Propuesta para el Sínodo (VII): hablemos del pudor

Chesterton afirmó en cierta ocasión que un niño de diez años se asombrará si le decimos que se abrió una puerta y apareció un dragón. En cambio, un niño de dos años se asombrará si simplemente le decimos que se abrió una puerta. Al pensar en esas palabras de Chesterton, siempre me ha parecido que el más listo era, indudablemente, el niño menor, porque una puerta es algo mucho más asombroso que un dragón.

La construcción de paredes y límites es una tarea profundamente humana. Como si fuera un prodigioso mago con poderes semidivinos (¡hecho a imagen del mismo Dios!), el hombre es capaz de transformar el universo a su arbitrio, tomando arbitrariamente un espacio, rodeándolo con paredes y dividiendo con ello el mundo entero en “dentro” y “fuera”. Y no sólo eso, sino que, de forma aún más asombrosa, en el seno de esas paredes crea unos objetos legendarios llamados puertas, que son cuasiimposibilidades metafísicas, pues constituyen un vínculo de unión entre dos conceptos absolutamente opuestos, como el de exterior y el de interior, y permiten así que algo que está dentro pase a estar fuera, como un conejo que sale de la chistera, y viceversa. Los lectores y yo hemos cumplido los diez años y, por ello, todo esto nos parece normal, pero si preguntamos a un niño de dos años, con ojos limpios que no han sido velados aún por la rutina y el pecado, nos dirá que caminamos entre misterios y prodigios.

Esta extraña actividad del hombre, creador de límites profundos como el abismo e inventor de puentes para superar esos abismos que él mismo ha creado, forma parte de la misma esencia humana. En efecto, los límites le permiten dar forma a algo que supera en esplendor a las siete maravillas del mundo pero a la vez está al alcance del más humilde de los mortales: un hogar. El hogar es un milagro, porque es una realidad física, que se puede medir, pero va más allá de la ciencia física y entra de lleno en lo espiritual. Es la humanización por excelencia del mundo. En efecto, la posibilidad de crear paredes, de cerrar espacios y también de abrirlos es fundamental no sólo para protegerse físicamente, como hacen los animales, sino para crear algo que no tienen los animales: un ámbito de intimidad. Por eso los animales tienen guaridas, pero no hogares.

La intimidad del hogar es la base para la formación de una familia, la célula básica de la sociedad humana. La familia vive en un hogar, que está cerrado al exterior, pero no con una separación absoluta y definitiva, sino que se puede abrir. Precisamente por eso, por ser algo íntimo y cerrado pero que se puede abrir, un hogar puede ser acogedor y una familia puede acoger a alguien. En un lugar totalmente abierto no puede haber acogida; en la calle, por ejemplo, no puede haber acogida, porque lo que está completamente abierto carece de intimidad. La acogida presupone una cierta intimidad, creada previamente, que es lo que se comparte con la persona acogida.

De modo similar, cada ser humano tiene que tener un ámbito de intimidad propia. Uno no comparte sus sentimientos más profundos con cualquiera, ni desnuda su alma a los cuatro vientos, porque hacerlo es quitarle valor a esos sentimientos. Además, como estamos hechos de alma y cuerpo, también nuestro cuerpo necesita preservar una cierta intimidad, para que sea verdaderamente humano y no un mero cuerpo animal. Y esa intimidad debe ser protegida, igual que el hogar debe de ser protegido. Como el hogar se construye con paredes, el cuerpo humano se viste con ropas; en cierto modo, se encierra. Esa protección de la intimidad corporal y espiritual humana se suele llamar pudor. Vístanse con pudor, modestia y decoro, dice San Pablo (1Tim 2,9). Los animales no tienen pudor, pero para el ser humano el pudor es esencial. El Catecismo lo llama “presentimiento de una dignidad espiritual propia del hombre” (2524) y, cuando se desprecia y olvida, podemos estar seguros de que se está descendiendo hacia la inhumanidad y la mera animalidad.

Del mismo modo que el hogar se cerraba por dos razones, para crear la intimidad familiar necesaria y para protegerse de los peligros exteriores, también el pudor, que protege la dignidad y humanidad de nuestro cuerpo y de nuestra alma, tiene esas dos dimensiones. Por un lado, como hemos visto, contribuye a crear la intimidad del cuerpo y de la vida que es propia de los esposos y que no debe compartirse con cualquiera, porque entonces perdería su valor. El Catecismo explica, en ese sentido, que “el pudor cuida el misterio de las personas y de su amor” (2522), así que no es extraño que el matrimonio cristiano sea un sacramento, que en griego se dice mysterion. Por otro lado, el pudor reconoce la existencia del pecado, de la concupiscencia que ha entrado en el ser humano por el pecado original y que hace que la mirada del hombre hacia la mujer y viceversa ya no sea necesariamente limpia, sino que pueda estar dañada por la lujuria.

El pudor tiene una naturaleza paradójica. Del mismo modo que las paredes del hogar no impedían que fuera un lugar acogedor sino que, al contrario, eran necesarias para que lo fuera, el pudor es una opacidad que hace posible la transparencia entre los esposos y una separación que permite la plenitud de la unión conyugal. En efecto, el pudor reconoce, protege y valora la intimidad que luego se compartirá en el matrimonio, cuando los esposos se conviertan en una sola carne. Sin él, se pierde el misterio de la intimidad que, compartido, une al esposo y a la esposa de una manera única en el mundo.

