15.09.25

Leer para ser, no para tener: el verdadero valor de la literatura

                          «Caballo de madera en el cielo». Andrei Zadorine (1960-).

 

                              

                         

                    



«En el caso de los buenos libros, el punto no es ver cuántos de ellos puedes leer, sino cuántos pueden llegar a ti».

Mortimer J. Adler

  

  

«El hombre que lee debe ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en sus manos».

Ezra Pound

 

 

 

En los últimos días se ha discutido con intensidad sobre el valor de la lectura. Y, sin querer ser dogmático, creo que muchas veces miramos en la dirección equivocada. Preguntamos insistentemente: «¿Para qué sirve?», «¿Qué utilidad nos reporta?», y respondemos casi siempre con cansinas fórmulas pragmáticas: «mejora el vocabulario», «fomenta la expresión», «desarrolla el pensamiento crítico». No son falsedades, cierto, pero sí insuficiencias: meros efectos colaterales, contingentes y secundarios.

  

MAS ALLÁ DE LO PRAGMÁTICO

La buena literatura no es valiosa por su utilidad, sino por su entidad. Es tremenda —en el sentido original de la palabra— porque nos sobrecoge y nos llena de asombro y temor. No está al servicio del éxito económico ni ofrece retorno de inversión. Tampoco es un lujo o un pasatiempo, como concluyó amargamente George Steiner. Está al servicio de algo mayor; nos entrega algo que no es «cualquier cosa». Me refiero a las «cosas permanentes» de las que hablaba T. S. Eliot; a las lacrimae rerum, las «cosas que vierten lágrimas» sobre las que escribió Virgilio de forma enigmática en su Eneida; a las cosas cuyo misterio y gloria glosa el Rey Lear, que son en sí mismo una forma de «locura divina», como insinuó Platón en el Fedro; a las cosas que son tanto más nuestras cuanto menos conocidas; a aquello a lo que no podemos renunciar sin renunciar a nuestra propia humanidad.

Por eso, incluso sin darnos nada tangible, nada que podamos pesar o medir, la literatura alimenta invisiblemente aquello que hay de invisible en nosotros: nuestra alma. Y así, nos consuela, nos deleita y nos hace crecer como hombres. Es el diario fiel de la búsqueda humana de la Verdad, la Belleza y el Bien, con todas sus luces y extravíos. Así lo entendieron Platón y Aristóteles, para quienes las fábulas y tragedias eran decisivas en la educación. Así lo confirmaron siglos después Newman, O’Connor, Lewis o Tolkien: la ficción no escapa de la realidad, sino que nos devuelve a ella con mayor claridad y hondura.

Este diario, este «acervo de la experiencia humana en lo natural» —como lo definía el cardenal Newman—, está construido con un esmero inusitado y de la forma más sublime posible, usando para ello el lenguaje, la herramienta más sofisticada de la más alta facultad del ser humano: el intelecto. Por medio de la composición de las formas más bellas y expresivas, la literatura nos aproxima a la Verdad a través de la belleza, usando la metáfora, el símil, el símbolo o la analogía. Como se preguntó el poeta Petrarca: «¿Qué es la teología sino la poesía sobre Dios?». A lo que se podría añadir: «¿Y qué es la poesía, sino “las mejores palabras en el mejor orden”?», como escribió el también poeta Samuel Taylor Coleridge.

  

MULTIPLICADORA DE VIDAS

Como sabemos, la experiencia personal vivida se revela muchas veces fundamental para una correcta formación de la moralidad y la vida virtuosa. Pero, lamentablemente nuestras vidas son limitadas y nuestro tiempo tasado; nunca vivimos lo suficiente. Sin embargo, la literatura amplía nuestro horizonte: explora las complejidades de la condición humana, los dilemas morales y los más profundos abismos emocionales. Amplía nuestra experiencia y expande nuestra imaginación, incluso, y sobre todo, en el aspecto moral. Nos hace vivir —de forma vicaria, sí— miles de vidas diferentes. Nos da la oportunidad de explorar indirectamente casos aparentemente infinitos de razón práctica vivida, con la ventaja de no sufrir las consecuencias directas de los mismos. De ese modo cultiva nuestra imaginación moral con una eficacia que ni los edulcorados consejos, ni los rígidos sermones ni las definiciones abstractas logran.

Esta forma de conocimiento, que capta y alimenta nuestra imaginación, es clave para cultivar el carácter moral, la empatía y la formación del juicio práctico. Y la gran literatura es, según el cardenal Newman, el vehículo adecuado para ello, puesto que «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y movilizando la emoción humana apropiada al caso: el asombro. Un asombro que va más allá de un sentimentalismo barato y azucarado. Se trata de una poderosa pasión, de una especie de temor y temblor —parafraseando a los Salmos—; el profesor Dennis Quinn lo expresó como una «confrontación feroz con el misterio de las cosas».

Una frase de la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, de mediados del siglo pasado, es un resumen muy expresivo de todo ello:

«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida, o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».

  

LA FORMA POÉTICA: ASOMBRO, REVELACIÓN Y GOZO

El gran arte literario nos ofrece certeza no por medio de la razón lógica, sino gracias al asombro y la imaginación, como explicaba Newman. Por ello, solo el relato, con su poder poético y narrativo, puede expresar ciertas verdades que el discurso lógico no alcanza a comunicar ni comprender. Lewis lo sabía: «A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir»; Flannery O’Connor también: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera», y «Cuentas una historia porque una afirmación sería inexacta».

