9.01.25

La importancia de la poesía (IV): Poesía e infancia

                                   «Niña leyendo». Jessie Wilcox Smith (1863-1935)

      

      

      

 

«Porque la poesía también es una pequeña encarnación, dando cuerpo a lo que antes había sido invisible e inaudible».

C. S. Lewis. 

 

 

 

El mundo es un regalo. Está ahí fuera, aguardando. Espléndido y magnífico. Únicamente hay que tener abiertos los ojos, los oídos, todos nuestros sentidos, y gozar. Extasiarse en medio del asombro, dejarse deslumbrar, y ser felices. Solo se nos pide algo: estar atentos, expectantes, preparados para amar las maravillas que nos ofrece la Creación, para captar la verdad, la belleza y la bondad que la desbordan. Por ello, no podemos privar de este obsequio a los niños. Sería un crimen imperdonable. Ellos deben poder contemplar lo bueno, bello y verdadero, y amarlo por lo que es.

Sin embargo, esta imprescindible atención solo prospera en un ambiente de verdadero ocio. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, el ocio es «dejar que las cosas sucedan. (…) Es una forma de silencio, de ese silencio que es el requisito previo para la aprehensión de la realidad». Pero esta «aprehensión» de lo real es algo que solo puede apreciarse como un regalo. Pieper continúa señalando: «Al principio, siempre está el regalo». ¿Y quién está al principio? Los niños, claro. La infancia es nuestro principio. Un poeta escribió una vez: «El niño es el padre del hombre». Y quien compuso este verso, como todo verdadero poeta, tenía ojos de niño. Por eso los poetas y los niños se asemejan. Y por eso nuestros pequeños han de conocer y amar la poesía.

La poesía es el origen y el fin de la literatura, su portentosa cumbre y su fructífero valle, y su disfrute es la mayor de las alegrías literarias. La poesía nos toca el corazón y el alma, pero también estimula nuestro intelecto y nuestra razón, e impulsa nuestra voluntad hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero. Penetra por los poros de la piel, por los ojos, por los oídos; nos hace ver lo invisible y es como si, de repente, pudiéramos leer con el corazón.

Así que, sépanlo ustedes: la poesía es esencial para los niños. Y lo es, no solo porque fortalece su imaginación y su memoria, o porque acrecienta su vocabulario y su capacidad de comunicación lingüística (cosas útiles que pueden conseguirse de otras maneras), sino también, y sobre todo, porque constituye un cauce privilegiado de expresión de la propia naturaleza infantil: su efímera experiencia poética del mundo.

«Se va la primavera,
Lloran las aves, y son lágrimas
los ojos de los peces».

Este es un haiku del maestro japonés Matsuo Basho. Es hermoso, ¿verdad? Pero… ¿por qué debería un niño o un joven leer este poema? Simplemente porque es pura belleza y porque abre su corazón y su alma a un mundo lleno de maravillas y portentos.

Por lo demás, el niño necesitará poca ayuda. Posee ya un alma poética. Solo precisará, primero, la propia primavera, y a su vera, el poema. Después, deberá aprenderlo de memoria y, más tarde, recitarlo en voz alta. Algo misterioso acontecerá entonces, y su corazón y su memoria guardarán para siempre un retazo de belleza. Démosles, pues, poesía. Y cuanta más, mejor.

Pero, como en cualquier otro ámbito de la educación, los niños se inician en el lenguaje de la poesía con la ayuda de sus mayores. Necesitan el acompañamiento de sus padres o de sus maestros, su ánimo y sus consejos. Y la forma de hacerlo es incitarles y conducirles a escuchar, memorizar, leer y escribir poesía.

Sinceramente, creo que, si sus hijos estuvieran expuestos a la poesía adecuada en sus hogares y en la escuela antes y durante el período de su educación primaria, y continuaran viviendo ese ambiente después, en su adolescencia y juventud, un número considerable de ellos se sentiría atraído por la poesía y se convertiría en amante devoto de la misma.

Y aunque siempre será cierto que la poesía no está al alcance de todos, podrá llegar a estarlo para muchos más de los que actualmente la disfrutan. La poesía no es un mero divertimento ni una afición elitista, mucho menos un refugio exclusivo para personas excéntricas. La poesía puede ser muchas cosas, y todas buenas: un estímulo, un consuelo, una llamada a la acción o una canción de cuna. También puede ser una forma de compartir la vida o de evadirse sanamente de ella, al estilo Tolkien.

Pero es en la infancia y en la juventud cuando debemos encontrarnos al gran poeta o a los grandes poetas para que prenda ese fuego en nuestro corazón. Me refiero a esos poetas que, sorpresivamente, descubrimos que nos han estado esperando y que, de nuevo fascinados, sentimos que han escrito especialmente para nosotros. La atracción por esa poesía que nos llega cuando somos jóvenes no desaparecerá con la edad, sino que permanecerá en nosotros y se convertirá en una parte íntima de nuestro ser. Será una fuente segura de fuerza, consuelo, deleite y sabiduría.

«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».

