La importancia de la poesía (V): extravio y reencuentro
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«Paisaje con peregrino». Karl Friedrich Schinkel (1781-1841). |
«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».Robert Frost
«Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda».Miguel de Cervantes
«Para los cristianos, la visión poética de las cosas es un deber».Cardenal John Henry Newman
Desconozco si Aristóteles, santo Tomás, Blake, Newman, Claudel, Eliot, Guardini, Levertov y otros de los que les hablé en entradas anteriores de esta serie, están en lo cierto. No estoy seguro de si la poesía nos prepara para la contemplación y nos ayuda, aunque sea un poco, a acercarnos a la Verdad, aunque intuyo que quizá podría ser así. Lo que sí sé es que, en la mayoría de los casos, lo que vulgarmente denominamos poesía no nos conduce a esos lugares. Y es que, si fuera —como creo— un regalo, un don, una inspiración sobrenatural carente de inmanencia, y capaz de aproximarnos a la verdad de las cosas, entonces sería algo extraordinario. Y, por ello, escaso. Quizá sea así porque esa rareza es necesaria para que la gracia no sofoque la naturaleza. Todo lo demás, todo aquello que llamamos pomposamente poesía y que pretende serlo, no sería tal.
Emily Dickinson lo sabía, y nos dejó estos versos, tan lúcidos como frustrantes:
«Contemplar el cielo de verano
Es poesía, aunque nunca se halle en un libro.
Los verdaderos poemas huyen».
La mayoría de los poetas —y muy probablemente todos ellos— se limitan a elaborar una copia del poema del mundo y a acercarlo a los demás mortales, aunque en muchas ocasiones con poca fortuna. Aun así, con éxito o sin él, el verdadero poeta se ve impelido a cantar; su misión es intentar expresar, a través de su voz personal, esa visión profunda de las cosas, sacarla a la luz con su poema —pues ese es uno de sus significados originales, «dar a luz», ποιέω (poiéo)—, y hacerlo una y otra vez. Ese mero intento es, en palabras de T. S. Eliot, más que suficiente; es todo lo que se puede hacer, ya que, como nos anunció Dickinson, los «verdaderos poemas huyen».
Esa intuición de Dickinson parece anticipar una verdad que otros autores modernos también han señalado, aunque desde otros ángulos.
Ciertamente, conocemos algunos de estos grandes poetas, desde Homero hasta Dante; la tradición y el paso del tiempo nos los han mostrado. Pero, ¿Podemos encontrarnos con grandes poetas en nuestros días?
Hace más de medio siglo, Jacques Maritain esbozó un juicio muy duro sobre gran parte de la poesía desde el Romanticismo en adelante:
«La poesía se separa así del arte como una virtud práctica del intelecto; anhela saber, no hacer. Pierde el interés por la belleza. Busca el poder, el conocimiento mágico. El fin, entonces, solo puede ser una parodia de la revelación provocada por la desorganización del organismo mental y moral del hombre, liberando las fuerzas del inconsciente (…). El deleite que da la belleza es reemplazado por el deleite de la experiencia de la libertad suprema en la noche de la subjetividad».
El profesor de clásicas norteamericano Anthony Esolen, más recientemente, emite otra amarga queja hacia la poesía de nuestros tiempos y denuncia como peligrosa la tendencia —alentada tanto por poetas modernos como por profesores de literatura— de convertir un poema en un rompecabezas que primero se descifra y luego se interpreta, con el objetivo de hallar un «significado oculto». Esolen advierte que este enfoque trastoca la lectura de la poesía, transformándola de un placer en un trabajo pesado. Añade que muchos poemas modernos son meras efusiones emocionales o expresiones de sentimientos subjetivos: «la libertad suprema en la noche de la subjetividad», en acción.
No tengo competencia para juzgar estas opiniones. Porque el poeta, no lo olvidemos, es simplemente un hombre: alguien que, al expresar los secretos del mundo, revela también su subjetividad y su propia alma. Ahora bien, la verdadera poesía no puede apoyarse exclusivamente en la expresión de lo que el poeta siente; debe dar a luz algo más, o quizá mucho más. En palabras de Jacques Maritain, los poemas de verdad:
«Dirán más de lo que son, y pondrán a disposición del conocimiento, al mismo tiempo que ellos mismos, algo distinto de sí mismos, y algo otro que ese otro, y, si es posible, el universo entero como en el espejo de una mónada. Por una especie de amplificación poética, Beatriz, siendo la mujer que amó Dante, es también, en virtud del signo, la sabiduría que lo conduce».
Este anclaje en el sentimiento subjetivo es uno de los lastres de toda poesía, de hoy y de siempre. Y es que, al poeta no le basta con sentir; no debe pretender simplemente emocionar —eso ni siquiera es prueba de su éxito—, sino expresar algo más. Pero quizá gran parte de nuestros poetas modernos se limitan a lo que han sentido y, por ello, producen en nosotros, sus lectores, tan solo retazos de naturalezas muertas y estados subjetivos dramatizados; lo que deriva en que nuestra visión del mundo sea, tal vez, más restringida que en el pasado.
