Inclinaciones, postura para participar (X)
Prosiguiendo con los gestos y posturas corporales, veremos cómo su variedad permiten expresar en cada momento los sentimientos interiores, el afecto y la devoción, celebrando la liturgia. El cuerpo se expresa en la liturgia a la vez que permite crear disposiciones internas para un culto verdadero.
Así, participar es estar de pie, sentados, de rodillas… según lo requiere cada parte de la liturgia. Esta participación es sencilla e implica estar atentos y conscientes en la celebración litúrgica, buscando además la unidad en gestos, posturas, palabras y oraciones de todo el pueblo cristiano.
d) Inclinaciones
La liturgia lleva al hombre a inclinarse ante Dios, reconociéndole y adorándole. No es la postura erguida, de dura cerviz que le cuesta inclinarse ante Dios, sino la del hombre que se inclina, que adora, que se hace pequeño porque él mismo es pequeño ante la grandeza de Dios.
Es, pues, un modo de adorar al Señor. El criado de Abraham, al encontrar a Rebeca, “se inclinó en señal de adoración al Señor” (Gn 24,26). Los levitas, a petición del rey Ezequías alabaron al Señor con canciones de David, “lo hicieron con júbilo; se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,30).
Es también un modo reverente de saludar a alguien superior o más importante, o simplemente una deferencia cortés, como Abraham ante los hititas para dirigirles su discurso (Gn 23,7) o los hijos de Jacob ante José en Egipto que “se inclinaron respetuosamente” (Gn 43,28). Betsabé saluda al rey David inclinándose ante él y luego postrándose (cf. 1R 1,16) y Betsabé es saludada con una inclinación por su hijo el rey Salomón (1R 2,19). Ya aconseja el Eclesiástico: “Hazte amar por la asamblea, y ante un grande baja la cabeza” (Eclo 4,7).
Inclinarse es siempre signo de condescendencia, de bondad. Dios mismo se inclina hacia el hombre que le grita en el peligro: “Inclinó el cielo y bajó, con nubarrones debajo de sus pies” (Sal 17,10); “él se inclinó y escuchó mi grito” (Sal 39,2). Dios se inclina, como una madre hacia su pequeño, cuidando a Israel: “fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer” (Os 11,4).
El orante suplica que Dios se incline o que incline su oído a la súplica: “inclina el oído y escucha mis palabras” (Sal 16,6), “inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme” (Sal 30,3), “inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado” (Sal 85,1).
Un hombre bueno, imitando la condescendencia de Dios, inclinará su oído ante el pobre que le suplica: “Inclina tu oído hacia el pobre, y respóndele con suaves palabras de paz” (Eclo 4,8). Jesús mismo, viendo a la suegra de Simón con fiebre, “inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre” (Lc 4,39) y propone al buen samaritano como modelo, que se acerca al hombre herido, lo toma en sus brazos y lo monta en su propia cabalgadura (cf. Lc 10,34).
Y quien se resiste a inclinarse, es el de dura cerviz, el orgulloso y altanero, que se resiste a Dios y que es incapaz de inclinarse hacia quien sufre con un corazón duro.
Estos valores, este sentido claro, tan visual, posee la inclinación en la liturgia: es adoración y reconocimiento de Dios, es saludo reverente, es humildad y docilidad. Bien hechas las distintas inclinaciones, provocan un clima espiritual, subrayan la sacralidad de la liturgia; sin embargo, omitir las inclinaciones, hacerlas precipitadamente y sin hondura, empobrecen el aspecto no sólo ritual, sino también espiritual, de la liturgia.
Todos los fieles participan en la liturgia cuando se inclinan profundamente en el Credo a las palabras “Y por obra del Espíritu” hasta “y se hizo hombre” (IGMR 137).
Si por causas justificadas –estrechez del lugar, o por enfermedad- están de pie en la consagración, harán inclinación profunda cuando el sacerdote adora cada especie con la genuflexión: “Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (IGMR 43).
En el momento de acercarse a comulgar, todos deben expresar la adoración al Señor, con una inclinación profunda y después acercarse al ministro: “Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).
Por último, y como elemento habitual, en la oración super populum (cada día de Cuaresma) y en la bendición solemne a la que se responde con triple “Amén”, el diácono (o el sacerdote si no hay diácono) advierte “Inclinaos para recibir la bendición” (IGMR 186) y todos participan inclinándose para la bendición final.
Además, todos cuantos pasan por delante del altar (o del Obispo) para proclamar una lectura, o para hacer la colecta, etc., hacen inclinación profunda o en el momento de entregar las ofrendas al Obispo o sacerdote, hacen inclinación.
Hay dos tipos de inclinaciones, pensando sobre todo en el sacerdote y los ministros, la inclinación de cabeza y la inclinación profunda (de cintura). El Misal prescribe:
“Con la inclinación se significa la reverencia y el honor que se tributa a las personas mismas o a sus signos. Hay dos clases de inclinaciones, es a saber, de cabeza y de cuerpo:
a) La inclinación de cabeza se hace cuando se nombran al mismo tiempo las tres Divinas Personas, y al nombre de Jesús, de la bienaventurada Virgen María y del Santo en cuyo honor se celebra la Misa.
b) La inclinación de cuerpo, o inclinación profunda, se hace: al altar, en las oraciones Purifica mi corazón y Acepta, Señor, nuestro corazón contrito; en el Símbolo, a las palabras y por obra del Espíritu Santo o que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; en el Canon Romano, a las palabras Te pedimos humildemente. El diácono hace la misma inclinación cuando pide la bendición antes de la proclamación el Evangelio. El sacerdote, además, se inclina un poco cuando, en la consagración, pronuncia las palabras del Señor” (IGMR 275).
También se hace inclinación profunda antes y después de incensar (al sacerdote, a los fieles, a la cruz) exceptuando las ofrendas en el altar.
Y es costumbre antiquísima de la Iglesia, que hoy mantienen algunas Órdenes monásticas, saludar al Santísimo en el Sagrario con una inclinación profunda (no simplemente con la cabeza), ya que éste es el gesto más tradicional de la liturgia; el Catecismo lo recuerda:
“En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor” (CAT 1378).
Estas inclinaciones, tanto las que hacen los fieles como las que realizan los ministros en el transcurso de la liturgia, son un medio de participación de todos.