Philip Trower, El alboroto y la verdad -12
El alboroto y la verdad
Las raíces históricas de la crisis moderna en la Iglesia Católica
por Philip Trower
Edición original: Philip Trower, Turmoil & Truth: The Historical Roots of the Modern Crisis in the Catholic Church, Family Publications, Oxford, 2003.
Family Publications ha cesado su actividad comercial. Los derechos de autor volvieron al autor Philip Trower, quien dio permiso para que el libro fuera colocado en el sitio web Christendom Awake.
Fuente: http://www.christendom-awake.org/pages/trower/turmoil&truth.htm
Copyright © Philip Trower 2003, 2011, 2017.
Traducida al español y editada en 2023 por Daniel Iglesias Grèzes con autorización de Mark Alder, responsable del sitio Christendom Awake.
Nota del Editor:Procuré minimizar el trabajo de edición. Añadí aclaraciones breves entre corchetes en algunos lugares.
Capítulos anteriores
Parte I. Una vista aérea
Capítulo 3. El partido reformista - Dos en una sola carne
Capítulo 4. Nombres y etiquetas
Parte II. Una mirada retrospectiva
Capítulo 7. El rebaño, parte I
Capítulo 8. El rebaño, parte II
PARTE III. LAS NUEVAS ORIENTACIONES
Capítulo 9. La Iglesia: de la sociedad perfecta al Cuerpo Místico
Capítulo 11. El laicado: despertar al gigante dormilón
Capítulo 12. La Iglesia y los demás cristianos
I. Los círculos del diálogo
Los ajustes en el pensamiento de los fieles que hasta ahora hemos estado viendo han tenido que ver con la Iglesia y su vida interna. Los tres siguientes se refieren al significado y la misión de la Iglesia en relación con el resto de la humanidad, a su historia y a la creación en su conjunto.
Los largos siglos durante los cuales la cristiandad tuvo que defenderse del ataque exterior, ya sea de vikingos, árabes, mongoles o turcos, seguidos por el período del conflicto católico-protestante, y después de eso por la lucha para preservar el carácter católico de la Europa católica contra los ataques de la incredulidad organizada, habían inclinado a muchos de los fieles a ver a la Iglesia y al resto de la humanidad como dos bloques opuestos, que si no estaban permanentemente en guerra entre sí, en el mejor de los casos debían vivir en un estado de neutralidad armada. Desde el punto de vista religioso, las personas fuera de la Iglesia eran vistas como objetos del esfuerzo misionero o como adversarios de algún tipo, todas en una oscuridad lo suficientemente profunda como para que las variaciones y los grados no importaran mucho.
Era una actitud no muy diferente a la de los judíos del Antiguo Testamento hacia los gentiles. Era también una simplificación o más bien una caricatura de la doctrina de las “dos ciudades” del gran San Agustín, doctrina consagrada en su obra maestra La Ciudad de Dios, la primera teología de la historia humana.
En la doctrina de San Agustín, el corazón de la historia humana es una contienda espiritual entre las fuerzas del bien y del mal, que involucra a individuos y naciones y que dura hasta el fin de los tiempos, en la que los cuarteles generales y los mandos superiores de ambas partes están fuera de la vista, y el problema central es la salvación o perdición de las almas, siendo la creación, la caída, la vida, muerte y resurrección de Cristo y el juicio final los momentos decisivos.
Lo que un hombre ama determinará a cuál ciudad pertenece. Sólo hay dos amores que realmente importan. El primero antepone a Dios y al prójimo a uno mismo. El segundo antepone el yo a Dios y al prójimo. El primero es esencialmente un amor social. El segundo es individualista y antisocial; ve a todos y a todo como existiendo única o principalmente para servir a sus placeres, orgullo y ansia de dominación. Abel y Caín son los prototipos de estos dos amores. Los movidos por el primer tipo de amor pertenecen a la ciudad de Dios, o son al menos sus miembros potenciales; los movidos por el segundo pertenecen a la ciudad del mundo o del mal. El mundo en este contexto significa los hombres en la medida en que están organizados en oposición a Dios, o viven como si Él no existiera. Es en este sentido que “las cosas que los hombres tienen por honra son una abominación a los ojos de Dios".
