7.02.25

Los demonios y la literatura (II): 12 relatos sobre pactos infernales

                           «Fausto y Mefistófeles». Eugènesia Siberdt (1851-1931).
   

    

 

«Me he entregado al presente espíritu enviado, que se llama Mefistófeles, servidor del Príncipe infernal de Oriente (…). Yo prometo y me sujeto con él para que, a los veinticuatro años desde la fecha de esta carta, él pueda a su guisa y modo hacer conmigo lo que le plazca, y regirme, dominarme y tenerme en su poder, en todo, sea cuerpo, alma, carne y sangre y bienes, y eso para la eternidad».

Fausto (1587). Johann Spiess

 

 

El tratamiento que la literatura ha dado a Luzbel y a sus demonios, sin dejar de ser lúdico o estético, ha sido, en la mayoría de los casos, eminentemente pedagógico e incluso evangélico. Ya sea para impartir una enseñanza moral, para emitir una advertencia cautelar o para ilustrar el deplorable efecto que el Insidioso y sus secuaces pueden causar en el hombre, la literatura ha venido empleado a los ángeles caídos como personajes de ficción.

Una de las fórmulas más comunes de expresar esta relación ha sido la del pacto: la seducción llevada a cabo por el Maligno a través de la mentira, aprovechando la debilidad humana surgida del orgullo, y por derivación, de la ambición desmedida de poder, saber y placer (libido dominandi, sciendi et sintiendi), plasmada en un acuerdo cuyo precio suele ser el alma humana. El origen de dicho convenio radica en el hombre en una inicial cupiditas (deseo desordenado por un bien caduco), pero puede derivar –como lo desea el tentador– en una superbia que entraña una aversión deliberada a Dios. Y, dado que el fin que se pretende alcanzar mediante ese pacto es insano y pecaminoso, el resultado del mismo es, casi siempre, un justo castigo.

Les hablo de pasiones desordenadas, de ambición y de deseos desmedidos.

Aquino concibe esa desmedida ambición como el vicio opuesto a la virtud de la magnanimidad. Él define la ambición como un deseo de honor. Aunque este deseo no siempre es negativo. Puede ser producto del pecado de orgullo –cuando la ambición yerra en su objeto o se torna desmedida–, pero también puede ser el impulso que conduce a la realización de grandes obras. En este último caso, la virtud de la magnanimidad que resulta, implica que el deseo de honor ha sido moderado por una evaluación precisa de las propias capacidades y del beneficio potencial que tal honor proporcionará al bien común o al prójimo. En el primer caso, la ambición, al derivar en vicio, pone el énfasis en el honor a alcanzar y en el beneficio personal de quien lo busca y recibe. Y esto último es precisamente lo que buscan alimentar estos pactos demoníacos. Por ello, no es de extrañar que los viciosos puedan acabar entre el crujir de dientes y un acre olor a azufre.

No obstante, para que tenga lugar el encuentro demoníaco que precede al pacto, es preciso que medie invocación. Aunque, es verdad que no es necesario mucho esfuerzo y formalidad: Satán y sus secuaces acuden prestos ante cualquier llamada o indicio de debilidad, por pequeño que sea, incluso per accidens. Así, el Mefistófeles de Christopher Marlowe le dice a su Fausto:

«Pues si alguien escarnece el nombre de Dios,
de las escrituras y de Cristo abjura,
acudimos por si obtenemos un alma;
no venimos si no usa medios tales que con la eterna condena peligre.
Así que el más breve de los conjuros
cabe en que de la Trinidad se abjure
y se rece al príncipe del Infierno».

Hay numerosos cuentos que tratan estas cuestiones. Unos muy famosos, otros no tanto. Hoy voy a relacionar algunos de entre todos ellos.

Y, voy a empezar con los escritos en lengua española, donde la tradición de este tipo de historias es larga. Como escribe Mario Sanz Elorza:

«El pacto satánico ha dado lugar a innumerables leyendas, desde los primeros tiempos del cristianismo. Por ejemplo, la vida de San Cipriano de Antioquia, que antes de mártir fue nigromante, inspiró a Calderón de la Barca en “El Mágico Prodigioso". En la comedia de Lope de Vega “La gran columna fogosa", parecen vislumbrarse algunos episodios de la vida de San Basilio Magno, iniciado en la religión a partir del ejemplo de los eremitas de Siria y Arabia en la superación de las tentaciones del maligno. En “Milagros de Nuestra Señora", Gonzalo de Berceo ejemplifica la intercesión de la Virgen María para salvar a un pecador, de nombre Teófilo, del pacto satánico».

