La visión cristiana de la historia
El primer capítulo del libro Cuatro visiones de la historia universal de José Ferrater Mora se denomina “San Agustín o la visión cristiana". A continuación citaré algunas partes de dicho capítulo y haré mis propios comentarios críticos. Refiriéndome principalmente a la doctrina común de la Iglesia, intentaré mostrar que ese capítulo presenta la visión cristiana de la historia de un modo sumamente distorsionado.
“Para el cristiano la historia se hace, en efecto, posible mediante el pecado, es decir, mediante el quebrantamiento de la ley divina, el afán de conocer el bien y el mal, el apartamiento de Dios, la soberbia. Pero el pecado es sólo la posibilidad y el fundamento de la historia, su condición necesaria y no su misma sustancia.” (José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal. San Agustín, Vico, Voltaire, Hegel, Alianza Editorial, Madrid 1988, pp. 32-33).
Para el cristiano la historia se hace posible, no mediante el pecado, sino mediante el libre acto creador de Dios, que pone en la existencia al hombre, ser histórico. El amor de Dios Creador es el fundamento de la historia. El pecado es sólo una de las dos posibles respuestas libres del hombre al amor de Dios. No forma parte de la esencia del hombre ni de la historia.
Salvo que interpretemos “conocer” como “practicar", el afán de conocer el bien y el mal no es equivalente al pecado. De lo contrario los moralistas pecarían al dedicarse al estudio de la ciencia moral. Cuando Dios prohibió a Adán y Eva comer del “fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal” (cf. Génesis 2), estableció que no le corresponde al hombre cambiar a su antojo la ley moral natural, porque ésta le es dada al hombre por Dios en unión indisoluble con la naturaleza humana.
“Si, como hemos dicho, la naturaleza era para el griego lo permanente, el gran todo al cual cada ser individual vuelve en cumplimiento de la universal justicia de la restitución, para el cristiano es el mal, pero el mal necesario e indispensable, porque tiene su sentido en la realización del drama de la historia.” (o.c., p. 34).
Para el cristiano la naturaleza no es el mal ni un mal, sino un bien, aunque un bien finito. El primer capítulo de la Biblia (Génesis 1) repite con llamativa insistencia la valoración positiva de Dios acerca de la naturaleza creada: “Y vio Dios que era bueno". Según la doctrina cristiana, el mal no es la naturaleza, el universo material o el ser finito (esta identificación es propia del maniqueísmo, no del cristianismo), sino un desorden introducido en el orden natural. Particularmente, el mal moral o pecado es el acto humano contrario a la naturaleza humana, es decir contrario a la razón y a la ley moral.
“La personalidad del hombre consiste en este su estar enmascarado, en este su desempeñar el papel que le corresponde, que le ha sido asignado de antemano desde aquellos tiempos en que no había nada, ni siquiera tiempo, porque todo estaba en el seno de Dios como modelo y paradigma.” (o.c., p. 35).
Según la antropología cristiana, la persona humana es un ser inteligente y libre, un espíritu encarnado que se desarrolla históricamente en relación con Dios y las demás personas. Ciertamente Dios, en su omnisciencia, conoce eternamente la historia completa de cada persona humana, pero esto no implica que la predetermine anulando su libertad. El hombre desempeña en la historia, no un rol que le fue asignado arbitrariamente por Dios antes de crearlo, sino el rol que el mismo hombre ha elegido para sí, dando una respuesta libre al libre amor de Dios, aunque siempre bajo el influjo misterioso de la Gracia.
“El hombre ha sido hecho, como diría Unamuno, para acompañar la soledad de Dios.” (o.c., p. 36).
Según la doctrina cristiana, el hombre ha sido hecho para compartir la gloria de Dios. Dios es el Ser perfectísimo, infinitamente feliz por Sí mismo. No sufre de soledad ni de ningún otro mal, ni antes ni después de crear al hombre. Su plenitud divina es inmutable. Dios crea al hombre sin necesidad alguna, por un acto libérrimo de su amor infinito. “Dios es amor", nos enseña San Juan, y la esencia del amor consiste en hacer el bien al ser amado desinteresadamente.
“Sin la libertad, el hombre hubiera sido bestia o ángel. Con la libertad sola, sin auxilio divino, habría sido ángel rebelde, demonio.” (o.c., p. 36).
Sin la libertad, el hombre habría sido bestia, no ángel. Según la teología cristiana, el ángel es un espíritu puro, inteligente y libre. Con la libertad sola, pero sin la Gracia sobrenatural, tendríamos a un hombre en “estado de naturaleza pura", no un demonio. Un hombre así (que Dios podría haber creado si lo hubiera querido) carecería de un fin último sobrenatural (la participación en la naturaleza divina), pero podría ser feliz alcanzando su fin puramente natural.
