(InfoCatólica) Mons Paglia empezó su disertación negando que la Iglesia Católica tenga la verdad:
«En primer lugar, quisiera señalar que la Iglesia católica no tiene un paquete de verdades preconfeccionado, como si fuera una distribuidora de píldoras de verdad. El pensamiento teológico evoluciona en la historia, en diálogo con el Magisterio y la experiencia del pueblo de Dios (sensus fidei fidelium), en una dinámica de enriquecimiento mutuo».
Insistió en que la opinión de la Iglesia es una más entre tantas:
«La intervención y el testimonio de la Iglesia, en la medida en que participa también en el debate público, intelectual, político y jurídico, se sitúa en el plano de la cultura y del diálogo entre las conciencias. La aportación de los cristianos se realiza dentro de las distintas culturas, ni por encima -como si poseyeran una verdad dada a priori- ni por debajo -como si los creyentes fueran portadores de una opinión respetable, pero ajena a la historia, «dogmática» de hecho, por tanto inaceptable-. Entre creyentes y no creyentes existe una relación de aprendizaje mutuo».
Y como ejemplo de que la Iglesia, según él, no tiene una verdad fija, habló del cambio de doctrina sobre la pena de muerte
«Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurrió con el tema de la pena de muerte: debido al cambio de las condiciones culturales y sociales, debido a la maduración de la reflexión sobre los derechos, el Papa cambió el catecismo. Mientras que antes no se excluía que hubiera circunstancias en las que pudiera ser legitimada, hoy ya no la consideramos permisible, bajo ninguna circunstancia».
Es entonces cuando empieza a plantear la cuestión de la eutanasia, para la cual hay que buscar una solución común:
«Como creyentes, nos planteamos, pues, las mismas preguntas que preocupan a todos, sabiendo que estamos en una sociedad democrática pluralista. En este caso, en relación con el final de la vida (terrenal), nos encontramos, como todos, ante una pregunta común: ¿cómo podemos (juntos) lograr la mejor manera de articular el bien (nivel ético) y lo justo (nivel jurídico), para cada persona y para la sociedad?»
Habló entonces de cómo se entiende la libertad y la relación entre todos:
«Para responder a esta pregunta, un primer punto fundamental es cómo entendemos la libertad. La reflexión teológica ha desarrollado una concepción de la persona que parte de un dato reconocible para todos, a saber, que estamos, desde el principio, insertos en un contexto de relaciones que nos hacen solidarios unos de otros. Nuestra identidad personal es estructuralmente relacional. Nos dimos cuenta de ello con una evidencia casi brutal durante la pandemia: el comportamiento de cada uno tiene (tenía) repercusiones en los demás. Todos somos interdependientes, estamos vinculados unos a otros».
Con una ausencia total de lo que la Revelación y la ley de Dios puedan aportar al debate, el prelado curial siguió planteando el tema como una cuestión de relación entre las personas:
«Incluso la vida humana, que cada uno de nosotros (en tanto que generada) recibe de los demás, no es por tanto reducible únicamente al objeto de una decisión que se limita a la esfera privada e individual: somos responsables ante los demás, sobre los que repercuten nuestras elecciones (y viceversa). La libertad humana, para ejercerse correctamente, debe tener en cuenta las condiciones que le han permitido surgir y asumirlas en su quehacer: en la medida en que está precedida por otros, es responsable ante ellos. Por eso la autodeterminación es fundamental, pero al mismo tiempo no es absoluta, sino siempre relativa (a los demás). En lo que respecta a las decisiones sobre la muerte, esto no significa volver al viejo paternalismo médico, sino hacer hincapié en una interpretación de la autonomía relacional y responsable».
Y habló los límites en la autodeterminación del hombre, de nuevo sin mencionar a Dios para nada:
«Hacer hincapié de forma abstracta en la autodeterminación lleva a subestimar la influencia recíproca que se produce a través de la cultura compartida y las circunstancias concretas: las peticiones aparentemente libres son en realidad el resultado de un mandato social [a menudo impulsado por la conveniencia económica]. Como se desprende de la experiencia de los países en los que se permite la «muerte médicamente asistida (médica)», el número de personas ingresadas tiende a ampliarse: a los pacientes adultos competentes se suman pacientes cuya capacidad de decisión está mermada, a veces gravemente [pacientes psiquiátricos, niños, ancianos con deterioro cognitivo]. Así, han aumentado los casos de eutanasia involuntaria y de sedación paliativa profunda sin consentimiento. El resultado global es que estamos asistiendo a un resultado contradictorio: en nombre de la autodeterminación, se está estrangulando el ejercicio real de la libertad, especialmente para los más vulnerables; el espacio de autonomía se está erosionando gradualmente».
El arzobispo habló del acompañamiento a quienes van a morir:
«En un momento en que la muerte se acerca, creo que la principal respuesta es la del acompañamiento. Y el primer paso para acompañar es escuchar las preguntas, a menudo muy incómodas, que surgen en esta fase tan delicada. Debemos admitir que no estamos preparados para morir, es más, quizá podríamos decir que cierta superficialidad en la forma de afrontar las cuestiones fundamentales del sentido de la existencia también nos hace no estar preparados para vivir. Sin embargo, permanecer cerca (convertirse en prójimo) nos lleva a cuestionarnos a nosotros mismos. Los acompañantes se ven invadidos por las mismas preguntas que experimentan los acompañados: el sentido de la vida y del sufrimiento, la dignidad, la soledad y el miedo a ser abandonados».
Y señaló el papel de los cuidados paliativos. De nuevo, sin alusión alguna a la cuestión del alma, de la salud espiritual:
«Se trata, sin duda, de aliviar el dolor y de promover la cultura de la medicina paliativa, que renuncia a curar y sigue ocupándose de la persona enferma, con todas sus necesidades, y de su familia. Sabemos que así en muchos casos desaparece la demanda de eutanasia; pero no siempre. Y es una cuestión con muchas implicaciones, en la que juegan diversos factores relativos a la culpa, la vergüenza, el dolor, el control, la impotencia. El juego de proyecciones entre el enfermo y el cuidador es muy intrincado: distinguir entre «sufre demasiado» y «sufro demasiado para verle así» no es nada fácil, del mismo modo que es muy exigente tomarse en serio la petición de una relación que ayude a vivir la radical soledad del morir. El acompañamiento en este contexto exige, pues, un gran trabajo sobre uno mismo, no sólo a nivel personal, sino también a nivel social y cultural, sobre el propio ser solidario en la limitación, la separación y el paso de la muerte».
Y para finalizar, aseguró estar de acuerdo con que se permita legalmente el suicidio asisitido:
«En este contexto, no hay que descartar que en nuestra sociedad sea factible una mediación legal que permita la asistencia al suicidio en las condiciones especificadas por la Sentencia 242/2019 del Tribunal Constitucional: la persona debe estar «mantenida en vida mediante tratamiento de soporte vital y afectada por una patología irreversible, fuente de sufrimiento físico o psíquico que considere intolerable, pero plenamente capaz de tomar decisiones libres y conscientes». El proyecto de ley aprobado por la Cámara de Diputados (pero no por el Senado) iba básicamente en este sentido. Personalmente, no practicaría la asistencia al suicidio, pero entiendo que la mediación legal puede ser el mayor bien común concretamente posible en las condiciones en que nos encontramos».
El texto en italiano de Mons. Paglia puede leerse en el siguiente enlace.