Philip Trower, El alboroto y la verdad -6
El alboroto y la verdad
Las raíces históricas de la crisis moderna en la Iglesia Católica
por Philip Trower
Edición original: Philip Trower, Turmoil & Truth: The Historical Roots of the Modern Crisis in the Catholic Church, Family Publications, Oxford, 2003.
amily Publications ha cesado su actividad comercial. Los derechos de autor volvieron al autor Philip Trower, quien dio permiso para que el libro fuera colocado en el sitio web Christendom Awake.
Fuente: http://www.christendom-awake.org/pages/trower/turmoil&truth.htm
Copyright © Philip Trower 2003, 2011, 2017.
Traducida al español y editada en 2023 por Daniel Iglesias Grèzes con autorización de Mark Alder, responsable del sitio Christendom Awake.
Nota del Editor:Procuré minimizar el trabajo de edición. Añadí aclaraciones breves entre corchetes en algunos lugares.
Capítulos anteriores
Parte I. Una vista aérea
Capítulo 3. El partido reformista - Dos en una sola carne
Capítulo 4. Nombres y etiquetas
Parte II. Una mirada retrospectiva
Capítulo 6. La Iglesia docta
En este capítulo examinaré la intelectualidad de la Iglesia.
El trabajo de los pensadores y académicos católicos es en líneas generales de dos tipos: presentar, explicar y defender la fe católica; y relacionarla con el conocimiento adquirido naturalmente vigente en un momento determinado. La primera es la tarea más fácil y conlleva menos tentaciones. No obstante, no está del todo libre de ellas. Los guardianes de la fe autorizados oficialmente pueden convertirse fácilmente en autócratas intelectuales. Esto significa principalmente que no estarán dispuestos a dar suficiente peso a las ideas o críticas de otras escuelas de pensamiento, posiblemente rivales.
Aunque había varias escuelas diferentes de tomismo en los años preconciliares, como veremos más adelante, una en particular había recibido aprobación semioficial, y las fallas de algunos de sus exponentes más autocráticos tal vez hayan tenido al menos algo que ver con el vapuleo y el casi derrocamiento que ha sufrido el tomismo desde el Concilio. Lo que el autócrata enseñaba era sin duda cierto, pero la manera de decirlo podía ser repulsiva, porque lo sagrado y misterioso era tratado como obvio y evidente.
Otro peligro para los guardianes autorizados de la fe era el profesionalismo. La fe había dejado de ser un fuego vivo que ardía en “las venas y el vientre” del maestro. Se había convertido en “Mi tema", “Aquello en lo que estoy calificado". Entonces, los estudiantes recibían, no algo vivo y bello que encendía su amor, sino lo que parecía un crucigrama intelectual hiperingenioso o un montón de huesos y polvo. En ambos casos los resultados serían desastrosos. Los estudiantes inteligentes se sintieron tentados a ver la teología o cualquier otra cosa que estuvieran estudiando principalmente como un tema en el que ejercitar su ingenio. El resto probablemente sentiría, en el mejor de los casos, indiferencia; en el peor, aversión aburrida.
El profesional también se verá tentado a ver todas las ideas, buenas o malas, en primer lugar como productos interesantes de la mente humana. Esto significa que, cuando la herejía haga su aparición, su reacción será muy parecida a la de un médico ante la enfermedad y la muerte. No se pierde el sueño por eso. Todo es parte del trabajo del día. Y si el hereje es un colega, uno se mantiene en términos amistosos con él.
Sin embargo, en este capítulo me interesan más los teólogos y académicos cuya vocación los llamó al trabajo del segundo tipo, los dedicados a la reforma y el aggiornamento.
¿Por qué gran parte de esta muralla de la Jerusalén celestial se derrumbó en montones de escombros cuando el mundo moderno marchó a su alrededor y sonó sus trompetas? En la Parte IV examinaré el trasfondo intelectual. Aquí echaré un breve vistazo a algunos problemas espirituales y psicológicos.
