3.06.24

LVII. Conveniencia de la muerte de Cristo

La redención[1]

En el tratado de la vida de Cristo, que se encuentra en la Suma teología, Santo Tomás dedica cinco cuestiones a la pasión. En la última de ellas, se ocupa de su final, la muerte. En el primer artículo que le dedica, se plantea el problema de su conveniencia.

La tesis de Santo Tomas es que fue conveniente que Cristo muriese. Da cinco razones que lo prueban. La primera: «para satisfacer por el género humano, que había sido condenado a muerte por el pecado, según la sentencia que se lee en el Génesis: «El día que comáis de él, ciertamente moriréis»(Gn 2, 17).Y es, sin duda, buen modo de satisfacer por otro el someterse a la misma pena que ese tal merecida. Por eso Cristo quiso morir, para que muriendo, satisficiese por nosotros, según lo que dice San Pedro: «Cristo murió una vez por nuestros pecados» 1 Pe 3,18)»[2].

De modo más preciso puede afirmarse: «Cristo sufrió por nosotros lo que nosotros debíamos sufrir por el pecado de nuestro primer padre, y principalmente la muerte, a la cual están ordenadas todas las pasiones humanas como a su final. Por esto dice el Apóstol: «porque el estipendio y pago del pecado es la muerte,» (Rm 6, 23). Cristo, inocente, sufrió la pena que debíamos padecer nosotros, «porque el culpable puede librarse de la pena que debería sufrir, si otro inocente se somete por él a tal pena»[3].

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15.05.24

LVI. Exaltación de Cristo por su pasión

Merecimiento de la humanidad de Cristo[1]

El sexto y último efecto de la pasión de Cristo no fue en beneficio de los hombres, como los anteriores, sino sobre sí mismo. Lo mereció en cuanto sus sufrimientos y su muerte, porque ya en cuanto hombre, como ha dicho Santo Tomás más arriba, con su alma veía a Dios y gozaba de la más alta gloria.

Como recordaba Newman, Cristo: «Era una sola persona viva, y ese único Hijo de Dios vivo y Todopoderoso, Dios y hombre, era el resplandor de la gloria de Dios y de su Poder, y obró la voluntad de su Padre y estaba en el Padre y el Padre en Él, no solo en el cielo sino también en la tierra. En el cielo lo era y lo hacía todo como Dios; en la Tierra lo era y lo hacía en esa Humanidad que había asumido, pero tanto en el cielo como en la tierra, siempre como Hijo. Por tanto, la verdad se refería a todo Él cuando declaraba que no estaba solo; no hablaba u obraba por sí mismo, sino que donde Él estaba, estaba el Padre y quien le veía a Él veía al Padre, tanto si le miraban como Dios o como hombre»[2].

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2.05.24

LV. La reconciliación, la salvación y la vida eterna

Reconciliación con Dios[1]

Además de la liberación del pecado, del diablo y de la pena del pecado, tratadas en los tres primeros artículos de la cuestión de los efectos de la pasión de Cristo, Santo Tomás, en los siguientes, se ocupa de otros dos. El primero de ellos es el de la reconciliación con Dios. Indica quesobre ella «escribe el Apóstol a los romanos: «Hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5, 10)»[2].

Explica seguidamente que: «La pasión de Cristo es causa de nuestra reconciliación con Dios, de dos maneras. Primera, en cuanto que quita el pecado, por el que los hombres se constituyen en enemigos de Dios, según se dice en el libro de la Sabiduría: «Igualmente son odiosos a Dios el impío y su impiedad» (Sab 14, 9)».

La segunda manera de la reconciliación con Dios por Cristo es «en cuanto que la pasión de Cristo es un sacrificio aceptísimo a Dios». La razón es porque: «El efecto propio del sacrificio es el de aplacar a Dios, como acontece con el hombre que, en atención a un obsequio que se le hace, perdona la ofensa cometida contra él. Por esto se dice en la Escritura: «Si es el Señor quien te excita contra mí, que Él reciba el olor de una ofrenda» (1 Sam 26, 19). Pues fue tan grande el bien de padecer Cristo voluntariamente que, en atención a este bien, que Dios halló en la naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano en cuanto a aquellos que se unen a Cristo paciente»[3].

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15.04.24

LIV. El pecado y la pasión de Cristo

Liberación de la pena y de la culpa del pecado[1]

En el artículo tercero de la cuestión dedicada a los efectos de la pasión de Cristo, se ocupa Santo Tomás de la liberación de los hombres de la pena del pecado. Afirma que el tercer efecto de la pasión de Cristo fue que fuimos librados de la pena del pecado. Así: «se lee en el Apocalipsis que Cristo: «Nos amó y nos limpió de los pecados con su sangre» (Ap 1, 5)»[2].

Aclara seguidamente que: «De dos maneras fuimos librados por la pasión de Cristo del reato de la pena», de la obligación o débito por el pecado, aun que haya sido perdonado. «De una manera, directamente, en cuanto que la pasión de Cristo fue una satisfacción suficiente y sobreabundante por los pecados de todo el género humano. Y, una vez ofrecida la satisfacción suficiente, se quita el reato de la pena. La otra manera es indirecta, en cuanto que la pasión de Cristo es causa de la remisión del pecado, en el que se funda el reato de la pena»[3], porque con la remisión, perdón o absolución de la culpa del pecado, da lugar al castigo, pero que fue quitado.

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1.04.24

LIII. Liberación del poder del diablo

La esclavitud del demonio[1]

El segundo efecto de la pasión de Cristo en nosotros, sostiene Santo Tomás, es la liberación del poder del diablo. La importancia del mismo lo revela que lo coloque en segundo lugar entre los seis efectos de la pasión, y después de la liberación del pecado por la redención.

Queda probada, porque en la Escritura: «está lo que dice el Señor, cuando se acerca su pasión: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí» (Jn 12, 31-32). Pero fue levantado de la tierra por la pasión de la cruz. Por tanto, por esta fue el diablo privado del poder sobre los hombres»[2].

Sin embargo, parece que no hemos sido liberados del poder del demonio de ningún modo mediante la pasión de Cristo. En primer lugar, porque: «No tiene poder sobre algunos el que, sin el permiso de un tercero, no puede hacer nada sobre ellos. El demonio no ha podido nunca hacer cosa alguna en perjuicio de los hombres, sin la permisión divina; como se ve por la historia de Job (c. l y 2), a quien, sólo con esa permisión divina, pudo privar de los bienes y de la salud corporal. Y del mismo modo se dice en San Matero que, sólo con licencia de Cristo, pudieron entrar los diablos en los puercos. Luego el diablo no tuvo nunca poder sobre los hombres, y, por tanto, nunca pudieron estos ser librados del poder del diablo por la pasión de Cristo»[3].

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