LV. Las acciones del Espíritu Santo
Las virtudes cristianas
Las virtudes propias del cristiano son las llamadas virtudes infusas. No las puede adquirir ningún hombre por mucho que quiera y se esfuerce. Dios las inculca junto con la gracia, para que se puedan hacer obras sobrenaturales o divinas. Las virtudes sobrenaturales acompañan a la gracia y crecen con ella y desaparecen cando se pierde. Sin embargo, con el pecado, que quita la gracia, quedan la fe y la esperanza como unas raíces para que pueda recuperarse la gracia, aunque también éstas dos virtudes quedan cortadas por pecados graves opuestos a ellas.
Las virtudes sobrenaturales son virtudes cristianas, porque requieren la gracia que es propia del cristiano y, por ello, se manifiestan plenamente en los que por no obstaculizar a la gracia han llegado a la perfección. Además de cristianas pueden llamarse sobrenaturales porque están por encima del poder y de las mismas exigencias de la naturaleza humana.
Todo lo sobrenatural trasciende el orden natural, pero las virtudes sobrenaturales son infundidas en la naturaleza humana para perfeccionarla y elevarla al orden sobrenatural, y así capaces de producir frutos sobrenaturales, dignos por ello de la vida y gloria eternas. Su sujeto no sabe como se han producido, pero los siente como propios, pues son de la naturaleza y de la gracia, que se encuentran unidas y actúan como un único principio. No actúa ni la naturaleza sola, ni la gracia sólo, sino la naturaleza que es sujeto de la gracia, que la perfecciona por divinizarla. «No yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].
Al comentar estas palabras de San Pablo, escribe Santo Tomás: «Porque no es por sí solo, sino por impulso y con la ayuda del Espíritu Santo, por lo cual dice: «pero no yo» obro solo, «sino la gracia de Dios conmigo», la cual es la que mueve la voluntad para eso. «Que también llevas a cabo todas nuestras obras» (Is 26, 12). «Pues Dios es quien obra en nosotros, por su buena voluntad, el querer y el obrar» (Filip 2, 13). Porque no solamente nos infunde Dios la gracia, por la que nuestras obras son gratas y meritorias, sino que también mueve al buen uso de la gracia infusa»[2].
Asimismo explica el Aquinate que este pasaje citado de San Pablo ha dado lugar a: «cuatro opiniones falsas»:
- «Primera: de los que creían que el hombre con su albedrío podía salvarse, sin el auxilio divino. Contra éstos dice: “Dios es el que obra en vosotros” (Jn 14, 10) y “sin Mí nada podéis hacer"» (Jn 15, 5).
- Si la primera es la tesis de los pelagianos, la siguiente es la de los fatalistas o los que creen en el destino o el hado. «Segunda, de los que de plano niegan el libre arbitrio diciendo que el hombre por fuerza está sujeto o al hado a la providencia divina. Y esto también lo rechaza diciendo: “en vosotros” (Jn 14, 10); porque desde lo más interior mueve instigando a la voluntad a obrar bien. “Todas nuestras obras las has obrado en nosotros» (Is. 26, 12)"». Dios no violenta la voluntad como pueden hacerlo los hombres desde el exterior a ella, sino que, como su creador, actúa en su interior sin violentarla, haciendo que continué siendo libre.
- La que sigue se puede adjudicar a los pelagianos mitigados o semipelagianos. «La tercera, al de los pelagianos, que afirman que en nuestra mano está el elegir y en la de Dios proseguir nuestras obras, porque el querer nuestro es, y de Dios llevarlo a efecto: error que se descarta en el pasaje de San Pablo, al decirse “no sólo el querer, sino el ejecutar” (Filip 2, 13)».
- También estos últimos sostienen la última opinión. «Cuarta, la de los que dicen que Dios hace todo el bien nosotros, y esto por nuestros méritos; Se excluye también al decir San Pablo: «por su buena voluntad» ((Filip 2, 13), suya, no por méritos nuestros, que no tenemos ningunos antes de con nosotros tener la gracia de Dios. «Haz Bien, Señor, con tu buena voluntad» (Sal 51, 20., Miserere)»[3].
