No es preciso apelar a Aulo Persio Flaco o a don Camilo José Cela para afirmar algo que la experiencia y el propio sentido común nos enseñan: el que resiste gana. En efecto, vivimos en un mundo marcado por las dictaduras del movilismo y del relativismo, los objetos de las cuales pretenden poner en prise, respectivamente, la existencia de bienes y verdades inmutables. Pues bien, a los que queremos resistir a este fenómeno delicuescente y subsistir en dichos bienes y verdades permanentes no nos queda más remedio que hacerlo audazmente, esto es, al modo de los héroes de la Antigüedad, los cuales, según nos ilustra la mitología, no vivían dispersos y diluidos en la masa, mucho menos en la chusma aborregada (odi profanum vulgus et arceo), sino ―como dice Stan Popescu, siguiendo al conde de Keyserling― profundamente replegados sobre sí mismos[i]. Ahora bien, a este repliegue debemos necesariamente añadir ―yendo más allá de la mitología helena― una orientación vertical, sobrenatural y trascendente hacia Dios todopoderoso. Únicamente así, sobre el fundamentum de este modus essendi et operandi, se podrán resistir los embates de los vientos malsanos de la vulgaridad, la mediocridad y la indigencia intelectual de un mundo que ha de menester perentoriamente una profunda desimbecilización. De ahí que, pese a la acostumbrada actitud ingrata de las masas, exclusivamente desde este repliegue y esta orientación trascendente, en un casi obligado y conveniente ostracismo ―voluntario o involuntario―, se podrá pasar del sufrimiento a la plenitud[ii]; tan sólo de esta forma ―repito―, y en perpetua contemplación de la cruz del Redentor, puede entenderse la resistencia, a saber, como el efecto producido por los espíritus y caracteres más formados y firmes ―opuestos a los infirmi o carentes de firmeza―, capaces de padecer para la gloria y el triunfo del bien y la verdad: vincit qui patitur.
La raíz y la razón de ser de esta resistencia por lo imperecedero las encontramos en la propia metafísica; posteriormente, en la verdad revelada del Logos por el cual todo ha sido creado (cf. Jn 1, 3). En tiempos, los primeros filósofos griegos se enfrentan al problema que supone el hecho del fenómeno del devenir y de los cambios acontecidos en el cosmos, preguntándose si existe algo que sea permanente e inmutable. En el desarrollo de esta cuestionabilidad metafísica, encontramos dos posiciones paradigmáticamente antitéticas, a saber, la de Heráclito de Éfeso y la de Parménides de Elea. El primero proclama que todo fluye o cambia (πάντα ρεῖ); el segundo, desde su panteísmo manifiesto, cree que todo constituye el ser, único, infinito y eterno, siendo los cambios meras apariencias sensibles. Ulteriormente, aunque no faltan antimetafísicos, como Gorgias de Leontinos o los escolásticos nominalistas, la historia de la metafísica nos demuestra que se progresa positivamente al respecto, especialmente con Aristóteles y santo Tomás de Aquino. Este tipo de metafísica nos enseña, entre otras cosas, que, además del ser y del no ser, existe el ser en potencia, que explica el cambio o movimiento, bien sea éste substancial o accidental; o que, pese a dichos cambios producidos en el mundo, existe una realidad esencial, universal y permanente, aunque no existente separadamente en el hyperuranion platónico, sino realizada en los sujetos substanciales concretos.
Por ende, si trasladamos analógicamente todos estos descubrimientos metafísicos, propios del orden natural, al plano teológico en general y eclesiológico en particular, nos encontraremos actualmente con posiciones arcaizantes de corte heracliteano, que negligen la doctrina acerca de Dios, en tanto que ipsum esse subsistens, cuyas verdades reveladas por Él participan del carácter inmutable y eterno de su divina esencia, identificada ésta con la Verdad suprema. Dicho de otro modo, a causa de esta inexcusable negligencia metafísica, ha surgido, en el contexto del Sínodo de la sinodalidad, una falange de neomodernistas herejes, pocos ―se necesita una cierta inteligencia para ello―, y una multitud insensata, los cuales apresuradamente corren todos juntos ―siempre caminan, corren y caen juntos― hacia el precipicio del nihilismo teológico, y lo que es peor, quieren arrastrarnos también a los demás.
Cabe decir, sin embargo, que es preciso realizar aquí la oportuna distinción entre los que defienden la sinodalidad tout court ―más como slogan en boga que otra cosa― y aquellos que, padeciendo una especie de exacerbación febril, son la muestra inequívoca del sinodalismo más radical, v. g., el jesuita James Martin, los agentes disolventes del Synodaler Weg alemán, el recién nombrado cardenal Timothy Radcliffe, etc. Sea como sea, no sería honesto si no hiciera dicho distingo. Pienso que muchos de los primeros ―aquí no cuento a los abyectos y oportunistas carreristas; éstos no tienen ni siquiera ideas―, aunque confusos, quieren sinceramente el bien de la Iglesia, pero, bajo mi punto de vista, por unos medios inadecuados que terminan por menoscabar la enseñanza tradicional católica. Los segundos, por el contrario, quieren neciamente trasmutar, sic et simpliciter, el núcleo esencial de la Iglesia, su constitución íntima, obrando el tan aclamado (ad nauseam) cambio de paradigma, lo cual es, en realidad, metafísica y teológicamente imposible. Éstos, de hecho, so pretexto de defender una libertad deformada, o sea, la negación ontológica de la verdadera libertad, se alinean con la ficción que ha elaborado forzada y artificiosamente el mundo actual. Sobre esto último, sentencia con razón el padre Osvaldo Lira:
«La visualización ontológica de la Libertad ―único modo de descubrir su reducto esencial y entrañado― dista mucho, por desgracia, de ser la más frecuente. Lo que a las masas contemporáneas les interesa por encima de todo son las apariencias de las cosas en desmedro de la esencia o naturaleza que cada una de ellas encierra inevitablemente en su seno. Incluso diríamos que no son las apariencias mencionadas lo que les interesa, sino el hecho mismo de su aparecimiento. En cambio, por lo que se refiere a las realidades que aparecen, no manifiestan hacia ellas el más mínimo interés... Es que las mentalidades hodiernas van moviéndose de continuo en un clima de ficción y no de entidad sólida y consistente»[iii].
