Introducción
En el lenguaje común se entiende por pureza la cualidad de homogeneidad de una naturaleza (una raza pura, un alimento puro, un metal puro, etc), sin embargo en teología la pureza es la virtud de estar “limpio”, esto es, “sin mancha” ante Dios. Esa limpieza hace alusión a la ausencia de pecado, que es, por definición, la negación de Dios.
Así pues, se puede equiparar en cierto modo las cualidades de pureza y divinidad. El primer hombre y la primera mujer eran puros y por ello permanecían ante Dios. Tras comer del fruto prohibido del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, ambos se ocultaron, porque fueron conscientes de que se habían manchado de impureza y ya no podían mostrarse ante Dios. Desde entonces, tanto por el pecado original como por los actuales (de acto), el Hombre se contamina de impureza, hiriendo en diversos grados su relación con Dios.
Y por lógica inversa, la purificación del hombre le acerca de nuevo a Dios. En cierto modo, el creyente puro, o purificado, se “diviniza”, en un anticipo de la visión beatífica de los bienaventurados en la vida eterna, ya que la pureza da al hombre la dignidad necesaria para presentarse ante Dios. O, por la misma razón, para ser visitado por Dios (en el cristianismo, y más concretamente, por el Espíritu Santo).
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