Las virtudes teologales
Las virtudes sobrenaturales o infusas se pueden dividir en dos géneros: virtudes teologales y virtudes morales. Las virtudes teologales fe, esperanza y caridad, primeras gracias operativas, que acompañan a la gracia santificante, son infundidas a las facultades superiores del alma, para disponerlas a obrar sobrenaturalmente.
Las virtudes teologales, por este motivo, se rigen por la propia razón iluminada por la fe y bajo la moción de una gracia actual. Aunque sean sobrenaturales deben regirse por la razón iluminada por la fe, porque las mociones de Dios están siempre en armonía y de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Los actos según las virtudes sobrenaturales se producen al modo humano, porque se acomodan a la imperfección de la criatura. Su causa primera es Dios y el hombre es la causa segunda subordinada. De ahí que su sujeto, con ellas, obra cuando y como quiere.
El principal efecto operativo de la gracia santificante es que por este auxilio divino «el hombre consigue amar a Dios». La gracia santificante causa el amor a Dios, porque la misma gracia santificante es en el hombre efecto del amor divino de amistad y «lo principal en la intención del amante es ser correspondido en el amor por el ser amado, pues la inclinación del amante tiende principalmente a atraer al amado hacia su amor; y si no ocurriera esto, sería necesario destruir el amor»[4]. El amar a Dios es en el hombre algo puesto por la gracia santificante, que es efecto a su vez del amor de Dios.
La gracia santificante produce la virtud teologal de la caridad y el efecto propio de esta virtud es amar a Dios. La caridad eleva al amor natural, porque todas las virtudes infusas, actuadas por gracias actuales, perfeccionan y divinizan a las facultades naturales. Además, la caridad es la virtud más perfecta, porque es la que une más íntimamente con Dios de las tres teologales, y la única que permanece eternamente, porque las otras dos en la otra vida no son ya necesarias.
También la gracia santificante origina la virtud teologal de la fe, porque: «como la gracia divina causa en nosotros la caridad, es necesario que cause también la fe»[5]. Para conseguir, mediante la gracia, el fin último, como se hace de una manera voluntaria y libre, se requiere tener algún conocimiento del mismo; y, en esta vida el único posible es el que proporciona la fe. La virtud de la fe, por tanto, es la primera en el orden de la generación de las virtudes, aunque no, en el de la perfección, que es la caridad.
La fe es completamente un don de Dios, resultado de la gracia y no de las obras humanas en ningún sentido. Por la fe, y, por consiguiente, por la gracia, el hombre llega al último fin, a su salvación. Las meras buenas obras, las conformes a las leyes morales, no le son útiles al hombre para su salvación. Las buenas obras que realiza, sin la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican, no le salvan, como enseña San Pablo, en su Epístola a los Romanos, cuyo mensaje central es el anuncio de la justificación o reconciliación por la fe y sin las obras únicamente conformes a las leyes morales,
No le sirven al hombre para salvarse las leyes morales, sino únicamente para distinguir el bien del mal, para darse cuenta de los pecados que comete. Además, tampoco ninguna ley da el poder de realizar las buenas obras morales. Para hacer estas buenas obras, aunque es necesario el conocimiento del bien, no es, sin embargo, suficiente, para que dirija a la voluntad hacia el mismo bien. La concupiscencia o el deseo desordenado, hacen ya defectuosa la aplicación del juicio del entendimiento. La misma experiencia enseña que no es verdadero el intelectualismo moral de Sócrates, que supone que basta saber lo que es el bien para hacerlo y que el acto malo es únicamente fruto de la ignorancia.
La gracia santificante causa también la virtud teologal de la esperanza. El hombre sabe por la fe que es amado por Dios con anterioridad al amor con que el hombre le ama, por efecto de la gracia de la caridad. Como se dice en la Epístola de San Juan: «En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero»[6]. El hombre, por ello, por el don de la gracia, tiene esperanza en Dios, ya que: «La amistad (…) reporta muchas ventajas en cuanto que cualquier amigo favorece a otro como a sí mismo. Por eso es preciso que, cuando uno ama a otro y sabe que es correspondido tenga esperanza en él»[7].