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4.09.16

XLVIII. La justificación y las obras

El don de la fe

«El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1]. La primera parte de esta afirmación del versículo del capítulo tercero de la Epístola a los romanos, permite fundamentar la tesis de Santo Tomás, en su segundo comentario a este escrito paulino: lo que justifica al hombre es la fe. La primera tesis de su doctrina de la justificación implica que«la justicia viene de Dios (…) por la fe en Jesucristo»[2].

Al comentar Santo Tomás esta precisión de San Pablo, establece una segunda tesis: «Se dice que la justicia de Dios es por la fe de Jesucristo, no de modo que por la fe merezcamos ser justificados como si la propia fe existiera a causa de nosotros mismos y por ella mereciéramos la justicia de Dios, según decían los pelagianos, sino porque en la propia justificación por la que somos justificados por Dios, el primer movimiento de la mente hacia Dios es por la fe. “El que se llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan” (Hb 11, 6). De aquí que la misma fe, como primera parte de la justicia, nos la da Dios “De gracia habéis sido salvados por la fe (Ef 2, 5)».

La segunda tesis, implícita en la primera, es que la fe nos la da Dios. Por ser la «primera parte” de la justificación, procede también de Dios. Sin embargo: «esta fe de la cual procede la justicia no es la fe informe, de la cual se dice en Santiago 2, 20: “la fe sin obras está muerta”, sino que es la fe formada por la caridad, de la cual se dice en Ga 5, 6: “Por cuanto en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por amor”. Y Ef 3, 17: “Y Cristo por la fe habite en vuestros corazones”, lo cual no se realiza sin la caridad. “El que permanece en la caridad en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn, 4 16). Esta es también la fe de la que se dice en Hch 15, 9: “Ha purificado sus corazones por la fe” purificación que no se opera sin la caridad. “La caridad cubre todas las faltas” (Pr 10, 12)»[3].

La fe informada por la caridad es una gracia dada por Dios. La fe proviene de Dios y únicamente el hombre puede impedirla, después de recibida. El hombre libremente puede ponerle impedimento en su curso. No cabe impedimento en su incoación, como tampoco pudo ponerlo Adán a su vida, cuando Dios se la dio. En cambio, si podía después haberse quitado la vida dada por Dios. Dios permite su frustrabilidad, aunque podría quitar la resistencia, como a veces hace, sin modificar la libertad humana, al igual que tampoco la modifica al perfeccionarla, al regenerar la voluntad humana para que pueda aceptar este don.

Por ella misma, la libertad humana sólo tiene el poder de resistir a la fe. La misma fe, dada por Dios gratuitamente, le da el otro poder de no resistirla. La naturaleza humana por sí misma no puede nada en el orden sobrenatural, ni merecerlo ni tampoco dejar de frustrarlo. El recibir la fe y aceptarla es efecto de la gracia, pero sin impedir la libertad y, por ello, que los actos sean de la misma voluntad. Como sintetiza el mismo San Pablo: «no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[4].

Las obras humanas

Una tercera tesis se encuentra en el pasaje de San Pablo, que incluye la afirmación: ««el hombre es justificado por la fe», sobre las que se fundamentan las dos tesis indicadas, es la concreción: «sin las obras de la ley»[5]. Santo Tomás establece, por ello, en esta última tesis, que cualesquiera de las obras, que realiza el hombre, sin que haya intervenido la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican ni le salvan.

Desde su época de fariseo, San Pablo ya sabía que el hombre está bajo el trágico poder del pecado, que lo invade todo y a todos. Con una acusada violencia, el mundo lleno de pecado arrastra al hombre a su perdición. Sin embargo, le habían enseñado que el hombre por sí mismo podía oponerse a su influencia y así frenarlo, si cumplía con la ley de Dios. Como consecuencia, la justificación se conseguía por el cumplimiento de la Ley.

El fiel observante de la misma tenía la completa seguridad que obtendría la justificación y con ella la salvación. Tendrá así que esforzarse por sí mismo frente a las dificultades externas e internas para cumplir la ley de Dios. Su fuerza de voluntad para seguir las leyes divinas le permitirá liberarse de la esclavitud del pecado. Dios le pagará su éxito con la justificación y salvación, que habrá obtenido por el precio de su fidelidad

Frente a esta interpretación de la justificación de los fariseos, que el mismo San Pablo había asumido, y que, por implicar la autosuficiencia de la naturaleza humana, es afín al pelagianismo, nota ahora, en la Epístola a los romanos, en primer lugar, que no es posible observar ni todas, ni correctamente, las prescripciones de la ley. Se pregunta San Pablo, refiriéndose a los judíos: «¿Qué decir entonces? ¿Tenemos acaso alguna ventaja nosotros? No, de ningún modo, porque hemos probado ya que tanto los judíos como los griegos, todos, están bajo el pecado; según está escrito “no hay justo, ni siquiera uno” (Sal 13, 1) (…) Sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y el mundo entero sea reo ante Dios: dado que por obras de la Ley “nadie será justificado delante de El carne alguna” (Sal 142, 2); pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[6].

Sobre este pasaje, considera Santo Tomás que «Los judíos, contra quienes hablaba el Apóstol, pudieran para su excusa torcer el sentido de la autoridad invocada, diciendo que las palabras anteriormente dichas débense entender acerca de los gentiles, no de los judíos»[7]. Sin embargo, en este mismo lugar dice San Pablo: «sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero sea reo ante Dios»[8].

Todavía podrían replicar: «La palabras arriba invocadas no están tomadas de la Ley sino de un Salmo. Pero a esto débese decir que a veces el nombre de Ley se toma por todo el Antiguo Testamento, no sólo por los cinco libros de Moisés, según aquello de Jn 15, 25: “Es para que se cumpla, la palabra escrita en su Ley”, lo cual está escrito en el Antiguo Testamento, no en los cinco libros de Moisés, que propiamente reciben el nombre de Ley. Y también así se entiende aquí la palabra ley».