El pudor tiene muchas expresiones. Consiste, ciertamente, en guardar la mirada cuando conviene y en no exhibir lo que debe permanecer en la intimidad: quien mira a una mujer casada deseándola, ya adulteró con ella en su corazón. También implica, sin embargo, cuidar lo que se dice o escucha. Hay cristianos que tienen la mala costumbre decir groserías, zafiedades o chistes verdes, sin darse cuenta de que así van ensuciando y endureciendo el corazón. Por algo San Pablo advertía que esas cosas ni siquiera se mencionen entre vosotros; ni obscenidades, ni necedades, ni groserías, que no son apropiadas, sino más bien acciones de gracias (cf. Ef 5,3-4). Finalmente, el pudor ayuda a no estar donde no debemos estar, a evitar comportamientos o familiaridades inadecuados, a vivir el noviazgo como tal, sin adelantar etapas de una intimidad que aún no está lista para ser compartida. Todo esto ayuda a mantener el corazón limpio y transforma así las relaciones humanas y también la relación con el mismo Creador. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Es una virtud que debería estar profundamente grabada en las mentes de los cristianos, porque, si no se crea esa intimidad de la que hablamos, tanto en la familia como en relación con el propio cuerpo, desaparecen los presupuestos necesarios para el matrimonio y la familia cristiana. El exhibicionismo típico de nuestra sociedad actual, con sus aliadas la pornografía y la telebasura, tiende a destruir las condiciones necesarias para la intimidad conyugal y para la creación de la familia. La ausencia del pudor no nos libera, sino que nos hace esclavos de nuestros impulsos, nos animaliza. No es extraño que la familia y el matrimonio estén en crisis, como tan bien está mostrando la historia de este mismo Sínodo.

Sin duda, hoy resulta más difícil hablar del pudor, no solamente por tratarse de una virtud ajena a la mentalidad actual, sino también por su naturaleza más sutil y humilde. Hay virtudes cuya utilidad o necesidad es más evidente, mientras que otras son más indirectas, porque lo que hacen es crear y defender las condiciones necesarias y el ambiente propicio para que florezcan las demás virtudes. El pudor tiene un carácter indirecto o preparatorio y por ello exige un cierto esfuerzo de comprensión, una mirada más allá de lo inmediato y el momento presente. Más que una espada en la lucha contra el mal, es un escudo que protege lo que tenemos de valioso. O, dicho de otra forma, es el suelo fértil en el que pueden florecer la castidad, la pureza, la modestia y la fidelidad.

Sin el pudor, cualquier pequeño acto virtuoso en el ámbito de la castidad exige un esfuerzo heroico o milagros constantes por parte de Dios, porque se han abandonado las protecciones que nos ayudan en el combate contra la tentación. Recuerdo a un chico piadoso de un movimiento eclesial, que vino a hablar conmigo en cierta ocasión porque sabía que yo era católico como él. Los dos íbamos a un curso de idiomas, con alumnos de muchos países diferentes y, entre ellos, había una chica guapísima, de padre húngaro y madre sueca. El chico me contó que le había costado muchísimo mantener su castidad, porque estaba hablando con aquella chica, en la habitación de ella y sentados en su cama, y la chica había empezado a insinuar que quería acostarse con él. La tentación había sido muy fuerte pero, al final, la gracia había prevalecido y el chico se fue a su casa. Cuando me lo contó, creo que esperaba que lo elogiase por haber hecho al final lo que tenía que hacer, así que se sorprendió cuando lo primero que le dije fue: “¡Pero mastuerzo! ¿Qué estabas haciendo en su habitación y sentado en su cama? ¿Es que no te das cuenta de que no pintabas nada ahí?” Había abandonado o no le habían transmitido nunca las protecciones del pudor y, por ello, cada batalla era a vida o muerte.

Su ausencia hace que a los jóvenes católicos les resulte cada vez más difícil vivir la castidad, la fidelidad o, en general, las virtudes cristianas relacionadas con la vida conyugal y la familia, porque no tienen esa protección que les ayuda a no vender su intimidad por un plato de lentejas. En cierto modo, es como si se les pidiera que fundaran un hogar viviendo a la intemperie, en medio de la plaza pública. Las condiciones para formar una familia no se darían y, por lo tanto, sería dificilísimo mantener esa familia. Sus problemas serían muchísimo más complicados de lo normal y, de no ser por un milagro de Dios, lo más probable es que esa familia se destruyese. Lo mismo sucede con la vida conyugal si no se ha educado en el pudor y los niños no aprenden desde pequeños los hábitos del pudor: la lucha para mantener cualquier virtud cristiana en ese ámbito será mucho más dura y, si Dios no lo remedia, terminará en fracaso.

Entiendo perfectamente que, preocupados e inflamados por las disputas en torno al Sínodo, tan urgentes, nos parezca que no tenemos tiempo para hablar de una virtud tan sutil, frágil y aparentemente pasada de moda, pero el pudor no es una reliquia de eras más puritanas, sino algo siempre necesario para la moral y para una vida verdaderamente humana. En ese sentido, a mi juicio, es importante que en el Sínodo sobre la Familia se hable del pudor aunque no esté de moda o, mejor, precisamente porque no está de moda. Si la Iglesia es la única que hable del pudor, que así sea, porque esa es la misión de la Iglesia: anunciar la voluntad de Dios a un mundo que se muere porque no la conoce. Y el pudor es parte de esa magnífica, santa y maravillosa voluntad de Dios para nosotros, inserta en lo más profundo de nuestra naturaleza.