LIII. Vías para llegar a Dios

Caminos para el conocimiento de Dios

El creyente, para conocer, entender y desarrollar lo revelado –y obtener así verdades explícitas, que estaban implícitas, pero que serán para él nuevas–, dispone de dos fuentes de conocimiento. Dado que ha tenido lugar la revelación, dispone de dos medios para el conocimiento de Dios. Uno, las fórmulas reveladas, que son una fuente derivada y conceptual. Otro, Dios mismo, que es la fuente primordial y real.

Las dos fuentes son distintas, pero, como es patente, no son independientes. No lo son en su origen, porque la primera, la revelación, que está constituida por expresiones conceptuales y siempre parciales de la divinidad, brota de la segunda, de Dios, que es quien revela. Tampoco son independientes en su posesión por el hombre, porque no cabe posesión de la segunda, la Divinidad por la gracia, sin la fe en los enunciados revelados, sin la primera. Son imprescindibles como mínimo dos generalísimos, como son la existencia de un Dios sobrenatural y que es remunerador.

Por existir dos fuentes, hay dos víaspara el conocimiento de Dios. Explica Santo Tomás que: «De dos maneras conocemos la bondad y voluntad divinas. La una es especulativa, y en este sentido es ilícito dudar y también probar o experimentar si la voluntad de Dios es buena o suave. La otra, en cambio, es un conocimiento afectivo o experimental de la bondad y voluntad divinas, que se da cuando alguien experimenta en sí mismo el gusto de la divina dulzura y complacencia en la voluntad divina, conforme a lo que de Hieroteo dice Dionisio (De Div. Nom. 6, 2), que «aprendió las cosas divinas por propia experiencia»[1].

La primera es la de las fórmulas reveladas. Dado que, en ella, se comparan tales fórmulas entre sí, se utiliza el raciocinio. Es la vía, por tanto, de la razón, o la lógica. Esta vía racional permite la existencia de la Teología especulativa, la sabiduría suprema o ciencia de los sabios.

La segunda es la vía afectiva, la de la Divinidad misma. En ella, se entra en contacto inmediato con ella por los hábitos sobrenaturales, los de la gracia, –la virtud de la fe, las otras virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo-. Es así la vía de la connaturalidad, por ser experimental o del corazón. Vía, que da lugar a la Teología mística, la ciencia de los santos.

Las dos vías son distintas, pero las dos parten de la fe y se continúan por y con ella. Además, hay como un faro que con su luz sirve de señal o de guía a una y a otra vía. Este potente farol es la autoridad infalible de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, única causa principal del conocimiento de lo revelado.

Explicaciones humanas y divinas

En la primera, en la vía de raciocinio, las premisas de la razón actúan, en el razonamiento teológico, como mero instrumento de las premisas de la fe. Las premisas racionales son meros auxiliares de nuestra razón para desenvolver lo que ya existe latente en las premisas de la fe. Las premisas de la razón no adicionan nada, porque la conclusión no se encuentra a la vez en la premisa de la fe y en la premisa de la razón, sino solo y exclusivamente en la de la fe. La conclusión sale únicamente de la premisa revelada, mediante el auxilio de la racional humana.

La conclusión teológica no es adición objetiva a la premisa de fe o al depósito revelado. Es una explicación intelectual, que puede decirse que es divino-humana, siempre que sea hecha por la razón humana. En cambio, es explicación divina-divina, cuando la explicación del depósito divino es por la autoridad de Dios mismo, con la asistencia del Espíritu Santo, tal como hace la Iglesia.

Las verdades de la revelación, y de manera parecida las verdades naturales racionales, son para la inteligencia humana foco de luz. Con el contacto o aplicación de la luz, sin modificar la realidad de lo visto, aumenta la potencia visiva del vidente y la visibilidad del objeto, de lo que en el objeto estaba latente, de lo virtual implícito.

Como prueba la historia, la luz de la fe ha hecho que pudieran ampliarse las verdades de la razón, pero a su vez la luz de la razón ha hecho que se amplíen las de la fe. Sin la razón no se hubiera podido descubrir lo que estaba en el depósito revelado y hubiera permanecido siempre oculto.

La iluminación se de en la comparación entre proposiciones, o lo que se denomina raciocinio. En el contacto de un enunciado con otro, el teológico con el racional, se desarrolla el primero, porque la luz de la razón hace que aparezcan visibles nuevos aspectos de la premisa teológica, que se expresan en la conclusión..

Se explica así que el contacto de la fe con nuevas filosofías, culturas o civilizaciones no sea por una relación asimiladora como del estomago con el alimento, sino instrumental, como el auxiliar del telescopio o microscopio a la visión. En el organismo vegetal, por su carácter material, no cabe desarrollo sino asimilación de elementos extraños. En la vida intelectual, en cambio, el desarrollo no es transformando principios, sino comparándolos entre sí con otros enunciados para que a la luz de unos aparezca lo que estaba oculto en los otros.

En relación a la fe, la función de la razón, y con ella de la filosofía o, en general, de la cultura, no es la de añadir, ni quitar, ni cambiar nada de la fe, sino descubrir o desarrollar lo que está implícito en ella. A esta actividad, Santo Tomás le llama muy adecuadamente «explicar» el dato revelado.

La teología y la mística

Además de la vía del raciocinio, vía que requiere de estudio y de investigación, existe la vía del afecto, o vía de la voluntad y del sentimiento, que es la vía de la experimentación, o lo que es lo mismo de la vía mística o de la percepción de la acción amorosa de Dios. Santo Tomás la llama vía por modo de connaturalidad, por implicar cierta afinidad con su término, o una especie experimentación o contacto con su objeto.

