23.02.25

La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (I)

    «Caballero portando un niño en brazos». Eleanor Fortescue-Brickdale (1872-1945).



 

«Ningún misterioso monarca, oculto en su tienda bajo las estrellas con ocasión de una campaña universal, se asemeja a la celeste caballerosidad del Capitán llevando sus cinco heridas al frente de la batalla».

G. K. Chesterton. Ortodoxia

  

«Milicia es la vida del hombre sobre la tierra».

Job, 7, 1.

  

«Por esto, poneos la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y manteneros en pie después de obtener una victoria total. Así, pues, ¡firmes!, ceñida vuestra cintura con la verdad, y llevando puesta la coraza de la justicia, y calzados los pies con el entusiasmo por el evangelio de la paz, embrazando en todo momento el escudo de la fe, con el que podréis sofocar todos los dardos encendidos del Malo; y poneos el casco de la salvación, y la espada del Espíritu —o sea, la Palabra de Dios—».

San Pablo. Carta a los Efesios, 6, 13-16.

 

 

DE LA VERDADERA MASCULINIDAD

No es ningún secreto que, en nuestros días de confusión y desconcierto, la concepción de lo que significa la masculinidad se encuentra sometida a asedio. Vacilante y envuelta entre nieblas, oscila entre dos extremos igualmente perniciosos.

Por un lado, tenemos la concepción que ve a los hombres como seres pusilánimes y afeminados; quienes, perdidos en su confusión, han abandonado aquello que constituye su natural identidad: crear una familia, proveerla y protegerla; hombres desasosegados y desesperanzados, que no se reconocen como lo que son e incluso lo aborrecen.

En el lado opuesto, se presenta a los varones como individuos prepotentes y vanidosos, abusadores de su fuerza física, anhelantes de poder, dinero y sexo (desligado de la procreación): cuanto más, mejor, y, si es con el menor de los compromisos y esfuerzos, mejor todavía. Se trata de una pretendida idea de la masculinidad que esconde, tras su fachada de aparente fortaleza, la mentira más antigua de todas: el «non servía», el «sereis como dioses», resultado de una mala copia e incoherente mezcolanza de Epicuro, Marco Aurelio y Nietzsche. El profesor Edward Feser desbroza esta tendencia de forma aguda, acudiendo a San Agustín:

«En una reacción exagerada al feminismo y a la debilidad tan común entre los hombres de hoy, muchos se sienten atraídos no por la verdadera masculinidad cristiana, sino por un machismo neopagano de mala calidad, arraigado en el pecado del orgullo y en lo que San Agustín llamó la “libido dominandi". Esto no es una cura, sino simplemente una enfermedad diferente, y no menos impulsada por la emoción que por la razón».

Sin embargo, ninguna de estas dos concepciones extremas responde a la verdadera masculinidad ni, obviamente, a su natural correlato, la paternidad. Ni la debilidad y la supuesta sensibilidad, por un lado, ni la promiscuidad, el dinero y el poder, por otro, constituyen lo que hace a un hombre.

Los hombres de verdad no son dominadores ni opresores, así como tampoco débiles y sumisos. Son otra cosa: son servidores. Y, para servir, es preciso, primero, ser humildes y, después, ser fuertes. Los hombres de verdad son aquellos que ponen humildemente su fuerza, su ferocidad, su brío, su habilidad, su inteligencia y su poder al servicio de algo mayor que ellos, por encima de sus ansias y deseos personales.

Y, coronando esta fundamental labor de servicio, la creación, el mantenimiento y el cuidado de una familia constituye la mayor de las aventuras y el reto más desafiante que un hombre pueda llegar a enfrentar. Aquello que lo pone a prueba y que nos da fielmente su medida.

De esta manera, el hombre se pone al servicio de su familia, de su esposa y de sus hijos. Ese es el verdadero significado de la paternidad y, en último término, de la masculinidad.

Por ello, si los niños no son testigos de este tipo de entrega y de servicio, de esta fortaleza y de este sacrificio, tengan por seguro que crecerán huérfanos en un sentido espiritual; la confusión y el desorden reinarán en sus mentes y en sus corazones. Así que necesitamos urgentemente a padres que críen a sus hijos «en la decencia y el honor», como versó el poeta escocés Robert Burns.

Bien. Pero… ¿cómo podría educarse un joven «en la decencia y el honor»?

Inevitablemente, cuando hablamos de virtudes y excelencias, no podemos dejar de pensar en los héroes. Y, si somos cristianos, en los santos.

Sin embargo, como sabemos, todos los hombres —incluidos los santos y los héroes— son meros instrumentos de la gracia de Aquel a quien debemos todos nuestros méritos. El único Santo, el único Héroe que merece nuestra imitación: el Rey que cabalga al frente, hacia la batalla, mencionado por Chesterton.

