Gloria a Dios en el cielo - III (Respuestas IX)
Comienza entonces, como forma de alabanza, una enumeración de los títulos de Dios, uno y trino.
Primero se dirige al Padre: “Señor Dios, Rey celestial, Dios, Padre todopoderoso”. ¡Éste es nuestro Dios por siempre jamás!
Después, como auténtica confesión de fe, reconoce y aclama a Jesucristo como Dios verdadero, Hijo de Dios: “Señor, Hijo único, Jesucristo. Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre”.
Con el canto, estas expresiones cristológicas se memorizan fácilmente en el pueblo cristiano, siendo un modo de educar en la recta fe generación tras generación. No extrañará entonces que los arrianos, aquellos que negaban la divinidad de Cristo y lo hacían solo “semejante” al Padre como una criatura más, corrigieran esta parte del Gloria para atribuir únicamente al Padre el ser Dios y Señor.
También en los himnos hay alguna parte dedicada a la petición y súplica antes de la estrofa final. En este himno doxológico, de glorificación, la Iglesia se dirige a su Cabeza, Señor y Esposo. “Tú que quitas el pecado del mundo”: así comienza la doble invocación para suplicar “ten piedad de nosotros”, “atiende nuestra súplica” y la tercera es más desarrollada: “Tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros”.
Y así como cualquier himno termina con una estrofa que vuelve a alabar y glorificar a Dios, este himno concluye alabando hermosamente a Dios en cada una de las tres divinas Personas: “Sólo tú eres santo, sólo tú, Señor, sólo tú, altísimo Jesucristo. Con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre”. Clara confesión de fe cristiana: así canta la Iglesia a Dios.
Los títulos con los que canta a Cristo y le glorifica, resultan ser, además, recta confesión de la fe ortodoxa, ya que el canto debe expresar la fe, no los sentimientos, y la letra de himnos y cantos, fáciles por tanto de memorizar gracias a la melodía, se convierten en instrumentos magníficos para grabar en las mentes las verdades de la fe.
a) “Hijo único”, o “Unigénito”:
Significa que Jesucristo es el único Hijo de Dios propiamente, por naturaleza, y no por adopción y gracia como los bautizados. Siendo su Hijo, es consustancial a Él, de la misma naturaleza, y no una criatura como el hombre, ni siquiera semejante o parecido a Dios. Ésta era la herejía arriana que, actualmente, ha rebrotado con otros términos.
¡Cuánto predicaron los Padres sobre esto! San Gregorio de Nisa decía: “El Verbo que existe antes de los siglos es el unigénito, y que el Verbo hecho carne se ha convertido en primogénito de toda criatura que en el tiempo ha nacido en Cristo” (Sobre la perfección, 62). El gran san Agustín, combatiendo el arrianismo, predicaba: “A su Hijo único en persona, al que había engendrado y mediante el que había creado todo, lo ha enviado a este mundo, para que él no estuviese solo, sino que tuviera hermanos adoptados. En efecto, nosotros somos no nacidos de Dios como el Unigénito, sino adoptados mediante éste. Él, en efecto, Unigénito, ha venido a aniquilar los pecados” (In Ioh. ev., tr. 2,13).
El Crisóstomo, a su vez, predica: “Igual que las palabras ‘al principio era el Verbo’ designan su eternidad, la frase ‘y al principio estaba junto a Dios’ indica que es coeterno con el Padre. En efecto, el evangelista, para que nadie piense al oír ‘al principio estaba junto a Dios’, que el Padre sea preexistente a Él, ni siquiera por unos instantes, y para que no se atribuya un principio al Unigénito, se añade: ‘estaba al principio junto a Dios’. O sea es eterno como el Padre, el cual, por consiguiente, jamás estuvo privado del Verbo. Éste, en suma, existió siempre como Dios junto a Dios, aunque tuviera una persona propia y distinta” (Hom. ev. Ioh, 4,1).
b) “Señor Dios”
La confesión más clara y explícita de Jesucristo como Dios la hallamos en el incrédulo Tomás, que sólo cuando lo vio resucitado y capaz de tocarlo, pronuncia, como broche de oro de todo el evangelio, la profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”.
