¿Ser católico es ser un "perdedor"?
Queridos lectores, en el pasado mes de mayo hubo dos noticias, casi simultáneas, que me llamaron, poderosamente, la atención. Una de ellas se refería a un farmacéutico alemán que, por razones de conciencia, ha perdido su licencia profesional de farmacéutico; lo cual me ha parecido durísimo y bastante heroico por parte de este hombre. La otra noticia era atinente a la denuncia del Gobierno de España contra el valiente obispo D. Juan Antonio Reig Pla, con motivo de unas palabras que Su Ilustrísima pronunció en una homilía y que no han gustado nada a nuestro anticristiano Gobierno. No es ésta la primera denuncia que ha recibido en su contra Mons. Reig Pla y, a Dios gracias, todas las interpuestas contra él han sido archivadas por los Tribunales.
Son dos ejemplos recientes de casos de persecución a católicos por sus creencias religiosas y morales, entre muchos otros, incluso más graves, que también están teniendo lugar en diferentes países. Naturalmente, la Historia de la Iglesia está llena de muchos más, son muchos los Santos que lo han perdido todo, hasta la vida (y, en no pocas ocasiones, padeciendo unas formas de muerte horrorosas) por amor a Jesucristo y en coherencia con su fe cristiana. Y, en otras ocasiones, no se pierde la vida, pero se pueden sufrir graves perjuicios en esta vida. Así pues, uno puede preguntarse: ¿Ha de ser esto siempre así? ¿Ser católico, a lo que parece, es llevar siempre las de perder?
Pues sí y no. Según se mire. No pretendo resultar ambigua, no se preocupen. Sucede que esta cuestión puede considerarse desde la lógica del mundo o desde una perspectiva sobrenatural. Así, desde la lógica del mundo, no puede dudarse de que la misma vida de Jesucristo, aparentemente, terminó en un absoluto fracaso. Siendo inocente, padeció una muerte durísima: Traicionado, injuriado, flagelado, coronado de espinas y crucificado entre dos ladrones, bajo falsas acusaciones de blasfemia contra Dios y rebelión contra Roma. Y muchos seguidores suyos, a lo largo de la Historia de la Iglesia, han perdido, por amor a Él, muchas cosas: Vida, salud, patria, hacienda, posición, honores, etc. Así es que, a lo parece, ser católico puede suponer ser un auténtico “perdedor”, sí. Nuestro Señor Jesucristo nos habló de ello, en relación a su seguimiento, con palabras muy claras:
“El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará” (Mt 16, 24-25)
Asimismo, en otros pasajes del Evangelio, el Señor anunció que sus seguidores sufrirían persecución y San Pablo señaló que Cristo Crucificado es “escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1 Cor 1, 23). Así que, ciertamente, la Palabra de Dios deja muy claro lo que puede esperarse, si uno se decide a seguir seriamente a Jesucristo. No obstante, lo curioso del caso es que, al mismo tiempo, Jesús nos dijo que su yugo es suave y, su carga, ligera (Mt 11, 30) y nos invitó a no tener miedo. ¿Cómo pueden ser cierto todo esto, al mismo tiempo? ¿Cómo puede ser suave el yugo de Cristo, si, al tiempo, su seguimiento supone estar dispuesto a llevar la cruz y, en no pocas ocasiones, sufrir dura persecución? ¿Cómo no sentir miedo ante esta perspectiva?
Estas preguntas, nos conducen, directamente, a considerar todo este asunto desde el punto de vista sobrenatural. Si Cristo nos invita a seguirle y sufrir con Él y por Él es porque merece muchísimo la pena. Él mismo nos enseña a sus discípulos a tener una mentalidad “inversora”, de inversión en la eternidad:
“No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el Cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen y donde los ladrones no horadan ni roban” (Mt 6, 19-21).