En este sentido, me parece pertinente subrayar que la salud mental individual y la colectiva ―incluyo aquí al cuerpo social de la Iglesia― dependen justamente de la sujeción que se tenga respecto de la realidad y de la verdad de las cosas. Como decía el doctor Rafael Gambra, «la salud mental radica para el hombre en mantener lo que podría llamarse el sentido de la realidad, un sano equilibrio entre lo real y la ideación. Por modo tal que la raíz de la mayoría de las enfermedades psíquicas, tan en alza en nuestra civilización, suele encontrarse en un predominio patológico del plano ideal sobre la normal recepción e interpretación de la realidad circundante»[iv]. Al respecto, me resulta muy difícil no ver un cierto desequilibrio o desquiciamiento en aquellos que, llevados por el furor del delirium tremens del sinodalismo radical, quieren construir una quimera, más distópica que utópica, hacia la cual, por cierto, ni yo ni muchos estamos dispuestos a llegar. Recuerdo que uno no tiene en conciencia obligación de obedecer disposiciones injustas ―en el caso de que se dieran― ni mucho menos decisiones estúpidas, éstas mucho más perniciosas que aquéllas.
Antes de terminar este modesto, pero también importuno e incómodo escrito ―hoy, más que nunca, hay que molestar―, quiero referirme a los que más me preocupan, o sea, a todos aquellos que permanecen en un estado de parálisis, propiciado éste por la comprensible perplejidad que experimentan en este delicado articulus temporum. A éstos les diría que, además de confiar en Dios, se armen de coraje y resistan; el que resiste gana, como he ido diciendo desde las primeras líneas. Con esto no estoy aseverando que tengamos el éxito asegurado; no es el éxito o los honores que debemos perseguir, sino, más bien, la gloria; lo primero lo reservamos al género de los mediocres, como decía penetrantemente el insigne escritor Ernest Hello:
«Olvidando el lado esencial y tomando el lado accidental de cada cosa, [el hombre mediocre] corre tras las circunstancias, acecha las ocasiones; y cuando se ha salido con la suya, es diez veces más mediocre todavía. Júzgase, como juzga a los demás, por el éxito. Mientras el hombre superior siente interiormente su fuerza, y la siente sobre todo si no la sienten los demás, el hombre mediocre se creería un tonto si por tal pasara, y encuentra su aplomo en los cumplimientos que se le dirigen; su mediocridad aumenta en razón de su importancia. [...] La gloria y el éxito no se parecen; la gloria tiene secretos, el éxito tiene caprichos. El hombre mediocre no lucha; puede sobresalir al principio; siempre fracasa luego. El hombre mediocre sobresale porque sigue la corriente; el hombre superior triunfa porque va contra la corriente. El procedimiento del éxito es ir con los otros; el procedimiento de la gloria es marchar contra los demás»[v].
En fin, esperemos que, en la Ciudad Eterna, durante estas semanas de la segunda asamblea sinodal, triunfe, por Dios, la luz de la verdad, verdadero elogio del hombre superior. Para ello, especialmente encomendamos a la Virgen Santísima a nuestro querido papa Francisco, siervo de los siervos de Dios y dulce Cristo en la Tierra ―cuya vida, por cierto, Dios guarde muchísimos años―, para que sepa prudentemente encauzar este proceso sinodal, el cual, a estas alturas de la película, a algunos nos resulta más largo que un purgatorio, por no decir un infierno. Es más, si tuviera la oportunidad, recordaría a todos los sinodales padres ―y a las madres también― que, para tener la mente clara y lúcida, es muy importante, además de un armónico equilibrio de los líquidos humorales ―como diría Hipócrates―, gozar de una temperatura corporal óptima, guardándose, pues, de la mitológica diosa Febris, numen maléfico muy temido entre los habitantes de la antigua ciudad de Roma. Ruego al Señor, pues, que envíe un rayo de luz divina a esta ínclita asamblea a fin de que, libre de toda fiebre, termine, como mínimo, aboliendo el nuevo pecado contra el espíritu sinodal, porque, de lo contrario, llegaremos a ser innumerables miríadas los que acabaremos cayendo en las calderas de Pedro Botero, habida cuenta de que, arrastrados por una irresistible y pertinaz impenitencia, no se dan en nosotros, en referencia a este supuesto pecado, ni contrición ni propósito de enmienda.
Dr. Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Stan M. Popescu, Auge y ocaso de la aristocracia, Madrid: Organización Sala Editorial, 1974, p. 10.
[ii] Cf. Hermann Alexander Graf Keyserling, Del sufrimiento a la plenitud, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1947, p. 263.
[iii] Osvaldo Lira, Verdad y libertad, Santiago de Chile: Ediciones Nueva Universidad, 1977, p. 129.
[iv] Rafael Gambra, El silencio de Dios, Madrid: Editorial Criterio-Libros, 1998, pp. 90-91.
[v] Ernest Hello, El hombre: la vida, la ciencia, el arte, Buenos Aires: Editorial Difusión, 1946, pp. 68-69.