Para liberarnos de ese yugo limitador quizá debamos volver a la vieja sophia perennis, esa sabiduría eterna que trasciende épocas y culturas. El cardenal Newman nos habló del «principio sacramental» y su relación con la poesía:
«El mundo exterior (…) es una manifestación de realidades más grandes que él mismo (…) la materia y la expresión son partes de una sola cosa».
Según Newman, para alcanzar a ver «esas realidades más grandes», lo sublime, lo espléndido —la Belleza con mayúsculas y, a través de esta, la Verdad—, el hombre debe ser capaz, con la imaginación, de rescatar aquello que ve de entre lo vulgar. Y tal labor solo puede ser realizada a través de la poesía y por medio del poeta, «el hombre de la belleza», como decía Emerson.
Siguiendo al trascendentalista norteamericano, el verdadero poeta, escaso y visionario, «está aislado entre sus contemporáneos, por la verdad y por su arte, pero con el consuelo de que su búsqueda arrastrará tarde o temprano a todos los hombres».
Sin embargo, nos encontramos con un nuevo problema: hoy el poeta ha perdido contacto con los demás hombres; se encuentra más aislado y solo que en los tiempos de Emerson, o quizá incluso, proscrito y desterrado. Esta es una de las tragedias que nos asolan. Los poetas caminan solos, errantes y extraviados, y, a consecuencia de ello, el hombre común de hoy solo percibe que las cosas no marchan como debieran, pero nada más; se limita a sentir un malestar, un síntoma que no define la enfermedad ni el mal que lo causa. ¿Por qué? Un poeta, W. H. Auden, apuntaba a un aspecto relevante:
«Las denominadas bellas artes han perdido la utilidad social que una vez tuvieron… Nuestro siglo no siente necesidad de este arte gratuito… Pero cada vez que intenta combinar gratuidad y utilidad (…) falla por completo».
Auden ofrece un diagnóstico, posiblemente más preciso que la mera constatación de un malestar, pero sin receta para la curación: no visualiza un cambio en nuestro mundo que restablezca a las artes —y a la poesía entre ellas— la utilidad que tuvieron, y siente que, sin ella, las artes puras perecerán o serán relegadas a un rincón oscuro.
Pero esto es, en mi modesta opinión, un error. Miramos en la dirección equivocada, centrándonos en lo próximo para olvidar aquello a lo que debemos dirigirnos, que está detrás y más allá de nuestro primer plano. No se trata de que la poesía –transmisora de verdades– se reduzca a la cotidianeidad política y sociológica, al hombre y sus miserables problemas del día a día, a fin de ser util; así no conectará con las ansias profundas que laten en su interior auténtico. Debe apuntar al horizonte, al lugar donde yace el principio extraviado en este viaje con retorno que todos debemos emprender. Y ello, aunque lo haga a través del tratamiento de esas miserias cotidianas, que serán el material áspero y primitivo a través de cuya manipulación dé lugar a la visión verdadera.
Aun así, creo que todavía hay poetas capaces de transmitir una visión de algo que permanece oculto para la mayoría. Podríamos calificarlos de grandes poetas. Y junto a ellos, habitan entre nosotros otros, pequeños, modestos y humildes, poco conocidos, cuyos versos quizá no nos iluminen sobre los misterios del mundo, pero nos dan algo que también necesitamos: cantores domésticos que nos obsequian instantáneas de nuestro mundo cotidiano, contadas como relámpagos, fogonazos fugaces de lucidez. Que nos regalan cánticos, ruegos y oraciones. Que nos traen de vuelta al buen camino, eliminando la distracción y el desorden que nos asolan, tan solo para mostrarnos, aunque sea un instante, el mundo tal y como es.
Y es que, como dije antes, la poesía verdadera ha de ser escasa, pero esto no significa que haya de ser siempre grandiosa. El Espíritu sopla donde quiere, y muchas veces se nos acerca sutilmente, casi imperceptible, en la voz tranquila de un poeta desconocido.
Así que no desesperen; todavía hay poetas. Grandes poetas, sí, pero también humildes aprendices. Dios continúa regalándonoslos. ¿Cómo? ¿Inspirándolos? ¿Acaso a través de musas, como creían los antiguos? Me gusta pensar que sí. El mismo Esolen habla de una unión de toda esta verdadera poesía en un poema mayor, del que todo verdadero poema forma parte. En alusión a la Parábola del Sembrador, nos dice que la semilla es «la Palabra», que, recibida correctamente, da abundante fruto, y que los versos de esos poetas –los verdaderos– representan el «céntuplo» que la Palabra de Dios ha producido en ellos.
Puede que sea así. Y aunque no lo fuera, no importaría demasiado, mientras los poetas continúen cantando y Él permanezca con nosotros. Porque, como bien sabemos, el único y verdadero Poeta estará siempre a nuestro lado «todos los días, hasta la consumación del siglo».
LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (I): POESÍA Y VERDAD
LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN
LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (III): EL POETA, LA HUMILDAD Y EL ASOMBRO