La vía del conocer afectivo o experimental es la vía de la Divinidad misma, con la cual se entra en contacto inmediato por los hábitos sobrenaturales, los de la gracia, –las virtudes y los dones del Espíritu Santo–. Se denomina de connaturalidad, porque conduce a un conocimiento de Dios, que implica una compenetración con las cosas divinas por el amor o la caridad. La unión afectiva propia del amor proporciona al hombre una adaptación o afinidad de con la naturaleza divina.

Explica Santo Tomás que esta connaturalidad permite pensar o juzgar no por unos conocimientos adquiridos, como se adquieren los demás por investigación o por estudio, sino «como movido por inclinación, y así el que tiene el hábito de la virtud juzga correctamente de cómo ha de practicarse la virtud, debido a que está inclinado a ella». Este conocimiento afectivo «se cuenta entre los dones del Espíritu Santo, de la que dice el Apóstol: «El hombre espiritual discierne y juzga todo» (1 Co 2, 15); y Dionisio dice: «es docto Hieroteo, no sólo porque sabe, sino, además, porque experimenta lo divino» (Nomb. Div., 2, 9)»[2].

Afirma San Pablo: «El hombre espiritual discierne y juzga todo». Al comentar estas palabras el Aquinate indica que se justifican, porque el hombre espiritual: «por tener entendimiento y afecto ilustrado y puesto en orden por el Espíritu Santo, por lo cual de cada cosa tocante a su salvación juzga conforme a razón. Al contrario, el no espiritual en cosas espirituales entendimiento y afecto tiene el uno obscurecido, y el otro desordenado, y he aquí por qué no puede el varón espiritual del que no es espiritual ser juzgado, como tampoco el que en vela está y despierto ser juzgado del que duerme»[3].

Como se apunta en este último texto, la connaturalidad con Dios es sobrenatural, porque: «esa compenetración o connaturalidad con las cosas divinas proviene de la caridad que nos une con Dios, conforme al testimonio del Apóstol: «Quien se une a Señor, se hace un solo espíritu con Él» (1 Cor 6, 17)»[4].

En su comentario a este último versículo de la epístola paulina citado, escribe Santo Tomás: »Quien se une al Señor» es a saber, por la fe y caridad «se hace un solo espíritu», porque se le une con unión espiritual, no carnal. De ahí que se diga San Pablo: «quien no tiene el espíritu de Cristo ese tal no es de él» (Rom 8, 11) y San Juan: «para que sean una cosa en nosotros, así como nosotros somos uno» (Jn 17, 21) en unidad espiritual»[5].

La vía experimental o del corazón para llegar a Dios es la propia de la Teología mística. Es la ciencia que poseen los místicos, porque: «la sabiduría, que es don del Espíritu Santo, permite juzgar rectamente las cosas divinas y las demás cosas en conformidad con las razones divinas, en virtud de cierta connaturalidad o unión con lo divino, que es efecto de la caridad (…). Por eso, la sabiduría de que hablamos presupone la caridad y la caridad no coexiste con el pecado mortal. En consecuencia, tampoco la sabiduría de que hablamos puede coexistir con el pecado mortal»[6].

Los conocimientos connaturales

Aunque la vida afectiva humana en general dependa del conocimiento intelectual, sin embargo, por una parte, le proporciona al mismo una ventaja, porque el amor excita y concentra la atención, y con ello la fuerza cognoscitiva. Al aislar un objeto de otros, el que lo ama, se fija con intensidad y hasta con exclusividad en aquello que ama. El conocimiento puede así recibir sus impresiones con mayor fuerza, discerniendo sus rasgos o propiedades.

Por otra parte, la vía del sentimiento tiene una desventaja para la razón, porque el conocimiento racional humano es más relativo o comparativo que absoluto o intuitivo, como sólo lo tienen los ángeles. Por ello, los conocimientos humanos necesitan ser comparados con otros. Sin esta comparación, con la influencia del sentimiento, hay el peligro de exclusivismo, el de no ver lo que no le interesa a su sujeto o de abultar aquello que le interesa.

Según estas dos características, la vida afectiva es un acicate y una rémora de la vida intelectual. Por su cualidad negativa no parece que pueda ser una segunda vía para acceder a Dios. No obstante, lo es, porque en la vía mística hay que algo más, la gracia de Dios y, por tanto, los hábitos de la gracia santificante, de las virtudes sobrenaturales y de los dones del Espíritu Santo.

Para comprenderlo, hay que tener en cuenta que, como enseña Santo Tomás, por una parte, el hábito es una segunda naturaleza. Por otra, que el ser virtuoso es vivir conforme a la razón. Por consiguiente, con la virtud, se posee una disposición natural buena para juzgar experimentalmente y sin raciocinio al objeto de tal hábito, incluso tan bien o mejor que el que, sin poseer tal virtud, trata de juzgar por el raciocinio especulativo.

Del sujeto de cualquier hábito virtuoso, se dice, por ello, que posee un nuevo sentido. Así se habla del sentido de la justicia o del sentido de la bondad. De manera parecida a los sentidos, que perciben por contacto los objetos externos, con los hábitos virtuosos, se capta espontánea e intuitivamente, sin comparación o raciocinio, la bondad o maldad de una acción. Incluso, a veces, con mayor seguridad que el moralista especulativo. Así ocurre en todas las virtudes y hábitos, y algo parecido podría decirse de los vicios en relación a los objetos de sus actos respectivos.

