncia como peligrosa la tendencia —alentada tanto por poetas modernos como por profesores de literatura— de convertir un poema en un rompecabezas que primero se descifra y luego se interpreta, con el objetivo de hallar un «significado oculto». Esolen advierte que este enfoque trastoca la lectura de la poesía, transformándola de un placer en un trabajo pesado. Añade que muchos poemas modernos son meras efusiones emocionales o expresiones de sentimientos subjetivos: «la libertad suprema en la noche de la subjetividad», en acción.

No tengo competencia para juzgar estas opiniones. Porque el poeta, no lo olvidemos, es simplemente un hombre: alguien que, al expresar los secretos del mundo, revela también su subjetividad y su propia alma. Ahora bien, la verdadera poesía no puede apoyarse exclusivamente en la expresión de lo que el poeta siente; debe dar a luz algo más, o quizá mucho más. En palabras de Jacques Maritain, los poemas de verdad:

«Dirán más de lo que son, y pondrán a disposición del conocimiento, al mismo tiempo que ellos mismos, algo distinto de sí mismos, y algo otro que ese otro, y, si es posible, el universo entero como en el espejo de una mónada. Por una especie de amplificación poética, Beatriz, siendo la mujer que amó Dante, es también, en virtud del signo, la sabiduría que lo conduce».

Este anclaje en el sentimiento subjetivo es uno de los lastres de toda poesía, de hoy y de siempre. Y es que, al poeta no le basta con sentir; no debe pretender simplemente emocionar —eso ni siquiera es prueba de su éxito—, sino expresar algo más. Pero quizá gran parte de nuestros poetas modernos se limitan a lo que han sentido y, por ello, producen en nosotros, sus lectores, tan solo retazos de naturalezas muertas y estados subjetivos dramatizados; lo que deriva en que nuestra visión del mundo sea, tal vez, más restringida que en el pasado.

Para liberarnos de ese yugo limitador quizá debamos volver a la vieja sophia perennis, esa sabiduría eterna que trasciende épocas y culturas. El cardenal Newman nos habló del «principio sacramental» y su relación con la poesía:

«El mundo exterior (…) es una manifestación de realidades más grandes que él mismo (…) la materia y la expresión son partes de una sola cosa».

Según Newman, para alcanzar a ver «esas realidades más grandes», lo sublime, lo espléndido —la Belleza con mayúsculas y, a través de esta, la Verdad—, el hombre debe ser capaz, con la imaginación, de rescatar aquello que ve de entre lo vulgar. Y tal labor solo puede ser realizada a través de la poesía y por medio del poeta, «el hombre de la belleza», como decía Emerson.

Siguiendo al trascendentalista norteamericano, el verdadero poeta, escaso y visionario, «está aislado entre sus contemporáneos, por la verdad y por su arte, pero con el consuelo de que su búsqueda arrastrará tarde o temprano a todos los hombres».

Sin embargo, nos encontramos con un nuevo problema: hoy el poeta ha perdido contacto con los demás hombres; se encuentra más aislado y solo que en los tiempos de Emerson, o quizá incluso, proscrito y desterrado. Esta es una de las tragedias que nos asolan. Los poetas caminan solos, errantes y extraviados, y, a consecuencia de ello, el hombre común de hoy solo percibe que las cosas no marchan como debieran, pero nada más; se limita a sentir un malestar, un síntoma que no define la enfermedad ni el mal que lo causa. ¿Por qué? Un poeta, W. H. Auden, apuntaba a un aspecto relevante:

«Las denominadas bellas artes han perdido la utilidad social que una vez tuvieron… Nuestro siglo no siente necesidad de este arte gratuito… Pero cada vez que intenta combinar gratuidad y utilidad (…) falla por completo».

Auden ofrece un diagnóstico, posiblemente más preciso que la mera constatación de un malestar, pero sin receta para la curación: no visualiza un cambio en nuestro mundo que restablezca a las artes —y a la poesía entre ellas— la utilidad que tuvieron, y siente que, sin ella, las artes puras perecerán o serán relegadas a un rincón oscuro.

Pero esto es, en mi modesta opinión, un error. Miramos en la dirección equivocada, centrándonos en lo próximo para olvidar aquello a lo que debemos dirigirnos, que está detrás y más allá de nuestro primer plano. No se trata de que la poesía –transmisora de verdades– se reduzca a la cotidianeidad política y sociológica, al hombre y sus miserables problemas del día a día, a fin de ser util; así no conectará con las ansias profundas que laten en su interior auténtico. Debe apuntar al horizonte, al lugar donde yace el principio extraviado en este viaje con retorno que todos debemos emprender. Y ello, aunque lo haga a través del tratamiento de esas miserias cotidianas, que serán el material áspero y primitivo a través de cuya manipulación dé lugar a la visión verdadera.

Aun así, creo que todavía hay poetas capaces de transmitir una visión de algo que permanece oculto para la mayoría. Podríamos calificarlos de grandes poetas. Y junto a ellos, habitan entre nosotros otros, pequeños, modestos y humildes, poco conocidos, cuyos versos quizá no nos iluminen sobre los misterios del mundo, pero nos dan algo que también necesitamos: cantores domésticos que nos obsequian instantáneas de nuestro mundo cotidiano, contadas como relámpagos, fogonazos fugaces de lucidez. Que nos regalan cánticos, ruegos y oraciones. Que nos traen de vuelta al buen camino, eliminando la distracción y el desorden que nos asolan, tan solo para mostrarnos, aunque sea un instante, el mundo tal y como es.

Y es que, como dije antes, la poesía verdadera ha de ser escasa, pero esto no significa que haya de ser siempre grandiosa. El Espíritu sopla donde quiere, y muchas veces se nos acerca sutilmente, casi imperceptible, en la voz tranquila de un poeta desconocido.

Así que no desesperen; todavía hay poetas. Grandes poetas, sí, pero también humildes aprendices. Dios continúa regalándonoslos. ¿Cómo? ¿Inspirándolos? ¿Acaso a través de musas, como creían los antiguos? Me gusta pensar que sí. El mismo Esolen habla de una unión de toda esta verdadera poesía en un poema mayor, del que todo verdadero poema forma parte. En alusión a la Parábola del Sembrador, nos dice que la semilla es «la Palabra», que, recibida correctamente, da abundante fruto, y que los versos de esos poetas –los verdaderos– representan el «céntuplo» que la Palabra de Dios ha producido en ellos.