En esa frase que abre este artículo, extraída de uno de sus libros más importantes, Ortodoxia, el gran Chesterton dirige nuestra mirada hacia el mejor de los modelos posibles, hacia el más perfecto de todos ellos. Pero lo hace desde un aspecto muy particular, centrado en la imagen de un líder militar, de un rey que encabalga su ejército hacia la victoria y que lo hace portando, con brío y fuerza —como si fuese un estandarte— «sus cinco heridas». Esto destaca el aspecto sacrificial y la idea de que, como escribió Erasmo en su Enquiridion, estamos en medio de una guerra. Y, en tal circunstancia, ¿qué mejor que contar con un paladín, un capitán que nos comande y que luche en primera línea por nosotros?

Vemos así, en el plano trascendente, cuál es el modelo. Pero… ¿y en el plano natural?

Porque, en esa batalla que se libra ante nuestros ojos, a pesar de nuestra precaria condición y de la evidente falta de dominio sobre nuestros méritos, se espera de nosotros un facere, por humilde que éste sea. Debemos, pues, tomar nuestra armadura y luchar. Pero no como un guerrero cualquiera; en la citada frase, Chesterton nos incita a enfrentar esa batalla de manera precisa, a la manera cristiana, con una «celeste caballerosidad».

¿Y quién representa, en el plano natural, la mejor muestra de tales virtudes heroicas, de esa «celeste caballerosidad»? ¿A quién deben, por tanto, parecerse, primero los padres —como educadores y criadores de sus hijos— y, después, sus mismos hijos?

 

EL CABALLERO CRISTIANO

Quiero pensar que el mejor de estos modelos —el más necesario hoy día— es el del caballero cristiano. Es, por tanto, a la imitación de esa «celeste caballerosidad» de la que habla Chesterton a la que quiero referirme aquí.

Se trata de un modo de ser hombre que tiene raíces profundas en la historia. Sin pretender agotar el estudio, podríamos remontarnos, al menos, al siglo IV, cuando el poeta hispanorromano Aurelio Prudencio escribió la Psychomachia. En esta obra, siete virtudes libraban batalla contra siete vicios, sentando un precedente para el código caballeresco y el espíritu del caballero como paladín defensor de los más débiles, así como del bien, la belleza y la verdad. Más tarde, en plena Edad Media —a mediados del siglo XIII— el erudito Raimundo Lulio nos legó muchas y buenas enseñanzas en su Libro del orden de Caballería. Posteriormente, en la plenitud de aquel Imperio donde no se ponía el sol, el incomparable Cervantes refinó este concepto, librándolo de impurezas a través de su Quijote. Y ya en el siglo pasado, un insigne —aunque olvidado— filósofo católico, Manuel García Morente, profundizó en esta idea, recordándola con precisión y esmero.

Se trata, pues, de una idea venerable y antigua y, aun así, de imperiosa actualidad. Porque, de la misma manera que en su origen medieval y belicoso los caballeros –como bien dice Lulio– «reciben honor y señoría del pueblo, con el fin de ordenarlo y defenderlo», en la más humilde esfera de la familia el padre recibe, hoy y siempre, «honor y señoría» de su esposa e hijos para la misma esforzada labor.

No me extenderé en detallar todas las características que engalanan la figura del caballero, ya que excedería el espacio de este post. Únicamente me centraré en algunas de ellas —quizá las menos conocidas, pero no por ello menos necesarias—, pues se trata de aspectos que podrían ayudar a resolver la crisis de identidad que asola a los hombres jóvenes —y no tan jóvenes— de hoy.

De entrada, y aun a riesgo de simplificar demasiado, podríamos decir que los dos modelos masculinos hoy en boga, antes comentados, distorsionan dos características básicas, connaturales a todo hombre: la ira y la mansedumbre; y lo hacen porque mantienen aisladas una de la otra. Unos abusan de la mansedumbre y el pacifismo; otros, de la ferocidad y la fuerza.

La maravilla de la visión cristiana del caballero que les propongo es que logra unir ambas a través de la virtud suprema de la caridad, devolviendo a la ferocidad y a la mansedumbre a su justo término, a su estado perfecto. Así, el caballero cristiano deviene en un ejemplo de masculinidad.
Veámoslo más en detalle.

DE LA CARIDAD

La primera característica definitoria del caballero cristiano de la que deseo hablarles es la caridad, que convierte al brutal guerrero en un sacrificado servidor de los más débiles y necesitados.

Según Tomás de Aquino, la caridad es el punto central de todo hombre virtuoso, ya que «ordena los actos de las demás virtudes al fin último, y por eso también da a las demás virtudes la forma. Por lo tanto, se dice que es forma de las virtudes».

El ya mencionado Lulio, hace ocho siglos, destacaba la centralidad de esta virtud para el caballero. Igualmente, Miguel de Cervantes reconocía su importancia, considerándola la principal virtud del caballero andante.