Sin embargo, hoy partimos de un problema estructural que dificulta el nacimiento y el cultivo de ese amor por la poesía. Un problema de mentalidad que atraviesa todo el cuerpo social y afecta tanto a especialistas y profesionales de la enseñanza como a los meros aficionados, aunque algunos sean tan decisivos para el niño como sus padres. Este problema es general, pues afecta a todo tipo de conocimiento, pero se revela especialmente beligerante con lo poético. Me refiero al sesgo científico que domina todo tipo de saber y que ha derivado en un abuso gnoseológico denominado cientificismo, del que ya les he hablado aquí. Un cientificismo con el que conspira, a la par, el puro utilitarismo que nos domina. En otras palabras, hoy muchos se preguntan: ¿de qué sirve la poesía? ¿Qué nos puede aportar que sea mensurable? ¿Cómo podremos saber si el tiempo invertido en ella ha dado frutos?

El fundamento de esta mentalidad se encuentra, por un lado, en una concepción de la poesía y lo poético equivocada, como algo meramente sentimental e íntimo, solo perteneciente a la esfera personal del artista. Y, por otro, en la coronación de la ciencia moderna como único y exclusivo modo de conocimiento.

Sin embargo, esta concepción es errónea.

Su carácter sofístico se fundamenta en un uso de la palabra “poesía” y de la palabra “ciencia” en un sentido limitado, dejando de lado el sentido original de ambas.

Por un lado, se ha abandonado la idea tradicional de la ciencia como «un conocimiento cierto de las causas», independientemente del método empleado para alcanzarlo. En su lugar, la ciencia moderna se ha transformado en un método exclusivista, dependiente de una validación empírica, que rechaza todos los demás.

Por otro lado, la poesía se ha reducido a algo extraño, extravagante o sentimental, olvidando su dimensión simbólica y profética.

«Una terrible belleza ha nacido».

Pero, como sabemos, hay otros caminos, así como otros ámbitos de conocimiento, y el poético es uno de ellos, si no el mayor.

Ahora bien, la disposición para acercarse a ese tipo de conocimiento exige el ejercicio de una virtud nada popular hoy (en realidad, nunca lo ha sido). Me refiero a la humildad. El cardenal Newman nos lo explica:

«En cuanto a la poética, muy diferente es el marco necesario para su percepción, pues exige, como condición primordial, que no nos acerquemos a los objetos en los que reside, sino a sus pies: que los consideremos por encima y más allá de nosotros. Que debemos mirar hacia arriba, por sobre ellos. Y que, en lugar de imaginarnos que podemos superarlos, debemos dar por sentado que nosotros mismos estamos rodeados y comprendidos por ellos».

Muchas dificultades, ¿no? Superar una concepción colectiva y preponderante, un espíritu de los tiempos que minusvalora, o más bien desprecia y ridiculiza, ese modo de conocer, y hacerlo a través del ejercicio de una virtud dura y difícil como es la humildad.

Cierto.

Pero vale la pena, se lo aseguro a ustedes.

Sí, los niños deben conocer la poesía, aunque solo sea porque es bella y porque les aporta un conocimiento singular de lo creado. Se trata de un conocimiento inútil a los ojos de nuestro mundo moderno, lo sé, pero no más que un amanecer o una sonrisa. ¿Y quién, por ese motivo, renunciaría a ellos?

Y recuerden: se trata de un regalo.

23.12.24

El Dios de la cueva

                    «La Natividad». Obra de Mijaíl Vasílievich Nésterov (1862-1942).

        

         

          

    

«El Dueño de todo vino en forma de siervo, revestido de pobreza, para no ahuyentar la presa. Habiendo elegido para nacer la inseguridad de un campo indefenso, nace de una pobrecilla virgen, inmerso en la pobreza, para, en silencio, dar caza al hombre y así salvarlo».

Sermón en la Natividad del Salvador.

San Teodoto de Ancira

      

            

      

EL DIOS DE LA CUEVA

G. K. Chesterton

      

El presente esbozo de la historia humana comenzó en una cueva, esa cueva que la ciencia popular asocia al hombre de las cavernas y en la que el descubrimiento práctico encontró arcaicas pinturas de animales. La segunda mitad de la historia humana, que fue como una nueva creación del mundo, comienza también en una cueva. Y como una sombra de tal suposición los animales vuelven a estar presentes. Esta cueva era utilizada como establo por los montañeros de las altiplanicies de Belén que todavía conducen sus ganados por tales agujeros y cavernas en la oscuridad de la noche. Aquí fue, bajo la roca, donde una pareja sin hogar buscó cobijo junto al ganado, cuando les fueron cerradas las puertas del abarrotado caravansar, y aquí, bajo las mismas sendas de los transeúntes, en una oscura morada del suelo del mundo, nació Jesucristo. Esta segunda creación se hallaba simbólicamente enraizada en la primitiva roca o en el esbozo de aquellos cuernos de la manada prehistórica. Dios era también un Hombre de las Cavernas y, como aquél, había esbozado también la forma de unas criaturas extrañas, curiosamente coloreadas sobre la roca del mundo. Pero en este caso, las pinturas habían cobrado vida.