Y es que esa es nuestra forma natural de conocer. Estamos hechos así. El relato de ficción y la poesía son formas de liberar, por medio de la imaginación, la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional. Y así, pueden ayudar a despertar una fe moribunda o a fortalecer una eximia esperanza. Estoy de acuerdo con George MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario usado como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O’Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que en ocasiones nos posee».

De ahí que la literatura tenga una función reveladora. Está, sobre todo, al servicio de la tarea más difícil e inacabable de la vida: saber quiénes somos y adónde debemos ir. Esa función reveladora consiste en recordarnos que, dada la pobreza de nuestro intelecto, no siempre sabemos lo que estamos buscando ni lo que de verdad necesitamos. La literatura, por tanto, nos ayuda a reconocer esa verdad sobre nosotros mismos y sobre el mundo; nos despierta de nuestro letargo y nos devuelve a la realidad esencial.

Y lo hace, además, deleitándonos: instruyendo con gozo. Horacio lo expresó con su célebre fórmula: «instruir deleitando». Ese deleite estético, intelectual y moral que ni nosotros ni nuestros hijos debemos dejar escapar, y que nos ayudará a gozar de lo real en lo que estamos inmersos. Chesterton lo llamaba «doctrina del goce condicional»: aceptar la vida con gratitud, reconociendo que tiene estructura, límites y sentido.

Porque, la buena ficción, lejos de ser un escape de la realidad, es un escape a la realidad. Nos recuerda que el mundo está encantado, a apreciar la existencia de una Creación (recuperando el asombro y la admiración por lo cotidiano) y a reconocer que estamos inmersos en un universo con estructura moral, donde hay castigos y recompensas, expiación y hasta redención; y, sobre todo, donde puede haber, como adelantaba Tolkien que nos muestran los cuentos de hadas, un final feliz, que no es trivialidad, sino anuncio de esperanza.

  

CONCLUSIÓN

La gran cuestión, por tanto, es si la lectura de esos grandes y buenos libros va a conmovernos (con-movernos) en la buena dirección, hacia esos fines que nos son connaturales; si nos va a acercar, aunque solo sea un poco y como entre sombras y tenues reflejos, a la realidad última tal y como es en su misterio oculto. O si, por el contrario, nos va a alejar de ella.

Así que la pregunta no deberá ser si leer es útil o valioso, sino más bien: ¿Pueden esos grandes libros conmovernos hoy hacia la verdad tanto como conmovieron a quienes nos precedieron? Esa es la verdadera cuestión. Yo estoy convencido de que sí, de que pueden hacerlo.

Porque la literatura no se lee para tener, sino para ser. Y en un mundo en el que tantos parecen «inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son» —como advertía Gómez Dávila—, el hombre moderno necesita más que nunca la ayuda de la gran literatura.

3.09.25

¿Cómo fomentar la lectura en los hogares?

            «Primera lección de lectura». Obra de Carlton Alfred Smith (1853-1946).

     

          

          

 

«Aprender a leer es encender un fuego; toda sílaba deletreada brilla».

Víctor Hugo. Los Miserables

  


«¡Oh, qué libros solían leer
aquellos niños de antaño!
Así que, por favor, por favor, te lo suplicamos,
ve y tira tu televisor,
y en su lugar puedes instalar
una preciosa estantería en la pared».

Roald Dahl. Charlie y la fábrica de chocolate

  


«Los niños se hacen lectores en el regazo de sus padres».

Emilie Buchwald

 

 

 

Hay en los niños una disposición innata hacia el asombro y la maravilla, una facilidad para dejarse llevar por los sueños y navegar bajo el timón de su imaginación. Nacen, además, con una mirada poética que los hace únicos. Pero si no cuidamos y alimentamos esos dones, pronto se marchitan, pronto se anquilosan. La lectura de buenos libros puede ser un medio privilegiado para cultivarlos. Sin embargo, no olvidemos que los niños no nacen sabiendo leer: hay que enseñarles.

Además, como también saben padres y maestros, aunque hayan aprendido las primeras letras, los niños evitan la lectura cuando esta se les hace ardua. Por ello, es importante trabajar dos frentes que se refuerzan el uno al otro: mejorar sus habilidades lectoras y alimentar su motivación. Un niño al que le cuesta leer tenderá a alejarse de la lectura; uno al que se le ofrezcan libros que no despierten su interés también lo hará. De ahí la necesidad de sostener simultáneamente estos dos frentes: la técnica y el deseo. La lectura, entonces, se convierte en una vía magnífica para dar curso y alimento a sus dones naturales.

El hogar es el primer escenario donde esto puede hacerse realidad. Pero requiere la implicación activa y consciente de los padres. No basta con un apoyo ocasional: hablamos de un compromiso personal, específico e insustituible. No se trata de colaborar de manera esporádica y marginal en actividades escolares —siempre convenientes, sí—, sino de asumir lo que solo los padres pueden hacer en casa. Han de reconocer la fuerza que tienen en sus manos y ejercitarla con diligencia, amor y constancia.

¿Y qué es eso que pueden —y deben— hacer los padres en el hogar?

El primer paso no es solo que los libros deban ser fomentados con entusiasmo por los adultos, que por supuesto es muy importante, sino, y sobre todo, que los niños vivan en ellos, con ellos, entre ellos, y para ellos. Los libros deberán estar siempre accesibles para el niño. Esto significa que deben estar literalmente en todas partes. C. S. Lewis, en su libro autobiográfico Cautivado por la alegría, escribió:

«Mi padre compraba todos los libros que leía y nunca se deshacía de ninguno. Había libros en el estudio, libros en el salón, libros en el guardarropa, libros (en doble fila) en la gran estantería del rellano, libros en un dormitorio, libros apilados hasta la altura de mi hombro en el ático, libros de todo tipo que reflejaban cada etapa pasajera del interés de mis padres, libros legibles e ilegibles, libros apropiados para un niño y libros que enfáticamente no lo eran…».