Así, el amor, lejos de presentar al hombre como un ser débil, dominado por un veleidoso e inconstante sentimentalismo, nos lo muestra en su versión más formidable: como un contendiente en algunos de los combates más duros que jamás habrá de enfrentar. Por un lado, la lucha contra el egoísmo y el orgullo, auxiliada por la templanza, la humildad y la generosidad; por otro, el enfrentamiento entre su mansedumbre y su ferocidad, sostenido por la virtud central de la caridad.

DE LA MANSEDUMBRE Y LA FEROCIDAD

Junto a la centralidad de la caridad, la segunda característica del caballero cristiano es la paradójica confluencia en su persona de dos circunstancias antagónicas y, aparentemente, incompatibles. Les hablaré de una pasión y de una virtud: la ferocidad y la mansedumbre, y de cómo la ya mencionada y central caridad hace posible una fructífera interacción entre ellas, actuando como virtud esencial, como gozne y argamasa en la relación de mutua dependencia e influencia que se establece entre ambas.

A mediados del siglo pasado, C. S. Lewis se centró en este tema en uno de sus ensayos más interesantes, de título premonitorio, La necesidad de la Caballería. En él escribe:

«Lo más importante de este ideal es, por supuesto, la doble exigencia que plantea a la naturaleza humana. El caballero es un hombre de sangre y hierro, un hombre familiarizado con la visión de rostros destrozados y muñones desgarrados de miembros mutilados; también es un invitado recatado en un salón, casi como una doncella, un hombre modesto, gentil y discreto. Tal hombre no es un término medio entre mansedumbre y ferocidad; él es feroz en extremo y es manso en extremo. Cuando Lancelot escuchó que se lo declaraban el mejor caballero del mundo, “lloró, como si fuera un niño que acaba de ser castigado”».

Anteriormente, William Wordsworth escribió un poema titulado El carácter del guerrero feliz (canto a las virtudes guerreras que, según el poeta, se reunían en su propio hermano, un capitán de la marina que pereció en un naufragio en 1805), de donde he entresacado estos versos:

«Quien, condenado a ir en compañía del Dolor,
Y del Miedo, y del Derramamiento de Sangre, ¡miserable compañía!
Convierte su necesidad en gloriosa ganancia;
Enfrentado a estos, ejerce un poder
Que es el mayor don de nuestra naturaleza humana:
Los controla y subyuga, los transmuta, los despoja
De su mala influencia, y su bien recibe:
Por objetos que podrían forzar al alma a atenuar
Su sentimiento, se vuelve más compasivo;
(…)
Mientras más tentado; más capaz de soportar,
Mientras más expuesto al sufrimiento y la angustia;
También, más sensible a la ternura».

Y mucho antes, en plena Reconquista, el rey sabio Alfonso X, en sus Siete Partidas, lo expresa de este modo:

«Usando los hijosdalgo (los caballeros) dos cosas contrarias, les hacen que lleguen por ellas a acabamiento de las buenas costumbres; y esto es que de una parte sean fuertes y bravos, y de otra parte mansos y humildes, pues así como les está bien usar palabras fuertes y bravas para espantar los enemigos y arredrarlos de sí cuando fueren entre ellos, bien de aquella manera las deben usar mansas y humildes para halagar y alegrar a aquellos que con ellos fueren y serles de buen gasajado en sus palabras y en sus hechos».

La sabia voz del vizconde de Chateaubriand, en su magna obra El genio del cristianismo, habla de esa transformación obrada por el cristianismo, humanizando lo que había sido en la antigüedad un impulso brutal, y del gran contraste que ello supuso respecto a los antiguos paganos.

El ideal del caballero no es, sin embargo, un compromiso o un punto medio entre esos dos extremos, ni la confluencia resultante de aplicar el adagio aristotélico que afirma que «en el medio está la virtud». Más bien, esas dos formas de ser y estar, aparentemente irreconciliables, coexisten en el mismo hombre: aquel a quien desearías tener a tu lado en el combate o en cualquier momento de crisis —«un capitán al que los hombres seguirían», como dice Tolkien de Faramir—, y también aquel hombre encantador y cortés cuya compañía anhelas disfrutar.

La razón que ayuda a salvar esa aparente incompatibilidad, la explica bien Raimundo Lulio en su medieval tratado sobre la Caballería, al hablarnos de la ya mencionada caridad; y así dice:

«El caballero no se libra de la crueldad y de la mala voluntad, sin caridad. Mas como ser cruel y tener mala voluntad no se concibe con el oficio de Caballería, por lo mismo es preciso que el caballero tenga la virtud de la caridad».

Más, de entre esas dos características mencionadas, la que hoy principalmente se cuestiona es la mansedumbre, quizá por ser la más propiamente cristiana.

Y es que no hay virtud relacionada con el hombre más malinterpretada, maltratada y vilipendiada que la mansedumbre. Su acepción común la asocia a la pusilanimidad y a la cobardía. Sin embargo, se podría decir que es el hombre sin mansedumbre el que resulta débil: débil porque no puede controlar su ira y agota su energía en nimiedades, o se embrutece, esclavizado por el sexo y la violencia, luchando en las batallas equivocadas.

