La consideración e invitación a la alegría son constantes en toda la liturgia del Adviento; orienta así al reconocimiento de lo que es la alegría honda y sentida, que no es sino el gozo de descubrir al Señor y, sabiendo que viene, se convierte en gozo sostenido de quien aguarda a Alguien sumamente amado. La esperanza derrota la tristeza, la apatía y el decaimiento, y genera una alegría serena que se convertirá en desbordante al alcanzar su fin y completar su deseo. Al fin y al cabo, el Adviento reeduca nuestra alegría, la orienta hacia lo verdadero, la purifica de pequeñas alegrías falsas, materiales, aparentes, inmanentes que decepcionan al final.
Un recorrido por la eucología romana del Adviento nos ofrecerá la perspectiva teológica y espiritual de la alegría. Seguro que este recorrido no nos puede dejar indiferentes sino que provocará un eco (eso es catequesis: eco, resonancia) para la vida católica.
Las antífonas que iluminan el canto de los salmos en el Oficio divino están teñidas de gozosa esperanza: “Alégrate y goza, hija de Jerusalén: mira a tu Rey que viene; no temas, Sión, tu salvación está cerca” (ant. 2, Of. Lect., Domingo I); incluso es una alegría “cósmica”, ya que toda la creación participa del gozo de la venida de Cristo: “Los montes y las colinas aclamarán en presencia del Señor y los árboles del bosque aplaudirán, porque viene el Señor y reinará eternamente. Aleluya” (Ant. 2, Laudes Dom. I), o también: “Destilen los montes alegría y los collados justicia, porque con poder viene el Señor, luz del mundo” (ant. 2, II Visp., Dom. III). Es una exhortación constante a la alegría ante el Señor, el Mesías, Rey y Sacerdote: (ant. 1, I Visp. Dom. I); “Hija de Sión, alégrate; salta de gozo, hija de Jerusalén. Aleluya”“alégrate y goza, nueva Sión, porque tu Rey llega con mansedumbre a salvar nuestras almas” (ant. 1, I Visp., Dom. II).
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