El hábito adquirido es, por consiguiente, como una disposición natural, o una especie de sentido o instinto interior, por el que el sujeto que lo posee juzga por vía experimental o connatural. Puede hacerlo por llevar dentro de sí mismo, por el hábito, que ha adquirido, una segunda naturaleza. Esta nueva naturaleza, que actúa como tal, es una semejanza o participación real y objetiva, y no solamente intencional o ideal, del objeto juzgado. Así como por el sentido del gusto, se perciben y disciernen los sabores, por los hábitos se percibe y discierne sin raciocinio la conveniencia o disconveniencia, la verdad o falsedad, de los actos de cada hábito.

Algo semejante ocurre en el orden sobrenatural. La gracia, las virtudes y los dones que se derivan, como hábitos sobrenaturales infundidos por Dios, son una participación real de la Divinidad. Esta presencia participada en el corazón, o en el fondo del ser humano, se inicia con la fe. Por ella, se posee, a modo de naturaleza, el objeto mismo de donde nacen y sobre el que versan sus actos. El creyente, y mucho más el santo, posee dentro de sí un nuevo sentido, que se podría llamar el ojo de la fe o el sentido de la fe.

Es innegable, que en el orden natural, el sentido estético o el moral han contribuido tanto o más que las reglas especulativas al aprecio y desarrollo de la estética y de la ética. Estos sentidos los poseen algunos pocos, no todos, como es patente por la escasez de los artistas geniales. En cambio, en el orden sobrenatural es a la inversa, porque todos los cristianos llevan con los hábitos de la gracia una participación incoada, real, de la divinidad.

Santo Tomás, al comparar la gracia santificante con la gracia gratis dada, o carismas, y establecer que «la gracia santificante es mucho más excelente que la gracia gratis dada»[7], porque está última está ordenada a la primera, a su adquisición, conservación e incremento, presenta la siguiente objeción: «Lo que es propio de los mejores es más digno que lo que es común a todos; como el razonar, que es propio del hombre, es más digno que el sentir, que es común a todos los animales. Pero la gracia santificante es común a todos los miembros de la Iglesia, y la gracia gratis dada, el don propio de los miembros más dignos de la Iglesia. Luego la gracia gratis dada es más digna que la gracia santificante»[8].

La respuesta al Aquinate es la siguiente: «El sentir se ordena al razonar como a su fin; por eso es más noble el razonar. Más aquí es a la inversa, porque lo que es propio se ordena a lo común como a su fin»[9]. Aunque en el orden natural lo más perfecto es escaso y lo más común es menos digno y valioso, en el sobrenatural es a la inversa, porque lo menos frecuente, como las gracias gratis dadas, están al servicio, como medio al fin, de la gracia santificante que poseen o pueden poseer todos los fieles.

El sentido de la fe

La gracia santificante, con las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo, que le acompañan, son realidades objetivas sobrenaturales, que se convierten en el hombre en segundas naturalezas. Son realidades injertadas en la naturaleza humana por las que se puede percibir, juzgar, y desarrollar por vía connatural, intuitiva, o de contacto, casi experimental, muchas verdades que el teólogo especulativo no percibe, sino que conoce por la vía de la ciencia, y, por tanto, como conclusión.

En la historia de los dogmas, a veces, antes de una conclusión teológica, una persona ha sentido o presentido esta verdad revelada mediata y la ha comunicado a los demás, como expresión fiel de su propio sentimiento, hasta generalizarse en otras y convertirse en sentimiento común. La teología unas veces lo examinará comparándolo con las fuentes reveladas de la Escritura, la tradición y el magisterio.

Con frecuencia la teología demostrará que este sentimiento de los fieles es expresión o conclusión de lo que ya estaba implícitamente contenido en este depósito de la revelación. Otras sólo mostrará su probabilidad. Sin embargo, tanto en un caso como en otro, la Iglesia puede definirla, bajo la asistencia del Espíritu Santo, porque la Iglesia no está sujeta ni al raciocinio de la teología, ni al sentimiento de los fieles.

El conocimiento por connaturalidad de Dios tiene, por tanto, por una parte un gran valor para el desarrollo del conocimiento en la vida de piedad o el común sentir de los fieles. Por otra, desde el momento en que el «sentido de la fe» se generaliza y es patrimonio común de obispos, teólogos y fieles, se convierte en un argumento de igual valor que el raciocinio teológico más evidente. De ahí que entonces, para la Iglesia, sea un criterio suficiente de definibilidad.

Muchas de las proposiciones dogmáticas definidas o, por el contrario, condenadas, a lo largo de los siglos por la Iglesia, parecen a los fieles muy claras y fáciles de probar por la Sagrada Escritura o incluso por la teología, por este vivo y universal el sentido cristiano. Incluso a menudo este sentido de la fe cristiana fue el primero en descubrirlas. Después vino el razonamiento, más o menos concluyente, de los teólogos, y finalmente la definición de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo.

Puede también pensarse que quizá estas verdades católicas nunca hubieran sido conocidas y definidas sin el sentido de la fe. Como en la gracia, en este sentido connatural de los fieles, hay grados. Está especialmente en los santos, en un grado supremo, pero se da en todos los fieles, sobre todo en los que están en gracia de Dios.