Puede que sea así. Y aunque no lo fuera, no importaría demasiado, mientras los poetas continúen cantando y Él permanezca con nosotros. Porque, como bien sabemos, el único y verdadero Poeta estará siempre a nuestro lado «todos los días, hasta la consumación del siglo».

   

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (I): POESÍA Y VERDAD

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (III): EL POETA, LA HUMILDAD Y EL ASOMBRO

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (IV): POESÍA E INFANCIA

28.04.25

¿Los grandes libros? ¿Todos ellos? Y, ¿de qué manera?

        «Día de primavera en los bosques». Hans Andersen Brendekilde (1857 -1942).

 

    

«Todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona nos pertenece a nosotros, los cristianos».

San Justino

 

«Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los libros viejos; solo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde y, a veces, con otras ideas mejores que las contradicen y las superan».

G. K. Chesterton

 

«Debes tratar de hacer siempre que el paciente abandone la gente, la comida o los libros que le gustan de verdad, y que los sustituya por la “mejor” gente, la comida “adecuada” o los libros “importantes”».

C. S. Lewis. Cartas del diablo a su sobrino

    

 

 

En nuestros días se habla —y se continúa hablando con profusión— de los grandes libros. Se hace desde las más variadas instancias y perspectivas, normalmente en términos elogiosos. Yo mismo lo he hecho nada más dar inicio a este blog, y lo he seguido haciendo a cada poco, la última vez en la entrada anterior a esta.

Se destaca de ellos una grandeza que hace referencia más a su impacto social, político y cultural que a su verdad; más a su influencia, sea cual sea el sentido de esta, que a su efecto benéfico. Por eso —lo habrán notado—, siempre que hablo de ellos me refiero no solo a esa grandeza en términos generales, sino también a su bondad. Ello me permite excluir de la recomendación algunos libros considerados grandes, pero que estimo inconvenientes, y, de paso, incluir en la recomendación otros libros, seguramente no tan grandes, pero igualmente beneficiosos para el alma. Esto sugiere tanto una selección dentro de la selección como un determinado enfoque en su lectura, y una previa preparación para ella.

Sobre el porqué de esta matización trata este artículo. Sin embargo, es menos una justificación que una proclama.

De entrada, haré una afirmación quizá polémica: muchas de las obras incluidas en los distintos listados de grandes libros contenidos en muchos programas de numerosas universidades en todo el mundo (empezando por el famoso programa de la Universidad de Chicago de Robert Hutchins) son las mismas obras que nos han llevado a la crisis de la cultura occidental que hoy vivimos. Como señala el profesor Patrick Deneen: «El ataque más amplio a las artes liberales obtiene gran parte de su combustible intelectual de varios de los grandes libros mismos». Pero advierto que no me estoy refiriendo a los mismos libros, sino a la falta de preparación con que, por lo común, se les enfrenta. Así, un uso descuidado de esos grandes libros se ha convertido en parte de la enfermedad que nos asola, o, más bien, en uno de los patógenos que la causa. Abordar los grandes libros como un relativista cosmopolita y, sobre todo, salir de su lectura de esa guisa es algo absolutamente opuesto al propósito original de las artes liberales tradicionales, que no tenían otro fin que alcanzar la verdad, por definición absoluta, intolerante y una.

En el número de septiembre de 1987 de la revista conservadora Modern Age, el filósofo tomista Frederick Wilhelmsen (quien mantuvo una estrecha relación con España) escribió un conocido ensayo titulado Los grandes libros: enemigos de la sabiduría? (Great Books: Enemies of Wisdom?). En él critica el enfoque de los programas de grandes libros que, en su opinión, habían dado paso al eclecticismo y al relativismo que padecemos hoy. Carentes de una mínima formación en pensamiento cristiano que les diera base y criterio, la mayoría de los alumnos de estos programas terminaron convirtiéndose en modernos Hamlets y Descartes, escépticos y dudosos de lo verdadero, lo bueno y lo bello, que, además, pronto se transfiguraron en pequeños Robespierres dispuestos a cortar las cabezas de aquellos que osasen no comulgar con su escepticismo fanático, como estamos comprobando en nuestros días.

Todo ello, argumentaba Wilhelmsen, ha traído como consecuencia un sistema educativo en el que no se enseña ni se aprende filosofía real, sino solo opiniones. Todo se relativizó al no contar con ninguna base metafísica con la que evaluar las ideas contenidas en los libros. Lo cual no es nada extraño. Ya en su tiempo, Michel de Montaigne, en uno de sus famosos ensayos —«Sobre la experiencia»—, reconoce que su escepticismo —que él lamenta— procede de la existencia de una «infinita variedad de opiniones» que solo traen confusión a la mente: «Hay más problemas para interpretar las interpretaciones que para interpretar las cosas mismas, y hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema». Esa excesiva variedad lleva a la confusión; una confusión que, según él, conduce al escepticismo, a la desconfianza en la razón y a una concepción de la verdad como algo relativo.

Lo cierto es que hay un hecho que no admite discusión: hay numerosos grandes libros y muchos se contradicen entre sí. Como consecuencia, al carecer de una base filosófica sólida que les proporcionara un criterio, los estudiantes acabaron, en su mayoría, sumidos en el relativismo más atroz. El multiculturalismo y la diversidad, entre otras modas, se convirtieron así en sustitutos del pensamiento racional. De esta forma, como escuchamos hoy hasta la saciedad, todas las culturas son verdaderas y toda diversidad es igualmente válida y valiosa, no porque sea verdadera, sino simplemente porque es diversa. Y ya saben a lo que nos ha estado conduciendo todo esto.

Por otro lado, también parece poco discutible que, para comprender aquello que contienen los grandes libros, se necesita una formación previa, no solo la filosófica ya comentada, sino también la poética, la moral, la estética y la religiosa.

Recordando aquello de Tomás de Kempis de que «lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo», creo que para llegar a los grandes libros, a los clásicos, habrá que pasar antes por los buenos libros y, dentro de ellos, por los apropiados a cada edad. Es subiendo por esta escalera literaria como podremos llegar a algún sitio; de otra forma, mucho me temo que el error, la incomprensión y la ignorancia se adueñen de nosotros.

Y para facilitar esta preparación —necesaria para abordar con criterio los grandes libros— se revela fundamental la lectura en la infancia y la juventud, y no una lectura cualquiera. Hablo específicamente de la lectura de los buenos libros; una lectura que, a ser posible, combine la íntima y la privada con la lectura en voz alta y en grupo, acompañada, antes, durante y después, del diálogo y el comentario de los chicos entre sí y de los chicos con sus padres y con sus maestros. Por supuesto, facilitaría mucho las cosas empezar cuanto antes; si es posible, desde la cuna, o el seno materno, si me apuran.