Sin embargo, en la mayoría de los hombres, ninguno de los dos amores predomina absolutamente. Por lo tanto, en este mundo el límite entre las dos ciudades no siempre es claramente discernible y la lucha es confusa. Las tropas contendientes frecuentemente cambian de bando, trabajan un poco en ambas causas simultáneamente, confraternizan entre sí, o se sientan y no hacen nada. Esto se aplica tanto dentro como fuera de la Iglesia. Por consiguiente, mientras que la Iglesia en la tierra puede ser vista correctamente como el cuartel general de avanzada de la Ciudad de Dios, no es verdad que todos y todo lo que está fuera de la Iglesia, incluidos los gobiernos, constituye la Ciudad del Mundo o del Mal. La oposición no es entre Iglesia y Estado. Para San Agustín, los estados y los gobiernos son necesarios debido al pecado original, aunque a veces los fustigó como grupos de ladrones. Sin gobierno, las cosas serían mucho peores. Por lo tanto, a diferencia de la Ciudad de Dios, la ciudad del mundo no tiene un centro visible permanente en la tierra, por mucho que ciertos gobiernos, partidos políticos o movimientos ideológicos hayan parecido en ocasiones estar compitiendo por el título.
A partir de esto se verá cómo la visión de San Agustín sobre la relación de los miembros de la Iglesia con el resto de la humanidad difiere de la caricatura que acabamos de mencionar. Una vez más, se trataba de actitudes semiconscientes y suposiciones no reflexionadas más que de creencias mantenidas conscientemente, y estaban comenzando a disolverse. Pero ninguna alternativa adecuada las había reemplazado. Donde sobrevivieron, fueron responsables de la mentalidad combativa descrita anteriormente.
Los reformadores tenían dos remedios, uno práctico y el otro teórico. El remedio práctico fue el uso del diálogo o la discusión amistosa como la mejor manera de difundir la fe. El diálogo debía reemplazar a la apologética, la controversia o la polémica. Ellos consideraron la controversia y la polémica principalmente como un obstáculo para el entendimiento. Pueden oscurecer los problemas reales. El diálogo, por otro lado, al disolver los prejuicios y romper la desconfianza innecesaria, permite a los oponentes ver mejor dónde se encuentran las áreas reales de acuerdo y desacuerdo. Esto era especialmente cierto hoy. Seguir dirigiéndose a los otros cristianos, los no cristianos o los no creyentes, ya sea en escritos oficiales o extraoficiales, como si todos fueran católicos franceses, españoles o italianos caídos [que han abandonado la fe católica o la práctica de la religión católica] que deberían ser más sabios, era contraproducente. La apologética, la controversia o la polémica suponen una audiencia que al menos está prestando atención. Pero el hombre moderno simplemente no está escuchando. Así que lo primero que había que hacer era estimular el interés haciéndolo hablar.
El remedio teórico era lo que el Papa Pablo en su encíclica Ecclesiam Suam llamó “los círculos del diálogo1“.
Como forma de mirar a la Iglesia en relación con el resto de la humanidad, los círculos del diálogo enfatizan lo que los católicos tienen en común con sus semejantes en lugar de lo que los distingue o separa. En palabras del Concilio, repetidas constantemente por Juan Pablo II, Cristo, al asumir una naturaleza humana, “se ha unido en cierto modo a todos los hombres". No hay limitaciones para su mandato, “si lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis". Antes de ayudar a un mendigo o a un preso, no preguntamos primero si es cristiano.
Con esto como nuestro punto de partida, se nos pide luego que consideremos a la Iglesia como el centro religioso de la humanidad con el resto de la humanidad dispuesta a su alrededor en una serie de anillos concéntricos. Los que tienen más en común con ella (los otros cristianos) estarán en los anillos más internos; los que tienen menos [en común con ella] (los no creyentes) en los más externos. Pero todos están relacionados de alguna manera con ella porque todos están hechos a “imagen y semejanza de Dios"; todos están potencialmente redimidos aunque no todos hayan aprovechado su redención por medio de la aceptación implícita o explícita de Cristo; y se puede presumir que todos tiene algún atisbo de la verdad.