El magisterio de la Iglesia

Es preciso, sin embargo, distinguir entre este sentido de la fe y el magisterio de la Iglesia, tanto el magisterio solemne como el magisterio ordinario y universal, destinado al igual que el primero a conservar y exponer el depósito revelado.

Son de magisterio solemnede la Iglesialos actos magisteriales por los que se define una verdad como de fe divina y católica. En el actual Código de Derecho Canónico de 1983 se prescribe: «Se ha de creer con fe divina y católica todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por tradición, es decir, en el único depósito de la fe encomendado a la Iglesia, y que además es propuesto como revelado por Dios, ya sea por el magisterio extraordinario o solemne de la Iglesia, ya por su magisterio ordinario y universal, que se manifiesta en la común adhesión de los fieles bajo la guía del sagrado magisterio; por tanto, todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria»[10] .

Una verdad es de fe divina y católica, cuando cumple, por tanto, dos condiciones: estar contenida en la Palabra de Dios y que el magisterio de la Iglesia la proponga como tal, como reveladas o contenida en la Escritura y la Tradición. La Iglesia lo expresa con el magisterio extraordinario solemne, impartido por el Papa. Se indica en el actual Código que: «En virtud de su oficio, el Sumo Pontífice goza de infalibilidad en el magisterio, cuando, como Supremo Pastor y Doctor de todos los fieles, a quien compete confirmar en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina que debe sostenerse en materia de fe y de costumbres»[11].

Igualmente, por un concilio ecuménico universal, porque: «También tiene infalibilidad en el magisterio el Colegio de los Obispos cuando los Obispos ejercen tal magisterio reunidos en el Concilio Ecuménico y, como doctores y jueces de la fe y de las costumbres, declaran para toda la Iglesia que ha de sostenerse como definitiva una doctrina sobre la fe o las costumbres» [12].

También, con el magisterio ordinario y universal[13]. Se añade en el párrafo del canon anterior, que el Colegio de los Obispos goza de la infalibilidad: ««Cuando (los obispos) dispersos por el mundo pero manteniendo el vínculo de la comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando de modo auténtico junto con el mismo Romano Pontífice las materias de fe y costumbres, concuerdan en que una opinión debe sostenerse como definitiva»[14]

La Iglesia, por consiguiente, en el magisterio solemne, o en el magisterio ordinario y universal, define la fe divina y católica[15]con la expresión «dogma de fe». Como consecuencia, el Papa posee el mismo carisma de la infalibilidad para proclamar estas verdades de fe divina y católica que el colegio episcopal. El Concilio Vaticano I lo expresó así: «Con fe divina y católica se debe creer todo cuanto está contenido en la palabra de Dios escrita o en la Tradición, y que la Iglesia, sea por medio de juicio solemne, sea por virtud de su magisterio ordinario y universal, propone para creer como revelado por Dios» [16].

También debe creerse, aunque no con fe divina y católica, verdades igualmente infalibles, pero que la Iglesia no las ha declarado como contenidas en la revelación como los dogmas de fe. Deben creerse con fe católica, tal como se determina también en el segundo párrafo del primer canon citado del Código actual: «Asimismo se han de aceptar y retener también firmemente todas y cada una de las cosas sobre doctrina de fe y las costumbres propuestas de modo definitivo por el magisterio de la Iglesia, es decir, aquellas que son necesarias para custodiar santamente y exponer fielmente el mismo depósito de la fe; se opone por tanto a la doctrina de la Iglesia católica quien rechaza dichas proposiciones que deben retenerse de modo definitivo»[17] .

Las llamadas verdades seguras del magisterio de la Iglesia no son de fe divina y católica, ni de fe católica, pero se les debe un piadoso asentimiento. Así lo declara el Código de Derecho Canónico: «Se ha de prestar un asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad, sin que llegue a ser de fe, a la doctrina que el Sumo Pontífice o el Colegio de los Obispos, en el ejercicio de su magisterio auténtico, enseñan acerca de la fe y de las costumbres, aunque no sea su intención proclamarla con un acto decisorio; por tanto, los fieles cuiden de evitar todo lo que no sea congruente con la misma»[18].

Estos tres modos del magisterio de la Iglesia -extraordinario o solemne, ordinario y universal, y el auténtico- y el sentido de la fe de los fieles, pueden señalarse cinco diferencias esenciales.

Primera. El sentido de la fe se encuentra en todos los fieles, sobre todo los que están en gracia de Dios y mucho más en los santos, aunque no sean teólogos ni obispos. En cambio, el magisterio es exclusivo de los pastores u obispos.

Segunda. El sentido de la fe no sólo no es magisterio de la Iglesia, sino que tampoco es ningún tipo de enseñanza. Es únicamente una simple persuasión experimental de una verdad. En cambio, el magisterio solemne u ordinario enseña una verdad dogmática o una verdad definitiva de una manera universal, infalible e irrevocable.

Tercera. Para poseer el sentido de la fe, basta estar en gracia de Dios o por lo menos tener fe. En cambio, para poseer el magisterio sólo hay que haber recibido la ordenación episcopal, aunque se carezca de gracia y hasta de fe.

Cuarta. Debe distinguirse entre el consentimiento común de los fieles, consecuente de una definición del magisterio solemne u ordinario de la Iglesia, y el consentimiento, que es antecedente a la enseñanza de la Iglesia. El primero es sobre una verdad infalible. El segundo sólo puede fundarse en un raciocinio especulativo, propio de la vía racional, o bien en el sentido intuitivo o experimental de la fe, y ninguna de las dos vías son infalibles, mientras no intervenga la Iglesia, a la cual esta prometida la asistencia divina o infalibilidad. Explica Santo Tomás que: «La Iglesia universal no puede errar, porque es gobernada por el Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad. Así lo prometió el Señor a sus discípulos, diciendo: «Cuando viniere aquél, el Espíritu de Verdad, os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16, 13))»[19].

