Queridos lectores, en el artículo anterior, nos hallábamos contemplando la bondad infinita de Dios en tantas de sus manifestaciones y me interrumpí exponiendo todo lo que Dios Hijo ha hecho para expresarnos el amor que nos tiene; continuamos, pues, con ello:
Otra de las cosas que Nuestro Señor Jesucristo hizo durante su Vida Pública, además de muchos milagros, fue perdonar pecados (no importa lo terrible que el pecado sea, el Señor lo perdona con todo su Corazón, si existe verdadero arrepentimiento) y anunciar algo realmente admirable: La Sagrada Eucaristía. Un Sacramento, si me permiten que lo diga así, verdaderamente alucinante, que instituyó el Señor en la Última Cena. Sabemos que, en la Eucaristía, bajo las especies de pan y vino se encuentra Cristo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Pero yo me temo que, Dios sabe cómo, nos hemos habituado a esta realidad pasmosa. Yo tengo el convencimiento de que, si los católicos fuéramos por completo conscientes de lo que recibimos cada vez que comulgamos, la impresión nos mataría. Literalmente. Entiendo que es por eso que el Señor ha querido ocultarse tanto en este Sacramento sacratísimo; aparte del hecho de que a Jesús le agrada mucho la fe en su Palabra y, también, que no desea forzar esa fe. Pero, verdaderamente, es increíble lo que sucede en la Eucaristía. Los católicos, cada vez que comulgamos, ¡Nos comemos a Dios…! Tal cual. Y puede hacerlo cada uno (aunque siempre se ha de procurar hacerlo estando en Gracia de Dios y no se debe hacer de ninguna manera, si esto no es así). ¡Cada uno, a lo largo de todos los tiempos…! Es la manera sublime que Jesucristo ha tenido de dar pleno cumplimiento a la profecía que hizo, sobre Él, Isaías, llamándole “Emmanuel”, esto es, “Dios con nosotros”. Dios con nosotros, sí, con cada uno de nosotros, con la mayor cercanía espiritual y física que puede haber y con un nivel de entrega de Dios a cada uno de nosotros verdaderamente asombroso. Y, aun así, Jesucristo no se quedó satisfecho con todo esto. También quiso permanecer en el Pan consagrado, quedándose recogido y oculto en los sagrarios, esperándonos para llenarnos con su Gracia, escuchar nuestra oración y recibir, con toda justicia, nuestra adoración amorosa; y, se ha de decir, también corriendo el riesgo de que su Sacratísimo Cuerpo sea robado y profanado; o bien, abandonado y dejado solo por los propios católicos, si no acudimos a rezar ante Él… No obstante, aun así, allí está, siempre, el Señor. Es algo sublime.
Asimismo, para que pudiera extenderse, a lo largo de los tiempos, la misión salvadora de Cristo, el Señor nos dejó a la Iglesia Católica, por Él fundada sobre la base de otro Sacramento: El Orden Sacerdotal. De este modo, el Señor puso en manos de hombres, varones, la autoridad para predicar su Palabra y el poder de perdonar pecados y renovar el Santo Sacrificio de la Cruz en cada Santa Misa, entre otros altísimos dones; y se pone, también, a Sí mismo en manos humanas, por medio de la Consagración de la Eucaristía. En definitiva, puede decirse que el Sacerdocio sirve para que los católicos podamos tener a Jesús; ¡Nada más y nada menos…! Pues tener a Jesús es tenerlo todo, como bien enseñaba Santa Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”.
Leer más... »