Uno de los principales riesgos para los académicos de todo tipo es “no poder ver el bosque por los árboles".
Cuando miramos cualquiera de las cosas que Dios ha creado, quizás lo más sorprendente de ellas es el contraste entre su simplicidad e inteligibilidad cuando se las toma como un todo, y su complejidad y oscuridad cuando se las examina en detalle. Por eso hay biólogos que no pueden ver ninguna diferencia esencial entre hombres y animales, y gente común que sí puede. Observar los detalles produce una especie de miopía sobre el todo.
Pasa lo mismo con la fe. En sus líneas generales es tan simple que los niños pueden entenderla, pero ninguna biblioteca contiene todo lo que se ha escrito sobre los detalles. Además, aquí también, estudiar los detalles puede resultar en una miopía sobre la totalidad.
Fue por alguna de estas razones, según Newman, que durante la crisis arriana del siglo IV los fieles comunes a menudo dieron un testimonio más claro de sus creencias sobre ciertos puntos que los teólogos, incluidos algunos de los Padres de la Iglesia. Los fieles simplemente devolvieron lo que se les había enseñado, nos dice Newman, sin que su comprensión del gran diseño se haya visto nublada por complejidades y sutilezas. De manera similar, cuando el jesuita converso anglo-irlandés P. George Tyrrell comenzó a predicar la herejía desde el púlpito de Farm Street Church en Londres a principios de este siglo [XX], la primera persona en notarlo fue un hermano lego.
Otro escollo para los eruditos de todo tipo es la tentación de enamorarse de su tema. El arqueólogo Sir Leonard Cottrell, comentando sobre esta debilidad, observó con buen humor que había conocido a asiriólogos que pensaban que los antiguos asirios, tal como se los representa en sus bajorrelieves, eran hermosos.
Cuando un académico católico se enamora demasiado de su tema —ya sea el budismo, el protestantismo, la paleontología o la sociología—, llegará a ocupar un lugar más alto en su corazón que la fe. Entonces se verá tentado a adaptar la fe para que encaje con las exigencias de “mi tema".
También el nacionalismo puede distorsionar el juicio de un académico o pensador. Una figura nacional famosa será sobrevalorada por el mero hecho de ser un compatriota. Podemos ver esto, ayer y hoy, en la presión de los católicos alemanes para que la Iglesia bautice a Kant y Hegel, y de los franceses para que dé su bendición a Descartes y Bergson.
Es extraño, cuando uno se pone a pensar en ello, que a los católicos no se les enseñe a preocuparse más por el bienestar espiritual de “la Iglesia docta"; que no existan órdenes religiosas especialmente dedicadas a orar y hacer sacrificios por sus miembros [los eruditos católicos], ya que su trabajo es tan necesario y que ellos ocupan lo que, con respecto a la fe, es una de las posiciones más expuestas en la Iglesia. El mundo de las ideas especulativas y las acumulaciones masivas de hechos es el lugar donde es más fácil caer en un pozo o ser arrastrado por una catarata, porque las implicaciones de las nuevas ideas y hechos no suelen ser evidentes hasta bastante tiempo después de su primera aparición. O podemos compararlos con soldados en un puesto de observación que está continuamente bajo un intenso fuego de artillería.
Mientras estudian nuevos libros y publicaciones eruditas, ellos viven (a menudo sin darse cuenta) bajo un aluvión de tentaciones de un tipo que la mayoría de los fieles nunca experimenta. “¡Oh, qué idea tan brillante! Pero ¿qué pasa con la doctrina de la gracia? Quizás debería rezar antes de seguir leyendo. No, no tengo tiempo. Es más importante seguir con mi trabajo. Laborare est orare [El trabajo es oración]. La Iglesia podría estar equivocada. Esto nunca ha sido definido. ¿Cómo se puede esperar que un obispo tonto sin un doctorado entienda un concepto matizado tan sutilmente?
