De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros (II). Roma: «Quo vadis?» y «Calixta»
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«Si pagamos el mal con el bien, entonces, ¿cómo pagaremos el bien?»
Henryk Sienkiewicz. Quo Vadis?
«Allá donde el bien y el mal se encuentran, se libra una batalla eterna».John Henry Newman. Calixta
Continuando con el asunto de la tolerancia, les hablaré de dos novelas que se desarrollan en momentos históricos distintos pero estrechamente vinculados entre sí, así como con nuestra realidad actual y con el asunto que nos ocupa. Ambas obras destacan las dificultades de vivir y defender la verdad y la fe frente a distintas formas de persecución, ya sea mediante violencia estatal explícita o presiones sociales más sutiles. Esta persecución nace de una intolerancia inicialmente solapada, disfrazada de pluralismo radical, que termina rechazando toda afirmación de verdad absoluta.
QUO VADIS? (1896)
La primera de las novelas nos habla de una sociedad altamente civilizada, supuestamente en la cumbre de su apogeo; una sociedad que, no obstante ello, y mientras disfruta del confort y la opulencia, se revuelca en el hastío y la inmoralidad, el libertinaje y la decadencia. Una época, en suma, similar en muchos aspectos a la nuestra, aunque muy alejada de nosotros en el tiempo. Me refiero a la Roma Imperial, apenas sesenta años después del nacimiento de Cristo, y a la obra maestra del mejor novelista polaco, Henryk Sienkiewicz, Quo Vadis? (1896). Así es descrita la gran capital del Imperio por el autor:
«Roma gobernaba el mundo, es cierto; pero a la vez era la úlcera del mundo. De ella emanaban ya las pestilencias de un cadáver. Sobre su putrefacta existencia empezaban ya a caer las sombras de la muerte. […] [Petronio] veía la existencia de aquella ciudad señora del mundo como una danza loca, una verdadera orgía que tocaba ya a su término».
Se ha dicho que nadie ha logrado retratar mejor que Sienkiewicz el amplio panorama de la civilización romana en el punto más álgido de degeneración del Imperio, ni presentar de forma tan creíble y vívida a los primeros cristianos. La obra es grandiosa, tanto por su extensión como por su calidad literaria y magnificencia artística. Es apabullante y perturbadora; cruda y tierna; inspiradora e instructiva. En el discurso de su presentación como galardonado con el Premio Nobel, el poeta sueco y secretario de la Academia, Carl David af Wirsén, escribió:
«Quo Vadis? describe excelentemente el contraste entre el paganismo sofisticado pero gangrenado, con su orgullo, y el cristianismo humilde y confiado; entre el egoísmo y el amor, el lujo insolente del palacio imperial y el ensimismamiento silencioso de las catacumbas. Las descripciones del incendio de Roma y las sangrientas escenas del anfiteatro no tienen parangón; (…) otra escena particularmente hermosa es el episodio, iluminado por la puesta de sol, en el que el apóstol Pablo va a su martirio repitiéndose a sí mismo las palabras que una vez había escrito: “He peleado una buena batalla, he terminado mi curso, he mantenido la fe” (2 Tim. 4:7)».
Por supuesto, la novela no pretende ser una crónica histórica, no obstante apoyarse en una situación histórica determinada y retratarla con bastante fidelidad. Parte de un pasaje bien descrito por Tácito en sus Anales (15, 44), y sobre él construye Sienkiewicz una gran obra. El propio autor afirmó más tarde que la idea de la novela le surgió gracias a sus repetidas lecturas de Tácito, y que tomó forma concreta cuando el pintor Henryk Siemiradzki, durante uno de sus paseos conjuntos en Roma, le llevó a la capilla Domine Quo Vadis (Santa Maria delle Piante) en el cruce entre la Vía Apia antigua y la Vía Ardeatina.
Quizá se pregunten por qué me ocupo de esta novela tras hablarles del tema de la tolerancia. Ciertamente, el libro trata solamente de eso, abarca mucho más, incluso de manera más notoria y extensa. Pero, al lado de la grandiosidad de Roma, con sus amplias avenidas y estrechas callejuelas, sus palacios, acueductos y templos, con su Palatino y su Coliseo, todos ellos transitados por Nerón, Petronio, Pedro, Pablo o Popea, de la decadencia y podredumbre de una civilización, del nacimiento y la aurora de una nueva época, y de las crueldades y martirios a que dio lugar, aparece el tema de la intolerancia, y su consecuencia más visible —que hoy vivimos en ciernes—: la tiranía de quien acepta todo, salvo la Verdad, manifestada en la persecución cristiana y en la Iglesia de los mártires y las catacumbas.
Se ha dicho —y creo que con razón— que la obra aborda el inmenso problema del bien y del mal, y que lo hace como entidad histórica. Al elegir una época en la que el bien y el mal convivían en sus formas más extremas, el autor dispuso de un escenario inmejorable para su drama. Roma era el centro de aquel universo en un sentido que ninguna ciudad moderna —ni siquiera Londres o Nueva York— puede igualar. Todo lo que se decía o pensaba en el mundo del siglo I gravitaba hacia Roma, como bien sabía Tácito.
Es probable que una de las motivaciones de Sienkiewicz residiera en el hecho de que Polonia, en 1896, estaba sometida al dominio de un tirano, como lo estaba Roma en tiempos de Nerón. Y esto, por supuesto, tiene que ver con la verdad y con el verdadero sentido de la tolerancia.
Quo Vadis? no es solo una apasionante historia de amor y aventura, sino también una profunda meditación sobre la condición humana, ambientada en un mundo de corrupción y violencia, donde, de manera milagrosa, brotan la fe y la esperanza de la mano del amor.