Una segunda objeción podría ser la siguiente: «En el Antiguo Testamento, se dicen muchas cosas relativas a otras naciones, como es patente en muchos lugares de Isaías y Jeremías, donde leemos muchas cosas contra Babilonia y de manera semejante contra otras naciones. Así es que no por mencionarse la ley se habla de las personas ni de las cosas que en la ley aparecen», es decir, de los judíos.

A esta objeción, indica Santo Tomás que: «débese decir que lo que indeterminadamente se dice es claro que se refiere a los que se les da la Ley, pues cuando habla de veras la Escritura de otros, de manera especial los designa, como cuando dice: “Duro anuncio contra Babilonia” (Is 13, 1) y cuando amenaza a Tiro (Am 1, 19).

Por consiguiente: «Las cosas que se dicen en el Antiguo Testamento contra otras naciones de algún modo les correspondían a los judíos, en cuanto los infortunios de aquello se decían para la consolación o para terror de éstos, así como también el predicador debe decir aquello que les toca a los que les predica, no lo que corresponde a otros».

Además, nota el Aquinate que San Pablo en este último versículo «cuando dice “, para que toda boca enmudezca” (Rm 3, 19), indica el alcance del predicho argumento, pues por dos motivos arguye a todos de injusticia la Sagrada Escritura. Lo primero para reprimirles su jactancia, por la cual se juzgaban ser justos (…) Lo segundo para que reconociendo su culpa se sujetaran a Dios, como el enfermo al médico».

Argumenta seguidamente Santo Tomás: «Por lo cual añade: “Y el mundo entero sea reo ante Dios” (Rm 3, 19) esto es, no sólo el gentil. Sino también el judío, reconociendo el uno y el otro su culpa “¿Cómo no ha de estar mi alma sometida a Dios? (Sal 61, 2)»[9].

Las obras de la ley

Como consecuencia, puede afirmar San Pablo: « por obras de la Ley “nadie será justificado»[10]. Comenta Santo Tomás: «Nadie es justo porque ninguna carne, esto es, ningún hombre se justifica ante sí mismo, o sea, según su juicio por las obras de la Ley, porque, como se dice en Ga 2, 21: “Si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano”. El Apóstol también dice: “El nos salvó, no a causa de obras de justicia, que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia” (Tt, 3, 5)».

Acude seguidamente una distinción que se encuentra en la Glosa. «Es doble la obra de la Ley: la una es propia de la ley de Moisés, como la observancia de los preceptos ceremoniales; la otra es obra de la ley de la naturaleza, porque pertenece a la ley natural, como “no matarás”, “no hurtarás”, etc.».

Refiere a continuación la exégesis de la Glosa de la afirmación paulina que la justificación no es por el cumplimiento de la obras de la ley, interpretación que el Aquinate no asume. «Algunos entienden que esto se dice de las primeras obras de la ley, a saber que las ceremoniales no conferían la gracia por la que los hombres son justificados». Al decir San Pablo que las obras que se siguen del cumplimiento de la ley no justifican, se referiría a las leyes ceremoniales o rituales. La negación no alcanzaría a la obras de la práctica de la ley natural, que se confirmó en el Decálogo. San Pablo, por tanto, no negaría la eficacia justificadora de las obras morales.

En este segundo comentario a la Epístola a los romanos rechaza abiertamente esta interpretación, que seguían muchos autores. Nota a continuación Santo Tomás que: «Más no parece ser ésta la intención del Apóstol, lo cual es evidente porque en seguida agrega: “pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado”. Y es claro que los pecados se conocen por la prohibición de los preceptos morales, y así el Apóstol quiere decir que por todas las obras de la Ley, aun las que están mandadas por los preceptos morales, nadie se justifica de modo que por las obras se opere en él la justicia, porque como se dice más adelante: “Y si es por gracia ya no es por obras” (Rm 11, 6)»[11].

Al comentar este otro lugar de la Epístola de los romanos –«Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia dejaría de ser gracia»[12]–, indica el Aquinate que San Pablo refiriéndose a los judíos, que siguen la ley, dice: «”Y si es por gracia” por lo que han sido salvos”, “ya no es por obras” de ellos. “El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia (Tt, 3, 5) (…) si la gracia proviene de las obras, “la gracia dejaría de ser gracia”, que así se llama por otorgarse gratuitamente. “Justificados gratuitamente por su gracia” (Rm 3, 24)»[13]. Con ninguna obra de la ley, ya sea ceremonial o natural, se consigue la justificación. Con las obras no se «compra» la gracia[14].

Después de declarar San Pablo que la observancia de la ley no es eficaz para la justificación del hombre, y añadir: «pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[15], explica Santo Tomás que con ello: «demuestra lo que dijera, o sea, que las obras de la ley no justifican. En efecto, la ley se da para que el hombre sepa qué debe hacer y qué evitar. “No ha hecho otro tanto con las demás naciones, ni les ha manifestado a ellas sus juicios” (Sal 147, 20). “El mandamiento es una antorcha, y la Ley es una luz y el camino de la vida” (Pr 6, 23)».

Ni el cumplimiento de la ley de Moisés, o la ley natural expresada en ella, ni tampoco su mero conocimiento justifican al pecador. A los judíos, que estaban bajo la ley del Moisés, o a los gentiles, que lo estaban bajo la ley natural, la ley les servía para el conocimiento de sus pecados. «Ahora bien, de que el hombre conozca el pecado el cual debe evitar por cuanto está prohibido, no se sigue formalmente que lo evite, lo cual pertenece al orden de la justicia, porque la concupiscencia subvierte el juicio de la razón en el obrar concreto. Y por lo mismo la ley no basta para justificar, sino que se necesita otro remedio por el cual se reprima la concupiscencia»[16]. La gracia de Dios es, por ellos, la que permitirá que se cumplan las obras de la ley.

