¿Buenos sin Dios?
Uno de los datos más fuertes que nos hablan de la existencia de Dios, es la moral, esa convicción innegable que todos tenemos en un momento y otro, de que hay situaciones injustas en el mundo, al punto de ser intolerables.
En efecto, una afirmación tan simple como “esto está mal” implicar admitir que existen exigencias éticas, que no dependen del deseo de cada persona, que son obligatorias, incluso en contra de la voluntad del sujeto que actúa, y que provienen de una fuente superior a la realidad de las cosas que simplemente son.
Fiódor Dostoyevski resumió la fuerza de este argumento en la frase “si Dios no existe, todo está permitido”.
Ateos y agnósticos responden que no sería necesaria la religión o a Dios para ser una buena persona, es decir, que se puede ser bueno sin Dios, y los más osados agregan que incluso es mejor que hacer caridad siendo ateos, pues hay más mérito en hacer el bien por sí mismo, y no en razón de una recompensa o por temor al castigo.
Así, en un abrir y cerrar de ojos, el ateo se ha puesto en un plano de superioridad moral frente al creyente, pues éste sería un sujeto utilitarista e interesado, que hace el bien solo en la medida en que será compensado por sus sacrificios, mientras que el incrédulo quedaría como una especie de paladín, interesado solo en ver que todos cumplan el deber y la justicia.
¿Cómo pasó eso?