Un fondo de leyenda y literatura, que continuamente crece y que nunca terminará, ha repetido y ha hecho resonar los cambios en esa singular paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales. Sobre esta paradoja, casi podríamos decir sobre esta broma, se funda toda la literatura de nuestra fe. La podemos considerar una broma al menos en esto: que es algo que el crítico científico no puede ver. Éste explica laboriosamente la dificultad que, de modo desafiante y casi burlón, hemos exagerado siempre, y levemente condena como improbable algo que hemos exaltado casi hasta la locura como increíble, como algo que sería demasiado bueno para ser verdad, pero que era verdad. Cuando ese contraste entre la creación del universo y el nacimiento local y minúsculo ha sido repetido, reiterado, subrayado, acentuado, celebrado, cantado, gritado, rugido —por no decir vociferado— en cien mil himnos, villancicos, versos, rituales, cuadros, poemas y sermones populares, se podría decir que prácticamente no necesitamos un crítico de mayor rango para atraer nuestra atención sobre un elemento un tanto extraño en torno a ello, especialmente uno de esos críticos que parecen tardar mucho tiempo en entender una broma, aun la suya propia. Pero sobre este contraste y combinación de ideas, debemos hacer referencia aquí a un elemento relevante para la tesis de este libro. El tipo de crítico moderno del que hablo, generalmente concede gran importancia a la educación y a la psicología. Nunca se cansa de decir que las primeras impresiones determinan el carácter por la ley de la causalidad, y se pondrá muy nervioso si a los ojos de un niño se presenta un muñeco de trapo negro que podría contaminar su sentido visual de los colores, o ante él se produce un estridente sonido cacofónico que podría turbar prematuramente su sistema nervioso. Con todo, pensará que somos un poco estrechos de mente si decimos que esto es, exactamente, por lo que hay una diferencia entre ser educado como cristiano y ser educado como judío, musulmán o ateo. La diferencia está en que los niños católicos han aprendido de los cuadros, mientras que los niños protestantes han aprendido de los relatos, y una de las primeras impresiones en su mente ha sido esta increíble combinación de ideas puestas en contraste. No se trata de una diferencia puramente teológica. Es una diferencia psicológica que puede durar más tiempo que cualquier teología. Realmente es, como les encanta decir a estos científicos sobre cualquier tema, algo incurable. Cualquier agnóstico o ateo que, en su niñez, haya conocido la auténtica Navidad tendrá siempre, le guste o no, una asociación en su mente entre dos ideas que la mayoría de la humanidad debe considerar muy lejanas la una de la otra: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas.

Sus instintos e imaginación pueden todavía relacionarlos, aun cuando su razón no vea la necesidad de la relación. Para esta persona, la sencilla imagen de una madre y un niño, tendrá siempre un cierto sabor religioso; y a la sola mención del terrible nombre de Dios asociará enseguida los rasgos de la misericordia y la ternura. Pero las dos ideas no están natural o necesariamente combinadas. No estarían necesariamente combinadas para un griego antiguo o un oriental, como el mismo Aristóteles o Confucio. No es más inevitable relacionar a Dios con un niño que relacionar la fuerza de gravedad con un gato. Ha sido creado en nuestras mentes por la Navidad porque somos cristianos, porque somos psicológicamente cristianos aun cuando no lo seamos en un plano teológico. En otras palabras, esta combinación de ideas, en frase muy disentida, ha alterado la naturaleza humana. Realmente hay una diferencia entre el hombre que la conoce y el que no. Puede que no sea una diferencia de valor moral, pues el musulmán o el judío pudieron ser más dignos según sus luces, pero es un hecho patente acerca del cruce de dos luces particulares: la conjunción de dos estrellas en nuestro horóscopo particular. La omnipotencia y la indefensión, la divinidad y la infancia, forman definitivamente una especie de epigrama que un millón de repeticiones no podrán convertir en un tópico. No es descabellado llamarlo único. Belén es, definitivamente, un lugar donde los extremos se tocan.

(…).

Ninguna otra historia, ninguna leyenda pagana, anécdota filosófica o hecho histórico, nos afecta con la fuerza peculiar y conmovedora que se produce en nosotros ante la palabra Belén. Ningún otro nacimiento de un dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad; es demasiado frío o demasiado frívolo, o demasiado formal y clásico, o demasiado simple y salvaje, o demasiado oculto y complicado. Ninguno de nosotros, cualesquiera que sean sus opiniones, se situaría ante esa escena como quien tiene la sensación de estar ante algo familiar y propio. Podría admirarlo por tratarse de algo poético, filosófico o de cualquier otro tipo, pero no por lo que era en sí mismo. La verdad es que hay un carácter bastante peculiar y propio en la dependencia de esta historia sobre la naturaleza humana.

No es algo que se refiera a su sustancia psicológica, como ocurre en la leyenda o en la vida de un gran hombre. No es algo que haga volver nuestras mentes hacia la grandeza, hacia esas vulgarizaciones y exageraciones de la humanidad que son transformadas en dioses y héroes, aun en el caso más saludable de culto al héroe. No es algo que nos haga volver la cabeza hacia lo externo, hacia esas maravillas que podrían encontrarse en los confines de la tierra. Es más bien algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestro sentimiento hacia las cosas pequeñas o hacia los pobres. Es algo así como si un hombre hubiera encontrado una habitación interior en el mismo corazón de su propia casa, un lugar que nunca había sospechado, y hubiera visto salir luz de su interior. Es como si encontrara algo en el fondo de su propio corazón que traicioneramente lo atrajera hacia el bien. Algo que no está hecho de lo que el mundo llamaría un material fuerte; más bien está hecho de materiales cuya fuerza reside en la levedad alada con la que nos pasan rozando. Es todo lo que hay en nosotros salvo una breve ternura que allí se hace eterna. Todo eso no significa más que un momentáneo debilitamiento que, de una forma extraña, se convierte en fortalecimiento y en descanso. Es el discurso quebrado y la palabra perdida que se hacen positivas y se mantienen íntegras mientras los reyes extranjeros desaparecen en la lejanía y las montañas dejan de resonar con las pisadas de los pastores. Y sólo la noche y la cueva yacen pliegue sobre pliegue sobre algo más humano que la Humanidad.