Es quizá John Senior quien acuña este concepto de buenos libros. Senior fue un brillante profesor de Clásicos y Humanidades en la Universidad de Kansas que, a principios de los años setenta, diseñó e impartió con dos colegas —Dennis Quinn y Frank Nelick— un influyente y breve Programa de Humanidades Integradas (PHI) para estudiantes de primero y segundo año. El PHI produjo muchos maestros, unos pocos agricultores, numerosas amistades y matrimonios y, sobre todo, una ola de vocaciones religiosas y conversiones al catolicismo.

Senior y sus colegas se apercibieron de que, al carecer de un bagaje poético de buenas lecturas en su infancia y primera juventud, los jóvenes universitarios no estaban preparados ni entrenados para asimilar a los más grandes autores y sus obras. Se trata, ni más ni menos, de un desarrollo del viejo axioma escolástico que dice que «lo que se recibe se recibe a la forma y modo del receptor» (Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur). Por lo tanto, si el receptor no está preparado, lo que sucederá es que, o bien no recibirá lo transmitido, o lo recibirá deformado o incompleto, como así ocurrió y todavía ocurre.

Lo que Senior, Nelick y Quinn trataron de hacer fue arreglar el desaguisado de una educación hogareña y escolar deficiente. Concibieron su programa de pregrado universitario como una extensión de la enseñanza primaria y media para solventar o compensar aquella carencia que impedía a los jóvenes universitarios aprovechar esos programas de estudio de los clásicos. Un programa ambicioso, a la par que sencillo, que iba incluso más allá del ámbito puramente académico, ya que se trataba de sanar una falta de conocimiento y de relación con la realidad y, por tanto, con la verdad, la belleza y la bondad.

Acudo a Senior para explicarme, citando un fragmento de su obra La muerte de la cultura cristiana:

«Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto. […] Una razón más importante para leer los buenos libros que figuran aquí, y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar a la imaginación y al intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros».

Y no solo eso, Senior y sus colegas abogarón por algo más que el mero aprendizaje de libros. Defendieron una restauración completa del realismo, en la que se potenciarían todos los sentidos del hombre, la imaginación, la emoción, la voluntad, el intelecto y el cuerpo. Y así, recitaciones de poesía, bailes comunales, contemplación del firmamento en noches estivales, e incluso viajes escolares a la vieja Europa, constituyeron también parte del contenido de este famoso programa.

Wilhelmsen y Senior fueron testigos del fracaso de un sistema en el que ellos mismos fueron educados. Pero a pesar de ese fracaso, ninguno de los dos abogó por el abandono del estudio de los grandes libros. Según ellos, los necesitamos y queremos, y por ello precisamos saber qué pueden ofrecernos.

Mucho tiempo antes, el cardenal Newman nos había ya conminado a hacer un buen uso de la literatura, incluidos los grandes libros. Según sus propias palabras, la literatura es el «archivo de la experiencia humana en lo natural», y, concretamente, los más grandes libros, los clásicos, «poseen un carácter universal y ecuménico; lo que ellos expresan es común a toda la raza humana, y solo ellos son capaces de expresarlo». Y aunque sabía que, dado que «el hombre no estará siempre en estado de inocencia y llegará a pecar, y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano», pensaba que ello no era razón para su exclusión de la vida ni de la educación del cristiano. Y así escribió:

«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación… Porque preparamos a los jóvenes para el mundo… Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula… Sorprenderán a vuestros jóvenes… sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se les haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».

Hoy sucede algo similar a lo que ocurría en tiempos de Wilhelmsen: muchos jóvenes llegan a la universidad sin base filosófica, moral o religiosa alguna. Lamentablemente, la mayoría de los hogares y escuelas (incluso nominalmente cristianos), con escasas y notables excepciones, no les proporcionan esto.

Carecemos igualmente, como antaño —en la época de Senior y sus colegas—, de base y contexto, de cultura poética y estética. Y, además, hemos seguido perdiendo algunas otras cosas: no solo el hábito de leer y de leer buenos libros, sino también —y esto es más grave— esa capacidad de asombro, de inocencia y de adoración que nace de una relación directa con lo real. Es una situación similar a la que Senior tuvo que afrontar, pero, para colmo, aderezada, por un lado, con el desarrollo del multiculturalismo y la diversidad, y por otro, por la terrible fascinación de las pantallas, que se han adueñado del pensamiento y lo han corrompido, achicándolo hasta convertirlo en algo superficial y prescindible.

Chesterton lo había predicho en su día:

«La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado… Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano. Permaneceremos en la defensa, no solo de las increíbles virtudes y de la sensatez de la vida humana, sino de algo más increíble aún: de este inmenso e imposible universo que nos mira a la cara. Lucharemos por sus prodigios visibles como si fueran invisibles. Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído».

En esto todavía estamos, aunque parezcan vislumbrarse fogonazos de esperanza en el horizonte.

Por ello, mi respuesta a la pregunta de si hoy debemos (nosotros y nuestros hijos) acercarnos a los grandes libros es que sí, pero haciéndolo con prudencia y con una seria y completa preparación poética, filosófica y religiosa previa, que posibilite asimilarlos en su plenitud y sacar de ellos aquello que sea bueno, como aconsejaba san Pablo. No hacerlo así es un pasaje seguro al relativismo y a la confusión, y con ello, al envenenamiento de nuestras almas.

La mente del hombre está concebida para acercarse a la contemplación; por eso deberá ser una mente lo suficientemente amplia y honesta como para no rechazar ni la razón, como hace el fundamentalismo, ni la revelación, como hace el estrecho intelectualismo. Y los grandes y buenos libros —en la forma y manera que les he comentado— nos podrán ayudar en ese camino. El poeta Ezra Pound decía que el libro puede ser una esfera de iluminación en nuestras manos; hagamos que sea así, dejemos que nos iluminen, aunque sea como el mortecino resplandor de una vela.

No obstante, antes de acabar, dos precisiones:

Una: los libros —y quizá, sobre todo, los clásicos— deberán ser puentes o senderos, pero nunca muros; si un clásico les parece un muro, no se fuercen a escalarlo. Busquen otro sendero literario que les plazca; hay muchos, incluso demasiados. Así que no se apuren, si Shakespeare o Dante no les conmueven, busque a quien sí lo haga; seguro que lo encontrarán.