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18.08.16

XLVII. La justificación por la fe

La justificación

En un pasaje de su Epístola a los Romanos, San Pablo argumenta: «¿Dónde está el motivo de gloriarte? Queda excluido ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la Ley de la fe. Así concluimos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1].

Santo Tomás, que comentó las catorce epístolas de San Pablo, y la dirigida a los fieles de Roma, dos veces, en la segunda y última versión, indica, al explicar los primeros vehículos del texto paulino, que puede entenderse, «por justicia de Dios, la justicia por la que justifica Dios a los hombres»[2].

Para comprender estos textos, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que  la palabra «justificación» tiene varios significados. El sentido más usual es el que expresa el acto de justificarse, que consiste en dar la razón o el motivo de algo que se ha realizado, para que se advierta que no era inconveniente o ilícito y, por tanto, para que su autor no se le tenga por malo o culpable. Justificarse sería equivalente a defenderse para probar la propia inocencia. Se comprende que a esta exculpación se  le denomine justificación, porque esté término, en sentido jurídico, significa la exposición de la no culpabilidad del que se le presume culpable, y, por tanto, con la proclamación de lo justo, de lo que es conforme a la realidad.

Otro sentido, que es el que se utiliza en la Sagrada Escritura, implica no una presunción, sino una afirmación de la culpabilidad del hombre por ser un pecador y, por tanto, que vive en una situación injusta, no conforme a la razón y a la ley divina. Desde la probada posición pecadora del hombre, la justificación sería hacer justo al que no lo es, al hombre que es claramente culpable. En este sentido religioso,  justificar es hacer justo. La justificación es el acto de la voluntad divina por el que el pecador es hecho justo. Dada la condición pecadora y culpable del hombre, la acción divina justificadora es imprevisible por no ser exigible y es así totalmente gratuita.

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3.08.16

XLVI. Heridas pecaminosas

El bien de la naturaleza

La concupiscencia, inclinación desordenada habitual de las partes inferiores del cuerpo y del alma, llamada también «fomes» o yesca, porque al actualizarse se convierte en pecado, la dejo el pecado original en la naturaleza humana. La inclinación desordenada de los apetitos sensibles y que queda como reato después de perdonado el pecado por el bautismo, no es el único legado del pecado original. Explica Santo Tomás: «Así como en el orden del bien son la inteligencia y la razón quienes poseen primacía, así en el orden del mal la parte inferior del alma es la principal, porque entenebrece y arrastra a la razón (…). Por esto el pecado original se dice que es más bien concupiscencia que ignorancia, aunque es cierto que la misma ignorancia está incluida entre los defectos materiales del pecado original»[1].

Después del pecado original, el hombre perdió la armonía perfecta de sus facultades, aunque no absoluta, que confería la gracia, pero no conservó una armonía imperfecta, que tendría el hombre en el teórico estado de naturaleza pura, o un estado sin la gracia y sin los dones preternaturales. Consecuencia del primer pecado fue esta falta de toda armonía.

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18.07.16

XLV. El misterio de las tentaciones de Cristo

El comentario de San Gregorio Magno

Una de las reflexiones sobre el misterio de la tentaciones de Cristo, que tuvo principalmente en cuenta en su explicación teológica Santo Tomás de Aquino, fue la de del papa San Gregorio Magno (c. 540-604), Sobre este Doctor de la Iglesia, uno de los cuatro primeros, junto con San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín, dijo Benedicto XVI que: «Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza»[1].

El llamado «Papa de la razón» indica también que: «En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo “siervo de los siervos". Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza»[2].

En sus Homilías sobre los Evangelios, que reúne sus predicaciones en las basílicas e iglesias de Roma al pueblo romano, dedicó una de ellas, al comentar el evangelio del primer domingo de Cuaresma (Mt 4, 1-11), en la basílica de San Juan de Letrán. Empezó con esta confesión: «La mente se resiste a creer y los oídos humanos se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo, ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que conocemos no ser increíbles si reflexionamos sobre ello y sobre otros sucesos»[3].

Uno de estos, el primero, que se destaca desde este relato, es que: «El diablo es cabeza de todos los inicuos y que todos los inicuos son miembros de tal cabeza. Pues qué, ¿no fue miembro del diablo Pilatos? ¿No fueron miembros del diablo los judíos que persiguieron a Cristo y los soldados que lo crucificaron? ¿Qué extraño es, por tanto, que permitiera ser transportado al monte por aquel a cuyos miembros permitió también que le crucificaran?».

No es extraño, por consiguiente, y tampoco: «no es, pues indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras».

Señalada la conveniencia de la tentación, advierte, no obstante, que: «La tentación se produce de tres maneras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nosotros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozo siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica, fue exterior, no de dentro»[4].

El duelo con Satanás

Comenta seguidamente, San Gregorio, que: «Mirando atentos al orden en que procede en Él la tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nosotros ilesos de la tentación». A nosotros nos tienta no sólo lo externo, sino también una tentación interna, que procede del pecado original y que está en nuestro interior, en donde encuentra su complicidad. En Cristo, la tentación no podía partir de su interior, ni podía darse en Él ninguna connivencia interior con la tentación.

Nota también el papa Gregorio I que el paralelismo entre las tentaciones y su orden, que sufrieron Adán y Eva, con las que sufrió Jesús, y también su correspondencia con nuestras debilidades actuales. El «altivo» y «antiguo enemigo» se dirigió a los primeros con las mismas tentaciones. «Pues le tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia; y tentándole le venció, porque se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula, cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó con la vanagloria cuando dijo: “Seréis como dioses”. Y le tentó con la avaricia cuando dijo: “Sabedores del bien y del mal”; pues hay avaricia no sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciere a la avaricia la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de Dios (Phil. 2, 6): “No tuvo por usurpación el ser igual a Dios”. Y con esto fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle a la avaricia de grandezas»[5].

