Como bien dijo Cristo, san Juan Bautista fue el más grande profeta nacido de mujer. Su labor de preparación de la llegada del Mesías llevaba aparejada el llamado a la conversión de los pecados (Mt 3,2). Una conversión real, no de mera palabra, no una trampa legal para quedar bien. No en vano, cuando Cristo empieza su ministerio público, dice las mismas palabras que el Bautista: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos” (Mat 4,17).
El caso es que cuando el profeta vio que el Mesías comenzaba su labor, supo claramente cuál era su papel a partir de entonces:
El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar.
Jn 3,29-30
Aunque el paralelismo puede parecer exagerado, creo que, efectivamente, hay ocasiones en la vida en que uno debe dejar paso a otros, sobre todo si esos otros están más capacitados para llevar a cabo la obra del Señor. Eso es especialmente necesario cuando pueden darse conflictos entre el que lleva mucho tiempo haciendo una labor y el que llega de nuevo para realizarla mejor según el plan de Dios. Algo así pasó entre los discípulos de San Juan y los del Señor.
En casos así, no es necesario esperar a la decapitación para retirarse de circulación. Tampoco hace falta largarse de inmediato. En ese crecimiento del que llega y mengüe del que ha estado y ya se va, hay un tiempo de coincidencia temporal, que solo Dios sabe lo que puede y debe durar.
Por otra parte, no siempre es fácil discernir cuando uno debe largarse para dejar paso a otros. Ir contra la voluntad de Dios es mal negocio para quien anda en las cosas de la fe. El profeta Jonás quiso huir de su ministerio profético y ya sabemos lo que le pasó. Y el profeta Elías sufrió una crisis de desesperación justo después de haber derrotado públicamente a los falsos profetas de Baal. Esos que hoy tan ufanos andan porque creen haber vencido.
De lo único que podemos estar seguros es que el único camino del que no podemos apartarnos es del de la santidad personal. Y ello, si Dios nos lo concede, pues sin Cristo nada podemos hacer.
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