Tomando pie de un texto conocidísimo, un clásico, del teólogo y exégeta alejandrino Orígenes, del siglo III, podríamos hacer unas cuantas reflexiones que nos ayuden a mejorar nuestra vida litúrgica y sacramental, o sea, en definitiva, nuestra vida espiritual.
En una de las homilías sobre el libro del Éxodo, predica:
“Sabéis, vosotros que soléis estar presentes en los misterios divinos, cómo, cuando recibís el cuerpo del Señor, lo conserváis con toda cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada del don consagrado. Os consideráis culpables, y con razón, si cae algo por negligencia. Ahora bien… ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio que despreciar su cuerpo?” (Ex., h. 13, 3).
1) El primer dato que salta a la vista: la práctica habitual durante siglos fue recibir la sagrada comunión en la mano. Es lo que testimonia Orígenes que conoce tanto la práctica de su Iglesia natal, la de Alejandría, como la de Cesarea de Palestina. Comulgar en la mano, es decir, recibir del ministro en las propias manos el Pan santísimo.
Para la Iglesia de los Padres, recibir al Señor en las manos no era una irreverencia ni una falta de adoración. Orígenes en el texto resalta el sumo cuidado que tenían los fieles en que no cayera ni la más mínima partícula al suelo, que no se perdiera nada del don consagrado. Los fieles sabían bien a Quién recibían y lo hacían con “cautela y veneración”, con conciencia clara, sin pensar que recibían algo, un símbolo, una cosa.
Hoy, para nosotros, deberíamos sacar una lección práctica: quienes según el uso permitido comulgan en la mano, deben hacerlo delante del sacerdote y vigilar que no quede ninguna partícula en su mano, y si la hay, consumirla inmediatamente. Es verdad que ahora es más difícil con las obleas que si fuera pan fermentado o pan ázimo, pero el cuidado debe extremarse, como lo hicieron generaciones de hermanos nuestros antes de nosotros.
2) Y, ya que estamos, hemos de pensar la seriedad del acto de comulgar. Hay que discernir en la conciencia si podemos o no acercarnos al sagrado banquete para evitar comer y beber la propia condenación, según amonesta el Apóstol (cf. 1Co 11,29). Jamás en pecado mortal podemos acceder a la Mesa santa. No se trata del gusto personal, o de si sentimos o no necesidad piadosa de comulgar, sino de examinar realmente la vida y ver si estamos o no en pecado mortal, si tendríamos más bien que ir al confesionario en vez de al comulgatorio.
De nuevo un texto de Orígenes a este respecto; comentando un salmo, se dirige a los pecadores diciendo:
“¿No temes comulgar el cuerpo de Cristo al acercarte a la Eucaristía, como si fueras inocente y puro, como si no hubiera nada en ti indigno, y en todo esto te persuades de que escaparás del juicio de Dios? ¿No te acuerdas de lo que está escrito que “entre vosotros hay muchos impedidos, y enfermos, y durmientes”? ¿Y por qué muchos impedidos? Porque no se juzgan a sí mismos, no se examinan, no comprenden lo que es comulgar con la Iglesia y acercarse a un misterio tan excelente y tan sublime” (Ps. 37, 2, 6).
3) Si tanto cuidado es necesario para que no se pierda nada del Cuerpo del Señor al comulgar, el mismo cuidado es necesario –recalcaba Orígenes- con la Palabra del Señor que se lee en la sagrada liturgia.
En cualquier versículo, en cualquier lectura, en el canto del salmo, etc., puede el Señor derramar su gracia y su luz sobre el alma. Cuando se proclama la Palabra de Dios es imprescindible el recogimiento, la actitud serena del alma atenta a lo que el Señor pueda y quiera darle. La distracción durante las lecturas de la Escritura hace que caigan al suelo y se pierdan partículas de la Palabra. No digamos nada de quienes habitualmente llegan tarde a la Santa Misa y entran ya por el Evangelio. ¡Quién sabe lo que el Señor hoy y aquí, en esta lectura, en este versículo, quiere darme a mí!
Así que… ¡cuidado con las partículas! ¡Que no se pierdan ni del Cuerpo eucarístico de Cristo ni de su Palabra!