Cristo tomó sobre sí, al igual que la muerte, el sufrir nuestras tentaciones para vencerlas y hacer posible que nosotros las venciéramos con su gracia que nos consiguió. Por ello: «Por los mismos modos por los que derrocó al primer hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre. En efecto, le tienta por la gula, diciendo: “Di que esas piedras se conviertan en pan”; le tentó por la vanagloria cuando dijo: “ Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo”; y le tentó por la avaricia de la grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: “Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares”. Mas, por los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es él vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nosotros aprisionado»[6].

A Cristo, Satán se le había aparecido con forma humana. Entre ambos se había entablado un diálogo como un hombre a otro hombre, aunque la iniciativa, por marchando al desierto, la había tomado el vencedor. Le venció con la verdad y la justicia. «El Señor, tentado por el diablo, responde alegando los preceptos de la divina palabra, y Él, que con esa misma Palabra, que era El, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia, a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombre malos, más bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina».

Además de la paciencia, se nos propone la humildad. «Cuán grande es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando somos provocados con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos (…) El Señor soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole por entonces y no aniquilándole»[7].

En tercer lugar, se nos invita a la adoración de Cristo, porque: «Habiéndose retirado el diablo, los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos naturalezas de una sola persona, puesto que simultáneamente es hombre, a quien el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos, pues, en Él nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en Él al hombre no le tentara; y adoremos en El su divinidad, porque, si ante todo no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían»[8].

Por último, quedan explicados como deben vivirse los días de ayuno y penitencia de la cuaresma. «Hallamos que Moisés, para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento alguno. Procuremos también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la abstinencia durante el tiempo cuaresma cada año»[9].

En conclusión, exhorta San Gregorio que: «Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupiscencias torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se ofrece y esta viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y, no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte, comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por consiguiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia»[10].

La visión escriturística

En nuestra época, Louis-Claude Fillión, profesor del Instituto Católico de París, desde una perspectiva científica, se ocupó de la vida de Jesús. Al tratar el episodio de las tentaciones, aportó nuevas observaciones, que están en continuidad con San Agustín, San Gregorio el Magno y Santo Tomás. Notó, en primer lugar, que es: «un misterio más profundo y más asombrosos aún que el del bautismo de Nuestro Señor; el Hijo de Dios tentado, es decir, provocado a hacer mal; el Hijo de Dios en contacto inmediato con el príncipe de los demonios»[11].

Gracias a San Pablo y a estos y a otros doctores de la Iglesia, puede advertir que: «El Verbo divino, al hacerse hombre, había aceptado todas las condiciones, todas las miserias, todas las humillaciones de nuestra naturaleza caída. Por lo cual, dice el apóstol de los gentiles (Hb 4, 15) fue “tentado como ellos”. Y aún va más lejos San Pablo cuando no vacila en decir (Hb 2, 18) que “fue necesario que Jesús fuese hecho en todo semejante a sus hermanos…, porque, por haber padecido y sido tentado, es poderoso para ayudar a los que son tentados”. Hay, pues, también aquí, de parte del Salvador, una de aquellas voluntarias humillaciones que, con lenguaje nobilísimo, describe la Epístola a los Filipenses (Fil 2, 7,8)»[12].

Para comprender de algún modo el misterio de las tentaciones, debe también tenerse en cuenta que: «Primeros en sufrir la prueba de la tentación habían sido los ángeles, muchos de los cuales sucumbieron tristemente. La sufrió también Adán y nosotros sabemos cuán funestos fueron los resultados para sí y para su posterioridad. Tampoco se libró de ella el segundo Adán; ¡pero qué magnifica va a ser su victoria! Todo bien considerado, entrar en abierta liza contra el caudillo del imperio de las tinieblas y triunfar de él»[13].

Además, que: «La dolorosa escena de Getsemaní derrama clarísima luz sobre la tentación del desierto. Aunque era impecable pudo, pues, Jesús ser realmente tentado; pero con esta otra gran diferencia: que en nosotros, por obra del pecado original, hay una levadura de concupiscencia que aumenta la potencia del mal, mientras que en Jesús, en quien todo era santo y perfecto, no podía la tentación provenir sino de fuera, de Satán o de sus agentes».

La razón por la que Jesús: «podía ser incitado al mal y tentado a faltar a su deber» era porque le era posible: «ocultarse, digámoslo así, momentáneamente su divinidad y permitir que la naturaleza humana fuera sometida a duras pruebas». Además: «La tentación, por penosa que pueda ser, no causa de suyo ningún mal al alma que sabe resistirla; antes al contrario, pone de manifiesto el temple del alma, y de este modo acrecienta sus méritos»[14].

Después de haber sido bautizado por Juan Bautista –según «una antiquísima tradición, referida ya por Peregrino de Burdeos (a. 333)» en «el punto del Jordán próximo al convento griego de San Juan Bautista (Kasr-el Yeub, castillo de los Judíos), a cinco millas romanas del mar Muerto»[15]–, «desde las orillas del Jordán, Jesús, conducido por el Espíritu Santo, atravesó el espacio de unos ocho kilómetros que media entre el río y Jericó; luego, encaminándose hacia el Oeste, se detuvo, según indica San Mateo con precisión, en la región más elevada del desierto (…) en el lugar que hoy lleva el nombre de Djebel Kurûntel o Kurûntul, “monte de la Cuaresma”, en memoria de los cuarenta días que en el pasó el Salvador»».

A diferencia de otros que sostienen que el ayuno de Jesús fue natural, porque de acuerdo con los datos de la ciencia puede el hombre vivir sin comer hasta sesenta días, Fillion cree que: «Por espacio de este largo período, vivió casi únicamente del alma, sumido por entero en Dios, rogando por los que había venido a salvar, contemplando de antemano las diferencia fases de su próximo ministerio. Vivió como en éxtasis continuado, durante el cual las necesidades del cuerpo estaban milagrosamente en suspenso. Pero de repente, al reasumir la naturaleza imperiosamente sus derechos, hízose sentir el aguijón del hambre»[16].