El hombre eterno, extracto del capítulo I de la parte II (El hombre llamado Cristo).

17.12.24

Navidad, imagen y belleza

    «La adoración de los pastores». Obra de William-Adolphe Bouguereau (1825-1905).

            

               

  

«Gloria a Dios en lo más bajo,
Torrente de estrellas en avalancha,
Donde el rayo se cree el más lento
Y el relámpago teme llegar tarde:
Mientras los hombres se sumergen en busca de la hundida joya.
Persiguiéndola, cazándola, acosándola:
La estrella caída la ha encontrado en la cueva de Belén».

G. K. Chesterton. Gloria in profundis

          

      

                            

Les he hablado muchas veces de la belleza, de su vital importancia y de su radical consustancialidad con nosotros. Anhelamos la belleza, la perseguimos sin descanso, intentamos hacerla nuestra, pero siempre en vano, pues no nos corresponde darle alcance en esta existencia terrenal. Intuimos su trascendencia y su identidad con nuestro destino, aunque no podemos comprenderla del todo.

Su cercanía primera se nos mostró en un lugar humilde y pobre, lejos de los fastos y los oropeles de la gloria mundana. El cardenal Newman nos remite, con sencillez y asombro, a esa belleza de la Natividad con unas breves palabras. Así nos dice:

«Lucas 2 describe la escena. Nos remite al Paraíso, a Adán y Eva y a los Cantares.

Podríamos imaginar que no hubo caída. Vemos a Cristo, como si no hubiera venido a morir, y a su Madre inmaculada; a los ángeles; a los animales, como en el Paraíso, obedeciendo al hombre.

Todos parecemos atrapados y transformados en su belleza —“de gloria en gloria”—, como San José».

A esa belleza han tratado los hombres, desde hace más de dos siglos, de rendir honor.
Buscando manifestaciones de esa mezcla arrebatadora y sublime de asombro, alegría y belleza, me he permitido, como ya he hecho antes, acercarles algunas muestras de este pobre hacer humano: creaciones artísticas que, como dice Tolkien, nacen «según la ley en la que fuimos creados». Son obras fruto del esfuerzo de artistas que, con su arte y su estilo, han tratado de mostrar ese acontecimiento inefable.

No son las más grandes expresiones que los hombres, en ejercicio de su arte, han alcanzado. Pero son hermosas en un sentido eterno, de humildad mundana y de muda adoración.

Ahí las tienen.

 

Albert Edelfelt (1854-1905).

 

James Tissot (1836-1902).
 

Carlo Maratta (1625–1713).

 

Carl Heinrich Bloch (1834-1890).

 

Hugo Havenith (1853-1925).

 

Gustave Doré (1832-1883).

 

William Ladd Taylor  (1854-1926).

 

William Brassey (1846-1917).

 

James Tissot (1836-1902).

 

Harold Copping (1863-1932).

11.12.24

La Navidad. Otra vez, y siempre, la Navidad

                                       «Navidad». Obra de Jan Pienkowski (1936-2022).

               

     

          

          

«Por tanto el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».

Isaias, 7, 14

 

     

          

               

Hay un poema de Charles Péguy que, muy en su estilo, pone en boca de Dios el siguiente reproche:

O bien celebrar la Navidad y recibir
a mi Hijo, obedecer a mi Hijo,
o bien no recibir a mi Hijo,
y entonces no celebrar la Navidad,
Es necesario ser razonable, dice Dios.

Lo que Péguy atribuye al Creador es, sin duda, lo coherente y razonable. Se supone —aunque a veces sea mucho suponer— que nosotros, los seres humanos, somos criaturas sensatas que nos regimos por la razón. Esto lo afirman incluso quienes no creen en nada; incluso los materialistas y mecanicistas que dejan todo bajo la égida del caótico azar.

Sin embargo, nada acontece así. Aquellos que «no reciben al Hijo» celebran igualmente la Navidad, aunque de forma puramente nominal. Una Navidad en minúsculas, vacía de todo contenido original y trascendencia; utilizada como excusa para el placer y el consumo materialista, como una mera apropiación usurpadora, como quien toma sin permiso aquello que no le pertenece. Como señalaba el vizconde de Chateaubriand en sus días post-revolucionarios, es sabido que los hombres no religiosos se apropian de las fiestas religiosas:

«¡Cosa extraña! ¡Los hombres poderosos que hablaban en nombre de la igualdad y de las pasiones, no han podido fundar jamás una fiesta! (…). No basta decir a los hombres “regocijaos”, para que se regocijen, porque no se establecen días de placer como de luto, ni es tan fácil mandar reír como hacer llorar».

El filósofo Josef Pieper escribió todo un libro sobre ello, titulado Una teoría de la fiesta (1963), en el que aborda la importancia de la celebración y del tiempo festivo en la vida humana. En él, desarrolla la idea de que la fiesta, siendo humana en su realización, se apoya en lo divino y trascendente. Sin ese elemento trascendente, afirma sin medias tintas el filósofo alemán, el hombre no es capaz de disfrutar la fiesta. Pieper sostiene que la fiesta, como pausa del trabajo que es, como «pérdida de ganancia útil» o «renuncia al sueldo de un día de trabajo», significa no solo que no se trabaja, sino que se consuma una ofrenda».