La otra: lean siempre los libros que les proporcionen deleite. Como decía Borges, leer debe ser una forma de felicidad, y uno no puede obligarse a sí mismo —ni a nadie— a ser feliz. No sigan, por lo tanto, el consejo que el diablo le brinda a su sobrino: lean los libros que les gusten, no los que otros califican de “importantes”.

21.04.25

Los buenos y grandes libros de siempre: ¿También para hoy?

                         «Naturaleza muerta con libros». François Foisse (1708-1763).

   

 

«La “Ilíada” es grande porque toda la vida es una batalla, la “Odisea” porque toda la vida es un viaje, El “libro de Job” porque toda la vida es un enigma».

G. K. Chesterton


«Mientras que la verdad … está fuera del tiempo, las herejías siempre están atadas a los tiempos».

G. K. Chesterton


«Lo que fue, eso será;
lo que se hizo, lo mismo se hará;
nada hay de nuevo bajo el sol».

Eclesiastés, 1, 9-10

 

 

Hoy día se escucha con frecuencia la siguiente afirmación: muchos libros clásicos para jóvenes son geniales, pero están demasiado alejados de la vida moderna como para inspirarles. Necesitamos un renacimiento literario, se dice, uno que sea capaz de ofrecer a los jóvenes libros que sean relevantes en este nuestro moderno y progresista siglo XXI.

Esto suele traducirse, bien en arrinconar a una esquina oscura a los clásicos por su inutilidad, bien en centrarse en fragmentos de ellos que parecen prefigurar nuestras creencias de hoy día. En uno u otro caso la conclusión es la misma: no tiene sentido alguno leerlos. ¿Para qué hacerlo, –piensan los jóvenes– si no nos dicen nada, o lo que dicen ya lo sabemos?

Sin embargo, esta postura, aunque bienintencionada, está profundamente equivocada.

Hagámonos una pregunta: ¿qué caracteriza a los clásicos y a los grandes libros y los distingue de los demás? La respuesta es un extraordinario y atemporal atractivo que reside, no solo en su forma u originalidad, sino también en su fondo, al abordar temas acrónicos, constantes e imperecederos: la naturaleza humana y los mitos arquetípicos que explican el mundo. ¿Qué relevancia pudo tener la Odisea para los jóvenes atenienses del siglo V a. C. o para la juventud europea del siglo XIX que no pueda tener también para los jóvenes de hoy?

Aunque, la palabra relevancia es inapropiada aquí. La búsqueda de esa relevancia actualizada, aggiornada a los tiempos modernos, no es el camino. Los clásicos son lo que son y así hay que tomarlos. Solo así, en su atemporal integridad, nos harán bien. Únicamente así mantendrán su atractivo. Los clásicos son más fascinantes para los jóvenes ya que les revelan formas de ver las cosas que contrastan con lo que la gente da por sentado hoy en día: novedosas visiones, frescas, sorprendentes, incluso, revolucionarias, pero que son, no obstante, inteligibles e incluso razonables. Así que, esa relevancia tan buscada hoy día, es aburrida para ellos porque no supone ningún desafío. Que las obras antiguas te cuestionen e interpelen es interesante y fascinante y, de hecho, es esa misma razón la que les da verdadero valor a nuestros ojos.

Los clásicos son atemporales precisamente porque no se limitan a una determinada época. Nos hablan de lo que siempre ha sido humano, de lo que nos define más allá de las modas pasajeras. Y no hay mejor manera de educar, inspirar y formar a los jóvenes que poniéndolos en contacto con estas obras.

Consideremos algunos ejemplos. El Robinson Crusoe celebra la perseverancia frente a la adversidad; Los viajes de Gulliver critica la intolerancia con ironía mordaz; los cuentos de hadas y los cuentos tradicionales están repletos de lecciones morales, trasmitidas a través del asombro, la ilusión y la fantasía; las novelas de Julio Verne son una ventana fantástica a mundos de progreso técnico donde todavía el protagonista es el hombre; las de Salgari y Sabatini una puerta que se abre a tiempos de aventuras en procelosos mares; las de Stevenson muestran magistralmente ritos de paso de niños que se convierten en hombres; las leyendas y los mitos griegos y nórdicos hablarán a los chicos de dramas, prodigios y debilidades humanas con la maravilla de por medio; las novelas de Alcott, Austen y las hermanas Brontë les educaran sentimentalmente y les enseñaran a apreciar la caballerosidad, el valor de la renuncia, y el amor verdadero; por su parte, la valentía, el honor y el sacrificio los encontrarán en las historias heroicas de Sigfrido, de Perseo, del Cid, del rey Arturo o en las novelas de Tolkien; y tantas y tantas otras cosas hallarán que les abrirán su imaginación y les impulsarán a explorar, tanto su vida interior, incrementando el conocimiento de sí mismos, como las maravillas de lo creado que les rodean.

Pero los beneficios de los clásicos no se limitan a los jóvenes. El intercambio de ideas que surge de su lectura ayuda a toda persona a superar la miopía de las modas. Como señaló C. S. Lewis en Cautivado por la alegría (1955), evitan lo que él denominó «esnobismo cronológico»: la creencia de que solo las ideas modernas son válidas, relegando todo lo anteriormente dicho y pensado al olvido. Este sesgo lleva a una especie de esclavitud mental, que da por sentado que lo más reciente siempre es lo mejor. Chesterton había escrito sobre la misma idea en un ensayo titulado Sobre el hombre: heredero de todas las épocas (1934).

Y, sin embargo, ¿qué puede ser más distante de la verdad que lo que está en boga? Las modas son efímeras, inconsistentes y, a menudo, superficiales. Como decía León Bloy, «cuando quiero estar al tanto de las últimas noticias, leo el Apocalipsis». Esta chocante afirmación nos recuerda que lo verdaderamente importante trasciende las épocas y las modas humanas. William Hazlitt también abordó esta idea en su ensayo Sobre la moda (1818), señalando que «la moda vive en una rutina constante de innovación vertiginosa y vanidad sin sosiego». Nada en ella es suficientemente relevante como para durar, pues la tendencia que está de moda «ayer era ridícula por nueva y mañana será aborrecible por común». Por eso la verdad y la realidad le son ajenas: lo nuevo es lo mejor, pero no tiene permanencia. En cambio, los clásicos nos ofrecen una visión inmune a los caprichos del hombre, pues abordan lo eterno y esencial. Además, son ventanas privilegiadas a la historia. No sustituyen a los historiadores, pero complementan sus relatos con experiencias vividas de quienes habitaron otras épocas. Como decía Chesterton refiriéndose a la Edad Media, los humildes hombres que vivieron entonces tienen mucho que contarnos. Su perspectiva, transmitida a través de la literatura, es un puente invaluable hacia el pasado.