Respecto a la actuación de Satanás, advierte, por una parte, que: «El Evangelio nos muestra al príncipe de los demonios acercándose de manera insidiosa, muy probablemente debajo de forma humana Los distintos nombres que aquí le dan los escritores sagrados son los mismos que de ordinario recibe en las otras partes de la Biblia: “Satán”, palabra hebrea que significa “adversario”; “diablo” o calumniador y “tentador”. Cada uno de estos calificativos lo señala con merecido estigma y pone de relieve su rara maldad. Enemigo como es de Dios y de los hombres, envidioso de Dios y de los hombres, ¡qué triunfo no alcanzaría sobre Dios y sobre los hombres juntamente si lograse vencer al Salvador¡ En su triple asalto contra Cristo manifestará toda su astucia y toda su habilidad».

Por otra parte, que: «La expresión “Si eres el Hijo de Dios”, que pone por dos veces como en vanguardia de sus pérfidas sugestiones, muestra que hasta cierto punto conocía la naturaleza y misión de Jesús. Poco antes, en el bautismo de Nuestro Señor, la voz divina había hablado con suficiente claridad para instruirle, si es que él o uno de los suyos la escucharon. En todo caso, quería tener una certeza mayor. Aquellas palabras insidiosas “Si tu eres…” están escogidas se intento para excitar en lo más vivo el amor propio de Aquel a quien iba a tentar y obtener más fácilmente de Él el prodigio solicitado»[17].

La palabra de Dios

Considera Fillion que la intención del diablo, en la primera tentación, era: «apremiar a Jesús a que utilizase en interés personal, sin necesidad perentoria, el don de hacer milagros, que sin duda le habría sido concedido si verdaderamente era el Mesías. ¿Por qué el Hijo de Dios había de sufrir hambre como un simple mortal en aquel inhabitado desierto, cuando tan fácil le era procurarse, sin más que una palabra, un alimento nutritivo? Hábil era la sugestión. Si Jesús le hubiese dado oídos “habría subordinado”, por lo menos momentáneamente, su naturaleza divina a las necesidades de su humanidad, colocando lo humano por encima de lo divino, transformando lo divino en medio para lo humano; habría, por consiguiente, invertido el orden dispuesto por Dios»[18].

Sobre la respuesta de Jesús, en esta primera tentación, explica, el investigador francés, que: «Algunos exegetas han desviado la respuesta de Jesús de su verdadero sentido, explicándola cual si la locución “palabra de Dios” significase aquí no un valimiento material, sino espiritual; por ejemplo, la obediencia a la voluntad divina, la palabra inspirada de los Libros santos, etc.»[19].

No parece que sea así, porque en el versículo del Deuteronomio, con el que replicó Jesús, con la expresión «toda palabra que sale de la boca de Dios» se alude al milagro del maná con el que el Señor los alimentó durante cuarenta años en el desierto. De manera que: «Con una palabra de su boca creadora y omnipotente les dio en abundancia un alimento maravilloso, que sostuvo sus fuerzas por espacio de cuarenta años ¿Por qué, pues, Jesús, que se hallaba en circunstancias semejantes a las de los israelitas, había de obrar un milagro egoísta contrario al orden de la Providencia, dado que Dios conocía sus necesidades y no dejaría ciertamente de remediarlas en sazón oportuna?»[20].

La protección de Dios

Respecto a la segunda tentación, cree Fillion que: «el Salvador toleró a Satanás que le llevase por los aires hasta Jerusalén»[21]. Sin embargo, parece más verosímil lo que indica dominico A.M. Henry: «No se ha de entender esta tentación como si Jesús se hubiera subido sobre las espaldas del diablo o agarrado a su brazo (…) El diablo conduce a Jesús sencillamente a Jerusalén y hasta el pináculo del templo. Y le tienta utilizando de nuevo una palabra de la Escritura, sugiriéndole seducir al pueblo con espectáculos prestigiosos. Es la tentación perpetua de los que “exigen milagros” (1 Cor 1, 22)»[22].

El exegeta francés sigue a Marie-Joseph Lagrange, fundador de la Escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén, que había notado que: «Si Jesús había seguido al demonio por los aires, ¿qué podía significar la invitación de tirarse desde una altura de algunos cientos de metros? Jesús habría cedido ya al deseo de Satán»[23].

Añade el profesor Fillion que: «La táctica diabólica, con ser siempre la misma en el fondo intenta ahora perfeccionarse. El tentador que, a costa suya, acababa de comprobar la fuerza de una cita bíblica traída oportunamente, se atreve, a su vez, a alegar también una para justificar su odiosa proposición»[24]. Toma del Salterio el versículo: «mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos»[25], y, como comenta Fillion: «Cierto que ella expresa con gracia encantadora los cuidados, que bien podemos llamar maternales, de que Dios rodea a los justos, sus fieles amigos»[26].

Sobre la solicitud maternal de Dios, escribía santa Laura Montoya: «Me echaré como un niño enfermo en vuestros brazos, cual el niño en los de su madre, y me estaré quietecita hasta que mi mal halle su remedio en tu casa, oh Dios-Madre mía! No es mucho pensar en que eres Madre, pues que Jesucristo dijo: “Quise arroparte como la gallina a sus polluelos (Mt 23, 37) y también dijo: “Una madre puede olvidarse de sus hijos pero yo jamás me olvidaré de ti” (Is 49, 15). Luego si la madre puede olvidarse de sus hijos y Jesús no, se sigue que Dios es más que madre. En este pasaje me autoriza a mirarlo como más que madre! ¿Y que es más que madre? Pues un Dios-Madre»[27].

