c) Sentido de catolicidad
-Eclesialidad de la liturgia
La participación interior en la liturgia se realiza cuando hay un espíritu católico. Con profundo sentido eclesial, reconoce en la acción litúrgica no una acción privada, reservada sólo a los asistentes y con efectos espirituales sólo en los asistentes, de manera que se identifique la liturgia como algo grupal, restringido a la propia comunidad.
“Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es “sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso” (SC 26).
El sentido católico dilata el corazón, lo ensancha, y esta nota de catolicidad es definitiva para vivir la liturgia con una mayor hondura. La reducción secularista centra la liturgia en los participantes, en el grupo, convirtiéndolo todo en fiesta y compromiso; pero la liturgia, ni es privada ni se reduce a un grupo: es católica. Todos los fieles deben experimentar en sus almas que la liturgia es una “epifanía de la Iglesia”, que “el Misterio de la Iglesia es principalmente anunciado, gustado y vivido en la Liturgia”[1].
Las súplicas de la Iglesia en su liturgia son siempre universales, incluyen a todos, miran las necesidades de todos los hombres. Lo más alejado de ese espíritu católico es mirar sólo a los propios asistentes, la comunidad allí reunida, sólo lo propio. La catolicidad es siempre integradora: de todos y de todo en la única y santa Iglesia.
“Es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra” (CAT 1140) y no sólo el grupo particular, como si fuera éste el sujeto de la liturgia. Ésta es acción de Cristo y de la Iglesia, la Iglesia entera, la del cielo y la de la tierra, unida a su Cabeza. Es una realidad magnífica: “La Liturgia es “acción” del “Cristo total” (Christus totus). Los que desde ahora la celebran participan ya, más allá de los signos, de la liturgia del cielo, donde la celebración es enteramente comunión y fiesta” (CAT 1136). La liturgia, primero, es obra de Cristo, protagonista absoluto de la liturgia y no los fieles que busquen intervenir: “si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora”[2]. Y junto a Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia, a la que pertenece la liturgia[3]. La liturgia es católica, universal, y no se encierra en el ámbito de los asistentes:
“La perspectiva litúrgica del Concilio no se limita al ámbito interno de la Iglesia, sino que se abre al horizonte de la humanidad entera. En efecto, Cristo, en su alabanza al Padre, une a sí a toda la comunidad de los hombres, y lo hace de modo singular precisamente a través de la misión orante de la “Iglesia, que no sólo en la celebración de la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba a Dios sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero” (n. 83)” (Juan Pablo II, Carta Spiritus et Sponsa, n. 3).
En la liturgia, incluso en su celebración más sencilla y pobre, con unos pocos fieles, se entra en la liturgia del cielo, en una Comunión viva con todos los santos del cielo y también en Comunión viva con toda la Iglesia peregrina y la Iglesia que se purifica (en el purgatorio). “En esta liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos” (CAT 1139).
Es expresiva de esta realidad de Comunión, de catolicidad, la cláusula final de los prefacios: “Por eso, con los ángeles y los santos, te cantamos el himno de alabanza diciendo sin cesar”[4], “Por eso, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria”[5], etc.
También la catolicidad –con el cielo y toda la Iglesia- se expresa claramente en las plegarias eucarísticas: “En comunión con toda la Iglesia” (Canon romano), “acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra” (Plegaria eucarística II). “Y ahora, Señor, acuérdate de todos aquellos por los que te ofrecemos este sacrificio: de tu servidor el Papa N., de nuestro Obispo N., del orden episcopal, de los presbíteros y diáconos, de los oferentes y de los aquí reunidos, de todo tu pueblo santo y de aquellos que te buscan con sincero corazón” (Plegaria eucarística IV). Por último, se vive esta catolicidad que supera no sólo el espacio sino también el tiempo, en el Oficio divino, donde se une a la alabanza de la Iglesia del cielo: “con la alabanza que a Dios se ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales; y sienta ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y el Cordero” (IGLH 16).