La Navidad de nuestros días se encuentra en la tesitura de perder su trascendencia y su verdadero sentido. A este respecto, Pieper nos dice:

«Los cientos de miles de luminarias de la publicidad navideña no pasan de ser, en el fondo, un lujo miserable, sin capacidad real de irradiación. Puede recordarse aquí la atinada observación de G. K. Chesterton sobre los anuncios luminosos del nocturno Times Square en Nueva York: “¡Qué cosa tan extraordinaria para quien tenga la suerte de no saber leer!”».

Este es el estado de la cuestión. Siendo así, incluso muchos de aquellos que dicen recibir, o deberían intentar recibir al Hijo, no celebran lo que hay que celebrar, sino que se han entregado a un sucedáneo descafeinado, una mezcla de pompa, confeti y sonrisas heladas de tolerancias y solidaridades huecas.

Chesterton, en un artículo titulado Manteniendo el espíritu navideño, publicado en The Illustrated London News el día de San Esteban de 1925, plasmó sus ideas sobre los esfuerzos comerciales para crear una Navidad sin cristianismo, vislumbrando ya entonces este estado decadente:

«En realidad, han conservado algunas de las palabras y la terminología, como Paz, Justicia y Amor, pero hacen que estas palabras representen una atmósfera completamente ajena a la cristiandad; conservan la letra y pierden el espíritu. Y lo que sucede con la cristiandad, sucede con la Navidad. Si los hombres supieran exactamente lo que quieren decir con Navidad y luego comenzaran a crear nuevos símbolos, nuevas ceremonias o nuevas celebraciones, podría ser algo muy bueno. Algo parecido puede suceder todavía, muy probablemente, en ese mundo de hombres modernos que sí saben lo que significa la Navidad. Pero la mayoría de las modificaciones modernas que se han analizado en la revista y en otros lugares fueron todo lo contrario de esto.

No eran otra cosa que formas a través de las cuales los hombres podían conservar el nombre de Navidad y algunos símbolos navideños descoloridos, mientras hacían algo totalmente diferente. Lo que quieren decir quienes escriben en la revista es simplemente esto: que unas cuantas ramitas de acebo y muérdago deberían colocarse en grandes hoteles norteamericanos, recalentados y acondicionados para personas sin hogar, donde la gente se olvidaría por completo de la Navidad, se aburriría al solo pensar en ella y blasfemaría contra la esencia sagrada de la Navidad con su sofisticación, saciedad y desesperación. Están demasiado cansados para sentir el espíritu; demasiado cansados para mejorar el simbolismo; y, lo que es más, están demasiado cansados para alterar el nombre».

Lamentablemente, en múltiples ámbitos de nuestro civilizado mundo, la Navidad sufre este desdén y abandono; esta deconstrucción agnóstica y secular. 

Esto se manifiesta también en la literatura, y especialmente en la literatura infantil y juvenil. Con honrosas excepciones, las editoriales no parecen interesadas en publicar libros hermosos y de calidad que, en época navideña, hablen de la verdadera Navidad y no del, extraño para nosotros, Papá Noel, del reno de la nariz roja o, peor aún, de una fraternidad mundial impregnada de diversidad y tolerancia excesiva. No parece mucho pedir, pero esta es la realidad. No obstante, aún hay esperanza. A continuación, les presento algunos libros que, en mi opinión, alcanzan esos estándares de calidad y belleza y que capturan el verdadero espíritu navideño.



DIEZ ANGELITOS, de Else Wenz-Viëtor.

 

Con un diseño original (los angelitos del título sobresalen de las tapas como un marcapáginas) y unas ilustraciones encantadoras, la autora e ilustradora Else Wenz-Viëtor, probablemente la ilustradora de libros infantiles más conocida y prolífica de la Alemania de los años veinte y treinta, nos presenta el día de Navidad a través de unos querubines que no cesan de trabajar por el bien de los más necesitados, guiados por la virtud de la caridad. ¿Qué mejor día que el del nacimiento del Señor para enseñar a los niños lo que Él vino a regalarnos: la salvación a través del amor?



LA NATIVIDAD, de Géraldine Elschner.

 

Este libro de Géraldine Elschner, en formato álbum ilustrado y recientemente publicado por Kokinos, lleva un título inconfundible: La Natividad. Presenta la historia del nacimiento de Jesús a través de las imágenes intemporales del maestro italiano Giotto, que destacan por su brillo y expresividad conmovedora. El breve texto de la autora, basado en los evangelios de San Lucas y San Mateo, narra la historia del nacimiento de Cristo de manera accesible para los niños.

    

ADVIENTO EN FAMILIA: Con el Árbol de Jesé, de Paloma Estorch.

 

Paloma es madre de familia numerosa y se dedica plenamente a la educación de sus hijos. Cuando digo “plenamente", me refiero a que es una pionera en nuestro país en la educación en casa (homeschooling), y es una referencia y guía sobre el tema, habiendo publicado varios libros estimables. Además, es una buena amiga. Con la publicación de esta obra imprescindible, Paloma comparte su experiencia utilizando el Árbol de Jesé como guía para una preparación significativa de la Navidad. En este libro encontrarán lecturas, actividades y material para compartir en familia y vivir con plenitud el Adviento.
Como ella misma señala, este libro puede ser también una tabla de salvación para quienes se sientan desencantados con la Navidad y deseen reconciliarse con estos días, recuperando su verdadero y santo sentido. Es un libro muy necesario que pronto se convertirá en imprescindible.