Hoy hemos olvidado todo esto. Por ello, conviene más que nunca recordarlo.

¿Qué es, por tanto, la mansedumbre y por qué es una virtud?

Tomás de Aquino decía que la mansedumbre «refrena el ataque de la ira» y «mitiga adecuadamente la pasión de la ira». Pero, según él, no la elimina; la presupone. Y ahí entra en juego la ferocidad a la que se refería Lewis.

Tomando como inspiración una definición clásica, podríamos decir que se trata de una virtud moral que modera la pasión de la ira según la recta razón, de modo que uno no se airee sino cuando y en cuanto y en el modo que sea necesario.

¿Y por qué es tan necesaria y tan preciado su cultivo? Lo es, porque, en cierto modo —y como sabemos por experiencia— la ferocidad, la ira, viene con nosotros, forma parte de nuestro equipaje y se apodera de nosotros con facilidad; no tenemos que aprenderla ni cultivarla. Pero con la mansedumbre ocurre lo contrario, por lo que es necesario esforzarse en su cuidado y procura.

Además, la importancia de la mansedumbre se fundamenta en que, al juntarse con la ira, hace que ésta se modere y se humanice, reconduciéndola a su justa medida, al tiempo que una y otra, recíprocamente, se ajustan a aquello a lo que deben tender. Como señaló Aristóteles, el énfasis excesivo de los espartanos en el coraje, con descuido y abandono de otras virtudes, corrompió incluso esa única virtud que poseían, transformándola en brutalidad. Hoy nos sucede algo similar: nuestro propio énfasis excesivo en la compasión o la tolerancia, por un lado, o en la violencia y el dominio, por otro, nos ha corrompido, llevándonos hacia la debilidad, el libertinaje y la disipación.

Pero, con la ferocidad y la mansedumbre actuando al unísono, regidas por la caridad, el caballero está en condiciones de cumplir su más alta misión: proteger a quien lo necesite.

ESFUERZO Y SACRIFICIO. EL AUXILIO DE LA GRACIA

Sin embargo, esta combinación de ferocidad y mansedumbre es rara, difícil, sino cuasi imposible, al menos cuando se deja al albur de nuestras solas fuerzas humanas. Aristóteles, hace más de dos mil años, dijo: «Cualquiera puede enojarse, eso es fácil; pero enojarse con la persona correcta, en el momento correcto, con el propósito correcto y de la manera correcta, eso no está al alcance de todos y no resulta nada sencillo».

De esta manera, la verdadera mansedumbre, como toda virtud, es costosa; más aún, como bien dice Lope —y como sabemos— «no es la naturaleza del hombre, la mansedumbre». La ferocidad, la crueldad y la violencia son tendencias pasionales difíciles de controlar en determinadas circunstancias, sobre todo en el fragor de la batalla. Por ello, resulta extraordinario el logro alcanzado por el caballero cristiano, que Chesterton destaca en su Ortodoxia como un milagro de la Iglesia. Porque, como ya he dicho, ni la virtud ni la pasión pueden nada sin la caridad y la ayuda de la gracia.

Godofredo de Charny, un caballero francés de gran renombre, veterano de la Guerra de los Cien Años y primer propietario documentado de la Sábana Santa, escribió un famoso manual del caballero cristiano, su Libro de Caballería, donde nos dice lo siguiente:

«Tened la certeza de que no hay sabiduría, dignidad, fuerza, belleza, destreza o valor que se pueda encontrar en alguien y que pueda permanecer y perdurar, salvo por la intervención de la gracia de nuestro Señor».

Así y todo, como hemos visto, ni siquiera en el mero plano natural es sencillo ser caballero. Requiere discernimiento y voluntad, fortaleza y prudencia. Exige hacer lo debido y abstenerse de lo inconveniente, cuando una cosa y la otra no son evidentes y las pasiones arrastran hacia la satisfacción de la ira y la indignación, frecuentemente disfrazadas de una aparente justicia. Además, precisa del amor, aun cuando sea meramente humano, sin el cual el caballero nada es.

Así, pues, no creo que haya hombre cabal y sensato que, en estos tiempos, dude de la necesidad y conveniencia de ser caballero y, a la vez, de educar a los niños con el ejemplo de hombría y humanidad que representa este tipo de hombre.

Es más, no se trata simplemente de una opción; es una necesidad. Si de verdad deseamos salvar los restos del naufragio en el que estamos sumidos y comenzar a reconstruir, sobre las ruinas resultantes, una buena vida —una vida humana en plenitud conforme a nuestra naturaleza— no podemos elegir: ¡necesitamos el resurgir de la Caballería!

Y siendo así, ¿dónde podríamos encontrar alguna ayuda para rescatarla, por modesta que sea?

Pues, podemos recurrir, como es costumbre aquí, a la literatura. Y así lo haremos en el siguiente post, al que les emplazo.