Sobre estas raíces nuestros literatos han construido cientos de cuentos con demonios como protagonistas y pactos demoníacos como argumento. Les presento los siguientes:

Uno de los primeros relatos de los que tenemos registro es el que nos transmite el Conde Lucanor, en su Exemplum XLV, «De lo que contesçió a un omne que se fizo amigo e vasallo del Diablo», en el que el diablo pacta con un pobre asegurándole que, cada vez que lo detengan por robar, lo salvará si lo llama «don Martín». Como consecuencia de haberse fiado del padre de la mentira, «perdió aquel omne el cuerpo e el ama, creyendo al Diablo e fiando dél».

En pleno Romanticismo, Gustavo Adolfo Bécquer escribió La cruz del diablo, (que forma parte de sus famosas Leyendas), donde nos narra la historia de un señor feudal depravado y ruín que, tras su muerte, hace un pacto con el diablo para poder seguir rondando sus tierras a fin de sembrar en ellas el terror y la muerte. Más, la intervención de un santo ermitaño, actuando bajo la intercesión de san Bartolomé, y «el esfuerzo de los campesinos, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer al espíritu infernal».

La segunda vez es el título de un cuento fantástico escrito por Miguel Ramos y Carrión, que trata de la predestinación y de la tendencia, tan humana, a tropezar dos veces con la misma piedra. Ramos y Carrión nos cuenta la historia de un anciano que desea vivir de nuevo su vida para no cometer los mismos errores. Esto le lleva a pactar con el demonio, pero acaba cayendo nuevamente en las mismas faltas, razón por la cual termina perdiendo el alma.

En Cuento inmoral, doña Emilia Pardo Bazán nos presenta una modernización del clásico pacto: el diablo ya no exige el compromiso expreso de vender el alma, puesto que la proliferación y el incremento de intensidad de las meras tentaciones le bastan para hacer sucumbir a muchas almas. El diablo le dice a Desiderio, el protagonista de la historia, lo siguiente:

«Hace cinco siglos, yo te haría firmar con tu sangre un pacto donde declarases que me vendías tu alma por los bienes de la tierra. Hoy todo ha progresado, hasta la fórmula de los pactos diabólicos. ¿A qué comprar almas que ya se entregan? El contrato es libre, eres dueño de romperlo a cada instante. Quedas en posesión de tu albedrío».

¿Podrá Desiderio resistirse a las tentaciones del mundo, o habría hecho mejor el diablo arrancándole un pacto expreso?

En el relato que lleva por título, Nuevo contrato, Leopoldo Alas Clarín reproduce un diálogo entre Fausto y Mefistófeles. Fausto, inquieto por las cuestiones filosóficas de su tiempo, se enfrenta a la propuesta del diablo, quien le ofrece un nuevo tipo de contrato en el que, a diferencia del clásico pacto luciferino, no se vende el alma a cambio de una plena sabiduría, sino el corazón. Fausto acepta y adquiere el saber total, descubriendo que el secreto de la realidad —el primer motor del mundo— es el amor. Sin embargo, ya no puede amar, pues su corazón le ha sido arrebatado.

Por último, Juan José Arreola, con un título inequívoco, Un pacto con el diablo, nos lleva a un cine de barrio para presentarnos, en un escenario inédito, una nueva artimaña estafadora de un demonio, y contarnos cómo el protagonista lidia con ella.

En otras lenguas hay también abundancia de relatos:

La apuesta del diablo, de William Makepeace Thackeray, nos presenta la historia de Sir Roger de Rollo, un caballero medieval disoluto y pecador. Una noche, el diablo se le aparece y le propone una apuesta: si puede encontrar a alguien que ore por su alma en las siguientes veinticuatro horas, el diablo no se lo llevará al infierno. En caso contrario, perderá su alma. El cuento mantiene el tono humorístico característico de Thackeray, pero también encierra una crítica mordaz a la falsa piedad y a la idea de que la redención puede ser comprada.

El diablo y Tom Walker, de Washington Irving, es una alegoría moral contra la avaricia y la búsqueda de ganancias terrenales, conductas siempre pecaminosas que deben ser castigadas, aun cuando el castigo pueda llegar a sorprender al propio pecador, como sucede en el caso de Tom.

