El camino de la cruz
Si nos propusiésemos diseñar una campaña de propaganda para difundir una ideología o para vender un producto, jamás escogeríamos como eslogan las palabras de Jesús: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24). La propaganda y la publicidad ofrecen una vida más cómoda, más placentera y confortable. Jesús habla de cruz. Se da, pues, un contraste entre lo que el mundo nos propone y lo que nos propone el Evangelio.
La cruz es el resultado de este contraste, de este choque entre la Palabra de Dios y los valores del mundo. La fidelidad a la Palabra de Dios ocasiona irremediablemente la persecución. Lo vemos reflejado en la experiencia de todo auténtico profeta: “La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día”, dice Jeremías (cf Jr 20,7-9). El cristiano ha de estar preparado para la afrenta, para la deshonra, para la ignominia. Aquel que tiene la osadía de decir que Dios es el Señor y el Legislador; que no todo está a disposición de nuestro arbitrio; que la vida humana ha de ser respetada en todo momento; que los bienes de la tierra están destinados a todos; que el amor conyugal ha de ser total, fecundo y fiel… se arriesga al rechazo y a la burla.
Pero el Tentador no nos asedia únicamente desde afuera. También en nuestro interior se da una lucha continua; una necesidad de morir a nuestro pecado para renacer como hombres nuevos. No hay cristianismo sin cruz: “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas” (Catecismo, 2015). La renuncia que nos pide Cristo es una renuncia creativa: un dejar atrás unas cosas para alcanzar otras mejores. ¿A qué hay que renunciar? A todo aquello – la soberbia, la ira, la envidia, la pereza, la avaricia, la lujuria, la gula – que nos impide ser de Dios y que nos impide ser auténticamente nosotros mismos. El que se niega a sí mismo para vencer la avaricia y llegar a ser generoso, aunque aparentemente pierde, en realidad gana: “Si uno quiere salvar la vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará”, nos dice Jesús.