7.02.25

Los demonios y la literatura (II): 12 relatos sobre pactos infernales

                           «Fausto y Mefistófeles». Eugènesia Siberdt (1851-1931).
   

    

 

«Me he entregado al presente espíritu enviado, que se llama Mefistófeles, servidor del Príncipe infernal de Oriente (…). Yo prometo y me sujeto con él para que, a los veinticuatro años desde la fecha de esta carta, él pueda a su guisa y modo hacer conmigo lo que le plazca, y regirme, dominarme y tenerme en su poder, en todo, sea cuerpo, alma, carne y sangre y bienes, y eso para la eternidad».

Fausto (1587). Johann Spiess

 

 

El tratamiento que la literatura ha dado a Luzbel y a sus demonios, sin dejar de ser lúdico o estético, ha sido, en la mayoría de los casos, eminentemente pedagógico e incluso evangélico. Ya sea para impartir una enseñanza moral, para emitir una advertencia cautelar o para ilustrar el deplorable efecto que el Insidioso y sus secuaces pueden causar en el hombre, la literatura ha venido empleado a los ángeles caídos como personajes de ficción.

Una de las fórmulas más comunes de expresar esta relación ha sido la del pacto: la seducción llevada a cabo por el Maligno a través de la mentira, aprovechando la debilidad humana surgida del orgullo, y por derivación, de la ambición desmedida de poder, saber y placer (libido dominandi, sciendi et sintiendi), plasmada en un acuerdo cuyo precio suele ser el alma humana. El origen de dicho convenio radica en el hombre en una inicial cupiditas (deseo desordenado por un bien caduco), pero puede derivar –como lo desea el tentador– en una superbia que entraña una aversión deliberada a Dios. Y, dado que el fin que se pretende alcanzar mediante ese pacto es insano y pecaminoso, el resultado del mismo es, casi siempre, un justo castigo.

Les hablo de pasiones desordenadas, de ambición y de deseos desmedidos.

Aquino concibe esa desmedida ambición como el vicio opuesto a la virtud de la magnanimidad. Él define la ambición como un deseo de honor. Aunque este deseo no siempre es negativo. Puede ser producto del pecado de orgullo –cuando la ambición yerra en su objeto o se torna desmedida–, pero también puede ser el impulso que conduce a la realización de grandes obras. En este último caso, la virtud de la magnanimidad que resulta, implica que el deseo de honor ha sido moderado por una evaluación precisa de las propias capacidades y del beneficio potencial que tal honor proporcionará al bien común o al prójimo. En el primer caso, la ambición, al derivar en vicio, pone el énfasis en el honor a alcanzar y en el beneficio personal de quien lo busca y recibe. Y esto último es precisamente lo que buscan alimentar estos pactos demoníacos. Por ello, no es de extrañar que los viciosos puedan acabar entre el crujir de dientes y un acre olor a azufre.

No obstante, para que tenga lugar el encuentro demoníaco que precede al pacto, es preciso que medie invocación. Aunque, es verdad que no es necesario mucho esfuerzo y formalidad: Satán y sus secuaces acuden prestos ante cualquier llamada o indicio de debilidad, por pequeño que sea, incluso per accidens. Así, el Mefistófeles de Christopher Marlowe le dice a su Fausto:

«Pues si alguien escarnece el nombre de Dios,
de las escrituras y de Cristo abjura,
acudimos por si obtenemos un alma;
no venimos si no usa medios tales que con la eterna condena peligre.
Así que el más breve de los conjuros
cabe en que de la Trinidad se abjure
y se rece al príncipe del Infierno».

Hay numerosos cuentos que tratan estas cuestiones. Unos muy famosos, otros no tanto. Hoy voy a relacionar algunos de entre todos ellos.

Y, voy a empezar con los escritos en lengua española, donde la tradición de este tipo de historias es larga. Como escribe Mario Sanz Elorza:

«El pacto satánico ha dado lugar a innumerables leyendas, desde los primeros tiempos del cristianismo. Por ejemplo, la vida de San Cipriano de Antioquia, que antes de mártir fue nigromante, inspiró a Calderón de la Barca en “El Mágico Prodigioso". En la comedia de Lope de Vega “La gran columna fogosa", parecen vislumbrarse algunos episodios de la vida de San Basilio Magno, iniciado en la religión a partir del ejemplo de los eremitas de Siria y Arabia en la superación de las tentaciones del maligno. En “Milagros de Nuestra Señora", Gonzalo de Berceo ejemplifica la intercesión de la Virgen María para salvar a un pecador, de nombre Teófilo, del pacto satánico».

