–¿Y usted cree que todos esos cuentitos van a interesar a los lectores?
–Después de mi última decena de artículos, muy trabajosos, y con la calor que hace, me tomo un descanso, y escribo sobre un tema fácil, que quizá pueda interesar y hacer bien a mis lectores más asiduos.
Poco después de mi ordenación sacerdotal (1963), fui destinado a Talca, Chile (1964-69) por la OCHSA (Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana, de la Conferencia Episcopal). Para un sacerdote, sus primeras actividades sacerdotales son muy importantes, obviamente. Y esa estancia en la América hispana me marcó profundamente la mente y el corazón. Años más tarde habría de volver a Chile y a otros países de América con frecuencia para dar ejercicios, conferencias, cursillos… Pero, bueno, mejor será que antes de narrar algo de esos viajes informe un poco al lector sobre mi vida y milagros.
Datos biográficos. Nacido en una familia cristiana de Pamplona (1935), soy el menor de ocho hermanos: es decir, el último modelo lanzado por la fábrica Iraburu-Larreta; el más perfecto. Estudié en los Maristas, comencé Derecho (1954-56), hice Filosofía y Teología en Salamanca (1956-1963), donde recibí la formación espiritual del Venerable José Rivera (+1991). Ordenado sacerdote de Pamplona (1963), estuve en la diócesis de Talca, Chile (1964-1969) cuando era su Obispo Mons. Larraín Errázuriz, primer presidente del CELAM.
Vuelto a España, y siendo subdirector del Secretariado Nacional del Clero (1969-70), pude saber cómo en esos años postconciliares, bajo la dirección del Card. Tarancón y de Mons. Echarren, estábamos preparando la Asamblea Nacional de Obispos y Sacerdotes, pésima en sus previos esquemas (1971). Sin efecto alguno, informé a los miembros de la Comisión Episcopal del Clero de lo que en ella se iba a pretender, y dimití de mi cargo. Doctorado en Teología en Roma (1970-72). Treinta años profesor en Burgos, en la Facultad de Teología (1971-2001). Regreso a mi diócesis de Pamplona (1988) donde he servido y sirvo en distintos ministerios. Trabajo en la Fundación GRATISDATE (1988-) y en la Fundación InfoCatólica (2009-).
Mis viajes apostólicos se hicieron en los años 1972-2008, es decir, durante los años de profesor en Burgos, aprovechando el tiempo no docente del verano español. Y también unos años después, teniendo ya mi trabajo pastoral en Navarra. Me tomaba mis vacaciones hacia febrero, y viajaba para dar ejercicios y cursillos en América cuatro o cinco semanas. Allí están entonces al final de verano, antes del comienzo de curso, y esas fechas son buenas para ejercicios espirituales, por ejemplo, de sacerdotes y de seminaristas, cursillos breves, etc. En conjunto hice en esos años 17 viajes a Chile, 9 a México, 4 a Argentina, 1 a Puerto Rico, y 1 a países africanos: Camerún, Dahomey (hoy Benín), Alto Volta, Costa de Marfil, Zaire y Guinea Ecuatorial.
Como ven, aunque el Señor ha llevado mi vida sacerdotal sobre todo por la docencia y el oficio de escritor, también me ha concedido dar muchos retiros, ejercicios, retiros y cursillos en América, África y, con más frecuencia, lógicamente, en la propia España. Les contaré ahora un poco de estos viajes al extranjero, primero en sus aspectos exteriores anecdóticos; después, mirando más el interior espiritual y apostólico. Y como este escrito actual se basa en otro relato de hace unos diez años, que dirigí a familiares y amigos, escribiré generalmente, como entonces, en presente histórico.
* * *
Maletas
Antes de las maletas. Confieso que en los días anteriores al viaje, pensar en las cuatro, cinco, siete semanas que se me vienen encima, a veces en otros tantos lugares distintos, y todas intensas, es cosa que me agobia no poco, y que incluso suele tener efectos psico-somáticos que prefiero no describir. Deus me adiuvet!… Bajo tu amparo, Virgen gloriosa y bendita… Que no cunda el pánico. Y voy con las maletas, que hay que preparar con tiempo y minuciosamente.
Llevo dos, las dos con tirador de mano y ruedecitas, una de unos 20 kilos, que va al depósito del avión, y la otra de unos 10, que llevo conmigo. (Nota.-El aprecio que uno siente por los antepasados baja no pocos grados al considerar las maletas antiguas… ¡No se les ocurrió a los antiguos ponerles ruedecitas! Pero la rueda se conoce desde unos treinta siglos antes de Cristo).
En la maleta grande, la mitad inferior–la que queda cerca de las ruedas– se llena con lo más pesado: carpetas, libros, algunos DVD con conferencias mías, que a una mala pueden suplir una ausencia mía eventual, y un pequeño megáfono, muy útil cuando no hay equipo de altavoces. La otra mitad se completa con un par de zapatos, que van rellenos, como si fueran cajitas, de bastantes cosas pequeñas –rotuladores, clips, cordel, gafas de repuesto, tijeras, chinchetas, una pequeña linterna, etc.–. A todo eso añado un cierto número de mudas, dos pantalones, un chubasquero, algunas bolsas transparentes de plástico con otras cosas personales.
Va también –cosa importante– un equipo mínimo para andar en algunos tiempos libres: zapatillas deportivas, pantalón y camiseta. Varias semanas seguidas, quieto en la sala de conferencias, iglesia, habitación, atendiendo personas, confesando, sin hacer ningún ejercicio, pueden dejarle a uno planchadito, mustio e insomne.