El peligro no es tanto que ellos tomen un camino equivocado —cualquiera puede cometer un error— sino que, habiéndolo tomado, sigan adelante ignorando las advertencias.
Para los académicos católicos, su protección indefectible es, por supuesto, la disposición a someter sus conclusiones a la autoridad docente de la Iglesia.
Parte del misterio de la Iglesia es que, al disponer cómo ha de transmitirse su verdad, Dios hizo a los filósofos griegos, o a cualquiera que se les pareciera, subordinados a pescadores galileos. Los tres reyes magos arrodillados ante la Sabiduría Divina hecha visible como un bebé proporcionan un prototipo. Un Papa u obispo puede ser personalmente erudito, pero su cultura no agrega nada a su autoridad como Papa u obispo. Su autoridad para juzgar las ideas de inclusive el pensador más brillante, cuando esas ideas tocan la fe y la moral, proviene únicamente del hecho de que él es sucesor de uno de los apóstoles de clase obrera y poco educados de Nuestro Señor. San Pablo, el brillante “tipo universitario", fue traído más tarde, pero sólo después de una gran dosis de humillación.
Para los católicos, el propósito detrás de este plan no es difícil de ver. Todo en los designios de Dios está dirigido a mantenernos pequeños en nuestra propia estima, dado que éste es el único camino para entrar en el reino de los cielos, y nadie necesita más ayuda en este asunto que los hombres y mujeres inteligentes. (Sobre la entrada de cada universidad católica bien podrían estar grabadas las palabras de Santa Teresa de Lisieux: “Dios no tiene necesidad de ningún instrumento humano, y mucho menos de mí").
Pero esta subordinación última de los “filósofos” al “pescador” no es algo que los inteligentes encuentren naturalmente fácil de aceptar. Con un fuerte sentido de lo sobrenatural lo harán. Pero si la fe comienza a declinar, esto comienza a atascarse en la garganta. Entonces, en lugar de verse a sí mismos como servidores de Cristo y de su Iglesia, se convierten, sin darse cuenta, en servidores de los poderes mundanos —como Guillermo de Ockham en el siglo XIV cuando huyó de Aviñón a la corte de Luis de Baviera—, del espíritu de la época, o de sus propias opiniones y ambiciones.
Una de las cosas más reveladoras acerca de algunos de los teólogos que se han hecho famosos desde el Concilio es su aparente indiferencia ante la confusión en la que han sumido a los simples y humildes. Siempre que puedan escribir lo que les plazca, parece que no les importa cuáles son las consecuencias. Si unos médicos hubieran actuado así, dejando tras de sí un reguero de cadáveres e inválidos, no se habrían ganado reputaciones sino infamia.
Pero, por supuesto, ellos no aceptan el plan de Dios para la Iglesia. Habiendo entrado el mundo en la era del experto, se imaginan que ellos deberían dirigirlo, del mismo modo que muchos expertos seculares parecen pensar que deberían dirigir la sociedad civil. Es el gran sueño e ilusión de los intelectuales. Los verdaderos intelectuales casi nunca gobiernan —excepto brevemente en períodos de desastre y caos—. La naturaleza de sus dones los incapacita para ello. Los pensadores que además son gobernantes naturales, como Calvino y Lenin, son rarezas (gracias a Dios), y el mundo suele suspirar con alivio cuando se los quitan.
El segundo hecho que los eruditos católicos pierden de vista fácilmente si su perspectiva se vuelve des-supernaturalizada bajo la influencia de sus estudios, es la naturaleza única de la revelación divina. Viniendo como viene de Dios, no puede ser objeto de un debate sin control como los agujeros negros o las enfermedades nerviosas. Es cierto que para ayudar al magisterio a exponerla y desarrollarla, los académicos católicos necesitan suficiente libertad para hacer su trabajo correctamente, y eso la Iglesia lo reconoce y alienta. En su encíclica Divino Afflante Spiritu, Pío XII defendió esta necesaria libertad; los fieles, dijo, no debían asumir que cada idea nueva que un teólogo o académico presentara era sospechosa sólo por ser nueva. No obstante, cuando se trata de la fe, los académicos católicos no pueden disfrutar de la libertad académica sin restricciones disfrutada por sus contrapartes seculares, por mucho que la anhelen. Sería equivalente a decir que no se puede confiar en Dios o que Él no ha garantizado a la Iglesia contra el error. En realidad, los académicos seculares tampoco disfrutan de una libertad académica irrestricta. ¿Un científico que enseñara física ptolemaica mantendría su trabajo en Harvard o Cambridge?