Podemos corregir nuestra miopía cronológica, pero solo si cultivamos la virtud, especialmente la humildad —quizá la más incomprendida— y la prudencia, la mayor de todas. La humildad nos permitirá ver nuestra época simplemente como una pequeña parte de una historia más grande, de la Historia que Dios está escribiendo para hacer nuevas todas las cosas. Y la prudencia nos llevará a no menospreciar el pasado solo por serlo, ni a sobrevalorar el futuro por la misma razón, y viceversa. Job dice: «Con los ancianos está la sabiduría, y con la longevidad la inteligencia», pero Pablo, sabiendo bien eso, exhorta a un joven Timoteo: «Que nadie te menosprecie por ser joven; al contrario, sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza». El pasado y el futuro tienen valor en la medida en que se orientan hacia el bien.

Por eso, no debemos temer poner en manos de los jóvenes estos magníficos libros. A pesar de que será un costoso esfuerzo en un mundo dominado por la inmediatez y las distracciones, valdrá la pena. No solo estaremos formando a lectores, sino a hombres y mujeres capaces de enfrentarse al mundo con una mente amplia, un corazón firme y un espíritu abierto a la trascendencia. Estos libros son la herencia de generaciones pasadas, un legado que los jóvenes deben conocer para entender quiénes son y hacia dónde pueden dirigirse.

Así que, aunque pueda ser difícil, aunque implique vencer la resistencia de un entorno que idolatra lo nuevo y desprecia lo antiguo, debemos hacerlo. Tómenlo como un acto de amor y responsabilidad hacia las nuevas generaciones: que descubran en estas obras no solo son historias, sino herramientas para navegar un mundo cambiante y turbulento… con raíces asentadas en lo eterno.

Como escribió Chesterton en el ensayo citado:

«El hombre debería ser un príncipe mirando desde el pináculo de una torre construida por sus padres, y no un canalla desdeñoso, derruyendo perpetuamente las escaleras por las que subió».

13.04.25

La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (IV)

                          «El regreso». Charles Bosseron Chambers (1882-1964).
 

 


«La única sabiduría que podemos esperar adquirir
Es la sabiduría de la humildad: la humildad es infinita».

T. S. Eliot

            

          

«El coraje no es simplemente una de las virtudes, sino la forma de cada virtud en el punto de prueba».

C. S. Lewis

 

 

Cuando hablamos de caballería y caballeros, solemos pensar en épocas remotas y olvidadas (la Antigüedad clásica y, sobre todo, los tiempos medievales). Pensar en un caballero en nuestros días —o en nuestros tiempos— semeja un anacronismo, un anclaje en un pasado brumoso y oscuro que, para muchos, está afortunadamente superado. Sin embargo, como hemos visto, la actualidad (y urgencia) de esta figura es indudable para todo el que tenga ojos y quiera ver, tal y como he tratado de exponerles. Ahora me toca explorar la literatura contemporánea en busca de algún que otro ejemplo, por discreto que sea y semioculto que pueda estar. 

Voy a hablarles de dos obras literarias y de sus protagonistas. La primera fue escrita por una mujer; la segunda, por un hombre, ambos católicos y conversos. Me refiero a una novela dividida en dos partes (¿una dilogía?) y otra dividida en tres, una trilogía (ahora sí). La autora de la primera es Sigrid Undset, y los títulos que la componen son La orquídea blanca (1929) y La zarza ardiente (1930), ambas protagonizadas por Paul Selmer. La segunda es obra de Evelyn Waugh y está compuesta por las novelas Hombres de armas (1952), Oficiales y caballeros (1955) y Rendición incondicional (1961), publicadas más tarde, en 1965, en un único volumen que reunía las tres (con algunas correcciones) bajo el título de la trilogía Espada de honor, protagonizada por Guy Crouchback.

Creo que, tanto en Paul como en Guy, pueden reconocerse rasgos de ese caballero cristiano al que nos estamos refiriendo en esta serie.

En ambos casos, me centraré únicamente en un aspecto de sus vidas: sus matrimonios y todo lo que los envuelve, lo que forzosamente me llevará a dejar de lado muchos otros aspectos valiosos de las novelas. Por ejemplo, el crítico Cyril Connolly calificó la trilogía de Waugh como «la mejor obra en lengua inglesa sobre la Segunda Guerra Mundial», y el propio Waugh la consideró su obra maestra. Espero, por tanto, que me disculpen.


TRILOGÍA «ESPADA DE HONOR»

 

¿Es posible ser un caballero cristiano en el mundo moderno? Y, si fuera así, ¿es posible, además, serlo en medio de un mundo que se derrumba, atrapado en la monstruosidad de una guerra que parece devorarlo todo?

Este es el punto de partida de la historia de Guy Crouchback y las preguntas que hay que plantearse antes de adentrarse en la lectura de la novela.

Guy es un hombre de convicciones, que profesa la fe católica desde la cuna, y la guerra en la que el mundo se ve envuelto —la Segunda Guerra Mundial— pondrá a prueba todas ellas, pues esa fe inicial parece dormida y débil, necesitando una forja que las vicisitudes bélicas traerán consigo y de la cual saldrá fortalecida. De este modo, asistimos al crecimiento de la fe católica de Guy; una fe que termina por convertirse en su ancla vital. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, que adoptan el pragmatismo y utilitarismo propios de los tiempos bélicos, Guy se aferra a un orden superior. Su alistamiento está inicialmente impulsado por una visión caballeresca cuasi medieval: la defensa de la cristiandad:

«El enemigo por fin estaba a la vista, enorme y odioso, sin ningún disfraz. Se trataba de la Era Moderna en armas».

Un idealismo inicial que la crudeza y miseria de la conflagración enfrían, pero que, al mismo tiempo, forja en su interior una fortaleza ligada a un propósito vital que la fe misma otorga.

Sin embargo, me interesa destacar un episodio concreto de la trama: su matrimonio y todo lo que lo rodea.