La enseñanza de San Agustín sobre las “dos Ciudades” y la de Pablo VI sobre los “círculos del diálogo” deben ser vistas como doctrinas complementarias, no contradictorias. La de las “dos ciudades” se refiere principalmente al estado de los corazones de los hombres; ¿hasta qué punto como individuos están vueltos hacia Dios o se alejan de Él? La de los “círculos del diálogo” se concentra en sus creencias u opiniones filosóficas como grupos y colectividades a fin de mostrar cuánto o cuán poco contienen de verdad natural y revelada. Nos dice poco o nada sobre cuán cerca o lejos están de Dios o cuán cerca de la Iglesia como individuos. Un musulmán que cree en un solo Dios no tiene ni más ni menos probabilidades de convertirse en cristiano que un hindú que cree en muchos. La Iglesia es en todo momento tan accesible a los miembros del círculo más exterior como a los del más interior.
Sin embargo, la frontera entre los católicos y los otros cristianos es claramente diferente de la frontera que separa a los católicos y los otros cristianos del resto de la humanidad, por lo que primero analizaré esta relación. ¿Cómo armoniza lo que la Iglesia dice ahora sobre su relación con los otros cristianos con lo que ha dicho anteriormente? ¿Y por qué no hubo antes un movimiento para la unidad de los cristianos?
Una vez más, un poco de historia arrojará luz sobre la cuestión.
II. La unidad y la desunión de los cristianos
Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que inmediatamente después de Pentecostés los bautizados eran todos “de una sola mente y un solo corazón". Cristo había dado a los apóstoles, con San Pedro a la cabeza, autoridad para enseñar, gobernar y santificar a su pueblo; y su pueblo, respondiendo a la gracia, creía lo que se le enseñaba y obedecía las instrucciones de los apóstoles. Se cumplían los tres requisitos básicos para la unidad: plenitud de la fe, bautismo y obediencia a la autoridad apostólica. Idealmente, las cosas deberían haber permanecido así.
Pero Dios no quitó el libre albedrío. Por lo tanto, casi desde el principio encontramos grupos de bautizados que abandonan la unidad de la Iglesia y establecen comunidades rivales, cada una afirmando que ella, y sólo ella, impartía la doctrina verdadera. Para los católicos, por consiguiente, ha existido siempre no sólo la unidad querida por Dios (en la Iglesia Católica), sino también grupos de cristianos separados de esa unidad.
Además, estas partidas siempre han tomado una de dos formas. El organismo separatista quiere alterar la fe o, yendo al extremo opuesto, repudia el derecho de la Iglesia a hacer cambios prácticos: se rehusa a obedecer en lugar de rehusarse a creer. La gente sale, se podría decir, por puertas opuestas: los primeros por la puerta de la innovación doctrinal o la herejía, y los segundos por la puerta del apego excesivo a la costumbre, terminando en el cisma.
A partir de esto, creo, podemos ver mejor lo que el ecumenismo es y lo que no es, o lo que debería y no debería significar. Dado que ni los malabarismos teológicos ni la ingeniería eclesiástica son capaces de asegurar que los cristianos estarán de acuerdo y serán obedientes para siempre, el objetivo debe ser permitir que tantos hombres y mujeres como sea posible encuentren la fuente y el centro de la unidad.
Si no hay un centro de unidad donde se haya preservado la fe en toda la revelación, con autoridad para dirimir las disputas sobre su significado, la unidad debe de ser siempre efímera. Lo que se acuerda hoy se puede deshacer mañana. O la unidad querida por Dios ha existido siempre, o no podrá existir nunca.
