El recién beatificado Papa Juan Pablo II, que declaró el II domingo de Pascua como Domingo de la Divina Misericordia, explica que:
“El amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la “vanidad de la creación", más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo […], y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo.” (“Enc. Redemptor hominis”, II,9).
Es el mismo Cristo Resucitado que, según el Evangelio del Domingo de la Divina Misericordia [1.5.2011]: “les enseñó las manos y el costado” (Jn. 20, 20) a los apóstoles cuando se les apareció. “También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.” (Bto. Juan Pablo II, Homilía 22.4.01] Teniendo en cuenta esas Sagradas Llagas del Señor, abiertas por el gran Amor de Dios por cada uno de nosotros, no sorprende que S. Agustín declare: “Toda mi esperanza estriba sólo en Tu gran misericordia” (“Confesiones”, l0). Entonces, ¿por qué necesitamos confesarnos sacramentalmente?
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