Mi madre, mi maestra

Cuando hace 30 años, por motivos que no vienen al caso y que de ninguna manera justifican lo que hice, me alejé de Dios y de su Iglesia, el Señor tuvo a bien no dejarme tirado en el abismo del que jamás habría podido salir con mis propias fuerzas. Su gracia empezó a operar llevándome de vuelta al cristianismo a través de un matrimonio protestante evangélico. Al poco, pasé a formar parte de una pequeña comunidad evangélica en Madrid, en la que pasé cerca de 7 años creciendo espiritualmente y, sobre todo, en conocimiento bíblico. 

Mas Dios no quería que me quedara allá. Por caminos que solo puedo calificar como providenciales, puso ante mis ojos la belleza de la Iglesia del primer milenio. Aquello supuso el fin de mi identidad protestante y, tras un breve periodo asistiendo a liturgias bizantinas/ortodoxas (las hay católicas), en medio del cual el Señor me concedió el regalo de la maternidad de María, la muerte de mi madre carnal acabó de abrir la puerta de regreso a la Iglesia Católica. De eso hace ya más de 16 años.Como ven ustedes, le debo tanto al Señor que ni mil vidas que viviera serían suficientes para darle gracias por tanto don inmerecido. Y aun así, bien sé que no puedo descuidarme lo más mínimo y debo implorar el don de la perserverancia final, pues como dice San Pablo “el que se crea seguro, cuídese de no caer” (1ª Cor 10,12).

La gran diferencia entre ser católico y protestante consiste en aceptar el lugar que Dios ha dado a su Iglesia en el plan de la salvación. El protestante puede leer mucho la Biblia -de hecho habitualmente la lee más que el católico-, puede rezar como el que mas, pero no acepta la autoridad de la Iglesia de Cristo, de quien la Escritura dice que es la columna y baluarte de la verdad (1ª Tim 3,15), su Cuerpo y su plenitud (Ef 1,23), aquella que da a conocer la multiforme sabiduría de Dios ni más ni menos que los principados y potestades celestes (Ef 3,10). No en vano los padres de la Iglesia decían que no puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como madre

Precisamente el Señor quiso que dejara de ser protestante cuando recibí el consejo de que estudiara para ser pastor o, como poco, maestro bíblico. Recuerdo como si fuera hoy mismo la reacción de Fray Nelson Medina cuando en un foro protestante un cristiano reformado (calvinista) me animó a hacer tal cosa. El fraile dominico, instrumento en manos del Señor para traerme de regreso a casa, me dijo: “¿Tú también vas a contribuir a la división de la Iglesia?". Fue la primera vez que se enfadó en serio conmigo. Tenía razón. Por aquel entonces, cuando por razones laborales y “logísticas” había dejado de formar parte de mi anterior comunidad eclesial, era arminiano en relación a la predestinación y la gracia, cada vez más universalista (herejía origenista sobre la apocatástasis) y preterista en cuanto a escatología; además, bastante menonita, con un buen toque cuáquero, en eclesiología y teología “sacramental". Todo ello sin renunciar a un pentecostalismo moderado, lejos de los histerismos presentes en el mundillo evangélico pentecostal. Cosas del libre examen, estimado lector. Quizás podría haber “fundado” una “iglesia luisfernandina", quizás podría haber fracasado en el intento. En todo caso, Dios no quería que fuera pastor de almas sino que mi alma fuera pastoreada por aquella que es Madre y Maestra: su Iglesia.

Aunque había sido bautizado de niño como católico, aunque, gracias a mis padres, fui a un colegio católico, aunque había tenido una relación muy especial con Dios en mi infancia, la Iglesia era para mi una gran desconocida. Al regresar a ella vi su belleza -incluso en medio de las miserias de muchos de sus miembros y la mía propia-, su condición de desposada con Cristo, su valor como guía en medio de un mundo que siempre ha luchado por domarla y separarla de su Creador. La vida de los santos, y especialmente de los mártires, era a mis oídos como una sinfonía interminable tocada por el Señor. Su sana doctrina, lejos de ser un peso sobre los hombros, me libraba de la soberbia de creerme el verdadero intérprete de la Revelación para pasar a ser un mero discípulo.

Tanta belleza, tanta verdad, tanta gracia no puede verse empañada por la actividad de los que, hoy en día, quieren convertir a nuestra Madre y Maestra en una señora entregada a satisfacer los oídos de un mundo que no quiere oír hablar de santidad, de conversión, de gracia transformadora, de pecado. Hay quienes creen que la Iglesia lleva siglos siendo una madrastra que ha tatado mal a sus hijos y se ufanan en vendernos una nueva Iglesia que, según ellos, es más samaritana, misericordiosa, dulce, comprensiva, inclusiva, etc. Curiosa madrastra la que parió tal miriada de santos a lo largo de los siglos. Curiosa madrastra la que llevó el evangelio por todas partes. Y curiosa “nueva madre” la que recibe el aplauso del mundo y de los que creen que ser cristiano consiste meramente en sonreír y llevarse bien con una sociedad que mata a sus hijos antes de nacer, aplaude el adulterio y quita a Dios de sus leyes, sus costumbres y sus raíces.

Que María, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, interceda ante Dios Padre en su Hijo para que la Iglesia la imite en todo, porque solo así podrá ser fiel a su llamado. Ella sigue diciéndonos hoy: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). No estamos para servir al mundo en sus errores. Estamos para servir al mundo sirviendo al Señor, proclamando y viviendo su evangelio y siendo pescadores de hombres.

Y aunque todos, en cuanto bautizados, tenemos el deber de contribuir a que la Iglesia cumpla su misión, son los pastores quienes tienen la mayor responsabilidad. Como bien dijo el papa Pio XI a los obispos en su encíclica Qui Pluribus:

En primer lugar sabéis muy bien que os incumbe a vosotros defender y proteger la fe católica con valentía episcopal y vigilar, con sumo cuidado, porque el rebaño a vos encomendado permanezca a ella firme e inamovible, porque todo aquel que no la guardare íntegra e inviolable, perecerá, sin duda, eternamente. Esforzaos, pues, en defender y conservar con diligencia pastoral esa fe, y no dejéis de instruir en ella a todos, de confirmar a los dudosos, rebatir a los que contradicen; robustecer a los enfermos en la fe, no disimulando nunca nada ni permitiendo que se viole en lo más mínimo la puridad de esa misma fe. 

Que así sea.

Laus Deo Virginique Matri

Luis Fernando Pérez Bustamante