Quinta. Ningún consentimiento teológico o piadoso de los fieles, por muy unánime y permanente que sea, es infalible, si no es sobre una definición de la Iglesia. La Iglesia es infalible por sí misma, e independientemente de cualquier consentimiento, ya sea antecedente o concomitante o consecuente de los teólogos o de los fieles.

En la Iglesia definición y asistencia están unidas. La Iglesia es el único factor en la definición de los dogmas. Los otros factores especulativos o prácticos son sólo meras vías o instrumentos humanos del magisterio de la Iglesia. No es ella quien reúne y recoge la conciencia de los cristianos, sino la verdadera fuente de consentimiento. Por ello, es la verdadera regla divina o juez de todo consentimiento, ya sea formado por raciocinio teológico o por experiencia de la fe.

La mística

Las dos vías, la especulativa y la afectiva, están fundadas en la fe y viven de ella. De ahí que no sólo el teólogo no vea la divinidad en sí misma, sino que tampoco el místico tenga esta visión directa. Ninguna de las dos vías permite ver ninguna verdad en Dios. Ni el teólogo ni el místico conocen nada nuevo, en el sentido que no esté en la revelación explícita o implícitamente.

Siempre la única fuente objetiva de todo conocimiento sobrenatural es la revelación, transmitida por la escritura o por la tradición. La razón es porque, como explica Santo Tomás: «El alma del hombre no es movida por el EspírituSanto, si no es estando unida a El de algún modo, así como el instrumento noes movido por el artífice, sino mediante el contacto o algún modo de unión.Pero la primera unión del hombre con Dios es mediante la fe, la esperanza y lacaridad. De ahí que estas virtudes se presupongan a los dones como ciertasraíces de ellos. Por consiguiente, todos los dones pertenecen a estas tres virtudes como ciertas derivaciones de ellas»[20].

El conocimiento teológico y el conocimiento místico en cuanto a sus objetos, solo se diferencian, en el modo de llegar en las verdades implícitas en el depósito revelado. El teológico, para alcanzar estas verdades, únicamente dispone del estudio y más concretamente del raciocinio. En cambio, el místico se apoya más en la gracia y los dones del Espíritu Santo, que le permiten alcanzar por vía experimental verdades también implícitas de la revelación.

Para el místico, por consiguiente, Dios no es una fuente objetiva inmediata de conocimiento. En la mística, igual que en la teología, Dios es causa eficiente de los enunciados revelados, de las fórmulas reveladas, contenidas en el depósito custodiado por la Iglesia. El contenido revelado, al igual que es la fuente objetiva para el teólogo, lo es también para el místico.

Debe precisarse, sin embargo, que, para la mística, además, Dios también es una fuente de su conocimiento, pero una fuente subjetiva. Dios es fuente subjetiva del conocimiento del místico, porque es la causa de la gracia, de las virtudes y de los dones, que permiten que se pueda introducir por otro camino distinto del teológico en las profundidades del único depósito revelado.

Por los dones intelectuales del Espíritu Santo –principalmente el don de entendimiento, que permite penetrar en las verdades ocultas en el depósito revelado, y también gracias a los dones de sabiduría, que permite juzgar rectamente de Dios, de ciencia, por el que se juzga de las cosas creadas, y de consejo, por el que se juzgan actos concretos propios y de los demás–, el místico puede juzgar connaturalmente las cosas divinas y creadas así como los actos humanos[21].

También debe advertirse que, sin embargo, aunque la vía mística sea distinta a la teológica, basada en el raciocinio, no quiere decirse que el conocimiento místico no sea intelectual. Aunque toda la vida mística se basa en los siete dones del Espíritu Santo, está constituida especialmente por los cuatro primeros dones –entendimiento, sabiduría, ciencia y consejo–, que pertenecen al orden del conocimiento[22], reside esencialmente en la inteligencia, pero tiene como causa principal la caridad, es decir, la voluntad. Nota Santo Tomás que: «la sabiduría, como don, tiene su causa en la voluntad, es decir, la caridad; su esencia, empero, radica en el entendimiento, cuyo acto es juzgar rectamente»[23] .

La vía afectiva o vía mística es causada por el amor, pero es esencialmente una penetración intelectual y un juicio del contenido implícito del depósito revelado. Con ello, la experiencia mística confirma que la única fuente objetiva de todo conocimiento sobrenatural, en esta vida, es la verdad de fe.

Es posible, por tanto, la «teología mística», pero al igual que la «teología especulativa», conserva todas las relaciones de dependencia y subordinación al depósito revelado y a la autoridad de la Iglesia. La «teología mística», aunque capacitada por los dones del Espíritu Santo para lo que podría denominarse la intuición intelectiva –porque no supone directamente el razonamiento–, y que permite comprender más pronto y más fácilmente e incluso un mayor número de verdades, sin embargo, no puede alcanzarlas, si no están contenidas implícitamente en el dato revelado.