A lo largo de los siglos, grupos e incluso grandes organismos de cristianos separados redescubrieron de vez en cuando el centro de la unidad. A fines del siglo VIII, la mayoría de los arrianos de Italia y España había encontrado el camino de regreso. Los esfuerzos para cerrar la brecha entre Roma y Constantinopla continuaron a lo largo de la Edad Media. Pero las circunstancias del pasado —viajes lentos, servicios postales rudimentarios, aislamiento cultural y político— dificultaron los contactos y el entendimiento. Además, los cristianos separados, como los católicos, sostenían dos ideas perfectamente sensatas. La verdad revelada por Dios a tan alto precio (la pasión y muerte de su Hijo) no podía haberse perdido. Por otro lado, sólo una de las versiones de esa verdad podría ser completamente verdadera. Sin embargo, a principios de este siglo [XX], estas certezas estaban siendo sacudidas en las principales iglesias protestantes. Las dudas sobre la confiabilidad de la Biblia, las experiencias en las tierras de misión (donde sus misioneros se encontraron compitiendo no sólo con los misioneros católicos sino entre sí) y los vientos fríos de la edad de hielo religiosa que se avecinaba inclinaron a un número creciente de protestantes de la corriente principal a mirarse unos a otros con más simpatía. La vieja pregunta se volvió a presentar cada vez con mayor insistencia: ¿mi versión del mensaje de Cristo es realmente la auténtica?
El resultado fue el movimiento moderno para la reunificación de los cristianos, que comenzó con la Conferencia Misionera Mundial Protestante en 1910, y puede ser visto como una inversión de la tendencia hacia una fragmentación creciente puesta en marcha en la reforma por medio de la interpretación privada de la Biblia. La idea subyacente del movimiento era que nadie tiene toda la verdad. No hay un centro de unidad.
La unidad se ha perdido. Este enfoque ya había dado lugar a la teoría de las ramas de la Iglesia. Cada iglesia, poseyendo parte de la verdad, no es más que un miembro. Uniéndose, las ramas pueden hacer que el árbol vuelva a la vida aunque el tronco haya desaparecido. Muy tranquilamente, sin embargo, aparecieron dos tendencias en conflicto. Los protestantes tradicionales, que seguían considerando la Biblia como una fuente confiable de conocimiento, no estaban dispuestos a comprar la unidad, por importante que fuera, diluyendo la palabra de Dios tal como la entendían. Las creencias aún importaban. La unidad significaba, en primer lugar, acuerdo acerca de la fe. El resto dio el primer lugar a la “acción cristiana". (Entre los protestantes intelectualmente sofisticados el modernismo ya estaba muy extendido). Habiendo dejado de creer en una fuente confiable de revelación, veían la acción conjunta, el culto conjunto, el bautismo y el amor de los hombres como las únicas bases practicables para la unidad. Con respecto a la fe, era suficiente para un hombre o una mujer afirmar que “Jesucristo es Dios y Salvador". Esto no se declaraba explícitamente, pero se convirtió cada vez más en la opinión aceptada. Además, a medida que se desvanecía la certeza sobre la divinidad de Cristo, se propuso como afirmación básica alternativa la más ambigua “Jesucristo es Señor y Salvador".
Estos enfoques en conflicto se reflejaron en los dos cuerpos organizados originales del movimiento: el movimiento Fe y Constitución iniciado por el obispo episcopaliano de EE.UU. Brent, y el movimiento Vida y Trabajo fundado por el arzobispo luterano sueco Söderblom, que celebró sus primeras asambleas importantes en 1925 y 1927.
Al empezar [los dos enfoques] estaban más o menos equilibrados, o si había desequilibrio era a favor de los protestantes tradicionales. Pero a medida que el siglo avanzó y el acuerdo sobre la fe pareció tan lejano como siempre, el impulso para la unidad provino más del lado modernista o semimodernista, con los protestantes tradicionales poniendo los frenos. También participaron varias iglesias y obispos de rito oriental, pero su participación fue cautelosa porque ellos no creían que se hubiera perdido la verdad completa. Las sectas protestantes basadas en la Biblia por lo común se mantuvieron totalmente al margen del movimiento. Vale la pena señalar que el fracaso de los organismos participantes para llegar a un acuerdo durante el período de cincuenta años de 1910 a 1960 no tuvo nada que ver con la “intransigencia romana". En ese momento Roma no era parte del movimiento. Teóricamente no había nada que impidiera que los miembros protestantes se unieran. Sin embargo, pese a todo lo que tenían en común, lo encontraron imposible.