“Si nos atenemos a la moderna imagen evolutiva de la historia, resulta sorprendente que el hombre comience por ser, no un bruto que se desliga de la naturaleza, sino un ser que, después de haberle sido dada la imagen y figura de Dios, vuelve a revolcarse en el barro que constituye lo más alejado de Dios que pueda concebirse, lo que los neoplatónicos y, junto con ellos, los primeros padres de la Iglesia, llamaron indistintamente el no ser, el mal y la materia.” (o.c., pp. 36-37).
Quizás el contraste entre la moderna imagen evolutiva y la visión cristiana de la historia resulte sorprendente para quienes tienden a olvidar la esencia espiritual de la historia humana, que no es nunca un desarrollo mecánico, sino una sucesión temporal de actos en última instancia indeducibles, irreductibles a una ley matemática, física o biológica.
Los Padres de la Iglesia no confundieron nunca el no ser, el mal y la materia, tres cosas muy distintas entre sí para un cristiano. La nada (el no ser) no es mala ni es material, simplemente porque no es. Para ser malo, como para ser material, es necesario ser (lo contrario del no ser).
Si bien el no ser no es de suyo un mal, el mal sí es un determinado tipo de no ser: la privación de algo exigido por la naturaleza del ente en cuestión. Aunque para ser malo hay que ser, no se es malo por lo que se es, sino por lo que no se es, y no por cualquier cosa que no se sea, sino por no ser lo que la naturaleza exige que se sea. Y ésa es justamente la doctrina de San Agustín.
Ya dijimos antes que para el cristiano el ser material no es un mal, sino un bien (aunque ciertamente un bien finito, no el Sumo Bien que es Dios). Dado que el mal es un desorden del ser, que considerado en sí mismo es bueno, en definitiva el mal resulta ser un parásito del bien. Lo malo existe sólo gracias a la medida de bien que contiene. No hay, en la cosmovisión cristiana, nada que sea absolutamente malo desde todo punto de vista posible, porque todo ha sido creado bueno por Dios.
“A la luz primitiva, a la claridad y transparencia de su origen, ha sucedido la confusión y la multiplicidad, la verdadera noche en que, de Adán a Jesucristo, ha imperado, en medio de la ignorancia de los pueblos, una sola y única revelación del Dios escondido, la revelación incompleta manifestada al pueblo judío, el que ha dado muerte temporal y vida eterna al Hijo de Dios.” (o.c., pp. 37-38).
Según la doctrina cristiana, de Adán a Jesucristo el Dios escondido se ha revelado no sólo mediante la revelación sobrenatural manifestada al pueblo de Israel (que no es exactamente lo mismo que el pueblo judío) sino también mediante lo que podríamos llamar “revelación natural": Dios puede ser conocido a la luz de la sola razón por todos los hombres, también los anteriores a Jesucristo. Las obras de Dios dan testimonio de Él, son signos que nos hablan del Dios escondido.
Por otra parte, desde el punto de vista de la historia, no fue el pueblo judío en su conjunto quien dio muerte temporal al Hijo de Dios, sino muchas altas autoridades y una parte de ese pueblo, junto con autoridades romanas. Y por cierto el pueblo judío tampoco fue quien dio vida eterna al Hijo de Dios: el Hijo, en cuanto Dios, posee la vida eterna por su naturaleza divina; y en cuanto hombre, recibió la vida eterna de Dios Padre, quien lo resucitó de la muerte.
“Mas esta libertad, que tan graciosamente le es dada al hombre, es sólo, por lo pronto, la libertad para el pecado, la libertad para la historia.” (o.c., p. 43).
Según la doctrina cristiana, Dios da gratuitamente al hombre el don de la libertad, no para el pecado, sino para que, auto-poseyéndose, sea capaz de auto-donarse libremente a Dios, alcanzando así su realización plena en el seno de la comunión con Dios. Esa libre decisión del hombre se desarrolla en la historia y se consuma en la eternidad.
Nótese que Ferrater Mora se contradice. En este punto identifica historia y pecado, aunque antes había escrito que el pecado no es la sustancia de la historia (véase la primera cita).
“Pero si la Iglesia es condición no es causa suficiente, y por eso aun en ella son pocos los elegidos y son muchos los condenados.” (o.c., p. 45).
Sobre la cuestión de la posibilidad de salvación de los no cristianos de buena voluntad ha habido sin duda en los últimos siglos un importante desarrollo doctrinal en la Iglesia Católica. Ahora bien, Ferrater Mora extiende aquí hacia adentro de la Iglesia lo que se podría ver como cierto “pesimismo” de San Agustín con respecto a esa cuestión. Es cierto que no basta pertenecer exteriormente a la Iglesia para alcanzar la salvación, sino que para esto se debe pertenecer a ella “en espíritu y en verdad". Pero la Iglesia Católica en cuanto tal nunca ha enseñado oficialmente que sean muchos más los condenados que los salvados, ni en el mundo en general, ni mucho menos dentro de la Iglesia en particular.