Ni la teología mística, ni tampoco la teología especulativa, sean cuales sean los medios que utilicen para conocer, pueden exceder la virtualidad implícita de la revelación, que es su único recurso objetivo. Como indica el Aquinate, para determinar la extensión de un conocimiento hay que tener en cuenta que: «La perfección del conocimiento, por lo que se refiere al objeto conocido, proviene del medio de conocer. Pero, en lo que toca al sujeto cognoscente, proviene de la potencia o el hábito. De ahí que también entre los hombres, aunque se sirvan del mismo medio de conocimiento, unos conocen más perfectamente que otros las conclusiones»[24].

La relación que tiene la teología mística con el depósito de la fe se puede comparar con la que tienen las conclusiones de los raciocinios con los principios de los que proceden. La mística participa de la certeza de la fe, al igual que el razonamiento científico lo hace del de los principios de los que parte. Sin embargo, la certeza de las primera es mayor que el de las ciencias, porque: «La perfección del entendimiento y de la cienciaexcede al conocimiento de la fe en su mayor claridad, pero no en cuanto a una adhesión más cierta».

En el conocimiento místico, añade el Aquinate: «Toda la certeza del entendimiento o de la ciencia, en realidad, en cuanto son dones, procede de la certeza de la fe, del mismo modo que la certeza del conocimiento de las conclusiones procede de la certeza de los principios. A su vez, la ciencia, la sabiduría y el entendimiento son virtudes intelectuales y se fundan en la razón natural, la cual carece de la certeza de la palabra de Dios, en que se apoya la fe»[25].

Debe afirmarse, en definitiva, que la teología especulativa y la teología mística dimanan de la misma fuente y se nutren de ella, que es la virtualidad revelada, lo «revelable», sin embargo, su proceso de deducción o explicitación de la verdad, parecido al de las ciencias, es distinto. Para el teólogo, su método es el estudio abstracto, para el místico, es la experiencia inmediata y viva. Los agentes de este proceso que utilizan son también distintos. Para el primero es su propia razón, para el segundo, es el Espíritu Santo, con el instrumento de sus dones. En los dos casos, no obstante, el único punto de partida es el depósito revelado, y nunca se excede su virtualidad.

Las revelaciones privadas

Sobre la fundamentación de las dos teologías en la revelación, se podría argüir que parece que existan nuevas revelaciones que no estaban contenidas en la revelación. En la vida de varios santos e incluso de algunos meros fieles cristianos, hay revelaciones privadas -junto con visiones y otros fenómenos sobrenaturales-, que parecen desbordar el depósito revelado, custodiado, explicado y enseñado por la Iglesia.

A estas revelaciones se les denomina «privadas» para contraponerlas a la Revelación –que se terminó definitivamente con la muerte de los apóstoles-, que puede considerarse «pública», en cuanto dirigida a todos los hombres de todos los tiempos. Las revelaciones privadas no constituyen, por ello, una fuente objetiva de conocimiento.

En el Catecismo de la Iglesia Católica, se observa que: «A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia. La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes revelaciones»[26].

Nunca, por consiguiente, las revelaciones privadas pueden ser un nuevo punto de partida para la teología ni para la mística. Un primer argumento, que justifica esta conclusión, consiste en notar que la Iglesia en vez de utilizar las revelaciones privadas para juzgar el contenido de la revelación, lo hace a la inversa. Las revelaciones privadas no son nunca fuente de sus definiciones.

Únicamente pueden llegar a ser ocasión para examinar una doctrina, quizá insospechada por los teólogos. Una vez verificada, la Iglesia puede definirla no como revelación privada, sino como contenida en la revelación, porque es innegable, según afirma Santo Tomás, que «En la época de la gracia, toda la fe de la Iglesia se apoya en la revelación hecha a los apóstoles»[27]. De manera que: «Nuestra fe se fundamenta en la revelación hecha a los Profetas y a los Apóstoles, los cuales escribieron los libros canónicos; no en la revelación hipotéticamente hecha a otros doctores»[28].

Un segundo argumento para probar la peculariedad de las revelaciones privadas está en que los fenómenos místicos extraordinarios, como las revelaciones y también las visiones y las locuciones, que generalmente les acompañan, no pertenecen en sí a la vida mística. Son hechos prodigiosos, que no exigen en su sujeto ni la fe ni tampoco la gracia, tal como ocurrió con la profecía de Caifás, que anunció que Cristo moriría por todo el pueblo[29]. Pertenecen per se a las gracias gratis dadas y entre ellas a la profecía.

Las revelaciones, aun las reconocidas como auténticas, no pertenecen a la fe de la Iglesia. Para el que recibe una revelación privada, cuando el hecho de la revelación sea del todo evidente, merece su adhesión, incluso con fe divina. Para los demás, puede ser únicamente una piadosa creencia, sin que tenga que dársele asentimiento de fe divina, aunque hayan sido aprobadas por la Iglesia como no contrarias al dogma ni a la sana moral.

No debe olvidarse lo que también recuerda el Catecismo: «Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de Él»[30].

Cuando la Iglesia aprueba una revelación privada, no garantiza su autenticidad.

Indicaba, en este sentido, Benedicto XVI que: «El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública».

La Iglesia al aprobarla declara simplemente que aquella revelación nada encierra contrario a la Sagrada Escritura y que puede proponerse como probable creencia piadosa. «Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente».

Sin embargo, una vez aprobadas por la Iglesia seria reprensible contradecirla o poner en ridículo a las revelaciones privadas. Además: «Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1 Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación»[31].