Jesucristo es Dios. Igual al Padre en dignidad y en naturaleza, Dios como Él, pero Dios que asume nuestra humanidad encarnándose. No un profeta más, no un líder religioso cualificado, no un revolucionario, no un defensor de causas románticas y secularizadas, sino “Dios-con-nosotros”. No mero hombre, sino Dios y hombre; no disfrazado de hombre, sino Dios y hombre verdadero. No simplemente hombre, como tantos otros, sino su divinidad real bajo los velos de nuestra carne. “¡Señor Dios!”.
Comentando ese momento cumbre, la confesión de Tomás, dice san Agustín: “Veía y tocaba a un hombre y confesaba a Dios, al que no veía ni tocaba; pero, mediante esto que veía y tocaba, creía aquello” (In Ioh. ev., tr. 121,5).
c) “Cordero de Dios”
“Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre”. ¿Qué significa? ¿Cuál es esta alusión a Cristo como Cordero, que en otros momentos de la liturgia romana nos vamos a encontrar?
Comentando el pasaje (Jn 1,29) en que el Bautista califica así a Cristo, predica san Agustín: “Cordero, pues, es sólo aquel que no ha venido así, pues no fue concebido en medio de iniquidad, porque no fue concebido a partir de la condición mortal; tampoco entre pecados alimentó su madre en el útero a ese que concibió virgen y virgen parió, porque lo concibió por la fe y por la fe lo recibió. He aquí, pues, al Cordero de Dios… De Adán tomó sólo la carne, no asumió el pecado. Quien de nuestra masa no asumió el pecado, ése es el que quita nuestro pecado” (In Ioh. ev., tr. 4,10).
Cristo, Señor Dios, es el Cordero de Dios, el único sin mancha, inmaculado y puro, capaz de ser ofrecido en expiación y ser, a un tiempo, Cordero pascual. “Así también, el Cordero en singular, el único sin mancha, sin pecado; no cuyas manchas hayan sido limpiadas, sino cuya mancha fue nula… En singular, pues, él –éste es el Cordero de Dios-, porque con sola la sangre de este Cordero en singular han podido ser redimidos los hombres” (S. Agustín, In Ioh. ev., tr. 7,5).
¡El Cordero de Dios, el único! “La expresión ‘he ahí’, revela cómo eran muchos los que aguardaban su llegada con un intenso deseo, acrecentado, también, por cuantas cosas se venían diciendo de Él desde hacía mucho tiempo. Lo llama ‘cordero’ para evocar en la mente de sus oyentes las palabras del profeta Isaías y las prefiguraciones de la época de Moisés y para, mediante un símbolo alegórico, más fácilmente conducirlos hasta la verdad. Bien es verdad, sin embargo, que el antiguo cordero no cargó con los pecados de nadie, mientras que éste llevó sobre sí los pecados de todo el mundo. Él enseguida sustrajo a la ira de Dios al mundo entero, amenazado de ruina” (S. Juan Crisóstomo, Hom. In Ioh., 17,1).
d) “Hijo del Padre”:
Otro título más, en este caso reiterativo. Ya se dijo “Hijo único”, ya se le reconoció “Unigénito”, pero la liturgia se recrea en contemplar la filiación divina, única, desde siempre, antes de los tiempos, del Hijo. Es su divinidad a la que alabamos. Es su divinidad, en cuanto Hijo único, la que se encarna y nace y nos redime. “El Padre ama al Hijo, pero como un padre a su hijo, no como un señor a su esclavo; como el Único, no como a un adoptado. Así pues, ha puesto todo en su mano. ¿Qué significa ‘todo’? Que el Hijo es tan grande como el Padre. De hecho, para la igualdad consigo ha engendrado a ese que no tuvo como rapiña ser igual a Dios en forma de Dios. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. Cuando, pues, se dignó enviarnos al Hijo, no supongamos que se nos envió algo menor de lo que es el Padre. Al enviar al Hijo, se envió a sí mismo en otra persona” (S. Agustín, In Ioh. ev., tr. 14,11).
Por su parte, san Juan Crisóstomo dice: ‘“Entregó a su Hijo Unigénito’. No a un siervo, no a un ángel o a un arcángel. Ningún padre ha sentido tanto amor por sus propios hijos como Dios por sus siervos ingratos” (Hom. in Ioh., 27,2).