Sobre estas raíces nuestros literatos han construido cientos de cuentos con demonios como protagonistas y pactos demoníacos como argumento. Les presento los siguientes:

Uno de los primeros relatos de los que tenemos registro es el que nos transmite el Conde Lucanor, en su Exemplum XLV, «De lo que contesçió a un omne que se fizo amigo e vasallo del Diablo», en el que el diablo pacta con un pobre asegurándole que, cada vez que lo detengan por robar, lo salvará si lo llama «don Martín». Como consecuencia de haberse fiado del padre de la mentira, «perdió aquel omne el cuerpo e el ama, creyendo al Diablo e fiando dél».

En pleno Romanticismo, Gustavo Adolfo Bécquer escribió La cruz del diablo, (que forma parte de sus famosas Leyendas), donde nos narra la historia de un señor feudal depravado y ruín que, tras su muerte, hace un pacto con el diablo para poder seguir rondando sus tierras a fin de sembrar en ellas el terror y la muerte. Más, la intervención de un santo ermitaño, actuando bajo la intercesión de san Bartolomé, y «el esfuerzo de los campesinos, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer al espíritu infernal».

La segunda vez es el título de un cuento fantástico escrito por Miguel Ramos y Carrión, que trata de la predestinación y de la tendencia, tan humana, a tropezar dos veces con la misma piedra. Ramos y Carrión nos cuenta la historia de un anciano que desea vivir de nuevo su vida para no cometer los mismos errores. Esto le lleva a pactar con el demonio, pero acaba cayendo nuevamente en las mismas faltas, razón por la cual termina perdiendo el alma.

En Cuento inmoral, doña Emilia Pardo Bazán nos presenta una modernización del clásico pacto: el diablo ya no exige el compromiso expreso de vender el alma, puesto que la proliferación y el incremento de intensidad de las meras tentaciones le bastan para hacer sucumbir a muchas almas. El diablo le dice a Desiderio, el protagonista de la historia, lo siguiente:

«Hace cinco siglos, yo te haría firmar con tu sangre un pacto donde declarases que me vendías tu alma por los bienes de la tierra. Hoy todo ha progresado, hasta la fórmula de los pactos diabólicos. ¿A qué comprar almas que ya se entregan? El contrato es libre, eres dueño de romperlo a cada instante. Quedas en posesión de tu albedrío».

¿Podrá Desiderio resistirse a las tentaciones del mundo, o habría hecho mejor el diablo arrancándole un pacto expreso?

En el relato que lleva por título, Nuevo contrato, Leopoldo Alas Clarín reproduce un diálogo entre Fausto y Mefistófeles. Fausto, inquieto por las cuestiones filosóficas de su tiempo, se enfrenta a la propuesta del diablo, quien le ofrece un nuevo tipo de contrato en el que, a diferencia del clásico pacto luciferino, no se vende el alma a cambio de una plena sabiduría, sino el corazón. Fausto acepta y adquiere el saber total, descubriendo que el secreto de la realidad —el primer motor del mundo— es el amor. Sin embargo, ya no puede amar, pues su corazón le ha sido arrebatado.

Por último, Juan José Arreola, con un título inequívoco, Un pacto con el diablo, nos lleva a un cine de barrio para presentarnos, en un escenario inédito, una nueva artimaña estafadora de un demonio, y contarnos cómo el protagonista lidia con ella.

En otras lenguas hay también abundancia de relatos:

La apuesta del diablo, de William Makepeace Thackeray, nos presenta la historia de Sir Roger de Rollo, un caballero medieval disoluto y pecador. Una noche, el diablo se le aparece y le propone una apuesta: si puede encontrar a alguien que ore por su alma en las siguientes veinticuatro horas, el diablo no se lo llevará al infierno. En caso contrario, perderá su alma. El cuento mantiene el tono humorístico característico de Thackeray, pero también encierra una crítica mordaz a la falsa piedad y a la idea de que la redención puede ser comprada.

El diablo y Tom Walker, de Washington Irving, es una alegoría moral contra la avaricia y la búsqueda de ganancias terrenales, conductas siempre pecaminosas que deben ser castigadas, aun cuando el castigo pueda llegar a sorprender al propio pecador, como sucede en el caso de Tom.

El Diablo en la Botella, de Robert Louis Stevenson, es un relato en el que el autor escocés demuestra su conocida maestría narrativa, urdiendo una historia que invita a la reflexión sobre la naturaleza del deseo humano y sus consecuencias, y en la que la avaricia, la culpa y la lucha de la razón contra las pasiones se entrecruzan, dando lugar a un desenlace inquietante.

El jugador generoso, de Charles Baudelaire, es otro cuento estimable. Incluido en su obra El Spleen de Paris, relata el encuentro y el pacto entre el protagonista y un diablo diletante, apacible y locuaz, que nos revela un secreto a voces: que, de sus numerosas trampas, la más lograda es persuadiros de que no existe, tal y como comprobamos hoy, día sí, día también. El pacto alude a ese tedio (seguramente acedía) que acosaba tanto al autor como a muchos otros de su tiempo y del nuestro. Así, el diablo, a cambio del alma, le ofrece al protagonista el mejor bien que éste puede desear en ese momento:

«… la posibilidad de aliviar y vencer, durante toda vuestra vida, esa extraña afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos».