Puede así inferirse que la aprobación de la Iglesia de una revelación privada tiene «esencialmente» un carácter permisivo, y por tanto un valor negativo. Así se parece sostenerse en el tratado clásico, que ha sido normativo para las beatificaciones y canonizaciones, del papa Benedicto XIV. Se dice en el mismo: «La aprobación esunsimple permisopara difundir elbien a los fieles, sin embargo, a lo aprobado sólo se le debe elasentimiento de fehumana»[32].

Las revelaciones aprobadas

También la Iglesia ha dado además la afirmación positiva del hecho mismo de una revelación, reconociendo su carácter sobrenatural. Ha declarado: «Cuando se tenga la certeza de los hechos relativos a una presunta aparición o revelación, le corresponde por oficio a la Autoridad eclesiástica: a) En primer lugar juzgar sobre el hecho según los criterios positivos y negativos. b) Después, en caso de que este examen haya resultado favorable, permitir algunas manifestaciones públicas de culto o devoción y seguir vigilándolas con toda prudencia (lo cual equivale a la formula «por el momento nada obsta» (pro nunc nihil obstare). c) Finalmente, a la luz del tiempo transcurrido y de la experiencia adquirida, si fuera el caso, emitir un juicio sobre la verdad y sobre el carácter sobrenatural del hecho (especialmente en consideración de la abundancia de los frutos espirituales provenientes de la nueva devoción)»[33].

Los criterios a que se refiere este texto «para juzgar, al menos con probabilidad, el carácter de presuntas apariciones o revelaciones» son positivos y negativos. Los primeros son los siguientes: «a) La certeza moral o, al menos, una gran probabilidad acerca de la existencia del hecho, adquirida gracias a una investigación rigurosa. b) Circunstancias particulares relacionadas con la existencia y la naturaleza del hecho, es decir: 1. Cualidades personales del sujeto o de los sujetos (principalmente equilibrio psíquico, honestidad y rectitud de vida, sinceridad y docilidad habitual hacia la Autoridad eclesiástica, capacidad para retornar a un régimen normal de vida de fe, etc.). 2. Por lo que se refiere a la revelación, doctrina teológica y espiritual verdadera y libre de error. 3. Sana devoción y frutos espirituales abundantes y constantes (por ejemplo: espíritu de oración, conversiones, testimonios de caridad, etc.)».

Los criterios negativos son: «a) Error manifiesto acerca del hecho. b) Errores doctrinales que se atribuyen al mismo Dios a la Santísima Virgen María o a algún santo, teniendo en cuenta, sin embargo, la posibilidad de que el sujeto ha ya añadido –aun de modo inconsciente– elementos meramente humanos e incluso algún error de orden natural a una verdadera revelación sobrenatural. (cfr. San Ignacio, Ejercicios, n. 336). c) Afán evidente de lucro vinculado estrechamente al mismo hecho. d) Actos gravemente inmorales cometidos por el sujeto o sus seguidores durante el hecho o con ocasión del mismo. e) Enfermedades psíquicas o tendencias psicopáticas presentes en el sujeto que hayan influido ciertamente en el presunto hecho sobrenatural, psicosis o histeria colectiva, u otras cosas de este género».

Se advierte seguidamente: «Debe notarse que estos criterios, tanto positivos como negativos, son indicativos y no taxativos, y deben ser empleados cumulativamente, es decir, con cierta convergencia recíproca»[34].

Además, las revelaciones privadas, aún teniendo todas las características de una revelación divina, puede presentar dos dificultades, no fáciles de resolver.

La primera es que pueden resultar falsas si se extienden a un campo que no le corresponde. Con mucha frecuencia, la actividad intelectual de quien las recibe, sus conocimientos naturales, sus preocupaciones pueden formar ciertos detalles de la narración, que alteran su verdadero sentido, incluyendo, por tanto, elementos humanos. A veces, y también sin pretenderlo, los editores, amanuenses o copistas son los que las alteran, por estos mismos motivos.

La segunda dificultad es que Dios, a veces, no da las luces sobrenaturales para que se interpreten estas revelaciones privadas y permite además que se entiendan mal, quizá para castigar alguna curiosidad o presunción sobre las mismas. Al vidente Dios puede darle una visión, pero no su interpretación. En estos casos, «la interpretación, (…) no es competencia del vidente, sino de la Iglesia»[35].

Además de aprobarlas e incluso declarar su carácter sobrenatural, las revelaciones privadas incluso pueden influir en la liturgia de la Iglesia. Aunque: «a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas, (lo que) no excluye que tengan efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado Corazón de Jesús»[36].

También podría añadirse la fiesta de la Divina misericordia, que se celebra el Segundo Domingo de Pascua, que se denomina Domingo de la Divina Misericordia. Su origen está en una devoción privada fundada en la revelación a Santa Faustina Kowlaska[37].

En las dos posibilidades de la Iglesia, respecto a las revelaciones privadas aprobadas, de permitirlas o reconocerlas, sin embargo, siempre se tiene en cuenta lo que dice Santo Tomás que en la Iglesia: «en todas las épocas hubo algunos que poseían el espíritu profético, no para dar a conocer doctrinas nuevas, sino para la dirección de la vida humana»[38].

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 97, a. 2, ad 2.

[2]Ibíd. I, q. 1, a. 6, ad 3.

[3] IDEM, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. 2, lec. 3.

[4] IDEM, Suma Teológica, II-II, q. 45, a. 2, in c.

[5] IDEM, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. VI, lecc. 3.

[6] IDEM, Suma teológica, II-II, q. 45, a. 4, in c.

[7] Ibíd., I-II, q. 111, a. 5, in c.