Mientras tanto, Roma vio crecer el movimiento, permitió algunos contactos no oficiales, tomó algunas iniciativas propias, pero no jugó un papel oficial en el movimiento, el cual hasta 1960 siguió siendo una empresa principalmente protestante. La cautela de la Iglesia no estaba motivada por el orgullo, la indiferencia o la mala voluntad, por mucho que los individuos puedan haber pecado en esos aspectos. Ella tenía que seguir un curso más difícil. La participación pública en el movimiento podía malinterpretarse como la aceptación de la idea subyacente (que no hay un centro de unidad donde se haya preservado la plenitud de la fe) y, por lo tanto, como algo que implicaba dudas sobre sus propias afirmaciones. Ella también tenía que considerar la fe de sus hijos.
Sin embargo, el Papa Juan consideró que había llegado el momento para un cambio de política y para una participación católica más estrecha en el movimiento. Como hemos visto, él consideraba la unidad de los cristianos como uno de los prerrequisitos para un apostolado exitoso en el mundo moderno. Por lo tanto, cualquier riesgo sería superado por las ventajas. Su primer interés fue el reencuentro con los ortodoxos. Entre 1934 y 1944 él había sido un diplomático papal en Grecia y Turquía.
III. La nueva política
El manejo de la nueva política recayó naturalmente en los ecumenistas del partido reformista, quienes, además de las iniciativas prácticas, querían un replanteamiento teológico de la relación entre la Iglesia y los demás cristianos. Durante las décadas de 1930, 1940 y 1950, los ecumenistas católicos habían producido una literatura considerable sobre el tema. Entre los más conocidos podemos nombrar a los Padres Karl Adam, Lambert Beauduin, Max Pribilla, Augustin Bia, Georges Tavard y Louis Bouyer. Pero, como en la eclesiología y la teología del laicado, el P. Congar estaba nuevamente destinado a desempeñar el rol principal. Sus dos libros Chrétiens désunis [Cristianos desunidos], París 1937 ([versión en inglés:] Divided Christendom, Londres 1939) y Vraie et fausse réforme dans l’église [Verdadera y falsa reforma en la Iglesia], París, 1950, dieron el tratamiento más amplio de los problemas.
Su primera preocupación fue mostrar que los cristianos separados están de algún modo vinculados a la Iglesia, aunque no sean miembros en sentido pleno. Esto significó cambiar el énfasis de lo que la Iglesia considera sus errores materiales a las implicaciones de su bautismo cuando esos errores son sostenidos de buena fe.
Desde por lo menos el siglo III, la Iglesia ha considerado válido el bautismo de las iglesias y organismos separados; y, cuando es válido, sus efectos, con una sola excepción, aunque crucial, son los mismos para todos. “Cuando el bautismo es debidamente conferido y aceptado con las disposiciones correctas, incorpora realmente a un hombre en Cristo”, dice el Concilio. Pero para ser miembro pleno de la Iglesia también debe hacer por sí mismo, o por medio de un [padre o] padrino, una profesión de fe completa. “En sí mismo el bautismo está orientado a la profesión de fe completa”. “Sólo deben ser considerados realmente miembros de la Iglesia los que han sido regenerados en las aguas del bautismo y profesan la fe verdadera.” (Pío XII, Mystici Corporis Christi, art. 21)2.
Por lo tanto, el cristiano no católico, sin ser un miembro pleno de la Iglesia, está de alguna manera vinculado a Cristo de una manera que sólo se romperá por un rechazo deliberado de Cristo. Pero su conocimiento defectuoso o incompleto [de la fe] no puede constituir tal rechazo porque él nunca ha reconocido que la Iglesia habla en nombre de Cristo. Se asume que sin una gracia adicional que le permita ver la Iglesia bajo esta luz, cosas tales como la formación, la costumbre, el hábito o los factores culturales y psicológicos, por el momento, constituyen obstáculos para la fe plena de los que él no es culpable3.