 

     
LA HISTORIA DE LA NAVIDAD, de Katharine Bamfield (autora) y Margaret Tarrant (ilustradora).

 

El relato de la primera y siempre viva Natividad se representa, paso a paso, en este hermoso libro. Las acuarelas expresivas de Margaret Tarrant y los breves y claros párrafos de Katherine Bamfield nos muestran los distintos episodios de la Navidad: desde la Anunciación y el nacimiento de Jesús, hasta la visita de los pastores, los Reyes Magos y, más tarde, la huida a Egipto. Se trata de un clásico atemporal que al fin ha merecido una bonita edición en castellano. ¡No se lo pierdan!
¡Qué tengan una feliz y santa Navidad!

  

P. D.
Por último, les comparto no solo las entradas anteriores de este blog relacionadas con la Navidad, sino también, como es costumbre, una recopilación de relatos y poemas navideños.

Entradas:

LECTURA PARA NAVIDAD

DE LA NAVIDAD Y DE LOS LIBROS COMO REGALO NAVIDEÑO

NAVIDAD

NAVIDAD: LIBROS PARA LOS MÁS PEQUEÑOS

LA NAVIDAD,LOS MONJES Y UN PEQUEÑO Y HERMOSO LIBRO

TIEMPO DE NAVIDAD, INFANCIA Y POESÍA

NAVIDAD Y REGALOS: ALGUNAS RECOMENDACIONES

POESÍA Y NAVIDAD

LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS DE ORIENTE

LA NATIVIDAD: REALISMO, ILUSTRACIÓN Y SÍMBOLO

    

Compilaciones de relatos y poemas navideños:

POEMAS PARA EPIFANÍA Y REYES

POEMAS PARA NAVIDAD I

POEMAS PARA NAVIDAD II

MÁS POEMAS PARA NAVIDAD, ADVIENTO Y REYES

SEIS PEQUEÑOS CUENTOS PARA NAVIDAD Y EPIFANÍA

CUENTOS Y POEMAS PARA NAVIDAD Y EPIFANÍA

22.11.24

La importancia de la poesía (III): el poeta, la humildad y el asombro

                   «Las cataratas del Niagara». Frederic Edwin Church  (1826–1900).

 



«Los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño».

León Daudet


«Un poema no es algo que se ve, sino la luz que nos permite ver».

Robert Penn Warren


«Sin embargo, la razón por la que el filósofo puede compararse con el poeta es esta: ambos se preocupan de lo maravilloso».

Tomás de Aquino

 
  
 

Sigo con la poesía. No me cansaré de hablar de ella. No desistiré en mi apología del lenguaje y el saber poético, ni en el rescate de esa forma de estar en el mundo. Una forma de estar y conocer que nos ofrece una parte de aquello que nos es dado comprender, por pequeña que sea. Y, sin embargo, una forma de estar y conocer que, extrañamente, muchos ignoran con un gesto displicente, cargado de la estúpida soberbia del necio que nada sabe sobre lo que desprecia. No cesaré de alabar a los poetas, y no cejaré en alentar una educación poética en nuestros niños. No lo haré. Ténganlo por seguro.

Así que, de vez en cuando tendrán que tolerar que les hable de poesía y de poetas, como sucede hoy. Voy a detenerme un momento en la relación de los poetas con el asombro del mundo.

Decía Joyce Kilmer, un poeta católico que pudo ser grande –y que, ciertamente, lo fue, si bien su vida se vio truncada prematuramente–, lo siguiente:

«El poeta ve cosas que permanecen ocultas para los demás hombres, pero solo las percibe en sueños. El poeta es, por el origen mismo de la palabra, un hacedor; sin embargo, es un hacedor de imágenes, no un creador de vida. Este es un libro de reflejos de la Belleza; una Belleza que los ojos mortales solo pueden apreciar de forma indirecta, un libro de sueños de esa Verdad que algún día comprenderemos despiertos. También es un libro de imágenes que contiene representaciones esculpidas por quienes trabajaron con la ayuda de la memoria, la extraña memoria de los hombres que viven en la Fe».

No es la primera vez que les hablo de esa misión sagrada del poeta, que actúa como visionario, e incluso como profeta, la mayor parte de las veces profano. Pero nunca he profundizado en el porqué de esa visión.

La mayoría de nosotros, el resto de los mortales, de entrada, experimentamos el mundo a través de nuestros cinco sentidos. Y al hacerlo, por necesidad, efectuamos una labor de criba sobre la totalidad de las percepciones recibidas. Y así, nuestro intelecto no procesa la mayoría de esos estímulos sensibles. Lo contrario conduciría a un colapso cognitivo y, por extensión, conductual y volitivo. Nos paralizaríamos sin saber qué hacer, abrumados por una miríada de sensaciones, a cada cual, más inconexa y contradictoria con las otras.