Pero antes, una aclaración. Con Waugh ocurre algo: el problema de acostumbrar al público a una crítica ácida es que siempre se perciba la obra como una sátira burlesca, y que el autor parezca un cínico incapaz de abordar temas serios. Esto sucede frecuentemente con Waugh. Pero lo cierto es que, sin abandonar su vena cómica y su amarga crítica a la modernidad, cuando escribe sobre catolicismo y tradición, Waugh lo hace con absoluta seriedad. Esto, en ocasiones, no se percibe o no se acepta. Por ejemplo, los editores estadounidenses de la trilogía titularon el último volumen El final de la batalla (nombre de un capítulo), en lugar del original Rendición incondicional, perdiéndose así el doble sentido de la frase y su referencia al abandono a la voluntad divina que implica la fe verdadera. Guy Crouchback se rinde por completo a Dios, a lo que Este espera de él, todo lo cual culmina al contraer un segundo matrimonio —civil, pues el canónico persistía tras el divorcio— con su esposa, Virginia, y reconocer como suyo al hijo de otro hombre, concretamente de un compañero de armas, Trimmer. Como había dicho su padre:

«El Cuerpo Místico (la Iglesia) no renuncia a sus principios ni pierde su dignidad. Acepta el sufrimiento y la injusticia. Está dispuesto a perdonar al primer indicio de compuncion».

El amparo de Virginia y su hijo en el último volumen de la trilogía —a pesar del abandono de esta, de su adulterio y de la concepción de un hijo con otro hombre— es la primera «acción genuinamente desinteresada» de la vida de Guy, y un gran paso hacia una existencia plena. Y es que, como le dice al protagonista su padre (probablemente el personaje más noble de la obra, un modelo para Waugh):

«¿Cuántos niños habrán sido criados en la fe que de otro modo habrían vivido en la ignorancia? Los cálculos numéricos no aplican. Si solo un alma se salva, es compensación suficiente por cualquier “pérdida de prestigio”».

Esa alma puede ser el hijo bastardo de Virginia, y Guy lo sabe. Sin su padre ni Virginia vivos, es él quien lo adopta y cría; quien le da cobijo y educación; quien incluso sostiene su nombre; curiosamente el mismo nombre que su abuelo, su padre y su hermano mayor fallecido en la guerra: Gervase. Y, sobre todo, es él quien le transmite la fe.

La fuerza de esa fe, la fe como forma de vida, es el núcleo de estas tres novelas bélicas de Waugh. Guy Crouchback y su padre rezuman esa fe por todos sus poros. Como escribió san Juan de la Cruz, el cristianismo es una religión en la que «la resistencia a la oscuridad es la preparación para la gran luz». La horrible y decepcionante guerra que se ve obligado a afrontar Guy Crouchback, unido a su inicial fracaso familiar, representan para él esa oscuridad, que solo puede afrontar bajo el manto de la fe. Una fe que el Waugh converso explora incansablemente: es el amanecer de la luz para Charles Ryder en Retorno a Brideshead; la fuerza que impulsa a Helena –en su novela homónima– en su búsqueda en Tierra Santa; el consuelo que resigna y da propósito a Guy Crouchback en Espada de honor ante los reveses del destino; y la fuente de alegría inconmensurable para su padre, Gervase Crouchback. Así entiende Waugh la fe, y así nos la transmite.


«LA ORQUÍDEA BLANCA» Y «LA ZARZA ARDIENTE»

 

Esta obra de Undset, de la que ya les hable aquí, nos presenta a un protagonista que alcanza su condición de caballero tras una vida llena de duras pruebas. Como se señala en la contraportada de su primera edición en inglés:

«Paul Selmer es un héroe que lucha como un converso al catolicismo, una secta minoritaria en Noruega. Él lucha en su infeliz matrimonio para amar a su difícil esposa y aceptar sus faltas como esposo. Lucha por mantener amistades y lazos familiares en una época de moral que se desmorona rápidamente y la evidente devastación causada por el divorcio y la infidelidad. Él lucha como padre para criar a sus hijos en una fe que también está aprendiendo».

Para Selmer —tal y como debería ser para cualquier católico—, el matrimonio no es un mero contrato de conveniencia, destinado a procurar utilidad o placer, sino un crisol de santificación: perdona la infidelidad de su esposa, la acoge pese a su traición, incluso cuando esta regresa con los frutos de su pecado entre los brazos. Pero Paul reflexiona:

«No podía odiarla; el odio solo lo encadenaría a su pecado».

A diferencia del Guy de Waugh, el Paul de Undset no proviene de una familia de fuerte raigambre católica; se convierte al catolicismo ya en su adultez lo que sacude su existencia. No obstante, al igual que Guy, su fe es inquebrantable.

Uno de los ámbitos donde su fe se pone a prueba —y donde actúa su espíritu caballeresco— es en el seno de su matrimonio.

Su conducta, guiada por las virtudes de la humildad y la caridad, encarna los tres bienes fundamentales del matrimonio católico: la fides (fidelidad), la proles (descendencia) y el sacramentum (indisolubilidad).

La fidelidad de Selmer resplandece ante la infidelidad de su esposa, resistiendo incluso tentaciones disfrazadas de nobleza, personificadas en Lucy —la mujer que podría haber sido el amor de su vida—.

La crianza y cuidado de la prole se muestra en la forma en que se ocupa y cuida de sus hijos biológicos, en contraste con el abandono materno, y sublima su compromiso al adoptar como propio al hijo fruto del adulterio de su esposa.

Por último, a pesar de las dificultades, la falta de afecto hacia su esposa y las presiones familiares y sociales, Selmer mantiene el vínculo matrimonial en un mundo secularizado y hostil a sus creencias.

«El amor no es un sentimiento… Es la voluntad de servir, incluso cuando el corazón está roto».

Selmer hace lo que debe hacer, y lo hace con sacrificio y sufrimiento, y en silencio y humildad. Encarnando así el ideal del caballero cristiano descrito por el cardenal Newman: «un hombre cuya mansedumbre está aliada a la fortaleza y cuya vida está oculta con Cristo en Dios».

    

EPÍLOGO

Y dicho todo esto, no queda sino rogarles una cosa: eduquen a sus hijos en el espíritu y las virtudes de la caballería cristiana. Edúquenlos «en la decencia y el honor», como versó el gran poeta escocés. Prepárenlos para que calcen espuelas y ciñan espada, a fin de que estén listos para el combate, que oportunidades tendrán, como estamos viendo.