Y la escritora Eleonor Farjeon, nos cuenta a su vez lo siguiente:

«En la casa de mi niñez había una habitación que llamábamos “la pequeña biblioteca”, aunque cierto es que cada habitación de la casa podría haberse llamado así.

Nuestra sala de juegos, en el piso de arriba, estaba llena de libros. Abajo, el despacho de mi padre estaba lleno de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer».

Lograr esto es más sencillo de lo que parece, ya que se pueden adquirir libros de calidad por un módico precio.

Asimismo, hay muchas otras maneras de incorporar la lectura a la cotidianeidad del hogar y la familia. He aquí varias ideas para comenzar, algunas ya tratadas con mayor detalle en este blog, que, puestas en práctica con regularidad, integrarán la lectura en la vida diaria de los niños y, más aún, despertarán en ellos el amor por los libros. No requieren formación especial ni materiales sofisticados, solo dedicación y cariño. Se trata, simplemente, de convertir, a los ojos de los niños, la lectura y el trato con los libros en un comportamiento familiar más, una actividad que la familia practica y vive como algo natural.

Primero. Eviten que los niños tengan contacto con los malos libros

Esos que les muestran de forma inadecuada la cruda realidad del mundo de los adultos y les sugieren un perturbador conocimiento de asuntos que exceden su capacidad y naturaleza. Pero no sean excesivamente rígidos con los consejos ni severos con las prohibiciones. La prohibición genera curiosidad (ya lo decía Ovidio: «Lo que somos libres de hacer nos disgusta. Lo que está prohibido nos abre el apetito»). Que haya un equilibrio entre su libertad y la orientación parental.

Segundo. Comiencen temprano

Cuanto antes, mejor: cuando son bebés, e incluso antes, en el seno materno, exponiéndolos tempranamente a los sonidos y ritmos del lenguaje. Los libros sencillos de cartón, las rimas infantiles y las canciones de cuna crearán una base sólida de aprendizaje y deleite.

Tercero. Den ejemplo

Sabemos que los niños aprenden por imitación. Y también sabemos que el mayor y más influyente modelo de imitación somos nosotros, sus padres. Dejen que su hijo los vea leyendo. Ya sea un libro, una revista o el prospecto de un medicamento. Poco importa el soporte; lo esencial es mostrar que leer es valioso y placentero. Y recuerden, los niños prestan mucha más atención a lo que hacemos que a lo que decimos.

Cuarto. Conversen con sus hijos sobre lo leído

Antes, durante y después de cada lectura. Animen a sus hijos a pensar imaginativa y críticamente. Hagan preguntas que despierten su imaginación y juicio: “¿Por qué crees que decidió eso?”, “¿Qué hubieras hecho tú?”, “¿Qué pasará después?”. La conversación convierte la lectura en pensamiento vivo.

Quinto. Conviertan la lectura en un juego

Sobre todo con los más pequeños. Usen voces distintas, gestos, disfraces, todo lo que haga la historia más divertida y comprensible.

Sexto. Reconozcan y celebren cada avance

Desde la primera sílaba hasta la primera novela. Este refuerzo positivo es el más poderoso de los refuerzos: para un niño no hay mejor recompensa que el reconocimiento y la atención de sus padres; multiplicará su confianza y su motivación.

Séptimo. Cuiden las ilustraciones

Especialmente en los libros de los más pequeños. Deberán ser bellas y realistas. Platón y Aristóteles insistieron en la presencia de la belleza en la educación de los más pequeños, ya que, como expresión sensible de lo real, les atraería hacia lo verdadero y lo bueno. Es algo que, sin duda, está ligado al carácter sacramental del mundo. El famoso ilustrador Walter Crane, decía que «un libro puede ser el hogar del pensamiento, pero también de la visión», y así debe ser: el arte, aunque sea en pequeñito, ha de habitar también en los libros de nuestros pequeños.

Octavo. La poesía

Los niños vienen al mundo con un «tono poético» innato. La poesía, por tanto, es parte fundamental de sus vidas. No solo enriquecerá su imaginación y vocabulario, sino que también actuará como un medio privilegiado de expresión y comprensión del mundo. El poeta Robert Frost escribió una vez que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una exposición temprana y continua a la poesía puede cultivar en los niños un amor duradero por ella. Cuiden de que sea así.

Noveno. Fomenten actividades de lectura en familia y construyan hábitos de lectura duraderos.