Lo que no pienso decirles es en qué acabó todo ello.

También los literatos rusos han frecuentado el asunto. Así, Nicolás Gógol, por supuesto, está en la lista, con El retrato (Портрет) en el que el maestro ruso nos presenta a un joven pintor llamado Chartkov que hace un pacto con el diablo para obtener fama y éxito en su arte. Sin embargo, el precio de este éxito resulta ser más alto de lo que esperaba el protagonista, y su vida se ve envuelta en tragedia y ruina moral. Al parecer, lo que Gógol pretendía con este cuento era presentarnos el retrato pictórico como lo opuesto al icono: el diablo se hace presente a través del retrato, de la misma manera que los santos lo hacen a través de los iconos.

Por supuesto, en un listado ruso no podían faltar León Tolstoi, de quien les propongo uno de sus más famosos cuentos, de título, ¿Cuanta tierra necesita un hombre?, un relato corto en el que un campesino llamado Pahóm hace un pacto con el diablo para obtener tierras y prosperidad.

«El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo. Se había alegrado mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse (…)
—De acuerdo —pensó el diablo—. Haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y, gracias a ella, te tendré en mi poder.»

El trato que le ofrece el demonio es el siguiente: será suya toda la tierra que pueda recorrer en un día, pero si no regresa al punto de partida antes de que el sol se ponga, perderá su alma. De nuevo, el refranero popular puesto en acción: «la avaricia rompe el saco», y como corolario de ello, también hace perder el alma.

Espero que esta selección sea de su gusto y del de sus hijos. Pero, en todo caso, aun enfrascados en su lectura, no olviden nunca aquello de lo que nos advierte Heinrich Heine en los siguientes versos:

«Mortal, no te burles del Diablo,
La vida es corta y pronto acabará,
Mas, el “fuego eterno”
No es un vano cuento de hadas».

1.02.25

Los demonios y la literatura (I)

                          «San Agustín y el Diablo». Obra de Michael Pacher (1435-1498).
 

          

        

«¡Qué hacer! Nos lleva un demonio
dando tumbos por el campo.
¿Cuántos son? ¿Adónde corren?
¿Por qué cantan con tal pena?
¿Van al entierro de un duende
o a casar a una hechicera?»

Alexander Pushkin

 

 

Hoy se habla, con poco rigor o manifiesta mala fe, de la inexistencia del Infierno o de su vacío; y ello, a pesar de las claras y repetidas alusiones a ese lugar por parte del mismo Cristo. Pero no voy a navegar por esas aguas. Me centraré más bien en aquellos que, sin ningún género de duda, estarán allí.

De igual manera que cuando hablamos del infierno, hoy son legión quienes, dentro y fuera de la Iglesia, niegan la existencia de su más insigne habitante y sus adláteres: Lucifer y sus demonios. Los negadores de Satanás sostienen que el pecado y la maldad del hombre son suficientes por sí mismos, y que, por ello, no necesitamos a Satán ni a sus legiones.

Además, muy ufanos, argumentan que cuando se habla del Demonio, ni la Sagrada Escritura lo entiende como una entidad real y concreta, sino solo como una abstracción: el concepto del mal. La identificación es, por lo demás, fácil: existe el mal, y nadie duda de esto, y decir que es a este mal a lo que llamamos demonio es fácil de hacer, y hasta de creer, en nuestro mundo de hoy; así, con satisfecha ignorancia, cierran el asunto afirmando que el demonio es únicamente una personificación del mal, una cara –por supuesto ficticia– que ponemos al mal para hacerlo más comprensible. Algo, por lo demás, muy humano.

Pero algunos sabemos que no es así. Alguien en quien confiamos más que en nadie nos lo ha dicho.

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9.01.25

La importancia de la poesía (IV): Poesía e infancia

                                   «Niña leyendo». Jessie Wilcox Smith (1863-1935)

      

      

      

 

«Porque la poesía también es una pequeña encarnación, dando cuerpo a lo que antes había sido invisible e inaudible».

C. S. Lewis. 

 

 

 

El mundo es un regalo. Está ahí fuera, aguardando. Espléndido y magnífico. Únicamente hay que tener abiertos los ojos, los oídos, todos nuestros sentidos, y gozar. Extasiarse en medio del asombro, dejarse deslumbrar, y ser felices. Solo se nos pide algo: estar atentos, expectantes, preparados para amar las maravillas que nos ofrece la Creación, para captar la verdad, la belleza y la bondad que la desbordan. Por ello, no podemos privar de este obsequio a los niños. Sería un crimen imperdonable. Ellos deben poder contemplar lo bueno, bello y verdadero, y amarlo por lo que es.