Por otro lado, un hombre que una vez reconoció libremente la verdad de las afirmaciones y creencias de la Iglesia no puede retractarse de ellas sin separarse de Cristo y de la Iglesia. “Los hermanos nacidos y bautizados fuera de la Iglesia Católica deben ser cuidadosamente distinguidos de aquellos que, aunque bautizados en la Iglesia Católica, han abjurado consciente y públicamente de su fe” (Directorio Ecuménico, Parte I). Un luterano y un católico caído [no practicante] podrían tener creencias idénticas, pero mientras el primero (a través de su bautismo y su buena fe) estaría “en Cristo", el segundo (debido a su infidelidad) no lo estaría.
Esta diferencia fue reconocida explícitamente por primera vez a principios del siglo XIX cuando, a petición del converso inglés P. Ignatius Spencer (un pariente colateral de Winston Churchill), la Santa Sede dejó de referirse a los protestantes en sus documentos oficiales como heretici [herejes] y sustituyó esa palabra por a-catholici [no católicos]. Al hacerlo, reconoció la diferencia entre aquellos que a sabiendas comienzan una herejía y aquellos que, por así decirlo, la heredan. Aquellos a quienes la Iglesia se ve forzada al comienzo de una herejía o cisma a considerar como “lobos” (sus propios hijos apóstatas), con el paso del tiempo producen descendientes espirituales que son ovejas inocentes. Por eso la Iglesia hoy puede decir de los cristianos separados: “Los cristianos separados que ya pertenecen de alguna manera a la Iglesia de Dios deben incorporarse plenamente a ella”. Mientras no reconozcan la verdad de las afirmaciones de la Iglesia Católica, disfrutan de algún tipo de membresía asociada de un modo que aún no está claramente determinado.
Pero, ¿qué pasa con el estatus de los cristianos separados como iglesias y comunidades independientes? Desde el principio, el movimiento ecuménico se ha preocupado casi por definición de reunir a grupos y colectividades más que a individuos. Aquí el Concilio fue más cauteloso. Esto fue en parte quizás para evitar herir sentimientos. A los ojos de la Iglesia Católica, una iglesia o comunidad separada con obispos y sacerdotes válidamente ordenados y sacramentos válidos puede ser considerada más verdaderamente un “pedazo” separado de la Iglesia que las comunidades que carecen de ellos. “Aunque estas iglesias y comunidades son defectuosas, no carecen de significado en el misterio de la salvación… algunos, e incluso muchos, de los elementos y dones más significativos que juntos edifican y dan vida a la Iglesia misma pueden existir fuera de los límites de la Iglesia Católica". Los elementos mencionados son la Escritura, los dones y las gracias de la Espíritu Santo y ciertos “elementos visibles". Ésta es la doctrina del P. Congar de los vestigiae ecclesiae [vestigios de la Iglesia] o los elementos de “eclesialidad” que existen fuera de los límites de la Iglesia Católica. Pero los desacuerdos acerca de la doctrina y la disciplina proveen “impedimentos” y “obstáculos serios” en el camino de la plena pertenencia a la Iglesia.
Quizás la mejor manera de entender el alcance de la enseñanza del Concilio es imaginar a la Iglesia como un sol rodeado a diferentes distancias por planetas y nubes de polvo estelar separados de él en el pasado por una sucesión de calamidades históricas y espirituales, pero que aún extraen del sol lo que tienen de luz y fuerza, y se mantienen dentro de su órbita por la misma atracción gravitatoria. De alguna manera tienen que ser atraídos de nuevo para que formen con el sol un solo cuerpo celeste. La fuerza de atracción del sol es la santidad de Cristo y de su Iglesia que irradia desde el centro. Los factores que debilitan su atracción gravitatoria son la falta de santidad en muchos de los átomos que forman las capas exteriores del sol (nosotros), y la fuerza centrífuga impartida a las iglesias y comunidades separadas por quienes originalmente las alejaron del sol.
Sin embargo, al final del Concilio, un gran número de ecumenistas católicos aparentemente habían adoptado las ideas modernistas-protestantes sobre la unidad.