Estos podrían ser algunos ejemplos:

  • Practiquen —tanto como puedan y durante el tiempo que puedan— la lectura en voz alta, en familia. Y no se preocupen si al principio el juego y la distracción priman más que la lectura propiamente dicha. Ronald Knox contaba cómo su madre les leía en voz alta, a Stevenson, Kipling, Carroll o Lear mientras él y sus hermanos jugaban. No les imponía silencio ni atención. Knox, que guardaba ese recuerdo como algo muy especial, pensaba que había sido una velada y suave forma de infundirles el amor por la lectura. Les aseguro que será así. Se trata de una experiencia utilísima y enriquecedora, que va más allá de simplemente escuchar palabras; involucra el cuerpo y el alma del lector, creando una conexión profunda con el texto. Además, constituirá un momento de unión familiar que fortalecerá los lazos afectivos de los miembros de la familia y fomentará su comunicación.
  • Organicen aventuras de lectura temáticas: combinen libros sobre un tema determinado con actividades relacionadas con él. Por ejemplo, después de leer sobre animales, organicen una visita al zoológico o a un museo de Historia Natural.
  • Conviertan los libros en un regalo. Aprovechen los aniversarios, cumpleaños, santos y cualquier otra celebración familiar en una oportunidad para regalar y recibir como regalo libros. Difundan entre sus familiares y amigos la conveniencia de regalar con preferencia libros a sus hijos. Eso dará valor a los libros y podrá convertirse en una bonita costumbre que sus hijos harán suya algún día. 
  • Creen un club de lectura para niños: inviten a los amigos y/o primos de sus hijos a una sesión de lectura de cuentos, seguida de una manualidad o merienda relacionada. Este tipo de club puede ir creciendo en la profundidad y complejidad de las lecturas a medida que sus hijos crezcan, dejando de lado las actividades y dando paso a sesiones de comentarios y discusiones de tipo socrático. Es una manera maravillosa de construir una comunidad en torno a la lectura.
  • Establezcan un horario de lectura. Elijan bien: ha de tratarse de un horario que se adapte a las necesidades de su familia concreta, e intenten ser lo más inflexibles que puedan en su cumplimiento, de manera que termine por crear un rito. Con ello transmitirán a sus hijos el mensaje de que se trata de una actividad importante que no depende de otras. Del mismo modo, esta rigidez convertirá la lectura en una parte predecible del día y fomentará la adquisición del hábito.
  • Creen un ambiente de lectura propicio: un espacio cómodo, tranquilo, con acceso fácil a los libros, provisto de asientos confortables y una buena iluminación; y dejen que ellos mismos creen acogedores y personales nidos de lectura con mantas, cojines y cualquier otra cosa que les haga sentirse cómodos. Todo ello puede hacer que la lectura se sienta como algo especial y apetecible.
  • Provean a los niños de su propia biblioteca personal, donde no haya libros inadecuados y por la cual puedan curiosear, con libertad de elección sobre qué leer (permitirles elegir hace que la lectura parezca menos una tarea, aunque el haz sobre el qué elegir lo hayan reunido ustedes). Deberían sentirse dueños de sus libros, lo que está directamente relacionado con la adquisición del hábito lector. El número de libros no es lo más importante, sino el acceso y la relación personal con ellos. La idea de un niño que crece con su biblioteca es realmente hermosa.
  • Organicen visitas a librerías y bibliotecas: los viajes regulares para elegir y comprar nuevos libros crean entusiasmo y expectación, al tiempo que amplían sus horizontes de lectura. Y en cuanto a las bibliotecas, visítenlas con frecuencia. Esto hará que los niños acaben sintiéndose cómodos en estancias literalmente forradas de libros. Obtengan en cuanto sea posible carnets de biblioteca a nombre de sus hijos; les hará sentirse “importantes” y realzará su deseo y gusto por leer.
  • Anímenlos a que lleven consigo libros a todas partes, como si fueran parte de ellos mismos: en viajes turísticos, estancias familiares prolongadas, visitas al médico (las salas de espera son lugares increíblemente propicios), desplazamientos en autobús o metro (sobre todo en metro si viven en ciudades grandes; un lugar típico para leer). En el caso de desplazamientos en automóvil, es posible que los niños se mareen si leen; un sustituto posible, que no trabaja en absoluto contra la lectura, es la escucha de cuentos o narraciones pregrabadas; el mercado es abundante hoy en día en este tipo de formato.
  • Establezcan desafíos y objetivos juntos: ya sea leyendo un cierto número de libros al mes, abordando un nuevo género o aventurándose en un libro, de entrada, intimidante (por ejemplo, por su número de páginas). Los objetivos compartidos proporcionan motivación y una sensación de logro, lo mismo que su reconocimiento. Tolkien señalaba que es conveniente que los niños sean desafiados, que enfrenten retos adecuados a sus posibilidades e incluso, a veces, por encima de ellas. Y —como decía Montaigne— permitan también abandonar los libros que no les gusten. La libertad es parte del hábito.
  • Hagan tiempo para leer, reduciendo, sobre todo, el dedicado a las pantallas. Es preciso –y muy urgente– poner límites al uso de la tecnología digital. Esta reserva de tiempo ayudará a desintoxicarlos del exceso digital.

Y, sobre todo, traten de que los chicos disfruten con la lectura. Contágienles entusiasmo, conviertan el acto de leer en algo divertido. En su obra Las Leyes, Platón afirma que la enseñanza en los primeros años no debe imponerse por coacción, sino presentarse de manera lúdica, porque lo aprendido bajo obligación no permanece firmemente en el alma:

«Nada aprendido bajo la coacción permanece en el alma; por el contrario, lo que se aprende con juego y libertad arraiga mejor».

Algo sostenido igualmente por el poeta Horacio y su «Docere et delectare» («instruir deleitando»), que ratifica mucho más cerca de nosotros, Jorge Luis Borges:

«El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz».

Porque lograr que los hijos amen la lectura es una aventura exigente, sí, pero extraordinaria. No existen fórmulas mágicas: solo semillas que se siembran en sus corazones con paciencia y ternura. Si se cultivan con constancia, la pasión por la buena lectura crecerá con ellos. La labor es ardua, pero la recompensa es inmensa.