El sello de la catolicidad marca la participación interior en la liturgia: se vive católicamente, esponjando el alma, cuando uno se reconoce recibiendo un don, la liturgia, que no es manipulable a gusto de la propia asamblea, sino en comunión con toda la Iglesia. Lo católico dilata el alma y así ser “hombre de Iglesia” conduce a vivir la liturgia santa de un modo nuevo, dilatado, abarcando a todos:
“En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el ‘eclesiástico’, vir ecclesiasticus, significa hombre de Iglesia. Él es el hombre en la Iglesia. Mejor aún, es el hombre de la Iglesia, el hombre de la comunidad cristiana. Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdure su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros! ‘En cuanto a mí –proclamaba Orígenes- mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico’. No hay otro medio, pensaba él con sobrada razón, para ser plenamente cristiano. El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. Él ama la belleza de la casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es ‘su madre y sus hermanos’. Nada de cuanto la afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa sus raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas”[6].
Un corazón que late así, católicamente, comprende la naturaleza eclesial de la liturgia y la viva abarcando a todos, orando por todos y con todos, ofreciendo por todos. Está en comunión con todos los miembros de la Iglesia, con los ángeles y los santos: su corazón abarca a la Iglesia y al mundo entero. Se sabe católico e integra a todos. “En todos sus actos sobrenaturales, el cristiano obra ‘ut membrum Ecclesiae’, ‘ut pars Ecclesiae’. Jesucristo nos ama a cada uno; y a cada uno nos dice como Moisés: ‘te he conocido por tu nombre’; pero no nos ama separadamente. Él nos ama en su Iglesia, por la que vertió su sangre. Por fin, nuestro destino personal no puede realizarse sino en la salud común de la Iglesia”[7]. Con esta perspectiva de catolicidad, pensemos que “es de trascendental importancia que todos tengan conciencia de estas dimensiones de la Iglesia. Pues cuanto más vivo sea el sentimiento que de ellas se tenga, tanto más se sentirá cada uno dilatado en su propia existencia, y por eso mismo realizará plenamente en sí mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico”[8].
-Intercesión universal
De aquí, de este concepto católico se derivan muchas consecuencias[9]; en la participación interior en la liturgia, más concretamente, lleva a orar realmente por todos, ensanchando los espacios de la caridad, hacia cualquiera que necesite oración, y no simplemente las propias y personales necesidades.
En la celebración eucarística hay un momento en que el pueblo cristiano ejerce su sacerdocio bautismal intercediendo por todos los hombres y la salvación del mundo: es la oración de los fieles:
“En la oración universal, u oración de los fieles, el pueblo responde en cierto modo a la Palabra de Dios recibida en la fe y, ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga de ordinario en las Misas con participación del pueblo, de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo” (IGMR 69).
El espíritu católico a nadie excluye, sino que por todos ora, ruega e intercede. En nuestro rito hispano, los dípticos poseen un sello de catolicidad evidente. No sólo se ora por los fieles presentes y sus necesidades, sino por toda la Iglesia y por cuantos sufren: “Tengamos presente en nuestras oraciones a la Iglesia santa y católica: el Señor la haga crecer en la fe, la esperanza y la caridad”, “Recordemos a los pecadores, los cautivos, los enfermos y los emigrantes: el Señor los mire con bondad, los libre, los sane y los conforte”
Igualmente, el Oficio divino, junto a su carácter de alabanza, es igualmente súplica e intercesión católica, universal, por todos, por el mundo, por la salvación: “la Iglesia expresa en la Liturgia los ofrecimientos y deseos de todos los fieles, más aún: se dirige a Cristo, y por medió de él al Padre, intercediendo por la salvación del mundo. No es sólo de la Iglesia esta voz, sino también de Cristo, ya que las súplicas se profieren en nombre de Cristo” (IGLH 17). Los ministros ordenados participan de esta solicitud eclesial rezando el Oficio divino no sólo por sí mismos, sino en nombre de toda la Iglesia, pidiendo por los fieles que se les haya encomendado y por todos los hombres: “los obispos y presbíteros[10], que cumplen el deber de orar por su grey y por todo el pueblo de Dios” (Ibíd.).
De valor especial, educando el espíritu de la oración, son las preces de Vísperas de la Liturgia de las Horas. Son la intercesión eclesial, la de Cristo con su Cuerpo que es la Iglesia: “como la Liturgia de las Horas es, ante todo, la oración de toda la Iglesia e incluso por la salvación de todo el mundo conviene que en las Preces las intenciones universales obtengan absolutamente le primer lugar, ya se ore por la Iglesia y los ordenados, por las autoridades civiles, por los que sufren pobreza, enfermedad o aflicciones, por los necesidades de todo el mundo, a saber, por la paz y otras causas semejantes” (IGLH 187).
