Blasfemos y cobardes
Faltar públicamente al respeto a Dios o, por extensión, a la Virgen María, a los santos o, incluso, a la Iglesia, se ha convertido, parece, en un recurso fácil de promoción personal o de agitación política, por parte de “artistas” con afán de notoriedad o de grupos radicales igualmente necesitados de que se hable de ellos.
Es ciertamente lamentable que estas cosas sucedan. Y uno, que las repudia, siempre se ve, a la hora de repudiarlas, en una especie de dilema. No se sabe qué es mejor o peor. Darle notoriedad a un blasfemo – persona o colectivo - es propiciar que se hable de él, que es, en el fondo, lo que busca. Callar del todo tampoco es coherente con la fe y con el honor que debemos tributar a Dios y a lo sagrado.
No creo que haya que callarse. Hay que protestar contra eso. Sobre todo, desagraviando, que equivale a una reparación ante Dios. Muchos ofenderán, o querrán hacerlo, a Dios. Si desagraviamos, estamos presentando nuestra protesta ante lo que es absolutamente injusto. Y no hay mayor injusticia que ofender a Dios.
También los católicos, y los demás creyentes, debemos pedir el amparo de las leyes que, en última instancia, se apoyan, o dicen hacerlo – con un mayor o menor grado de incoherencia – , en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que habla de la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Y esa Declaración Universal, en lo que tiene de mejor, se basa en la ley moral natural.
A mí me ofenden todas las blasfemias. Pero, si alguna me resulta especialmente aborrecible, es la blasfemia contra María, la Madre de Jesús, la Madre de Dios. Hay que ser de lo peor para ofender a la Madre de Jesucristo.

No han faltado, en la historia de la Iglesia, serios intentos de restablecer la unidad con los que, en algún momento, se habían separado de la comunión con Roma. Recordemos, por ejemplo, el Concilio II de Lyon (1274) o el Concilio de Florencia (1445).
Parece que si un obispo habla y dice lo que, en conformidad con el patrimonio doctrinal y moral de la Iglesia, puede y debe decir, se arma la marimorena. Y suelen ser los mayores defensores de la diversidad, de la tolerancia y de la inclusión los que menos soportan la discrepancia. No están dispuestos a que nadie los contradiga.
Ian Ker en su John Henry Newman. Una biografía, Madrid 2010, recoge un dato interesante: Una semana después de llegar a Roma, en 1879, para ser creado cardenal, Newman escribió a Birmingham para pedirle a uno de su comunidad – de Oratorianos – que averiguara si las palabras ‘cor ad cor loquitur’ (“el corazón habla al corazón”) se encontraban en la versión Vulgata de la Biblia o en Tomás de Kempis. Había olvidado, Newman, que él mismo había atribuido esas palabras, en su Idea of a University, a San Francisco de Sales.