28.08.25

Un aliento de esperanza

               «Una pausa en la lectura». William Sergeant Kendall (1869-1938).

    

                              

                                  

                    

«Alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración».

Romanos, 12:12.

    

«Al bien hacer jamás le falta premio».

Miguel de Cervantes.

 

 

De vez en cuando, se me acercan padres preocupados. En sus semblantes se refleja, tanto la preocupación del compromiso como la desolación de la desesperanza. Hacen de todo: se implican a fondo, dedican tiempo, atención y amor; pero los frutos se hacen esperar, o son tan precarios que no parecen merecer los esfuerzos. Me estoy refiriendo, desde luego, a la esforzada labor de crear en nuestros hijos el hábito virtuoso de leer buena literatura. 

Mi respuesta es siempre la misma: la labor es dificultosa; el esfuerzo, hercúleo; y los progresos, lentos. Por eso, los frutos se hacen esperar y la espera es desalentadora. Esfuerzo, dificultad y lentitud, son circunstancias que no van con nuestros tiempos de prisas, recompensas inmediatas y escuálidos esfuerzos. Pero les reitero, con convicción y firmeza, que se trata de un trabajo heroico que traerá consigo recompensas. Empero, como sucede con la siembra, el tiempo de cosecha requiere su espera.

Esta postura se fundamenta en gran medida en la experiencia –la mía y la de otros que han escrito y meditado sobre el tema–, pero también en algunas ideas que, aunque sencillas y de uso común, no dejan de ser verdaderas. Su mera mención podría ayudar a sobrellevar esta labor, en principio, árida e ingrata.


Las buenas cosas tardan en llegar

La primera idea es que las cosas buenas se hacen esperar. Es un concepto que viene de lejos. En la antigua Grecia, Platón sostenía que el bien supremo (ἀγαθόν) requería la educación del alma y, por tanto, tiempo, rechazando la idea de la gratificación inmediata. Su discípulo Aristóteles, en la Ética escrita a su hijo a Nicómaco, vincula la virtud a la phronesis (prudencia) y defiende que su desarrollo exige una formación progresiva, repetición, hábito y espera: el verdadero bien es «el resultado de toda una vida lograda». Por otra parte, la idea de que el bien no es inmediato porque el mundo no está hecho para el deseo, sino para la virtud, era un pensamiento común entre los estoicos, como Séneca y Epicteto. Este último escribió: «ninguna cosa excelente se produce de pronto».

Esta idea, sin embargo, trasciende la cultura grecolatina, siendo común a todas las culturas, con un origen muy probablemente ligado a la experiencia y a la observación de los ciclos naturales: la siembra y la cosecha, la sucesión de las estaciones, el día y la noche. La literatura recogió desde sus inicios el concepto: las eddas nórdicas, los poemas homéricos, o la ética estoica, reflejan así una verdad profunda: lo valioso —ya sea la sabiduría, el amor, la justicia o la trascendencia— requiere, como requisito sine quo non, tiempo.

Los efectos duraderos son los mejores

La segunda idea es que los efectos a largo plazo, a pesar de requerir espera, son preferibles, ya que son más consistentes y duraderos que los inmediatos. Los efectos en lo invisible –y de eso se trata en la lectura– participan en cierto modo de esa invisibilidad sobre la actúan; por tanto, los efectos para el alma que trae consigo el leer buena literatura no son fáciles de percibir, se van produciendo secretamente, en su mayor parte ocultos bajo un velo traslúcido, pues son propios del espíritu. Pero, para desesperación de muchos, esos efectos no son inmediatos, sino paulatinos; van dando forma a aquello sobre lo actúan, pero pausadamente, de modo que no son perceptibles en el día a día.

Esta silenciosa influencia funciona de la siguiente manera: al leer, depositas una idea en tu mente que, al principio, no semeja ser más que unas cuantas palabras en la memoria. Sin embargo, un día te das cuenta de que, sin que tu hayas sabido cómo, esa idea ha llegado a las regiones más secretas de tu mente y de tu corazón: y de repente, ¡voilá!, vives de ella y para ella. Así sucede con toda obra maestra artística; con el gran poema, con la gran obra pictórica o escultórica: con el tiempo, en el rincón más íntimo del alma, despierta y transforma todo lo que puede asemejarse a ella y comprenderla; todo lo que ha sido transformado en secreto, íntimamente, pausada y sordamente, por ella. No se puede vivir impunemente rodeado de belleza y sabiduría; al final, te transforman y te atrapan. Ya en el antiguo Egipto, cerca de la estatua de Ozymandias (Ramsés II), sobre la puerta de la biblioteca del templo de Tebas, rezaba una inscripción: «Medicina para el alma».

El esfuerzo es fundamental

La tercera idea es que el esfuerzo y el trabajo son necesarios para obtener cualquier buen fruto. El aforismo escolástico «virtus consistit circa ardua» se fundamenta en esto, y apunta a una virtud particular: la fortaleza. La materia propia de la fortaleza es la resistencia ante las dificultades. La virtud –en este caso cualquier virtud–, se fortalece en ese esfuerzo arduo frente a las tribulaciones y los obstáculos. Es necesario ser virtuoso en la fortaleza.

Fe, Esperanza y Oración

Sin embargo, como criaturas falibles e imperfectas que somos, no podemos dejar todo al azar de nuestro solo esfuerzo. La idea moderna —a pesar de su origen antiguo en frases como «Per aspera ad astra», atribuida a Séneca— de que podemos lograr todo lo que nos propongamos, no es cierta, por más que se divulgue y promueva sin cesar.