-Ofrenda por la salvación del mundo
Pero junto a la oración que es universal, católica, está la propia ofrenda. Se participa en el sacrificio eucarístico con corazón católico cuando se ofrece pensando en todos, en la salvación de todos, en la vida de todos. La catolicidad de la cruz del Señor orienta la ofrenda que presentamos al altar y que ofrendamos junto con nosotros mismos. Ofrecemos con sentido católico: “te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y a saber ofrecértelos por la salvación del mundo”[11]. El deseo católico es que el efecto de la Eucaristía alcance a todos los hombres: “mira complacido, Señor, los dones que te presentamos; concédenos que sirvan para nuestra conversión y alcancen la salvación al mundo entero”[12].
Con el sacrificio eucarístico, glorificamos a Dios, y en su honor es ofrecido, pero también, con los mismos sentimientos de Cristo Jesús, amamos al mundo y queremos su salvación, no su condenación: “recibe y santifica las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos”[13], y otra oración, muy parecida en su corte, reza: “recibe con bondad las ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos”[14]. Queremos colaborar, de todos los modos posibles, en la salvación del mundo por el que Cristo se entregó en la cruz, llegando incluso a ofrecernos nosotros mismos como ofrenda: “concédenos… convertirnos en sacrificio agradable a ti, para la salvación de todo el mundo”[15].
Imploramos de Dios la salvación del mundo en el corazón de la anáfora: “Te pedimos, Padre, que esta víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero” (Plegaria eucarística III). Es el sacrificio de Cristo y de la Iglesia, su Cuerpo, su Esposa, impetrando la salvación. Pero también el Oficio divino, la Liturgia de las Horas, es una continua intercesión por todos y en nombre de todos, unidos a Cristo: “la misma oración que el Unigénito expresó con palabras en su vida terrena y es continuada ahora incesantemente por la Iglesia y por sus miembros en representación de todo el género humano y para su salvación” (IGLH 9).
Alabamos, oramos y ofrecemos por todos: ese el sentido católico que la liturgia lleva y que imprime en nuestras almas. Así es como, entonces, respondemos a la monición sacerdotal: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.
En los dípticos del rito hispano, que son invariables, la oración está unida al sacrificio; los dones están ya presentados en el altar –y cubiertos con un velo- y se realiza la intercesión de los dípticos guiados por el diácono. El sentido es católico, universal: “Lo ofrecen por sí mismos y por la Iglesia universal”, responden los fieles y el sacrificio va a ser ofrecido por todos: “Ofrecen este sacrificio al Señor Dios, nuestros sacerdotes: N. el Papa de Roma, nuestro Obispo N. y todos los demás Obispos, por sí mismos y por todo el clero, por las Iglesias que tienen encomendadas, y por la Iglesia universal”.
La participación interior lleva la marca hermosa de la catolicidad.
[1] JUAN PABLO II, Carta Vicesimus Quintus Annus, n. 9.
[2] Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de la región Norte 2 de Brasil en visita ad limina, 15-IV-2010.
[3] La liturgia es de la Iglesia y no del sacerdote o del grupo de fieles que la celebren; el mismo Concilio Vaticano II dice: “Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie o cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia” (SC 22).
[4] Prefacio de santos pastores.
[5] Prefacio solemnidad Sgdo. Corazón.
[6] DE LUBAC, H., Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro, 1988, p. 193.
[7] DE LUBAC, H., Meditación…, p. 45.
[8] DE LUBAC, H., Meditación…, p. 52.
[9] Una de ellas ya la hemos citado con palabras de la Sacrosanctum Concilium: “Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia” (SC 22); otra sería atenerse fielmente a los libros litúrgicos: “La fidelidad a los ritos y a los textos auténticos de la Liturgia es una exigencia de la «lex orandi», que debe estar siempre en armonía con la «lex credendi»” (JUAN PABLO II, Carta Vicesimus Quintus Annus, 10).
[10] Sobre los presbíteros en concreto, dirá: “participan en la misma función, al rogar a Dios por todo el pueblo a ellos encomendado y por el mundo entero” (IGLH 28).
[13] OF, XVI Dom. T. Ord.
[14] OF, XXIV Dom. T. Ord.
[15] OF, San Andrés Kim Taegon, 20 de septiembre.