El Diablo en la Botella, de Robert Louis Stevenson, es un relato en el que el autor escocés demuestra su conocida maestría narrativa, urdiendo una historia que invita a la reflexión sobre la naturaleza del deseo humano y sus consecuencias, y en la que la avaricia, la culpa y la lucha de la razón contra las pasiones se entrecruzan, dando lugar a un desenlace inquietante.

El jugador generoso, de Charles Baudelaire, es otro cuento estimable. Incluido en su obra El Spleen de Paris, relata el encuentro y el pacto entre el protagonista y un diablo diletante, apacible y locuaz, que nos revela un secreto a voces: que, de sus numerosas trampas, la más lograda es persuadiros de que no existe, tal y como comprobamos hoy, día sí, día también. El pacto alude a ese tedio (seguramente acedía) que acosaba tanto al autor como a muchos otros de su tiempo y del nuestro. Así, el diablo, a cambio del alma, le ofrece al protagonista el mejor bien que éste puede desear en ese momento:

«… la posibilidad de aliviar y vencer, durante toda vuestra vida, esa extraña afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos».

Lo que no pienso decirles es en qué acabó todo ello.

También los literatos rusos han frecuentado el asunto. Así, Nicolás Gógol, por supuesto, está en la lista, con El retrato (Портрет) en el que el maestro ruso nos presenta a un joven pintor llamado Chartkov que hace un pacto con el diablo para obtener fama y éxito en su arte. Sin embargo, el precio de este éxito resulta ser más alto de lo que esperaba el protagonista, y su vida se ve envuelta en tragedia y ruina moral. Al parecer, lo que Gógol pretendía con este cuento era presentarnos el retrato pictórico como lo opuesto al icono: el diablo se hace presente a través del retrato, de la misma manera que los santos lo hacen a través de los iconos.

Por supuesto, en un listado ruso no podían faltar León Tolstoi, de quien les propongo uno de sus más famosos cuentos, de título, ¿Cuanta tierra necesita un hombre?, un relato corto en el que un campesino llamado Pahóm hace un pacto con el diablo para obtener tierras y prosperidad.

«El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo. Se había alegrado mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse (…)
—De acuerdo —pensó el diablo—. Haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y, gracias a ella, te tendré en mi poder.»

El trato que le ofrece el demonio es el siguiente: será suya toda la tierra que pueda recorrer en un día, pero si no regresa al punto de partida antes de que el sol se ponga, perderá su alma. De nuevo, el refranero popular puesto en acción: «la avaricia rompe el saco», y como corolario de ello, también hace perder el alma.

Espero que esta selección sea de su gusto y del de sus hijos. Pero, en todo caso, aun enfrascados en su lectura, no olviden nunca aquello de lo que nos advierte Heinrich Heine en los siguientes versos:

«Mortal, no te burles del Diablo,
La vida es corta y pronto acabará,
Mas, el “fuego eterno”
No es un vano cuento de hadas».

1.02.25

Los demonios y la literatura (I)

                          «San Agustín y el Diablo». Obra de Michael Pacher (1435-1498).
 

          

        

«¡Qué hacer! Nos lleva un demonio
dando tumbos por el campo.
¿Cuántos son? ¿Adónde corren?
¿Por qué cantan con tal pena?
¿Van al entierro de un duende
o a casar a una hechicera?»

Alexander Pushkin

 

 

Hoy se habla, con poco rigor o manifiesta mala fe, de la inexistencia del Infierno o de su vacío; y ello, a pesar de las claras y repetidas alusiones a ese lugar por parte del mismo Cristo. Pero no voy a navegar por esas aguas. Me centraré más bien en aquellos que, sin ningún género de duda, estarán allí.

De igual manera que cuando hablamos del infierno, hoy son legión quienes, dentro y fuera de la Iglesia, niegan la existencia de su más insigne habitante y sus adláteres: Lucifer y sus demonios. Los negadores de Satanás sostienen que el pecado y la maldad del hombre son suficientes por sí mismos, y que, por ello, no necesitamos a Satán ni a sus legiones.

Además, muy ufanos, argumentan que cuando se habla del Demonio, ni la Sagrada Escritura lo entiende como una entidad real y concreta, sino solo como una abstracción: el concepto del mal. La identificación es, por lo demás, fácil: existe el mal, y nadie duda de esto, y decir que es a este mal a lo que llamamos demonio es fácil de hacer, y hasta de creer, en nuestro mundo de hoy; así, con satisfecha ignorancia, cierran el asunto afirmando que el demonio es únicamente una personificación del mal, una cara –por supuesto ficticia– que ponemos al mal para hacerlo más comprensible. Algo, por lo demás, muy humano.

