(EP/InfoCatólica) A las 9.53 horas ha comenzado la Procesión de Ingreso. A las 10.00 horas de la mañana Francisco ha llegado al sagrato y ha sido recibido con un fuerte aplauso y ha saludado a Benedicto XVI, vestido con los sobrios paramentos sagrados en blanco. La ceremonia siguió un rito simplificado, que cuenta con las reliquias de sangre y piel de Juan Pablo II y Juan XXIII, respectivamente.
La misa en latín ha estado precedida por la coronilla de la Divina Misericordia, que se recita empleando el rosario, y por cantos interpretados por los coros de Roma, Bérgamo, Cracovia y el coro oficial de la Capilla Sixtina. El acto ha comenzado con el canto de la Letanía de los Santos y, a continuación, el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, el cardenal Angelo Amato, ha hecho tres peticiones al Pontífice para que inscriba a los beatos –en este caso, Juan Pablo II y Juan XXIII– en el libro de los Santos. Primero lo pide con «gran fuerza», una vez más con «mayor fuerza» y, por último, con «grandísima fuerza».
A continuación, el Papa Francisco ha ejercicido toda su autoridad como cabeza de la Iglesia universal a través de una oración: «En honor de la Santísima Trinidad, por la exaltación de la fe católica y el incremento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, después de haber reflexionado largamente e invocado la ayuda divina y escuchando el parecer de muchos de nuestros hermanos obispos, declaramos santos a Juan XXIII y a Juan Pablo II». Francisco ha continuado diciendo que les inscriben en el libro de los Santos y que establecen que sean venerados por toda la Iglesia. Y concluyó: «En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Las reliquias
Después, se han llevado hasta el altar los relicarios que contienen las reliquias de los santos, una ampolla de sangre en el caso de Juan Pablo II y un pedazo de piel desprendido durante la exhumación, en el caso de Juan XXIII. Concretamente, la reliquia de Roncalli la han portado familiares del santo, entre ellos, su sobrino, mientras que la del papa Wojtyla ha sido llevada por Floribeth Mora, la mujer de Costa Rica que se curó de un ictus milagrosamente al pedir la intercesión de Juan Pablo II. La reliquia de Wojtyla la llevó la mujer de Costa Rica que se curó milagrosamente de un ictus tras rezar a Juan Pablo II
Tras la procesión, el cardenal Amato mostró su agradecimiento al Papa Francisco por la canonización, se cantó el Gloria y se escuchó las lecturas correspondientes al segundo domingo de Pascua. Además, debido a la solemnidad de la celebración, el Evangelio se cantó en latín y griego. También se leyeron cinco peticiones, la primera de ellas en español –para que la belleza de la vida nueva resplandezca siempre en la Iglesia y que todos los hombres reconozcan en ella a Jesús resucitado y vivo–. A esta le seguirán los ruegos en árabe, inglés, chino y francés, en los que se cita a los hombres de la cultura, de la ciencia y del gobierno.
Además, en la plegaria eucarística se escuchará por primera vez los nombres de estos dos santos como San Juan Pablo II y San Juan XXIII. La ceremonia durará aproximadamente dos horas y concluirá con el Regina Caeli, oración típica del tiempo de Pascua. Los tapices de Juan Pablo II y Juan XXIII ya cuelgan en la fachada de la basílica de San Pedro. Son los mismos que se utilizaron en sus beatificaciones. Los días que se asignarán para la veneración serán el 11 de octubre para Juan XXIII y el 22 de octubre para Juan Pablo II.
Homilía de Santo Padre en la misa de canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II
En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó́ la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, lo hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío».
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado».
Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante». La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la segunda lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guidada por el Espíritu Santo. Éste fue su gran servicio a la Iglesia y por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu.
En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.