Así que, a pesar de nuestro esfuerzo y esperanza, no siempre lograremos lo deseado. Un halo de incertidumbre y misterio late bajo toda acción humana, especialmente en lo que respecta a la belleza, la verdad y la bondad, que son en sí mismas inefables. Pensar que el amor al arte puede purificar un corazón es a menudo una ilusión, ya que innumerables personas han adorado la música más perfecta o los poemas más conmovedores y han seguido siendo canallas o bárbaros. La salvación de nuestras almas está más allá de nosotros y de nuestras obras.

Ya a mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron sobre el supuesto valor humanizador de la cultura y, más concretamente, de la literatura. Sus dudas nacían ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y el comunismo) que habían contemplado, y algunos sufrido en sus carnes y en su alma, habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas, formadas en los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas por las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. ¿Acaso la cultura no tenía una influencia significativa en el alma humana?

Para algunos, ajenos a Dios, no hay una respuesta racional a esta pregunta, ya que se relaciona con el problema del mal, un enigma ante el cual la razón calla. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden dar una respuesta, y esa respuesta es una Persona. El propio Steiner, siendo ateo, ofreció una respuesta insuficiente, sugiriendo que la cultura es apenas un «lujo apasionado».

Pero yo no soy fatalista como Steiner; soy cristiano. Y esto me hace confiar en que la buena cultura puede marcar una diferencia significativa en la vida de las personas. Sin embargo, por sí sola, no es suficiente. Puede ser asediada y derribada por las fuerzas oscuras del alma humana. Sin Cristo, la cultura es una veleta azotada por sombríos vientos.

Por lo tanto, todas las ideas anteriores y las acciones que de ellas puedan nacer son infructuosas e inútiles si no están presentes en nosotros la Fe y la Esperanza, así como la confianza en la Providencia. Esta idea, expresada por San Pablo en Romanos 8:28, afirma que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios». Es decir, que, sea lo que sea aquello que nos encontremos en la vida, será bueno para nosotros siempre que nos mantengamos en el camino recto.

De este modo, cuando, exhaustos, terminemos la carrera, podremos decir, al igual que él: «He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe».

Por ello, y como último consejo, no se olviden de orar. El viejo lema benedictino del «ora et labora», es también aplicable aquí, como en toda actividad humana. Como hemos visto, no basta con esforzarse, con poner empeño, dedicación y perseverancia, también hay que orar, pues ya hemos visto que en último término algunas cosas ––las más importantes–– están fuera del alcance de nuestras solas fuerzas.

Así que, continúen, ofrezcan a sus hijos sin descanso lo mejor que puedan dar. Sé que ustedes se encargan de armarles con lo necesario para sobrevivir al asedio del mundo. Sabemos que, junto al pilar fundamental de la fe, los libros de los que aquí hablamos son únicamente un pobre refugio; pero, por pobre y deficiente que sea, ninguna ayuda es vana. Por ello, por favor, hagan que sus niños lean y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como Steiner. Pero, ante todo, no se olviden de orar con esperanza.

20.08.25

Emociones diversas; un mismo corazon

«Piensa que es tan valiente» de H. Sundblom (1899–1976), y «Cuento de hadas», de E. Forbes (1859-1912).

                                        

                                        

          

          

          

«¡Ah, la igualdad!… La igualdad no es lo más profundo, ¿sabes?»

C. S. Lewis. Esa horrible fortaleza

          

 

 

 

Como sabemos por propia experiencia, los sentimientos son fluctuantes y las pasiones volátiles. Por ello no constituyen un suelo firme sobre el que construir nada: ninguna casa puede erigirse sobre la arena. Las emociones cambian; encandecen y se enfrían; solo la voluntad bien educada puede entrelazar sólidamente los vínculos que sostienen una vida.

Pero ello no quiere decir que las emociones sean malas. Como diría santo Tomás, son movimientos naturales del apetito sensitivo, y por ello moralmente neutras en sí mismas. Solo adquieren valor moral al ser informadas por la razón y la voluntad, cuando dirigidas por las virtudes tienden hacia el bien, o por los vicios, hacia el mal.

Así que, aunque hemos de tenerles cierta prevención —debido sobre todo a su fuerza, de difícil control—, no debemos —ni podemos— prescindir de ellas. Una buena vida exige ser vivida a través de las emociones y pasiones. Si bien, parafraseando a la inversa al filosofo David Hume, nuestra razón nunca deberá ser esclava de nuestras pasiones. Por ello es importante conocerlas y controlarlas. 

Algunas de estas emociones, cuando nos embargan, causan en nosotros cambios, nos perturban, hacen vibrar nuestro corazón, e incluso desatan en nosotros lágrimas y llantos.

Estas turbaciones, estas inquietudes y desatinos del corazón, traen consigo una manifestación emocional diferente en uno y otro sexo. Y a la inversa, aquello que desata o provoca una efusión sentimental puede también ser distinto según hablemos de mujeres u hombres. Es así; esta es nuestra naturaleza, nuestra esencia. Y no hay nada malo en ello siempre que se mantenga dentro del orden natural de las cosas.

Los hombres suelen emocionarse con unas cosas y las mujeres con otras. Y ambos se emocionan, a veces en desigual medida, por algunas otras que les son comunes. Pero la diferencia permanece, y no en desdoro de ninguno de ellos. Se trata de algo tan antiguo como nuestras conciencias y que no nos ha sido enseñado por ninguna ideología.