Pero algunos sabemos que no es así. Alguien en quien confiamos más que en nadie nos lo ha dicho.

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9.01.25

La importancia de la poesía (IV): Poesía e infancia

                                   «Niña leyendo». Jessie Wilcox Smith (1863-1935)

      

      

      

 

«Porque la poesía también es una pequeña encarnación, dando cuerpo a lo que antes había sido invisible e inaudible».

C. S. Lewis. 

 

 

 

El mundo es un regalo. Está ahí fuera, aguardando. Espléndido y magnífico. Únicamente hay que tener abiertos los ojos, los oídos, todos nuestros sentidos, y gozar. Extasiarse en medio del asombro, dejarse deslumbrar, y ser felices. Solo se nos pide algo: estar atentos, expectantes, preparados para amar las maravillas que nos ofrece la Creación, para captar la verdad, la belleza y la bondad que la desbordan. Por ello, no podemos privar de este obsequio a los niños. Sería un crimen imperdonable. Ellos deben poder contemplar lo bueno, bello y verdadero, y amarlo por lo que es.

Sin embargo, esta imprescindible atención solo prospera en un ambiente de verdadero ocio. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, el ocio es «dejar que las cosas sucedan. (…) Es una forma de silencio, de ese silencio que es el requisito previo para la aprehensión de la realidad». Pero esta «aprehensión» de lo real es algo que solo puede apreciarse como un regalo. Pieper continúa señalando: «Al principio, siempre está el regalo». ¿Y quién está al principio? Los niños, claro. La infancia es nuestro principio. Un poeta escribió una vez: «El niño es el padre del hombre». Y quien compuso este verso, como todo verdadero poeta, tenía ojos de niño. Por eso los poetas y los niños se asemejan. Y por eso nuestros pequeños han de conocer y amar la poesía.

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23.12.24

El Dios de la cueva

                    «La Natividad». Obra de Mijaíl Vasílievich Nésterov (1862-1942).

        

         

          

    

«El Dueño de todo vino en forma de siervo, revestido de pobreza, para no ahuyentar la presa. Habiendo elegido para nacer la inseguridad de un campo indefenso, nace de una pobrecilla virgen, inmerso en la pobreza, para, en silencio, dar caza al hombre y así salvarlo».

Sermón en la Natividad del Salvador.

San Teodoto de Ancira

      

            

      

EL DIOS DE LA CUEVA

G. K. Chesterton

      

El presente esbozo de la historia humana comenzó en una cueva, esa cueva que la ciencia popular asocia al hombre de las cavernas y en la que el descubrimiento práctico encontró arcaicas pinturas de animales. La segunda mitad de la historia humana, que fue como una nueva creación del mundo, comienza también en una cueva. Y como una sombra de tal suposición los animales vuelven a estar presentes. Esta cueva era utilizada como establo por los montañeros de las altiplanicies de Belén que todavía conducen sus ganados por tales agujeros y cavernas en la oscuridad de la noche. Aquí fue, bajo la roca, donde una pareja sin hogar buscó cobijo junto al ganado, cuando les fueron cerradas las puertas del abarrotado caravansar, y aquí, bajo las mismas sendas de los transeúntes, en una oscura morada del suelo del mundo, nació Jesucristo. Esta segunda creación se hallaba simbólicamente enraizada en la primitiva roca o en el esbozo de aquellos cuernos de la manada prehistórica. Dios era también un Hombre de las Cavernas y, como aquél, había esbozado también la forma de unas criaturas extrañas, curiosamente coloreadas sobre la roca del mundo. Pero en este caso, las pinturas habían cobrado vida.