En ocasiones será Héctor, en otras, el Cid, quizá sea sir Gawain el que les acompañe, o puede ser que el ejemplo de Paul Selmer o de Guy Crouchback esté muy presente en sus vidas. No importa a cuál de ellos se acerquen sus hijos; no importa a quién emulen. Todos estos caballeros estarán ahí —en sus corazones— para cuando los necesiten. Se trata, sencilla pero grandiosamente, de estar preparados para la batalla de la vida, y ellos podrán ser su sostén.

Aunque esto implique enfrentar burlas y reproches, pues algunos considerarán que el ideal caballeresco al que aspiran es una huida de la realidad. Sin embargo, como dice Lewis influenciado por su amigo Tolkien, este ideal, aunque parezca escapismo, ofrece una dimensión profunda: es el único escape posible de un mundo dividido entre aquellos que no entienden que es en realidad la vida, y aquellos incapaces de defender lo esencial de ella. Por ello no es una fuga de la realidad, sino hacia ella.

Aun así, es muy probable que no los veamos en batallas épicas, pero sí actuar como «conservadores de las costumbres» y «protectores de los desvalidos». En un futuro donde tal vez seamos «ovejas incapaces de defender lo que hace a la vida deseable», serán ellos, nuestros hijos, quienes, como caballeros, nos rescaten.

Por esto, la caballería es hoy más necesaria que nunca; por esto urge preservarla.

Piensen en esto: en el ámbito del ser solo hay un caballero y un dragón. Convénzanse de que, como padres y esposos, están llamados a ser el caballero. Combatan a todos los dragones que hallen, incluido –sobre todo– el que se esconde en el rincón más oscuro de su corazón. Y enseñen a sus hijos a hacer lo mismo. Bastará su ejemplo. Salgan ahí fuera y luchen. La pureza de sus corazones los guiará y les mantendrá en la brecha, como cantó Tennyson del más noble de los caballeros, Galahad:

«Mi buena espada talla los cascos de los hombres,
Mi dura lanza empuja cierta,
Mi fuerza es como la fuerza de diez,
Pues mi corazón es puro».

7.04.25

La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (III)

                              «Ruslán y Liudmila». Nikolai Kochergin (1897-1974). 

       

     

            

«El vivir qu’es perdurable
Non se gana con estados mundanales,
Ni con vida delectable
Donde moran los pecados infernales;
mas los buenos religiosos gánanlo
con oraciones e con lloros;
Los caballeros famosos,
Con trabajos e aflicciones
contra moros».

Jorge Manrique. Coplas a la muerte de su padre

       

            

      

Esta tercera entrega, en esa exploración que estamos llevando a cabo del muestrario literario de los héroes caballerescos, y de la interacción en ellos de dos de sus características más señaladas, como son la ferocidad y la mansedumbre, nos acercará a la literatura medieval, dejando para una cuarta y última entrega algunos ejemplos más cercanos en el tiempo, que encontraremos en la literatura del siglo XX.

  
EL CID

 

En nuestra patria el mayor de los romances caballerescos, Cantar de mío Cid, es un magnífico ejemplo.

El Cid es un gran guerrero, a la vez bravo y manso; como se decía en una crónica medieval, hablamos del «muy esclarescido en virtudes e esforçado en fechos de armas e bienaventurado en batallas, don Rodrigo de Bivar, que fue llamado el Cid Campeador». Como veremos, esta bravura suya salva a su mansedumbre de caer en la pusilanimidad; y, recíprocamente, su mansedumbre salva a su bravura de la crueldad. Ello se muestra claramente en el incidente conocido como «la afrenta de Corpes», donde el caballero sufre una de sus peores desgracias: sus amadas hijas son deshonradas, humilladas y maltratadas por aquellos que habían jurado protegerlas, sus esposos, los infantes de Carrión, y todo por venganza contra él.

Si prestamos atención al episodio, lo primero que debe llamarnos la atención es la mesura y prudencia de que hace gala el Cid al conocer la terrible noticia:

«Una grand ora pensó e comidió,
alçó la su mano, a la barba se tomó:
–¡Grado a Christus, que del mundo es señor,
cuando tal ondra me an dada los ifantes de Carrión!
¡Par aquesta barba que nadi non messó,
non la lograrán los ifantes de Carrión,
que a mis fijas bien las casaré yo!»

El paladín cristiano no reacciona visceralmente, sino que se demora, ordenando sus pensamientos y dominando su pasión («Una grand ora pensó e comidió»), lo que evidencia su gran templanza y comedimiento.

Además, como padre ofendido, el buen caballero Cid Ruy Díaz no se venga personalmente, aun pudiendo hacerlo; por el contrario, guardando el orden público, acude a su Rey. Lo hace para luchar por la justicia sin desenvainar su espada, solo con la verdad. Solicita el amparo del rey y respeta su autoridad, pues es a él a quien está reservado impartir justicia. De esta manera, el Cid garantiza el orden social y pone el bien común por encima de dar satisfacción a su deseo personal de venganza, de apagar su ira (justa, pero imprudente). Y ello, a pesar de la incertidumbre que sobrevuela como una sombra oscura sobre la decisión, pues sabe bien que está en manos de otro determinar aquello que es justo.

Para realizar todo ello, sin duda alguna, hace falta valor, dominio de si, determinación y voluntad. Y también confianza y fe. Y todo ello lo atesora en abundancia el caballero protagonista.

  

SIR GERAINT

 

Viajando a la Bretaña ensoñada, a los bosques de Brocelandia, a la isla de Lyonesse y al castillo de Camelot —la tierra envuelta en brumas y leyendas, que sobrevuela la Bretagne francesa y su gemela, Brittany, del otro lado del canal—, la Vulgata artúrica nos ofrece muchos otros ejemplos. Tomemos uno de ellos, tal cual es la historia de sir Geraint, contenida en el poema narrativo de Alfred Tennyson, inspirado en la leyenda de Arturo y sus caballeros, Los idilios del rey.

Cuando el caballero inglés es abierta e innecesariamente provocado, faltándose a su respeto por un hombre insignificante, su mano se acerca a su espada. Pero Geraint se detiene, lo que, según Tennyson, se debe a su «extrema hombría», que le hace abstenerse «incluso de una palabra».

«Pero él, por su extrema hombría
y pura nobleza de temperamento,
Enojado por enojarse con tal gusano, se abstuvo
Incluso de una palabra».

Así, es la virtud de la mansedumbre la que permite a Geraint detenerse y controlar su ira, justa pero inconveniente, sabiendo que tal pelea no merece ni su tiempo ni su energía.