Con frecuencia, una mujer vierte lágrimas y se ve sobrecogida por el llanto, ante una propuesta de matrimonio, incluso aunque no sea ella la protagonista. Inconscientemente, su alma se proyecta hacia un futuro que se encuentra entrelazado con ese presente: contempla la formación de una familia, siente en lo más profundo de su ser una conmoción antigua; conoce ya, sin apenas catarlo, el peso y la belleza de convertirse en el amor de un hombre, en el centro de un hogar, y le turba la gloria de ofrecer su cuerpo como dación, guarda y cuidado de una nueva vida. Alberga en su corazón la íntima convicción de que se trata de algo sagrado, y eso la estremece, aunque no sea sepa porqué.

Un hombre, en cambio, puede enmudecer, y permanecer impávido —aunque con lágrimas en los ojos— al contemplar la realización de un logro, o cuando es protagonista de este. Cuando presencia o se ofrece en sacrificio por el bien del grupo, del clan, de la familia. Sin saber ni cómo ni por qué, se le hace un nudo en la garganta. Y es que, de igual forma, algo antiguo se agita en su corazón. Fue hecho para proteger, para sobrellevar las cargas que otros no pueden afrontar, para mantener la línea de defensa contra el dragón. Y lo hace, porque, aunque no lo sospeche o ni siquiera lo intuya, ese es el tipo de hombre que está destinado a ser. 

Todo ello revela algo profundo de nuestra naturaleza. Somos dos, y somos uno. Nos complementamos y nuestras pasiones y emociones pueden y deben acompasarse, potenciarse y sosegarse mutuamente. Les guste o no a algunos, existe una complementariedad profunda entre lo masculino y lo femenino. No es una invención de la moda o una pasajera filosofía de salón, sino que se arraiga en arquetipos naturales, grabados a fuego en nuestro corazón. Y se trata de arquetipos (no estereotipos mudables y deconstruibles), porque se refieren a algo que está en el principio u origen (archē) de la realidad, más allá de nuestros gustos o preferencias. Son cimientos. Sólidos como rocas; no clichés de revista barata. Son reales. Son antiguos. Son verdaderos.

Como dice Peter Kreeft, a pesar de que «las palabras “masculinidad” y “feminidad han sido reducidas de arquetipos a estereotipos» (…) «la diferencia entre la masculinidad y la feminidad es creada por la naturaleza, y existe en todos los tiempos y lugares».

De acuerdo a este arquetipo primigenio y dual, no solo tenemos particularidades sentimentales, sino que también nos suelen gustar diferentes cosas. Y nos gusta contemplar esas “cosas” que nos hacen emocionarnos y conmovernos a cada uno de forma diferente. Y disfrutamos al contemplar esa dispar manera de sentir.

Y dado que es cierto que la vida humana se manifiesta en dos modos de ser y estar, el masculino y el femenino, igualmente es crucial que tanto hombres como mujeres sepan de ambos. Por ello es conveniente que las jóvenes conozcan y aprendan sobre hombres virtuosos, sobre su valentía, su manera de ser, y sobre lo que buscan en una mujer. Y viceversa los chicos respecto de las mujeres.

Como ya comentamos en una ocasión (Libros para unas y para otros; libros para todos), una manera de ayudar en esto será con la lectura de libros, que si bien, de entrada, no parecieren ser de la preferencia natural de uno u otro sexo, precisamente por esa razón podrían servir de modelo en el aprendizaje moral y sentimental de unas y otros. Hay que animarles a que crucen el puente de vez en cuando. Que Lean lo que normalmente no leerían. Porque eso los hace más completos. Pero sin forzar demasiado. Sin romper lo que es verdadero.

Porque, como ya hemos dicho, no somos iguales; no podemos evitar que nos atraigan cosas diferentes; y, por lo tanto, libros diferentes. Ello no solo supondrá un modo de aprendizaje para unas y otros sobre modelos morales de su propio sexo (algo también fundamental), sino que también —y esto es muy importante—, les hará disfrutar más plenamente. 

Así que, dejen que sus hijos se sumerjan en novelas de aventuras, exploraciones y batallas, y sus hijas se deleiten con romances, vidas cotidianas y relaciones de familia. No les quitemos a nuestros hijos sus mapas, ni a nuestras hijas sus estrellas. Dejemos que cada uno explore a la manera en que fue hecho para explorar. Que en ocasiones crucen el puente, sí. Que lean y observen; que aprendan. Pero que no se les olvide quienes son; ni de dónde vienen ni a dónde van. Ello es lo natural, y por ello, es lo bueno.

14.08.25

De nuevo, el humor en pequeñas dosis

                 «Dos mujeres en la ventana». Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682).

  

        

        

 

«De una broma a un asunto serio no hay más que un paso».

Alphonse Allais

 

 

 

El humor es, y siempre ha sido, una medicina espiritual necesaria, muy necesaria. En palabras de nuestro Juan Valera —escritas hace más de un siglo, pero que siguen siendo muy actuales—: «Hoy, que vivimos en una época triste, en una sociedad revuelta y algo desquiciada, y con los espíritus llenos de melancolía a causa, en gran parte, del aliento malsano que nos propinan los pensadores y filósofos pesimistas, lo jovial y alegre es más de desear que nunca como remedio para aquel mal». Por esta razón, he decidido traerles en estas fechas estivales un poco de este remedio, tan precioso, pero a la vez, tan escaso.