Un fondo de leyenda y literatura, que continuamente crece y que nunca terminará, ha repetido y ha hecho resonar los cambios en esa singular paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales. Sobre esta paradoja, casi podríamos decir sobre esta broma, se funda toda la literatura de nuestra fe. La podemos considerar una broma al menos en esto: que es algo que el crítico científico no puede ver. Éste explica laboriosamente la dificultad que, de modo desafiante y casi burlón, hemos exagerado siempre, y levemente condena como improbable algo que hemos exaltado casi hasta la locura como increíble, como algo que sería demasiado bueno para ser verdad, pero que era verdad. Cuando ese contraste entre la creación del universo y el nacimiento local y minúsculo ha sido repetido, reiterado, subrayado, acentuado, celebrado, cantado, gritado, rugido —por no decir vociferado— en cien mil himnos, villancicos, versos, rituales, cuadros, poemas y sermones populares, se podría decir que prácticamente no necesitamos un crítico de mayor rango para atraer nuestra atención sobre un elemento un tanto extraño en torno a ello, especialmente uno de esos críticos que parecen tardar mucho tiempo en entender una broma, aun la suya propia. Pero sobre este contraste y combinación de ideas, debemos hacer referencia aquí a un elemento relevante para la tesis de este libro. El tipo de crítico moderno del que hablo, generalmente concede gran importancia a la educación y a la psicología. Nunca se cansa de decir que las primeras impresiones determinan el carácter por la ley de la causalidad, y se pondrá muy nervioso si a los ojos de un niño se presenta un muñeco de trapo negro que podría contaminar su sentido visual de los colores, o ante él se produce un estridente sonido cacofónico que podría turbar prematuramente su sistema nervioso. Con todo, pensará que somos un poco estrechos de mente si decimos que esto es, exactamente, por lo que hay una diferencia entre ser educado como cristiano y ser educado como judío, musulmán o ateo. La diferencia está en que los niños católicos han aprendido de los cuadros, mientras que los niños protestantes han aprendido de los relatos, y una de las primeras impresiones en su mente ha sido esta increíble combinación de ideas puestas en contraste. No se trata de una diferencia puramente teológica. Es una diferencia psicológica que puede durar más tiempo que cualquier teología. Realmente es, como les encanta decir a estos científicos sobre cualquier tema, algo incurable. Cualquier agnóstico o ateo que, en su niñez, haya conocido la auténtica Navidad tendrá siempre, le guste o no, una asociación en su mente entre dos ideas que la mayoría de la humanidad debe considerar muy lejanas la una de la otra: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas.

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17.12.24

Navidad, imagen y belleza

    «La adoración de los pastores». Obra de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905).

            

               

  

«Gloria a Dios en lo más bajo,
Torrente de estrellas en avalancha,
Donde el rayo se cree el más lento
Y el relámpago teme llegar tarde:
Mientras los hombres se sumergen en busca de la hundida joya.
Persiguiéndola, cazándola, acosándola:
La estrella caída la ha encontrado en la cueva de Belén».

G. K. Chesterton. Gloria in profundis

          

      

                            

Les he hablado muchas veces de la belleza, de su vital importancia y de su radical consustancialidad con nosotros. Anhelamos la belleza, la perseguimos sin descanso, intentamos hacerla nuestra, pero siempre en vano, pues no nos corresponde darle alcance en esta existencia terrenal. Intuimos su trascendencia y su identidad con nuestro destino, aunque no podemos comprenderla del todo.

Su cercanía primera se nos mostró en un lugar humilde y pobre, lejos de los fastos y los oropeles de la gloria mundana. El cardenal Newman nos remite, con sencillez y asombro, a esa belleza de la Natividad con unas breves palabras. Así nos dice:

«Lucas 2 describe la escena. Nos remite al Paraíso, a Adán y Eva y a los Cantares.

Podríamos imaginar que no hubo caída. Vemos a Cristo, como si no hubiera venido a morir, y a su Madre inmaculada; a los ángeles; a los animales, como en el Paraíso, obedeciendo al hombre.

Todos parecemos atrapados y transformados en su belleza —“de gloria en gloria”—, como San José».

A esa belleza han tratado los hombres, desde hace más de dos siglos, de rendir honor.
Buscando manifestaciones de esa mezcla arrebatadora y sublime de asombro, alegría y belleza, me he permitido, como ya he hecho antes, acercarles algunas muestras de este pobre hacer humano: creaciones artísticas que, como dice Tolkien, nacen «según la ley en la que fuimos creados». Son obras fruto del esfuerzo de artistas que, con su arte y su estilo, han tratado de mostrar ese acontecimiento inefable.

No son las más grandes expresiones que los hombres, en ejercicio de su arte, han alcanzado. Pero son hermosas en un sentido eterno, de humildad mundana y de muda adoración.

Ahí las tienen.

 

Albert Edelfelt (1854-1905).

 

James Tissot (1836-1902).
 

Carlo Maratta (1625–1713).

 

Carl Heinrich Bloch (1834-1890).

 

Hugo Havenith (1853-1925).

 

Gustave Doré (1832-1883).

 

William Ladd Taylor  (1854-1926).

 

William Brassey (1846-1917).

 

James Tissot (1836-1902).

 

Harold Copping (1863-1932).