Aparentemente habían decidido que los desacuerdos acerca de la doctrina y la disciplina no debían considerarse obstáculos serios para la unidad, o incluso obstáculos en absoluto. Los cristianos ya están unidos en todo lo que importa: el bautismo y la fe en Cristo como “Señor y Salvador". Por lo tanto, a los católicos y los otros cristianos se les debería permitir recibir la comunión en las Iglesias de los demás inmediatamente.
Las diferencias de fe pueden ser limadas más adelante, o tolerarse como expresiones de pluralismo legítimo dentro de una Iglesia cristiana única ya existente.
La reunificación con los ortodoxos, por otro lado, debe ser puesta en un segundo plano, ya que una afluencia de cristianos orientales a la Iglesia católica reforzaría las mismas creencias y puntos de vista que los revolucionarios teológicos estaban ansiosos por expulsar. (CONTINUARÁ).
Notas
1. Para “círculos del diálogo", véase: Lumen Gentium, arts. 15-16; Ecclesium Suam, arts. 96-97.
2. El P. Congar no era un entusiasta de la encíclica. “Yo, naturalmente, coloco en el lugar que le corresponde lo que se llama el magisterium [magisterio]. No se me puede acusar de haberlo descuidado, pero él se expresa en la historia: ¡Oh bula Unam Sanctam! ¡Oh Syllabus! ¡Oh encíclica Mystici corporis!…” (Discurso pronunciado en una conferencia de celebración del aniversario de la fundación de [la revista] Concilium, Cambridge 1981; texto en posesión del autor). El P. Congar no quería que se trazaran tan claramente los límites de la membresía plena o “real” de la Iglesia. En una conversación con él después de la conferencia, me dijo que él había sido el responsable del uso de la palabra “subsiste” en el decreto sobre el ecumenismo en el pasaje que dice que “la unidad… que Cristo otorgó a su Iglesia desde el principio… subsiste en la Iglesia Católica como algo que ella nunca puede perder". (Art. 4) La expresión “subsiste en” tiene cierta indefinición. [Considerada aisladamente] Podría significar que la única Iglesia de Cristo subsiste también en otros lugares. Él dijo también que los anglicanos tendrían que ser admitidos en la Iglesia sin estar obligados a aceptar las doctrinas de la Inmaculada Concepción y la Asunción. “¿Por qué?", pregunté. “Porque", respondió, “no tuvieron parte en su definición. Por lo tanto, nunca las aceptarían". “Pero, por supuesto, no las aceptarán mientras sigan siendo anglicanos”, dije: “Yo no lo hice. Ellos todavía no han recibido la plenitud del don de la fe". “Ah", dijo, “nuestras experiencias han sido diferentes”. En sus últimos años, decepcionado con los desarrollos dentro del protestantismo, depositó la mayor parte de sus esperanzas en el reencuentro con los ortodoxos. En su Iglesia ideal habría patriarcas sobre cada región bajo un papado muy disminuido en autoridad. Consideraba los Concilios generales en los que los ortodoxos no habían participado (es decir, desde Constantinopla IV, 869-870) como concilios regionales de la Iglesia latina. Como teólogo prestó indudables servicios a la Iglesia y poco antes de su muerte Juan Pablo II lo nombró cardenal. Pero durante muchos años su actitud hacia Roma había sido la de un sirviente de familia viejo y gruñón que, incluso frente a los invitados, no se molesta en ocultar su insatisfacción y descontento con la forma en que se lleva la casa. Creo que es justo decir que esta actitud después del Concilio hizo mucho daño.
3. Si en casos particulares un individuo ha recibido tal gracia y no ha respondido a ella, sólo Dios lo sabe. La Iglesia simplemente dice: “No podrán salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia Católica fue fundada como necesaria por Dios por medio de Cristo, rehusaren entrar a ella o permanecer en ella”. (Decreto sobre la Iglesia, art. 14; Decreto sobre las Misiones, art. 7).
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1 comentario
Saludos cordiales.
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DIG: Creo que eso está claro en el contexto del libro, pero habría venido bien reiterarlo aquí.
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