Dice el filósofo George Santayana:

«Para abrirnos camino a través del laberinto de objetos que nos asaltan, debemos hacer una cuidadosa selección de nuestra experiencia sensorial. La mitad de lo que vemos y oímos debemos pasarla por alto como insignificante, mientras que hemos de juntar la otra mitad para convertirla en una concepción fija y bien ordenada del mundo».

Pero, a pesar de ello, ese resto –inmenso resto– de lo que apartamos de nuestra conciencia, sigue ahí, almacenado, no se sabe dónde, dormido, replegado en un alféizar polvoriento de, quizá, nuestra memoria. Esperando…

Pero, ¿esperando qué?

Un despertar. Una luz que ilumine ese oscuro rincón. Un hilo, por fino que pueda ser, que trace una unión entre toda esa amalgama de sensaciones, a priori, abstrusas e inconexas. A la espera de una conexión, de una visión unificadora.

Y esto lo puede dar el poeta.

Vuelvo a Santayana:

«El poeta, por naturaleza, retiene la inocencia del ojo o la recupera fácilmente; desintegra las ficciones de la percepción común en sus elementos sensoriales y los reúne de nuevo en grupos aleatorios, a medida que los accidentes de su entorno o las afinidades de su temperamento los pueden unir. Se sumerge en el caos que subyace a la cáscara racional del mundo y trae a relucir alguna imagen superflua, alguna emoción olvidada, la cual vuelve a unir al objeto presente. Restablece las cosas innecesarias, hace hincapié en lo ignorado y pinta de nuevo en el paisaje los matices que el intelecto ha permitido que se desvanezcan de él».

¿Y qué parte de esa experiencia olvidada es la relevante?

Una que es consustancial al niño (que por eso es poeta natal). Me estoy refiriendo a la emoción.

Otra vez Santayana acude en mi ayuda:

«El primer elemento que el intelecto rechaza al formar sus ideas sobre las cosas es la emoción que acompaña a la percepción; y esta emoción es lo primero que el poeta restaura. Se detiene en la imagen, porque se toma su tiempo para disfrutar. Él vaga por los caminos de la asociación, porque estos caminos son encantadores. El amor a la belleza, que le hizo dar medida y cadencia a sus palabras, y el amor a la armonía, que le llevó a rimarlas, reaparecen en su imaginación y le impulsan a seleccionar de allí el material que es hermoso o capaz de asumir formas bellas. El vínculo que une las ideas, a menudo tan separadas, que su ingenio asimila, es con frecuencia el eslabón de la emoción».

Recordemos que, según Aristóteles, en el asombro está el comienzo de toda sabiduría. Y en los niños ese asombro encuentra tierra abonada. Era opinión común en la Grecia clásica que, dado que los niños y jóvenes viven casi totalmente en el nivel de su imaginación y de sus emociones, la educación debería atraerlos hacia lo verdadero y lo bueno a través de la belleza como expresión sensible de lo real, y del asombro que esta puede causar.

Abonando esta idea, el profesor Dennis Quinn, uno de los colegas de John Senior en el famoso programa Pearson de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas, señalaba que el asombro forma parte de nuestro equipamiento estándar como seres humanos. Según él, el asombro constituye la emoción o pasión humana básica que surge cuando tomamos conciencia de nuestra ignorancia. Por eso los niños («los que menos saben», como presumimos los adultos) son los poetas por naturaleza.

Esa conciencia de la maravilla de que les hablo puede ser placentera, pero también tiene una función vital, que nos impulsa a buscar el conocimiento de las cosas en sus causas. De esta manera, opuesto a la mera curiosidad, el asombro está en la base de la poesía, pero también es el principio de la sabiduría y la filosofía. De ahí que Quinn, insista en que el asombro se encuentra originalmente en las cosas, y que el poeta, en particular, «tiene el don y adquiere el arte de imitar o re-presentar los misterios de la naturaleza».

La frase de santo Tomás del comienzo da lugar al siguiente comentario del filósofo Josef Pieper, que, aunque extenso, merece la pena rescatar:

«Existe una notable y poco conocida frase de Santo Tomás de Aquino, en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles: “el filósofo tiene en común con el poeta que ambos tienen que habérselas con lo maravilloso “(mirandum”), lo asombroso, lo digno de admiración, o lo que sea que provoca admiración”. Estas palabras, cuya profundidad no es fácil de sondear, tienen tanto más peso cuanto que ambos pensadores son figuras de extraordinaria sobriedad, totalmente opuestas a cualquier confusión romántica. Así pues, por razón de la común orientación hacia lo admirable, el “mirandum” (¡y lo maravilloso no se presenta en el mundo del trabajo!), esa fuerza común de trascender hace que el acto filosófico se asemeje y aproxime al acto poético, acercándose a él y emparentándose con él más que con las ciencias exactas especializadas».

(…).

«Captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito, el “mirandum", es el comienzo del filosofar. Por ello, como dicen Santo Tomás y Aristóteles, el acto filosófico y el poético se emparentan; tanto el filósofo como el poeta deben hacer frente a lo asombroso, a lo que provoca y exige admiración. Por lo que toca al poeta, Goethe, cuando tenía setenta años, concluyó un breve poema ("Parabase") con este verso: “Para asombrarme existo"; y a los ochenta, en una carta a Eckermann, afirma: “Lo más alto a que puede llegar el hombre es al asombro"».