Para ello, me he aprovisionado en gran parte del producto cultivado en estos lares, a pesar de que, como afirmaba Wenceslao Fernández Flórez en su discurso de ingreso en la RAE: «En la literatura española no hay humor, sino mal humor», con la honrosísima excepción, como recalca él, del Quijote, pues —en sus propias palabras—: «Jamás el humor fue llevado a semejante altura, ni abarcó tantas y tan trascendentales cuestiones, ni tampoco sacudió con tan prolongada risa el pecho de los humanos». No obstante de entre este «malhumorismo», del que también hablaba Miguel de Unamuno, podemos, como verán, rescatar algunas muestras patrias que no están nada mal.

   


La huelga general. Giovannino Guareschi (1908-1968)

Uno de los divertidos 347 cuentos ambientados en el Mundo Piccolo de Guareschi, en la ciudad imaginada de Ponteratto, pequeña localidad emiliana entre el Po y los Apeninos, donde el autor narra las humorísticas aventuras del sacerdote rural Don Camilo, en eterna lucha con su amigo-enemigo, el alcalde comunista Peppone. En este caso, durante una huelga comunista, Don Camilo y Peppone hacen de tripas corazón y trabajan codo con codo por el bien común del pueblo. Incluido en Don Camilo, Planeta, 1975.



La nariz desagradecida. Miguel Mihura (1904-1977)

El autor, como de costumbre, juega con el absurdo y su ingenio, esta vez sobre el telón de fondo de dos maestros: nuestro Quevedo y su soneto nasal, y el relato rinófilo del ruso Gógol. El resultado, un relato disparatado, lleno de desatino y gracia. Incluido en Antología, Mihura (1927-1933), editada por Prensa Española, 1978.  



El crimen de la calle de la Perseguida. Armando Palacio Valdés (1853-1938)

El asturiano recoge la narración de un amigo que confiesa a otro un asesinato que, sin serlo, lo parece, y las penurias que tal estado le trae consigo sin merecerlo. Una nuestra del típico humor con personajes cotidianos y muy humanos del autor, con la ingenuidad inocentona del protagonista como hilo conductor. Incluido, con otros relatos, en el libro del mismo título editado por Bruguera, Club Joven, 1982.



La bonita y la fea. Julio Camba (1882.1962)

El Camba viajero y cosmopolita se regodea brevemente, entre las páginas de su libro Londres (1916), en las fisonomías de las hijas de Eva de la Gran Bretaña, con su habitual gracia y maestría con la palabra. Divertidísimo, y en mi modesta opinión, muy cierto.



De las vicisitudes desagradables de un viaje en tren. Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964)

Otro gallego universal, el coruñés Fernández Flórez, nos trae aquí un gracioso y casi esperpéntico episodio de uno de sus libros más divertidos, El hombre que compró un automóvil (1932). Visto lo visto, la RENFE de hoy parece sentir nostalgia de aquellos tiempos y querer volver a las andadas.



Un medio como cualquier otro. Alphonse Allais. (1854-1905)

Allais, es un literato desconocido que merece la pena conocer; para Umberto Eco, «uno de los maestros del relato», de humor aparentemente ligero y a menudo sarcástico, aunque a veces no se note. En esta brevísima historia, el francés, con «El cuento de la buena pipa», un oyente impertinente y ansioso, y un relator pausado y paciente, compone una delicia que ya no se estila. Incluida en, Vivir de risa. La Compañía de Los Libros, 2022.


La célebre rana saltarina del condado de Calaveras. Mark Twain (1835-1910)

Saltando al otro lado del océano, uno de los relatos más divertidos de un siempre divertido Twain. El autor toma una anécdota mínima —una carrera de ranas— y la eleva a lo absurdo: un personaje obsesionado entrena a su rana como si fuera un atleta olímpico, asegurando que puede saltar «más que cualquier otra rana en todo el condado». La desmesura hecha humor. Incluido en El hombre que corrompió a Hadleyburg, y otros relatos (El Club Diógenes), de Valdemar (2010).



Fanático. Alberto Moravia (1907-1990)

El primero de los relatos de su libro Cuentos Romanos, donde en medio del agobiante ferragosto romano, el autor nos entretiene con una suave sátira sobre una delincuencia paupérrima e incompetente, en la que lo patético anula el drama. El absurdo de la situación y las inesperadas reacciones de los protagonistas impropias de su papel en el relato dotan de una evidente comicidad a esta historia.



El método Schartz-Metterklume. Saki (H.H. Munro) (1870-1916)

Con su habitual formalidad hilarante, el autor escocés nos presenta a una peculiar y aristocrática mujer que es confundida con una institutriz, y que decide seguir sacar partido al malentendido con sus anfitriones, educando a los niños de la casa con un método «revolucionario» que incluye recrear con ellos en el jardín famosos episodios de la historia. Incluida en Animales y más que animales, de Valdemar, 2003.



La carrera del «Gran Sermón». P. G. Wodehouse (1881-1975)

Para acabar, un Wodehouse. En esta ocasión, los amigos de Bertie apuestan sobre qué vicario pronunciará el sermón más largo. Como de costumbre, se desata el caos con sobornos, sabotajes y un vicario que no para de hablar; pero, también como de costumbre, nadie puede con Jeeves. Incluida en la obra El inimitable Jeeves (1924).



Espero que con estas lecturas se echen unas risas y que les hagan bien. Porque, como dice la cita de Carlyle con la que cierra el citado discurso Wenceslao Fernández Flórez:

«El humor verdadero, el humor de Cervantes o de Sterne, tiene su fuente en el corazón más que en la cabeza. Diríase el bálsamo que un alma generosa derrama sobre los males de la vida, y que solo un noble espíritu tiene el don de conceder».