La maleta pequeña lleva el Breviario, ordenador e impresora portátiles, con sus cartuchos, cables de conexión, alargador, enchufes múltiples; y en un bolsillo exterior, mis llaves, documentación, agenda, pasaje y algún libro de fácil lectura. En cuanto a la Liturgia de las Horas, hasta que salió la edición en España en cuatro tomos –así era la edición latina original–, tenía uno que cargar –según la genial edición española primera– con dos tomos, uno general y el otro del tiempo. Pesaban, si no recuerdo mal –qué error y qué horror, ahora que los curas tenemos que viajar tanto–, bastante más de un kilo…
Al hacer este equipaje, ni se me pasaba por la mente llevar un nécessaire, aunque más de una vez me lo regalaban. Usaba simplemente bolsas plásticas transparentes. Una para aseo personal, otra para medicinas, otra para equipo leve de cocina –importante: poder hacerse un te, algo–. Y basta. Con el truco de esas bolsas, el espacio ocupado por las cosas es el mínimo, el justamente necesario, y además queda siempre a la vista.
Y otra cosa. Hacer una maleta exige mucha concentración. Ciertos olvidos pueden ser después muy molestos. Yo tengo una lista impresa con todo lo que necesito llevar. Y por supuesto, no conviene admitir en este delicado trance ayudas benévolas. Hay que decirles con firme claridad irresistible, como el torero en ciertos momentos de su faena: «dejadme solo»…
Viaje en avión
Hay veces en que uno se siente en el mundo más perdido que un perro en Misa. Pues bien, a mi entender y según mi experiencia, el sentimiento de perdición más profundo y total lo experimenta uno en un aeropuerto internacional. Por letreros, flechas y signos no queda. Pero para mí que le faltan unos cuantos años a la letrerología para alcanzar un nivel científico aceptable. Cuántas veces, por ejemplo, el diseñador-estilista hace unos letreros pequeños, que sólo pueden ser leídos a 20 o 30 metros, cuando deberían ser legibles a 100 por lo menos. Tendrán por ello su purgatorio… bien merecido.
Si es posible elegir, cuando se trata de viajes largos, conviene asiento de pasillo, y mejor de pasillo del lado de la ventanilla, no del cuerpo interior de asientos, por razones obvias. Puede venir bien llevar a mano antifaz contra la luz, bolitas para los oídos, un chubasquero fino, que no ocupa nada, una gorrita. Lo digo porque a veces, según dónde esté uno, se nota una corriente fresquita, que a las diez horas nos deja un lado frío.
Son muchas horas de viaje, cuando se viaja a América. Y si el destino es Chile, el tiempo es como ir dos veces a América: está al fin meridional de América, detrasito de los Andes. Primero hay que viajar a Madrid, y luego volar a Santiago. Entre las dos capitales antes había tres escalas, luego dos, más tarde una, y últimamente ninguna: vuelo directo. Aun así, si no recuerdo mal, en el último viaje que hice Pamplona-Santiago de Chile, desde que salí de Villava, junto a Pamplona, hasta que llegué a término, pasaron unas 17 horas.
Y casi una hora más si sumamos la recogida de la maleta en la cinta transbordadora –pónganle un lazo amarillo bien vistoso, o algo así, que cada vez son todas más semejantes–, el paso por aduana, con el correspondiente registro, y por la policía. El mundo, con el terrorismo, se ha ido poniendo cada vez más peligroso. Y lógicamente aumentan los controles. Algunos hablan de un Regreso a la Edad Media. Pero se ve que no la conocen: era mucho más pacífica… Recogidas las maletas, aunque quizá no halle orientación en los letreros, siga usted a la gente, y encontrará, si es como yo, un joven amigo cura sonriente con dos seminaristas y una furgoneta Volkswagen. Hora y media después –era mucha la distancia del aeropuerto a la ciudad, y abundante el tráfico– llego al convento de religiosas, al alojamiento provisional, término del viaje. Total: desde que salí de casa hasta que llegué a casa, bastante más de veinte horas de coches, aeropuertos, esperas y vuelos, colas y controles… Hace unos años, el viaje hubiera durado dos o tres meses quizá. Pero esto hic et nunc, traducido, aquí y ahora, no me quita que esté medianamente extenuado.
Llegada
El bendito cura con los dos benditos seminaristas, después de los abrazos correspondientes, se van. Los tres habían recibido libros y folletos de nuestra Fundación GRATIS DATE. Y me dejan en las benditas manos de las benditas religiosas. La superiora y la hospedera me llevan a mi habitación, y quedamos en que vendrán a recogerme para llevarme al comedor. Llegan a la hora acordada, y después de atravesar una terraza interior, bajar un piso, tomar el pasillo de la izquierda, subir al final unos cuantos escalones, y marchar por la derecha hasta el fondo, me conducen a un pequeño comedor privado, donde desayuna cada día el capellán de la comunidad. La salita tienen una puerta que da a la iglesia, grande, abierta al público.
Una de ellas se queda amablemente para acompañarme –ay, madre–. Le invito a sentarse, y mientras me acomodo derrengado en la silla –son ya casi 24 horas de viaje– y despliego mi servilleta con la evidente intención de alimentarme, como es obvio, va y me pregunta:
«Cuénteme. ¿Cómo están las cosas en España?»… Así, en general.
No sufrí vahído, ni lipotimia, ni desfallecimiento alguno. Soy navarro, con perdón, pude superarlo, y aquí estoy vivo para recordar la escena. Aunque sin ánimos para referirla…
Continuará, con el favor de Dios.
José María Iraburu, sacerdote
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