Leer para ser, no para tener: el verdadero valor de la literatura
«Caballo de madera en el cielo». Andrei Zadorine (1960-).
«En el caso de los buenos libros, el punto no es ver cuántos de ellos puedes leer, sino cuántos pueden llegar a ti».
Mortimer J. Adler
«El hombre que lee debe ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en sus manos».Ezra Pound
En los últimos días se ha discutido con intensidad sobre el valor de la lectura. Y, sin querer ser dogmático, creo que muchas veces miramos en la dirección equivocada. Preguntamos insistentemente: «¿Para qué sirve?», «¿Qué utilidad nos reporta?», y respondemos casi siempre con cansinas fórmulas pragmáticas: «mejora el vocabulario», «fomenta la expresión», «desarrolla el pensamiento crítico». No son falsedades, cierto, pero sí insuficiencias: meros efectos colaterales, contingentes y secundarios.
MAS ALLÁ DE LO PRAGMÁTICO
La buena literatura no es valiosa por su utilidad, sino por su entidad. Es tremenda —en el sentido original de la palabra— porque nos sobrecoge y nos llena de asombro y temor. No está al servicio del éxito económico ni ofrece retorno de inversión. Tampoco es un lujo o un pasatiempo, como concluyó amargamente George Steiner. Está al servicio de algo mayor; nos entrega algo que no es «cualquier cosa». Me refiero a las «cosas permanentes» de las que hablaba T. S. Eliot; a las lacrimae rerum, las «cosas que vierten lágrimas» sobre las que escribió Virgilio de forma enigmática en su Eneida; a las cosas cuyo misterio y gloria glosa el Rey Lear, que son en sí mismo una forma de «locura divina», como insinuó Platón en el Fedro; a las cosas que son tanto más nuestras cuanto menos conocidas; a aquello a lo que no podemos renunciar sin renunciar a nuestra propia humanidad.
Por eso, incluso sin darnos nada tangible, nada que podamos pesar o medir, la literatura alimenta invisiblemente aquello que hay de invisible en nosotros: nuestra alma. Y así, nos consuela, nos deleita y nos hace crecer como hombres. Es el diario fiel de la búsqueda humana de la Verdad, la Belleza y el Bien, con todas sus luces y extravíos. Así lo entendieron Platón y Aristóteles, para quienes las fábulas y tragedias eran decisivas en la educación. Así lo confirmaron siglos después Newman, O’Connor, Lewis o Tolkien: la ficción no escapa de la realidad, sino que nos devuelve a ella con mayor claridad y hondura.
Este diario, este «acervo de la experiencia humana en lo natural» —como lo definía el cardenal Newman—, está construido con un esmero inusitado y de la forma más sublime posible, usando para ello el lenguaje, la herramienta más sofisticada de la más alta facultad del ser humano: el intelecto. Por medio de la composición de las formas más bellas y expresivas, la literatura nos aproxima a la Verdad a través de la belleza, usando la metáfora, el símil, el símbolo o la analogía. Como se preguntó el poeta Petrarca: «¿Qué es la teología sino la poesía sobre Dios?». A lo que se podría añadir: «¿Y qué es la poesía, sino “las mejores palabras en el mejor orden”?», como escribió el también poeta Samuel Taylor Coleridge.
MULTIPLICADORA DE VIDAS
Como sabemos, la experiencia personal vivida se revela muchas veces fundamental para una correcta formación de la moralidad y la vida virtuosa. Pero, lamentablemente nuestras vidas son limitadas y nuestro tiempo tasado; nunca vivimos lo suficiente. Sin embargo, la literatura amplía nuestro horizonte: explora las complejidades de la condición humana, los dilemas morales y los más profundos abismos emocionales. Amplía nuestra experiencia y expande nuestra imaginación, incluso, y sobre todo, en el aspecto moral. Nos hace vivir —de forma vicaria, sí— miles de vidas diferentes. Nos da la oportunidad de explorar indirectamente casos aparentemente infinitos de razón práctica vivida, con la ventaja de no sufrir las consecuencias directas de los mismos. De ese modo cultiva nuestra imaginación moral con una eficacia que ni los edulcorados consejos, ni los rígidos sermones ni las definiciones abstractas logran.