El amor a la verdad, la búsqueda desinteresada del saber, están motivados por ese asombro ante la realidad al que se refieren Aquino y Pieper. Y esa verdad, o esa parte de la verdad que podemos conocer, está en la realidad, una parte de la cual no es evidente y espera tras de la apariencia material de las cosas. Ahí juega un papel la poesía, como parte de ese otro modo de conocimiento que nace de las cosas mismas, de nuestra relación directa con ellas, por con-naturalidad, y que complementa el conocimiento científico positivo que hoy lo abarca todo. El poeta William Blake ya habló en su día de la necesidad de liberarse «de una visión única y del sueño de Newton», apuntando a ese conocimiento poético.

Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños. Y tal y como debemos alentar y cultivar en ellos. Y la poesía nos ayudará a ello.
Por esa razón los poetas son tan necesarios. Por favor, no lo olviden.

Ahora bien, ¿de qué poetas estamos hablando?

Cualquier selección que yo pudiera darles pecaría de subjetividad y por lo tanto sería, con toda razón, tachada de parcial, errando aquí y allá y mostrando los rasgos y rastros de una simple preferencia personal, discutible y siempre incompleta. Por ello, aun no dejando abandonada del todo alguna que otra mención (como hago a lo largo de este blog), y del registro de poemas favoritos que acumulo en mi otro blog, (al que de nuevo paso a invitarles: La memoria poética), me atrevería a darles un consejo general para que, aquel que se halle a tientas pueda dar unos primeros pasos en el mundo poético.

Si acudimos a Tomás de Aquino podemos –como de costumbre– encontrar alguna orientación.

El Aquinate nos pone ante una disyuntiva existencial que va más allá de lo meramente poético, pero que nos ayudará en todo caso: la oposición entre la humildad y el orgullo. Para Tomás, el hombre guarda dentro de sí un compromiso con la realidad. Esto no supone solo un anhelo, es más bien, una necesidad vital y existencial. Cuando el hombre se aleja de lo real, se mustia y se desintegra, tal y como sucede hoy.

Pero este acercamiento a lo real exige una disposición vital que implica todo nuestro existir, y esta disposición no es otra que la humildad, que, como supieron los antiguos, es imprescindible para poder asombrarnos y entreabrir la puerta al comienzo de la sabiduría. Quien tiene humildad, dice Tomás, sentirá un profundo agradecimiento por su propia existencia y por la existencia de todo lo que le rodea. Esta gratitud le permitirá ver con ojos de asombro y le moverá a contemplar la bondad, la belleza y la verdad del mundo. Tal contemplación conduce al mayor fruto de la percepción, que es lo que Tomás llama dilatatio, la dilatación de la mente. Una apertura a las profundidades de la realidad, a lo que hay más allá de la simple percepción a través de nuestros sentidos. Una visión que, de alcanzarse, permitiría a una persona vivir en comunión con la bondad, la verdad y la belleza de lo creado, aunque sea de manera precaria, pues la verdadera contemplación en su plenitud está reservada para la otra vida.

Chesterton, que, como sabemos, hizo de esta humilde disposición al asombro frente al mundo su filosofía personal, nos dice, no obstante, con gran sabiduría:

«Tener la mente simplemente abierta no es nada. El objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es volver a cerrarla sobre algo sólido».

Y este bocado sólido de realidad sobre el qué cerrar la mente nos lo puede dar, paradójicamente, la poesía.

Es esa humildad en el mirar, propia de los verdaderos poetas, la que conduce a un estado de gratitud que permite admirar con asombro aquello que nos rodea.

Por el contrario, lejos de la humildad, el orgullo conduce irremediablemente a la ingratitud. Esta ingratitud es incompatible con el asombro y, por tanto, impedirá acercarse, aunque sea un poco, a la deseada contemplación, cerrando la mente en el vacío en lugar de abrirla para captar algo que nos permita comprender, aun de manera torpe e imperfecta, los misterios del mundo.

Gracias a Dios, entre nosotros, han convivido, y siguen y seguirán conviviendo, almas verdaderamente humildes, rebosantes de gratitud y asombro, que se toman el tiempo de detenerse en medio de las tribulaciones y distracciones del día a día, para sentarse, con los ojos abiertos por el asombro, en presencia de la realidad que nos envuelve. Almas que, impulsadas por los dones poéticos recibidos, tratan de desentrañar los misterios que reposan, callados, tras las cosas.

Estos son los poetas a los que hay que atender: los verdaderos, aquellos que nos ofrecen el fruto de la auténtica poesía, como un reflejo, aunque sea borroso, de la bondad, la verdad y la belleza del cosmos. Y esto es así, sean o no conscientes de lo que hacen, ya que algunos ciertamente ni lo han sido ni lo son, y quizá nunca lo sean. Pero eso no importa realmente.

Así que, de la mano de sus hijos, vayan en busca de los verdaderos poetas, los de ojos humildes. Y una vez hallados, abran con ellos sus mentes al asombro del mundo.
Para finalizar, les sugiero comenzar esa exploración con un poema sencillo, del poeta orensano José Ángel Valente; un pequeño poema que nos invita a «captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito», ese “mirandum” del hablaba Aquino. Ahí se lo dejo a ustedes:

  

Octubre

Hay una leve luz caída
entre las hojas de la tarde.
Dame
tu mano y cruza
de puntillas conmigo
para nunca pisarla,
para no arder tan tenue
en sus dormidas brasas
y consumirte lenta
en el perfil del aire.

  

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