[8] Ibíd., I-II, q. 111, a. 5, ob. 3.

[9]Ibíd., I-II, q. 111, a. 5, ad 3.

[10]Código de Derecho Canónico, canon 750, §1

[11] Ibíd., c. 749, 1.

[12] Ibíd., c. 749, § 2.

[13] Ibíd.,

[14] Ibíd., c. 749, § 2.

[15] Ibíd. c. 749, § 3.

[16] CONCILIO VATICANO I, Constitución dogmática sobre la fe católica, c. III.

[17]Código de Derecho Canónico, c. 750, § 2.

[18] Ibíd., c. 752.

[19]Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 1, a. 9, sed c.

[20] Ibíd., I-II, q. 68, a. 4, ad 3.

[21] Por el don de consejo, que el místico al igual que los dones intelectuales, que perfeccionan la fe y también la caridad y la esperanza, posee con gran intensidad, puede ser muy apto para aconsejar espiritualmente. Incluso, por lo mismo, los mismos pueden ser mejores consejeros que los teólogos e incluso que los expertos en teología moral.

[22] Los dones de entendimiento, ciencia y sabiduría son dones puramente especulativos. El don de consejo perfecciona el entendimiento práctico sobre lo singular. Los tres restantes –fortaleza, piedad y temor– pertenecen al orden apetitivo.

[23]Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q. 46, a. 2, in c.

[24] Ibíd., III, q. 10, a. 4, ad 1.

[25] Ibíd., II-II, q. 4, a. 8, ad 3.

[26] Catecismo de la Iglesia Católica,67.

[27]Santo TomáS, Suma Teológica, II-II, q. 174, a. 6, in c.

[28]Ibíd., I, q. 1, a. 8, ad 2.

[29] Cf. Jn 2, 40-45.

[30]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 67.

[31]Benedicto XVI, Exhortación apostólica potsinodal Verbum Domini, (30-9-2010), n. 14. Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de Junio de 2000: Ench. Vat. 19, n 974-1021)». Cfr.. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de Junio de 2000: Ench. Vat. 19, n 974-1021; y Normas para proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones, promulgadas por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Prefacio del cardenal Levada, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fechado el 14 de diciembre de 2011).

[32]Doctrina de servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, (1756), II, c. XXXII, n. 11.

[33]CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA Fe, Normas para proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones promulgadas por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota previa. Origen y carácter de estas normas, op. cit.

[34] CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA Fe, Normas para proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones promulgadas por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota previa. Origen y carácter de estas normas, op. cit.

[35] IDEM, El mensaje de Fátima, 26 de Junio de 2000: Comentario teológico de Joseph Ratzinger, Revelación pública y revelaciones privadas — su lugar teológico.

[36] Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de Junio de 2000:

Comentario teológico de Joseph Ratzinger, Revelación pública y revelaciones privadas — su lugar teológico.

[37]Lo que reveló Jesucristo a Santa Faustina (1905-1938) fue: «Una vez, oí estas palabras: “Hija Mía, habla al mundo entero de la inconcebible misericordia Mía. Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de Mi misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas. En ese día están abiertas todas las compuertas divinas a través de las cuales fluyen las gracias. Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata. Mi misericordia es tan grande que en toda la eternidad no la penetrará ningún intelecto humano ni angélico. Todo lo que existe ha salido de las entrañas de Mi misericordia. Cada alma respecto a mi, por toda la eternidad meditará Mi amor y Mi misericordia. La Fiesta de la Misericordia ha salido de Mis entrañas, deseo que se celebre solemnemente el primer domingo después de Pascua. La humanidad no conocerá paz hasta que no se dirija a la Fuente de Mi misericordia”» (FAUSTINA KOWALSKA, Diario: la divina misericordia en mi alma, Granada, Ediciones Levántate, 2003, 1ª reimp, n. 699, p. 168).

[38] SANTO TOMÁS, Suma Teológca, II- II, q. 174, a. 6, ad 3.

2 comentarios

  
Esron ben Fares
Estimado don Eudaldo:
¿Cuál es la naturaleza de la Iglesia?
Decimos de ella, madre nuestra (cf. Gal 4,26; Ap 21,2), Esposa de Cristo. (Efesios 5)
Afirmamos, somos hijos de la Iglesia y María Madre de la Iglesia (LG 53)
Muchas gracias.
21/11/16 8:49 PM
  
Luz
Mil gracias por ofrecernos esta posibilidad, de releer con atención, la exposición de STO TOMAS, sobre aspectos tan esenciales de la vida cristiana.
Me parece tan luminosa, clara y sencilla su forma de explicar estas verdades que entiéndo que sea muy pedagógico empezar por Sto Tomás, para dar a conocer las verdades de nuestra fé y muchas cuestiones filosóficas y antropológicas que preparan la mente y el corazón para captar lo esencial.
Un saludo y ¡Gracias don EUDALDO!.
23/01/17 9:45 AM

Dejar un comentario



No se aceptan los comentarios ajenos al tema, sin sentido, repetidos o que contengan publicidad o spam. Tampoco comentarios insultantes, blasfemos o que inciten a la violencia, discriminación o a cualesquiera otros actos contrarios a la legislación española, así como aquéllos que contengan ataques o insultos a los otros comentaristas, a los bloggers o al Director.

Los comentarios no reflejan la opinión de InfoCatólica, sino la de los comentaristas. InfoCatólica se reserva el derecho a eliminar los comentarios que considere que no se ajusten a estas normas.