Les recomiendo esta novela: una excelente lectura para las largas tardes de verano.
CALIXTA (1855)
Newman escribió únicamente dos novelas: Perder y ganar (1848), parcialmente autobiográfica, y Calixta, publicada siete años después. Ambas obras comparten la misma temática —la experiencia de una conversión—, aunque se desarrollan en distintos escenarios y tiempos. La primera se sitúa en el Oxford del propio Newman, con un protagonista cuasi autobiográfico; la segunda, en el Imperio romano de mediados del siglo III, durante las persecuciones del emperador Decio, y gira en torno a tres personajes principales: Calixta, una pagana joven; Agelio, un joven campesino de ascendencia romana; y Cecilio Cipriano, el perseguido obispo de Cartago.
Ambas novelas fueron escritas con una misma intención. A través de ellas, Newman trató de hacer algo que sus tratados teológicos o filosóficos no podían lograr: mover emocionalmente al lector. Sus relatos tienen el poder de despertar simpatía hacia el protagonista converso, incluso en lectores no creyentes. Newman esperaba que esa simpatía eliminase los obstáculos emocionales que dificultan la conversión potencial del lector, que él mismo conocía bien. Por ello, Calixta no pretende tanto ofrecer un retrato histórico detallado de la Roma imperial, como ilustrar dos grandes temas que preocupaban profundamente al autor: la tensión entre la verdad revelada —y su aceptación por medio de la fe— y el espíritu del mundo, simbolizado en la fe frágil de Agelio; y las dificultades de abrazar de forma sobrevenida esa fe en medio de un mundo hostil, representadas por la costosa conversión de Calixta.
No obstante, Newman tenía un conocimiento profundo de la Iglesia primitiva y eso se hace notar en la lectura. Aunque nos advierte en su introducción de que la obra era una «simple ficción de principio a fin», sin embargo, fue capaz de retratar con precisión y exactitud histórica la vida de los cristianos en el norte de África, tierra de Tertuliano, Cipriano —uno de los protagonistas— y Agustín, y patria también del dramaturgo Terencio.
Muchos —tanto en nuestros días como en los de Decio— hablan de la fe cristiana como si fuera sinónimo de intolerancia. Mas lo que esta novela expone es precisamente lo contrario: la intolerancia no está en la verdad, sino en el corazón que la rehúsa. El mundo pagano, orgulloso de su cultura, de su filosofía y de su religiosidad múltiple, persiguió tenaz y cruelmente a los cristianos. Y ello, a pesar de que la fe cristiana —como la que comienza a nacer en el corazón de Calixta— se presentaba con mansedumbre, no con violencia; con testimonio, no con imposición. Sin embargo, su sola existencia incomodaba al mundo, porque, al estar fundada en la verdad absoluta de un único Dios hecho carne, rechazaba la cómoda ambigüedad de los politeísmos hechos a medida. La intolerancia verdadera estaba, así, en un paganismo que permitía todas las voces, excepto aquella que proclamaba: «Yo soy la Verdad». El cristiano, como Calixta y Agelio, es odiado no por su violencia, sino por su paz; no por su amenaza, sino por su constancia.
Newman nos muestra en esta novela que la Iglesia no sobrevive por imponerse, sino por resistir con amor y sin claudicación, a pesar de que, a su alrededor, el mundo persiste en su labor seductora y destructora.
Agelio, el joven cristiano, aparece como figura del creyente que se halla, titubeante e inseguro, dividido entre el mundo y su creencia. Calixta, que da nombre a la novela, es la figura central, que encarna al converso, atrapado, en parte por un pasado que nos ata a todos, y en parte por un mundo que, no solo seduce, si no que empuja y ahoga con creciente intolerancia. Este este es el centro del relato. En palabras de Ian Ker, el interés de Newman no era puramente académico o histórico: le preocupaba cómo convertir a los incrédulos modernos. Por ello, analiza los motivos que influyen en las personas, las dudas y dificultades que soportan, y la gracia de Dios que, silenciosamente, las guía.
La novela transcurre entre un inicio en el que nos describe una sociedad cristiana en gran parte adocenada, aplastada por una intolerancia tibia que se convierte en martirio incruento y desasosegante, y un desenlace dramático, en el que la intolerancia se hace sangre, y el sacrificio del martirio brilla como testimonio último de la fe.
El estilo del relato, deliberadamente pausado, casi meditativo, responde a una intención formativa más que narrativa. Como he dicho, Newman buscaba provocar en el lector una simpatía silenciosa con los que «vivían en las catacumbas del corazón».
No se pierdan esta novela. Como se señala acertadamente en el blog Wanderer, su lectura es hoy especialmente pertinente, pues el ambiente cristiano que describe es muy similar al actual: «muchos lapsi, es decir, bautizados que habían sacrificado a los ídolos; cristianos tibios; la jerarquía eclesiástica entregada a hacer negocios más que a pastorear a sus ovejas; clero inexistente o mundano, etc. Es decir, una fotografía en sepia de la Iglesia actual».
Tanto Quo Vadis? como Calixta son dos novelas que trascienden los marcos históricos en los que se encuadran, ofreciendo lecciones atemporales sobre la naturaleza del bien y del mal, el verdadero significado de la tolerancia y el innato anhelo del hombre por la verdad. Su profunda maestría literaria, y su honda resonancia quizá nos ayuden a enfrentar los desafíos de vivir con integridad en un mundo que con frecuencia muestra, bien indiferencia, bien una abierta hostilidad hacia la verdad. Dos libros que permanecen como testimonios perdurables del poder de la literatura tanto para informar el presente, como para iluminar el futuro.