Sin embargo, esta imprescindible atención solo prospera en un ambiente de verdadero ocio. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, el ocio es «dejar que las cosas sucedan. (…) Es una forma de silencio, de ese silencio que es el requisito previo para la aprehensión de la realidad». Pero esta «aprehensión» de lo real es algo que solo puede apreciarse como un regalo. Pieper continúa señalando: «Al principio, siempre está el regalo». ¿Y quién está al principio? Los niños, claro. La infancia es nuestro principio. Un poeta escribió una vez: «El niño es el padre del hombre». Y quien compuso este verso, como todo verdadero poeta, tenía ojos de niño. Por eso los poetas y los niños se asemejan. Y por eso nuestros pequeños han de conocer y amar la poesía.

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23.12.24

El Dios de la cueva

                    «La Natividad». Obra de Mijaíl Vasílievich Nésterov (1862-1942).

        

         

          

    

«El Dueño de todo vino en forma de siervo, revestido de pobreza, para no ahuyentar la presa. Habiendo elegido para nacer la inseguridad de un campo indefenso, nace de una pobrecilla virgen, inmerso en la pobreza, para, en silencio, dar caza al hombre y así salvarlo».

Sermón en la Natividad del Salvador.

San Teodoto de Ancira

      

            

      

EL DIOS DE LA CUEVA

G. K. Chesterton

      

El presente esbozo de la historia humana comenzó en una cueva, esa cueva que la ciencia popular asocia al hombre de las cavernas y en la que el descubrimiento práctico encontró arcaicas pinturas de animales. La segunda mitad de la historia humana, que fue como una nueva creación del mundo, comienza también en una cueva. Y como una sombra de tal suposición los animales vuelven a estar presentes. Esta cueva era utilizada como establo por los montañeros de las altiplanicies de Belén que todavía conducen sus ganados por tales agujeros y cavernas en la oscuridad de la noche. Aquí fue, bajo la roca, donde una pareja sin hogar buscó cobijo junto al ganado, cuando les fueron cerradas las puertas del abarrotado caravansar, y aquí, bajo las mismas sendas de los transeúntes, en una oscura morada del suelo del mundo, nació Jesucristo. Esta segunda creación se hallaba simbólicamente enraizada en la primitiva roca o en el esbozo de aquellos cuernos de la manada prehistórica. Dios era también un Hombre de las Cavernas y, como aquél, había esbozado también la forma de unas criaturas extrañas, curiosamente coloreadas sobre la roca del mundo. Pero en este caso, las pinturas habían cobrado vida.

Un fondo de leyenda y literatura, que continuamente crece y que nunca terminará, ha repetido y ha hecho resonar los cambios en esa singular paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales. Sobre esta paradoja, casi podríamos decir sobre esta broma, se funda toda la literatura de nuestra fe. La podemos considerar una broma al menos en esto: que es algo que el crítico científico no puede ver. Éste explica laboriosamente la dificultad que, de modo desafiante y casi burlón, hemos exagerado siempre, y levemente condena como improbable algo que hemos exaltado casi hasta la locura como increíble, como algo que sería demasiado bueno para ser verdad, pero que era verdad. Cuando ese contraste entre la creación del universo y el nacimiento local y minúsculo ha sido repetido, reiterado, subrayado, acentuado, celebrado, cantado, gritado, rugido —por no decir vociferado— en cien mil himnos, villancicos, versos, rituales, cuadros, poemas y sermones populares, se podría decir que prácticamente no necesitamos un crítico de mayor rango para atraer nuestra atención sobre un elemento un tanto extraño en torno a ello, especialmente uno de esos críticos que parecen tardar mucho tiempo en entender una broma, aun la suya propia. Pero sobre este contraste y combinación de ideas, debemos hacer referencia aquí a un elemento relevante para la tesis de este libro. El tipo de crítico moderno del que hablo, generalmente concede gran importancia a la educación y a la psicología. Nunca se cansa de decir que las primeras impresiones determinan el carácter por la ley de la causalidad, y se pondrá muy nervioso si a los ojos de un niño se presenta un muñeco de trapo negro que podría contaminar su sentido visual de los colores, o ante él se produce un estridente sonido cacofónico que podría turbar prematuramente su sistema nervioso. Con todo, pensará que somos un poco estrechos de mente si decimos que esto es, exactamente, por lo que hay una diferencia entre ser educado como cristiano y ser educado como judío, musulmán o ateo. La diferencia está en que los niños católicos han aprendido de los cuadros, mientras que los niños protestantes han aprendido de los relatos, y una de las primeras impresiones en su mente ha sido esta increíble combinación de ideas puestas en contraste. No se trata de una diferencia puramente teológica. Es una diferencia psicológica que puede durar más tiempo que cualquier teología. Realmente es, como les encanta decir a estos científicos sobre cualquier tema, algo incurable. Cualquier agnóstico o ateo que, en su niñez, haya conocido la auténtica Navidad tendrá siempre, le guste o no, una asociación en su mente entre dos ideas que la mayoría de la humanidad debe considerar muy lejanas la una de la otra: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas.

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