Esta forma de conocimiento, que capta y alimenta nuestra imaginación, es clave para cultivar el carácter moral, la empatía y la formación del juicio práctico. Y la gran literatura es, según el cardenal Newman, el vehículo adecuado para ello, puesto que «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y movilizando la emoción humana apropiada al caso: el asombro. Un asombro que va más allá de un sentimentalismo barato y azucarado. Se trata de una poderosa pasión, de una especie de temor y temblor —parafraseando a los Salmos—; el profesor Dennis Quinn lo expresó como una «confrontación feroz con el misterio de las cosas».
Una frase de la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, de mediados del siglo pasado, es un resumen muy expresivo de todo ello:
«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida, o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».
LA FORMA POÉTICA: ASOMBRO, REVELACIÓN Y GOZO
El gran arte literario nos ofrece certeza no por medio de la razón lógica, sino gracias al asombro y la imaginación, como explicaba Newman. Por ello, solo el relato, con su poder poético y narrativo, puede expresar ciertas verdades que el discurso lógico no alcanza a comunicar ni comprender. Lewis lo sabía: «A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir»; Flannery O’Connor también: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera», y «Cuentas una historia porque una afirmación sería inexacta».
Y es que esa es nuestra forma natural de conocer. Estamos hechos así. El relato de ficción y la poesía son formas de liberar, por medio de la imaginación, la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional. Y así, pueden ayudar a despertar una fe moribunda o a fortalecer una eximia esperanza. Estoy de acuerdo con George MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario usado como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O’Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que en ocasiones nos posee».
De ahí que la literatura tenga una función reveladora. Está, sobre todo, al servicio de la tarea más difícil e inacabable de la vida: saber quiénes somos y adónde debemos ir. Esa función reveladora consiste en recordarnos que, dada la pobreza de nuestro intelecto, no siempre sabemos lo que estamos buscando ni lo que de verdad necesitamos. La literatura, por tanto, nos ayuda a reconocer esa verdad sobre nosotros mismos y sobre el mundo; nos despierta de nuestro letargo y nos devuelve a la realidad esencial.
Y lo hace, además, deleitándonos: instruyendo con gozo. Horacio lo expresó con su célebre fórmula: «instruir deleitando». Ese deleite estético, intelectual y moral que ni nosotros ni nuestros hijos debemos dejar escapar, y que nos ayudará a gozar de lo real en lo que estamos inmersos. Chesterton lo llamaba «doctrina del goce condicional»: aceptar la vida con gratitud, reconociendo que tiene estructura, límites y sentido.
Porque, la buena ficción, lejos de ser un escape de la realidad, es un escape a la realidad. Nos recuerda que el mundo está encantado, a apreciar la existencia de una Creación (recuperando el asombro y la admiración por lo cotidiano) y a reconocer que estamos inmersos en un universo con estructura moral, donde hay castigos y recompensas, expiación y hasta redención; y, sobre todo, donde puede haber, como adelantaba Tolkien que nos muestran los cuentos de hadas, un final feliz, que no es trivialidad, sino anuncio de esperanza.
CONCLUSIÓN
La gran cuestión, por tanto, es si la lectura de esos grandes y buenos libros va a conmovernos (con-movernos) en la buena dirección, hacia esos fines que nos son connaturales; si nos va a acercar, aunque solo sea un poco y como entre sombras y tenues reflejos, a la realidad última tal y como es en su misterio oculto. O si, por el contrario, nos va a alejar de ella.
Así que la pregunta no deberá ser si leer es útil o valioso, sino más bien: ¿Pueden esos grandes libros conmovernos hoy hacia la verdad tanto como conmovieron a quienes nos precedieron? Esa es la verdadera cuestión. Yo estoy convencido de que sí, de que pueden hacerlo.
Porque la literatura no se lee para tener, sino para ser. Y en un mundo en el que tantos parecen «inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son» —como advertía Gómez Dávila—, el hombre moderno necesita más que nunca la ayuda de la gran literatura.