Asimismo, el Señor nos enseñó que el Reino de Dios es como un tesoro que uno encuentra oculto en un campo, de forma que ese uno vende todo lo que tiene y compra aquel campo, para poder adquirir dicho tesoro (Mt 13, 44). Aclarando, además, que el Reino de Dios está dentro de nosotros (Lc 17, 21). Ese tesoro consiste, pues, en la santidad, la vida de unión con Dios y de amor a Él, la presencia del Espíritu Santo y la Gracia de Dios en el alma. ¿Merece la pena tener todo esto? ¡Por supuesto…! Por ser Dios Quien es, Amor infinito, y porque a quien tiene todo esto le aguarda la vida eterna con Dios y la resurrección en el día final (Jn 6, 40). Ahora mismo, en esta vida caduca, no nos damos mucha cuenta de lo que todo esto supondrá. Sin embargo, el mismo San Pablo, refiriéndose al Cielo, nos dice que nadie puede ni tan siquiera imaginar lo que Dios tiene preparado para aquellos que le aman (1 Corintios 2, 9). De este modo, no es de extrañar que el Señor nos haya enseñado que la salvación del alma es lo más importante, con mucho, para nosotros. Tan es así que Él mismo quiso sufrir una muerte espantosa para poder tenernos con Él en el Cielo. Asimismo, el amor a Dios en nuestras almas es el que puede hacer que el yugo de Cristo sea suave para nosotros y que no nos dejemos llevar por el miedo, aun en medio de las dificultades.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, sucede, además, que ya en esta vida, vivir el Catolicismo (entiéndaseme: Me refiero a vivirlo en serio) tiene sus ventajas, también desde la misma lógica de este mundo. Dios nos reveló sus Diez Mandamientos por amor a nosotros. No lo hizo, desde luego, para amargarnos la existencia, sino todo lo contrario; pues los Diez Mandamientos de la Ley de Dios nos enseñan a amar de verdad a Dios, al prójimo y a nosotros mismos y nos protegen de padecer muchos males, ya en esta vida. Si la gente se esforzara en vivir cumpliendo los Diez Mandamientos, el nivel de pecado en el mundo sería muy inferior. Habría muchas menos discordias y, por tanto, mucha mayor paz en y entre las personas, las familias, los compañeros de trabajo, las sociedades, las naciones y, por tanto, mucho menos sufrimiento. ¡Cuántos daños se producen por no vivir como Dios quiere y cuántos dolores y vacíos se evitarían si se hiciera caso a Nuestro Señor…! Además, seamos claros: No es lo mismo contar con la bendición de Dios que no contar con ella. Esto vale para las personas, las familias y las enteras naciones. La Sagrada Escritura está llena de ejemplos de esto último. De este modo, vivir como Dios desea puede merecer mucho la pena, ya en esta vida y no solo por razones espirituales.
Todas estas consideraciones, por tanto, deben llenarnos de esperanza y de gozo. Los católicos tenemos muchos motivos para ello, pese a todas las dificultades y aunque no en todo momento experimentemos tales sentimientos con la misma intensidad; pues el católico, realmente, no es ningún “perdedor”, sino el mayor vencedor que puede haber. Tal victoria pertenece a Dios, pues es Él quien obra en nosotros el querer y el hacer el bien (Filipenses 2, 13) y llega a su consumación en el Cielo. Yo tengo muy claro que las personas más listas, las que mejor han sabido siempre lo que les convenía, son los Santos. Y no en vano a la Iglesia que está en el Cielo se la llama la Iglesia Triunfante.
No debe entenderse, no obstante, que con estas consideraciones yo estoy subestimando el dolor y el sufrimiento que pueden experimentarse en esta vida. El dolor es dolor, el sufrimiento es sufrimiento y sobrellevarlos, en ocasiones, puede resultar muy complicado, puede costar mucho, muchísimo. Sin embargo, el mismo Señor nos ha precedido ya en esa senda del dolor y no debemos olvidar que la esperanza es una de las tres virtudes teologales. Es muy bueno y ayuda mucho tener esperanza en Dios y en su victoria final, en medio del sufrimiento. Al fin y al cabo, en esta vida estamos “de paso”, como se suele decir y nuestra meta final es llegar al Cielo. Esta consideración debemos procurar tenerla con frecuencia, muy presente y muy clara.
Tengamos, por tanto, nuestra fe católica en altísima consideración, estimémosla en lo que de verdad vale y esforcémonos, con ayuda de la Gracia, en seguir siempre el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo. Como enseñaba Santa Teresa de Jesús, pongamos los ojos muy fijos en Jesús. Amemos mucho a Dios y al prójimo y no tengamos miedo de cargar con nuestra cruz, pues el amor vivido en medio del dolor es, como es lógico, el que tiene mayor mérito y es timbre de gloria, en primer lugar, para Dios y también para nosotros mismos, aunque muchas veces no podamos percibirlo o sentirlo así. Vivir esta vida presente agradando a Dios y sirviendo a los demás por amor a Dios y al prójimo es la más alta forma de vivir y, de largo, la única que merece la pena. Y si, en ocasiones, nos visitan la persecución y el dolor, ofrezcámoslos a Dios de todo corazón, implorando su ayuda, su protección y, sobre todo, el serle muy fieles en tal situación. De ese modo, podremos ayudar a muchas personas a salvarse y aumentará la Gracia de Dios y la santidad en nuestra alma.
Como conclusión, merece mucho la pena ser un “perdedor” en este mundo por amor a Jesucristo, si tal situación nos llega; así como Él mismo aceptó por nosotros una vida llena de humillación y duro sacrificio. Tal es la manera de ser, realmente, vencedores con Dios frente el mal y la muerte, tal como demostró Nuestro Señor Jesucristo por medio de Su Resurrección gloriosa. Que el Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, nos ayude a serle muy fieles hasta el final, para así poder resucitar también nosotros a la vida eterna junto a Él. Así sea.