“Esta justicia de condenar a todos y esta misericordia de salvar a algunos es lo que da su angustioso sentido a la visión agustiniana de la historia y lo que hace de ella, al tiempo que el reino de la desesperación, el fundamento de la esperanza.” (o.c., p. 46).
Según la doctrina de San Agustín y de la Iglesia, ni la justicia divina condena a todos los hombres ni la misericordia divina opera sólo a favor de algunos. Exceptuando a Jesús y María, todos los hombres han pecado y ninguno de ellos podría salvarse por sí mismo; pero la muerte y resurrección de Cristo han redimido objetivamente a todos los hombres de la historia. También para San Agustín, como para San Pablo, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". Pero, agrega Agustín, “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti". La gracia de Dios, ofrecida a todo hombre, requiere la libre cooperación del hombre para realizar la obra de la justificación. Por lo tanto la visión agustiniana y cristiana de la historia no es el reino de la desesperación, sino una visión de esperanza teologal. Aunque esté sumido en el peor de los pecados, el hombre puede esperar la salvación de Dios, si se abre con fe amante a Su misericordia y Su perdón. Esta salvación regalada gratuitamente por Dios es doblemente indebida, porque el hombre es creatura y pecador, pero no es injusta.
“En la visión agustiniana no acaba todo bien, como en la comedia, ni todo mal, como en la tragedia; en ella mueren, con una eterna muerte sin reposo, los réprobos o los condenados, pero viven con una vida sin más inquietud y desasosiego los que, debiendo ser también condenados, han resultado, por una elección que escapa a la razón humana y acaso a toda razón, inscritos en el registro de una ciudad que está constituida desde siempre, pero que sólo quedará colmada cuando la historia, ese sueño que es una pesadilla, haya terminado de ser soñada. Puede que no haya que acusar demasiado a Dios de su aterrador dictado, porque acaso la pesadilla también a Él alcanza y somos nosotros la visión que aparece constantemente en sus sueños. En los sueños de Dios, que si tal fuera cierto, serían para el hombre más reales que la realidad.” (o.c., p. 47).
En la visión agustiniana y cristiana de la historia los bienaventurados no son los que debían haber sido también condenados pero han sido elegidos arbitrariamente por Dios para la salvación. Quizás Ferrater Mora confunde a San Agustín con Calvino. Dios es justo y la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. El juicio de Dios concuerda con la opción que cada hombre ha hecho a lo largo de su vida, opción por el amor o el egoísmo, por Dios o contra Dios, opción a la que la muerte da un carácter definitivo. El motivo por el cual unos se salvan y otros se condenan no escapa totalmente a la razón humana, ni menos aún a toda razón: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer… Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer…” (Mateo 25,34-42).
Quizás el sistema teológico con el que San Agustín (no el Magisterio de la Iglesia) intentó analizar el profundo misterio de la relación entre la Gracia de Dios y la libertad del hombre se presta en parte al malentendido en el que incurrió Ferrater Mora. Pero ese sistema agustiniano no pretende borrar ni borra las líneas maestras del Evangelio de Cristo que hemos enunciado sintéticamente.
El primado absoluto de la gracia de Dios, aun respecto de la respuesta libre del hombre, es un dato del Evangelio (Juan 15,5: “separados de Mí, nada pueden hacer"), subrayado por San Agustín y reafirmado por el Magisterio de la Iglesia en la condena del pelagianismo y el semipelagianismo. Esta doctrina católica no llama a la desesperación, sino a la confianza en Dios y al reconocimiento del Misterio insondable del Dios que es al mismo tiempo Amor, justicia y misericordia para con los pecadores.
La historia no es una pesadilla ni tiene sentido alguno acusar de nada a Dios, el Ser perfectísimo, infinitamente Bueno. También es absurdo suponer que Dios mismo puede sufrir pesadillas.
A modo de conclusión, nos preguntamos cómo es posible que un filósofo tan distinguido como José Ferrater Mora haya cometido errores tan gruesos y numerosos en una breve descripción de la visión cristiana de la historia. Dejando de lado la posibilidad de un intento deliberado de tergiversación, nos queda sólo la alternativa del desconocimiento. Por desgracia, ese desconocimiento está demasiado generalizado: hay en el ámbito de nuestra civilización “occidental y cristiana” demasiadas personas, incluso muy cultas, que ignoran casi todo lo esencial acerca del cristianismo o tienen de él una noción profundamente equivocada. Esto puede ser más excusable en el caso de personas poco instruidas, pero resulta menos comprensible en el caso de un gran filósofo, que además ha escrito sobre el cristianismo.
Daniel Iglesias Grèzes
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