¿Se puede ser católico y penalista?
La pregunta puede parecer rebuscada, pero los recientes pronunciamientos del magisterio hacen que sea perfectamente válida.
Desde siempre los abogados dedicados al derecho penal, los filósofos morales y de la política, se han preguntado acerca de la competencia e idoneidad del Estado y sus agentes para imponer penas a los ciudadanos. Naturalmente la pena de muerte ha sido objeto de una particular reflexión en este sentido.
Sin intentar resumir un debate que se extiende por siglos, digamos que el argumento más fuerte a favor de eliminar la pena de muerte ha sido la combinación de su carácter irreversible y la posibilidad de un error judicial. La posibilidad de que se cometa una injusticia, que se ejecute por error a una persona inocente, es un riesgo tan alto y terrible. Existiendo otras medidas para detener al delincuente, no parece justificado mantener la pena de muerte como una sanción común en el derecho penal.
El argumento contra la pena de muerte es fuerte, pero hasta ahora no presentaba mayor problema para un abogado católico. Ambas posiciones, a favor y en contra, eran admisibles y sujetas a un juicio prudencial de las circunstancias, pues la pena de muerte no era algo intrínsecamente malo. La posición de los papas recientes, y lo que reflejaba el Catecismo en la redacción que se modificó hace pocos días, era que en la circunstancia actual sus riesgos superaban con mucho a sus beneficios, y por tanto se había vuelto poco prudente.