Con esta cita del Salmo, la argumentación del diablo sería que Dios: «Con mayor razón ha de proteger a su Cristo. No dude, pues, Jesús, en lanzarse al abismo. Lejos de hacerse daño alguno, con este inaudito prodigio asombrará a los judíos que a todas horas andan por los patios del templo, y al punto será aclamado como el esperado libertador, como Mesías directamente descendido del cielo»[28].

Con la respuesta de Jesús, «No tentarás al Señor tu Dios»[29], le contesta que Dios: «ha dado solemne palabra de que socorrerá a los justos cuando se hallaren en peligro, pero no ha prometido venir en su ayuda cuando sin razón suficiente se expongan ellos mismos al peligro por temeraria presunción, según que Satanás se lo proponía a Jesús. Proceder de este modo sería tentar a Dios, ponerle arrogantemente a prueba, exigir que por nuestros capricho renuncie a los sabios designios de su Providencia, que, por decirlo de una vez, obre milagros estupendos para remediar los daños de incalificables locuras»[30].

Principios del reino de Dios

En lo tocante a la tercera tentación, sostiene Fillion que: «Es probable que Satanás, por arte de magia, por una especie de fantasmagoría y de espejismo, hiciese pasar ante los ojos e imaginación de Nuestro Señor en grandioso y admirable panorama las bellezas de la naturaleza y del arte, las ciudades con sus palacios, los ejércitos y las turbas, las riquezas materiales, en una palabra, todo lo que constituye la gloria exterior de nuestra tierra»[31].

Parece ser que el monte elevado al que subió el diablo a Jesús fue la cumbre del monte de la Cuarentena. El monte o «la roca (pues tal nombre se le puede dar), se eleva 492 m. sobre el mar Muerto, 323 m. sobre Ain es-Sultan (fuente de Eliseo), 98 m sobre el Mediterráneo; yérguese escarpado y casi vertical frente a Tell es-Sultan (montículo en ruinas del Jericó de la época de Josué). La laderas del monte están perforadas de cavernas, que antiguamente estuvieron habitadas por anacoretas. Desde la cumbre se domina toda la vasta llanura de Jericó y las sinuosidades del Jordán con la verde espesura de sus márgenes. Al norte la vista se dilata por el país de Gallad y de Basán, recreándose en las cumbres nevadas del Líbano; al oriente se divisa el país de los antiguos amorreos; al sur se extiende el mar Muerto y parte del desierto de Judá hasta el país de los idumeos, grandioso panorama, muy propio para el objeto que el tentador se proponía en el tercero de sus ensayos»[32].

En este lugar: «el diablo juega el todo por el todo (…) y le ofrece en contrato todos los reinos de la tierra. Pero la misión de Jesús no es reinar en la forma y con la pompa de Satán»[33]. Su misión consiste, como afirma Lagrange: «en proceder siempre y en todo por la adoración de Dios solo»[34].

Explica Fillion que: «como ya observó San Jerónimo (In Matth., h. 1), el demonio usa aquí un lenguaje atrevido y soberbio, pero falso en gran parte, pues ni posee tal autoridad sobre todo el mundo, ni puede conferir los reinos en feudo a quien le plazca. Más tampoco es enteramente mentirosa su aseveración dado que el mismo Dios le tolera el ejercicio de cierto poder en los negocios de los hombres, y que estos se entregan con mucha frecuencia a su funesta dirección»[35].

Es patente, como comenta seguidamente el escriturista francés que: «¡Con que arte encarece el valor de los bienes cuyo pleno e inmediato goce ofrece al Salvador¡ Pero esta oferta dista mucho de ser gratuita. El tentador exige, para conseguir su favor, una condición monstruosa y verdaderamente diabólica que Jesús se postre a sus pies y manifiesta así, a la usanza oriental, su absoluta sumisión al soberano de cuyas manos recibirá entonces sus poderes»[36].

A la orden de expulsión de Satanás, siguió Jesús con la cita de la Escritura «adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás»[37], con la que completaba las otras anteriores respuestas. «Este texto, tomado igualmente del Deuteronomio, expresa la ley fundamental de la verdadera religión. Adorar a Dios y servirlo, he aquí el primero y más grande de todos los mandamientos, y el que resume todos los demás (…) Ningún argumento mejor para imponer silencio a su adversario. Y así, el demonio, vencido en todos sus intentos, víose constreñido a huir vergonzosamente»[38].

Concluye Fillion que: «La victoria del que justamente ha sido llamado el segundo Adán, cabeza de la humanidad rescatada, compensa del vergonzoso y fácil vencimiento del primero». Sin embargo, hace notar que el auténtico sentido de este suceso: «no consistió solamente en una triple tentación de gula, de vanagloria y de ambición. Fue mucho más grave y decisiva (…) Jesús fue tentado, no a título de hombre ordinario, sino de Mesías, a la hora misma en que como tal iba a presentarse ante sus compatriotas»[39].

Se comprende está interpretación, si se tiene en cuenta que: «La mayoría de los judíos de entonces habían desfigurado torpemente el santo y celestial retrato que los profetas habían trazado del Mesías, hasta hacerlo completamente terreno y desconocido. El libertador que ellos esperaban había de aparecer de un modo teatral multiplicar los milagros sin más fin que halagar su vanidad personal o la de su pueblo y manifestarse como rey poderoso, cuyo imperio universal apenas bastaría para satisfacer su ambición. Este programa de falso mesianismo judío es el que el demonio, en sus tres consecutivos asaltos, proponía a Jesús que realizase».

En sus respuestas a las tres tentaciones, Jesucristo estableció tres grandes principios sobre su reino y su misión: «1º. Aun como Mesías no se creía a cubierto de las necesidades y pruebas a que están sometidos los demás hombres, ni hará milagro alguno para eximirse de ellas. 2º Para convencer a los judíos de sus derechos mesiánicos no echará mano tampoco de prodigios inútiles, ni hará “señales” deslumbradoras que no tengan un fin moral. 3º El reino que va a fundar nada tendrá de político ni terreno, sino que será espiritual y religioso. En una palabra, Jesús no se aviene a ejercer el oficio de Mesías sino en consonancia con la voluntad de Dios»[40].

