Merece la pena leer teología, buena teología. Como Dios no abandona a su pueblo, tampoco lo deja desasistido de teólogos. Por razones “profesionales” – yo mismo soy profesor de teología – he dedicado una buena parte del verano a leer a fondo algunos textos sobre teología fundamental y liturgia.
He leído a Joseph Ratzinger. Es una empresa que nunca defrauda. Ratzinger tiene la capacidad de facilitar que quien lea sus obras pueda entenderlo. Además, permite que se siga su razonamiento, muy claro y distinto. Y, en el colmo de la cortesía, de vez en cuando incluye un breve párrafo en el que, sintéticamente, dice todo lo que ha argumentado sin que sobre ni una coma.
He leído también, y no es la primera vez que lo hago, a un autor genial, Pierangelo Sequeri. No es claro y distinto, es retórico y alambicado, a mi humilde entender. Pero es un maestro. Si uno hace el esfuerzo, no pequeño, de seguirle frase a frase, palabra a palabra, razonamiento a razonamiento, no se verá defraudado. Tiene la lucidez de hacer ver lo que uno sospechaba, e incluso lo que no sospechaba en absoluto, pero en cualquier caso, lo que no se puede desechar como irrelevante.
El tercero es un teólogo español, yo creo que de enorme categoría: José Granados. Su libro “Teología de los misterios de la vida de Jesús. Ensayo de cristología soteriológica” es, en mi opinión, de lectura obligatoria. Es claro y brillante. También debo recomendar su “Tratado general de los sacramentos” (BAC, Madrid 2017).
Y voy a las citas. A los textos. El primero de J. Ratzinger. Nos dice, en síntesis, que participar en la liturgia de la Iglesia significa insertar nuestra relación con Dios en el lugar concreto en que Dios nos sale al encuentro. Es un modo de responder a la pregunta ¿por qué ir a Misa cada domingo?:
“orar en la Iglesia y en la cercanía del sacramento eucarístico es insertar nuestra relación con Dios en el misterio de la Iglesia como lugar concreto en el que Dios nos sale al encuentro. Y este es a fin de cuentas el sentido cabal de ir a la iglesia: la inserción de mi propio ser en la historia de Dios con los hombres, la única en la que yo en cuanto hombre tengo mi verdadera existencia humana, la única que me abre por tanto al verdadero lugar de mi encuentro con el amor eterno de Dios. Efectivamente, este amor no busca solo un espíritu aislado, que sería solo […] un fantasma en relación con la realidad del hombre, sino que busca al hombre todo, en el cuerpo de su historicidad, y le regala, en los signos sagrados de los sacramentos, una garantía de la respuesta divina en la que la pregunta abierta de la existencia humana alcanza su meta y su cumplimiento” (J. Raztinger, “Obras Completas”. XI. Teología de la liturgia, p. 152).
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