Aquí el académico católico está expuesto a una tentación de un tipo especial: miedo a sus colegas no católicos, a la ceja levantada, a la risita divertida en la reunión de doctos o en la sala común de la universidad. “Oh, me disculpo, Padre. Olvidaba que usted tiene que pedir permiso al Papa antes de aceptar eso…”
El Padre, en lugar de responder cortés pero firmemente que está feliz de someter sus ideas sobre cualquier tema que afecte a la fe y la moral al juicio de su obispo o de la Santa Sede, ya que si Dios ha hecho una revelación, obviamente habrá dispuesto que sea protegida de los caprichos humanos, se marchita interiormente. ¿Por qué tendría que tener en cuenta las opiniones de un prelado local con la sensibilidad cultural de un taladro neumático, o las de un montón de italianos en Roma que no saben nada de ciencia? Qué carga, tener que llevar la fe de un lado a otro en estos entornos civilizados como un baúl viejo y en mal estado lleno de ropa gastada.
Si los académicos católicos han de permanecer fieles hoy, van a necesitar una formación extra-fuerte en el desapego del respeto humano.
La revelación difiere de otros tipos de conocimiento también de otra manera. En otros tipos de estudio, la inteligencia, la imaginación y el trabajo duro suelen ser suficientes. Los errores filosóficos y los defectos de carácter ciertamente afectarán los resultados hasta cierto punto. El orgullo de Freud, por ejemplo, lo cegó ante lo que era obvio para el más humilde Alfred Adler. No obstante, los dones y cualidades naturales por sí mismos pueden lograr resultados sorprendentes. Sin embargo, para el estudio de la teología, la Biblia o la historia de la Iglesia, son necesarias [también] otras cosas.
Primero, para comprender completamente, se debe creer. Los historiadores no creyentes que estudian la Iglesia saben mucho más sobre su vida y sus enseñanzas que la mayoría de los católicos, pero en un sentido profundo no entienden lo que saben. Lo mismo comienza a ser cierto de los académicos católicos cuando surgen dudas. Ellos deben ser hombres de oración, con sus corazones puestos en avanzar en la virtud.
Cuando, en cambio, un académico católico se permite volverse orgulloso, cínico, sardónico o seco, algo a lo que la naturaleza del trabajo académico inclina fácilmente a los hombres, su comprensión de la Iglesia y la fe seguramente será defectuosa, sin importar cuán amplio sea su conocimiento. Una opinión sumamente elevada de sus poderes académicos parece haber sido lo que sacó de la Iglesia al historiador alemán del siglo XIX Döllinger y lo que convirtió al historiador inglés Lord Acton en un miembro muy intranquilo dentro de ella. ¿Cuántos académicos católicos realmente creen hoy que la fe es un don que pueden perder o una virtud contra la que pueden pecar?
Sin duda, la mayoría de estos comentarios sobre las tentaciones y las dificultades naturales que acosan a los académicos católicos son bastante obvios. Pero si no se los tiene en cuenta será mucho menos fácil entender por qué este siglo ha visto no sólo un movimiento de reforma sino también una gran rebelión de eruditos y teólogos. Como muestra el período de los Concilios de Constanza y Basilea, pocas cosas son tan peligrosas para la Iglesia como una reforma, o un intento de reforma, en la que desempeñan un papel importante hombres insuficientemente espirituales. En estos desastres, las causas son siempre morales y espirituales antes que intelectuales. (CONTINUARÁ).
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