En cualquier caso, como se dice en el Catecismo del Concilio de Trento, es innegable: «Cuán grande es la audacia y perversidad del diablo para tentarnos. Y cuán atrevidos sean, demuéstralo la voz de Satanás, según el Profeta: “Escalaré el Cielo” (Is 14, 13). Acometió a los primeros padres en el Paraíso, persiguió a los Profetas, deseó apoderarse de los Apóstoles, a fin de cómo dice el Señor por el Evangelista “zarandearlos como el trigo” (Lc 22, 31), y ni aún se avergonzó ante la presencia misma de Cristo, nuestro Señor (Mt 4, 3); por lo cual expresó San Pedro la insaciable ambición de ellos y su inmensa actividad diciendo: “Vuestro enemigo el diablo anda girando, como león rugiente, alrededor de vosotros, en busca de presa que devorar” (Pdr 5, 8). Pero no es sólo Satanás el que tienta a los hombres, sino que, a veces, bandas de demonios acometen a cada uno, como lo declaró aquel diablo que, preguntado por Cristo, Señor nuestro, qué nombre tenía, contestó: “Tengo por nombre Legión (Mrc 5, 9); esto es, una multitud de demonios, que habían atormentado a aquel desgraciado; y de otro demonio se lee: “Toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habían allí, y el último estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero” (Mt 12, 45)[41].

La tentación del rechazo de Dios

Otro aspecto de las tentaciones de Jesús es su especial actualidad, como ha puesto de relieve otro Papa, Benedicto XVI. En su obra Jesús de Nazaret, confiesa en el prólogo del primer volumen: «Yo sólo he intentado, más allá de la interpretación meramente histórico-crítica, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten hacer una interpretación propiamente teológica de la Biblia, que exigen la fe, sin por ello querer ni poder en modo alguno renunciar a la seriedad histórica»[42].

En la primera parte de la obra, después de ocuparse del bautismo de Jesús, lo hace con las tentaciones. En primer lugar, se ocupa de analizar la naturaleza de la tentación diabólica. En los relatos evangélicos de las tres tentaciones de Cristo: «Aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto». Es el centro, que se puede descubrir en muchas de las corrientes de pensamiento y de acción social y política del mundo actual.

Retirado Dios de la vida en todas sus dimensiones: «poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras»[43]. La tentación de rechazo de Dios y no sólo su gracia, que es imprescindible, sino de su misma realidad.

Si en su profundidad se encuentra lo negativo, el quitar a Dios de la vida del mundo, en su superficie la tentación se presenta como algo positivo o conveniente, porque: «Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral; no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor, abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo».

La mentira está en la tentación, tanto en su interior como en su exterior. Miente en el aspecto externo, porque: «se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita».

También miente al mostrar el verdadero problema profundo que esconde, porque, por una parte: «La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma? ¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana». Por otra la cuestión moral conexionada: «¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús»[44].

La prueba de la existencia de Dios

Seguidamente escribe Benedicto XVI sobre la primera tentación: «”Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: “Si eres Hijo de Dios…”; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: “Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará…” (2, 18). Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompaña a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara repetidas veces que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es»[45].

Es innegable, que, como comenta seguidamente: «Esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee»[46].

Reconoce el Papa que: «se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible»[47].

Su respuesta es que: «Este es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del “éxodo” de “Egipto”»[48].

El diablo, en la primera tentación, concreta un argumento sobre la realidad de Dios.«La prueba de la existencia de Dios que el tentador propone en la primera tentación consiste en convertir las piedras del desierto en pan»[49].

Lo que implica esta propuesta es el siguiente dilema: «¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná. Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención?»[50].

Esta tentación puede plantearse en la Iglesia en nuestros días de este modo: «Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después». La solución se puede encontrar en un hecho equivalente en la vida de Jesús: el milagro de la multiplicación de los panes[51].

Se pregunta el Papa: «¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios»[52].

Un primer elemento del milagro es buscar a Dios; el segundo, orar o pedirle. «Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida»[53].

De las palabras de Jesús en esta tentación –«No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»[54]– se desprende para todos los ámbitos de la cultura actual: «Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes»[55].

Con la inversión de esta jerarquía, que se impone en nuestro mundo: «Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios».

Afirma Benedicto XVI, como conclusión definitiva, que: «Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien»[56].

El dogma moderno

En la segunda tentación, la cita del Salmo 90 –«mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos»– revela, por una parte, que: «El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo»[57].

Por otra parte, que: «El debate teológico entre Jesús y el diablo es una disputa válida en todos los tiempos y versa sobre la correcta interpretación bíblica, cuya cuestión hermenéutica fundamental es la pregunta por la imagen de Dios. El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre quién es Dios»[58].

A partir de este comentario, nota Benedicto XVI, sobre la actual interpretación de la Escritura, que: «A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe. Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer»[59].

Desde este moderno «dogma» se dice además: «con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo, sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos»[60].

La respuesta del Señor en esta tentación es un pasaje del Deuteronomio –«No tentaréis al Señor, vuestro Dios»[61]– en el que se: «alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios».

Explica Benedicto XVI que: «Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: “Tentaron al Señor diciendo: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” (Ex 17, 7) (…) Dios debe someterse a una prueba. Es “probado” del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Salmo 90, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo»[62].

Para el Papa, la segunda tentación, por consiguiente, lleva al: «gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo».

Además, es una advertencia a: «La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto a Dios, pues nos ponemos por encima de Él. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo»[63].

El reino de Cristo

Al igual que otros comentaristas, el Papa considera que la tercera tentación de Jesús es el «punto culminante de todo el relato»[64] y que, por ello, es la «tentación fundamental»[65]. El dominio del mundo, que le ofrece el demonio en ella: «¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser Él precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar?»[66].