El poema continúa relatando que Geraint es recompensado más adelante por esa mansedumbre. El acto de controlar su ira pone en marcha los acontecimientos que conducirán a su encuentro con una hermosa joven de una familia noble pero caída a menos, llamada Enid, quien necesita desesperadamente un campeón que luche en su favor. He ahí una causa noble en la que Geraint puede poner al servicio de la justicia su ferocidad y su justa ira.

Enid terminará convirtiéndose en la mejor esposa que un hombre pueda desear, y Geraint nunca la habría conocido si se hubiera complacido en dar su merecido a su ofensor.

  

SIR GAWAIN

 

Otro magnífico ejemplo extraído de las leyendas artúricas es Sir Gawain y el caballero verde, un poema medieval de autor desconocido, situado en el siglo XIV. La historia comienza en la mañana víspera del año nuevo, cuando un misterioso caballero de verde llega a la corte del rey Arturo y emite un extraño desafío: permitirá que cualquier caballero le decapite, golpeándolo una vez con su larga y afilada hacha, siempre que se le permita devolver el golpe al año siguiente. Solo sir Gawain responde al reto, pero, como nos dice Tolkien en un famoso prólogo a la obra:

«[Gawain] no se ha involucrado en semejante peligro a causa de su espíritu de nobleza, ni por alguna fantástica costumbre o promesa hecha por vanagloria, ni por orgullo o afán de convertirse en el mejor caballero de su Orden; ni por (…) una mera cuestión de testarudez, o que implicase que arriesgaba su vida por un motivo insuficiente. (…) Gawain se ve envuelto en ello a causa de la humildad, para él es una cuestión de honor: ha de defender a su soberano y pariente».

Aunque, ¿sabe realmente nuestro héroe a qué se expone con tan valiente gesto?

Sir Gawain es uno de los caballeros de la corte de Arturo. De hecho, es su sobrino, un guerrero cortés, noble y valiente, paradigma de perfecciones. Gawain también es un servidor de Nuestra Señora, representada en el interior de su escudo por un pentáculo que simboliza sus cinco Gozos y las cinco llagas de Cristo. Este emblema también nos alude a la quíntuple perfección del héroe: en liberalidad, bondad, castidad, cortesía y piedad. Una piedad y castidad que, por cierto, serán puestas a prueba en la historia.

Junto a la belleza del texto, la obra nos ofrece una historia ejemplarizante e instructiva, en la que el idealismo de la caballería se entrelaza con la moral cristiana. Podemos decir que la tentación de Gawain no es heroica, en el sentido que hasta entonces tenía el término, sino moral. Sir Gawain demuestra su masculinidad al evitar el adulterio, en contraste con otro famoso caballero artúrico, compañero de la Tabla Redonda, Sir Lancelot.

El poeta anónimo nos muestra con la historia de sir Gawain dos grandes enseñanzas: que, si, arrepentidos y humildes, confesamos nuestras faltas y somos absueltos, podemos enfrentar la muerte, con la conciencia limpia y sumisos a la voluntad divina, con temerosa esperanza y confiando en la justicia y misericordia de Dios, tal como hace Gawain en su camino hacia su encuentro final con el caballero verde; y que, por muy virtuoso y capaz que parezca un hombre, no es más que eso: un hombre, por lo tanto, no hay hombre que pueda, por sí solo, superar todos los lances y tentaciones mundanas. Como Frodo Bolson, nuestro virtuoso caballero emprende con reticente coraje (y no por vanagloria, ni fama, ni por imprudencia irreflexiva) una búsqueda dificultosa con un desenlace, muy probablemente, mortal. Y, como Frodo, fracasa al final, aunque su fracaso –muestra de su humanidad– es engañoso, pues le abre las puertas a su destino celestial.

Gawain es uno de los mejores héroes literarios, tanto por su valor como por su fracaso. Casto en la carne, pero infiel en el corazón, humilde luchador ante el pecado, forcejea con el orgullo y la lujuria para, tras ponerse en manos de Dios, volver a Camelot con una pequeña cicatriz en el cuello que, como el dedo perdido de Frodo, le muestra para siempre la naturaleza imperfecta de todo ser humano y los límites que demarcan su propia existencia.

Tolkien remata su prólogo a la obra de esta manera:

«El más noble de los caballeros de la más alta orden de Caballería rechaza el adulterio, ubica el odio por el pecado como último recurso por encima de los demás motivos, y escapa de una tentación que lo ataca bajo el disfraz de la cortesía, por la gracia obtenida de la oración». ¿Qué más podemos pedir como ejemplo para nuestros hijos?

  

RUSLÁN

 

Uno de los primeros poemas narrativos escritos por Pushkin fue Ruslán y Liudmila, donde, inspirándose en una vieja leyenda popular, el genio ruso nos relata las aventuras de un boyardo en la Rus de Kiev a mediados del siglo X. El poema es una simbiosis de un cuento de hadas y una novela de caballerías, recreando el clásico camino del héroe, en el que el honor y la lucha contra el mal se entremezclan con una historia de amor.

Ruslán, el caballero protagonista, se enfrenta a muchas y duras pruebas para intentar rescatar a su futura esposa, Liudmila, hija del Gran Príncipe Vladimir de Kiev, de las garras del malvado mago Chernomor.

Ruslán representa una clara muestra de la confluencia benéfica de la ira y la mansedumbre que venimos comentando. En un encuentro perturbador entre el héroe y una gigantesca y terrorífica cabeza humana, la victoria del caballero no proviene de su fuerza ni de su espada, sino de su compasión. Así lo describe Pushkin:

«Y bajó silenciosamente la espada,
En él, la ira feroz muere,
Y la violenta venganza perece
En el alma, sometida por la oración:
Así es como el hielo se derrite en el valle,
Golpeado por el rayo del mediodía».

Como es sabido, la imagen más pura del caballero cristiano es la medieval. En ella encontramos su más elaborada expresión, siendo afortunadamente numerosísimos los ejemplos. Los cuatro que he escogido, el Cid, sir Geraint, sir Gawain y Ruslán, son solo una limitada muestra, pero ponen de manifiesto la importancia de la mansedumbre, la caridad y la templanza en la configuración de la figura caballeresca cristiana, como elementos decisivos para garantizar la justicia y el orden, a los que el caballero está destinado a servir.

En la próxima entrada veremos si algo de este espíritu caballeresco, aunque solo sea un poco, puede ser hallado en la literatura moderna.