De igual manera, se sigue en la actualidad esta tentación al: «interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Ésta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica?»[67].

Jesús tiene poder sobre el mundo. «El Señor resucitado reúne a los suyos “en el monte” (Cf. Mt 28, 16) y dice: “Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra” (28, 18)». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, de Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos»[68].

Podíamos preguntar entonces: «¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?. La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios»[69].

Jesucristo «ha traído a Dios», y, por ello: «ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco»[70].

No debe olvidarse que: «El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19s)»[71].

Además: «el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han derrumbado todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá»[72].

Eudaldo Forment



[1] BENEDICTO XVI, San Gregorio Magno, Audiencia General, 28 de mayo de 2008.

[2] IDEM, La doctrina de San Gregorio Magno, Audiencia General, 4 de junio de 2008.

[3]SAN GREGORIO MAGNO, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en IDEM, Obras, Madrid, BAC, 2009, 2ª reimpr., pp. 533-780, Homilía XV, 1, p. 596-597.

[4] Ibíd., Hom. XVI, 1, p. 597.

[5] Ibíd., Hom. XVI, 2, p. 597.

[6] Ibíd., Hom. XVI, 3, pp. 597-598.

[7] Ibíd., Hom. XVI, 3, p. 598.

[8] Ibíd., Hom. XVI, 4, p. 598.

[9]Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 598.

[10] Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 599.

[11] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo (Trad. V. M. Larraizar), Madrid, Rialp, 2000, 3 vs. I. Infancia y bautismo, p. 311.

[13] Ibíd., pp. 311-312.

[14] Ibíd., p. 311.

[15] Ibíd., p. 307.

[16] Ibíd., p. 312.

[17] Ibíd., p. 313.

[18] Ibíd., pp. 313-314.

[19] Ibíd., p. 314, n. 46.

[20] Ibíd., p. 314.

[21] Ibíd., p. 314. Advierte que: «San Mateo, que escribía principalmente para los judíos, da a la capital teocrática su nombre glorioso de “ciudad santa”, frecuentemente empleada en los libros del A.T y N.T» (Ibid., nota 47).

[22]A.-M. HENRY, La vida de Jesús, en IDEM y otros, Iniciación teológica, Barcelona, Herder, 1961, 3 vols., v.III, La economía de la redención, pp. 103-126, p.110.

[23] M.J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu,París, Libraire Lecoffre, 1948, 7ºed. P. 64. Véase IDEM, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1933, pp. 62-66.

[24]L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, p. 315.

[25] Sal 90, 11.

[26] L. C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 315.

[27] Laura Montoya Upegui, Autobiografía, Medellín, Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, 1991, 2ª ed., p. 324.

[28] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 315.

[29] Dt 6, 16

[30] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 314-315.

[31] Ibíd., p. 316.

[32] I. SCHUSTER – J.B. HOLZAMMER (Trad. J. de Riezu), Histórica Bíblica, Barcelona. Editorial Litúrgica Española, 1947, 2ª ed., 2 vv., v. 2, pp. 123-124.

[33] A.-M. HENRY, La vida de Jesús, op. cit., p. 111.

[34] M.J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu,, op. cit., p. 64.

[35] L.C.. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 316-317.

[36] Ibíd., p. 317.

[37] Dt 6, 13.

[38] L.C.. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 317.

[39] Ibíd., pp. 318-319.

[40] Ibíd.., p. 319.

[41]Catecismo del Concilio de Trento; IV, c. 15, n. 6.

[42] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, Madrid, La esfera de los libros, 2007, I, Desde el Bautismo a la Transfiguración, Prol., 20.

[43]Ibíd.., 2, p. 52.

[44]Ibíd., p. 53.

[45] Ibíd., pp. 54-55.

[46] Ibíd., p. 55.

[47] Ibíd., pp. 58-59.

[48] Ibíd., p. 59.

[49] Ibíd., p. 55.

[50] Ibíd., pp. 55-56.

[51] Ibíd., p. 57. Otro gran relato relacionado con el pan es la Eucaristía: « y el milagro permanente de Jesús sobre el pan (…) El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos» (Ibíd., p. 57)

[52] Ibid., pp. 56-57.

[53] Ibíd., p. 57.

[54] Mt 4, 4.

[55] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, op. cit., pp. 57-58.

[56] Ibíd., p. 58.

[57] Ibíd.., p. 60

[58] Ibíd., p. 61

[59] Ibíd., p. 60.

[60] Ibíd.., pp. 60-61.

[61] Dt 6, 16.

[62] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, op. cit., p. 62.

[63] Ibíd., p. 62.

[64] Ibíd., p. 63.

[65] Ibíd., p. 67.

[66] Ibíd.., p. 63.

[67] Ibíd., p. 68.

[68] Ibíd., p. 64

[69] Ibíd., p. 69.

[70] Ibíd., p. 70.

[71] Ibíd., p. 64.

[72] Ibíd., p. 70.

5.07.16

XLIV. Las tres tentaciones diabólicas

Los tres amores y las tres tentaciones

Como causa de los pecados, además de la «concupiscencia de la carne», sufre el hombre la «concupiscencia de los ojos» y la «soberbia de la vida»[1]. Según Santo Tomás, la primera concupiscencia da lugar a los desordenes o pecados de gula y lujuria. La concupiscencia de los ojos, que no se deriva directamente en la anterior, sino en las facultades racionales, es el origen de la avaricia y de la vanagloria, y la soberbia de la vida, al deseo desordenado de la propia excelencia o soberbia[2].

San Agustín, que tomaba la concupiscencia de los ojos como la curiosidad[3], había observado que estos tres amores, raíces de todos los pecados, se correspondían con las tres tentaciones que empleó el diablo contra Cristo. Escribe: «Con estas tres cosas tentó el demonio al Señor. Le tentó con la codicia de la carnecuando, al sentir hambre después del ayuno, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado? Escucha lo que le dice: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios” (Mt 4, 4)».

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