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14.02.19

Amén ( y III - Respuestas XXXII)

7. Igualmente importante, solemne y rotundo, que el “Amén” que rubrica la gran plegaria eucarística, es el “Amén” que se pronuncia antes de comulgar. Es confesión de fe y reconocimiento adorante de que Jesucristo está en el Sacramento real y sustancialmente presente.

   Primero veamos el rito de la distribución de la sagrada comunión, las rúbricas, ya que, para participar mejor, hemos de saber cómo se hace bien, y luego el sentido de la respuesta.

   El fiel que se acerca a comulgar, realiza primero un signo de adoración inclinándose. La postura corporal, por tanto, ha de ser sumamente respetuosa:

“Los fieles comulgan estando de rodillas o de pie, según lo haya determinado la Conferencia de Obispos. Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

   El rito de la distribución de la sagrada comunión se desarrolla de la siguiente manera:

“Si la Comunión se recibe sólo bajo la especie de pan, el sacerdote, teniendo la Hostia un poco elevada, la muestra a cada uno, diciendo: El Cuerpo de Cristo. El que comulga responde: Amén, y recibe el Sacramento, en la boca, o donde haya sido concedido, en la mano, según su deseo. Quien comulga, inmediatamente recibe la sagrada Hostia, la consume íntegramente” (IGMR 161).

  Por tanto, hay cuatros momentos:

1) se muestra la especie de Pan, teniendo la Hostia un poco elevada;

2) Se le dice al comulgante: “El Cuerpo de Cristo”;

3) El fiel responde: “Amén”;

4) finalmente comulga.

    “El Cuerpo de Cristo – Amén”, “La Sangre de Cristo – Amén”, es decir: ¡así es, así lo creo, así lo confieso! Todo eso se contiene en la breve palabra “Amén” que obligatoriamente debe ser pronunciada por el fiel que va a comulgar, y que sea dicha claramente, no un susurro o un levísimo murmullo inaudible, para que el ministro que distribuye la Comunión pueda oírlo.

   Así, a la hora de la Comunión, se establece un verdadero diálogo de fe:

“El Cuerpo de Cristo – Amén”, y junto a la inclinación antes de comulgar, este “Amén” es otro gesto más de adoración ante el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. ¡Sí, adoración!, ya que “en la Eucaristía no es que simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración” (Benedicto XVI, Disc. a la Curia romana, 22-diciembre-2005).

    8. Mucho y bien predicaron los Padres de este “Amén” del comulgante por la importancia que le daban.

  Algunos lo describen solamente, para que se sepa bien cómo es el rito y se haga bien y con adoración, o son alusiones al “Amén” en otro contexto:

   “Explique, pues, todas estas cosas el obispo a aquellos que comulgan; al partir el pan y distribuir cada una de las partes, diga: ‘Pan celestial en Cristo Jesús’. El que lo recibe responda: ‘Amén’” (Hipólito, Trad. Apost., c. 21).

   “¿Cómo puedes tolera que aquellas manos que habías extendido ante el Señor [al comulgar] se fatiguen aplaudiendo al histrión? ¿Y que de la boca con la que proferiste el “Amén” al Santo puedas vitorear al gladiador y decir ‘por los siglos de los siglos’ a algún otro que a Dios y a Cristo?” (Tertuliano, De spectaculis, 25).

   “Si no podemos ofrecer nuestros dones sin paz, ¡cuánto menos recibir el Cuerpo de Cristo! ¿Con qué conciencia responderé “Amén” a la Eucaristía si dudo de la caridad del que me la da?” (S. Jerónimo, Ep. 81).

  Pero, en general, son muchos los Padres que dan la explicación mistagógica, es decir, el sentido y la razón de ser del “Amén” pronunciado por el fiel antes de comulgar:

   “¿Qué es más, el maná del cielo o el cuerpo de Cristo? Claro es que el cuerpo de Cristo, que es el autor del cielo. Además el que comió el maná murió; pero el que comiere este cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá eternamente. Luego no en vano dices tú: ‘Amén’, confesando ya en espíritu que recibes el cuerpo de Cristo. Pues cuanto tú has pedido, el sacerdote dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y tú dices: ‘Amén’, esto es verdad. Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el afecto” (S. Ambrosio, De Sacr. V,24-25).

   “El pontífice, pues, al dar [la oblación], dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y te enseña con esta palabra a que no mires lo que aparece, sino que representes en tu corazón aquello que ha llegado a ser lo que había sido presentado, y que por la venida del Espíritu Santo es el cuerpo de Cristo. Así, conviene que te presentes con mucho temor y gran caridad, teniendo en cuenta la grandeza de lo que se te da; Él merece el temor a causa de la grandeza de su dignidad y el amor por la gracia. Por esto, en efecto, dices tú después de él: ‘Amén’. Con tu respuesta confirmas la palabra del pontífice y sellas la palabra del que da. Y se hace lo mismo para tomar el cáliz” (Teodoro de Mopsuestia, Hom. Cat. 16, n. 28).

    Clásica y muy conocida es la catequesis mistagógica de S. Cirilo de Jerusalén; con suma hermosura y delicadeza lo explica a los neófitos:

   “Al acercarte no vayas con las palmas de las manos extendidas, ni con de los dedos separados, sino haz con la mano izquierda un trono, puesto debajo de la derecha, como que está a punto de recibir al Rey; y recibe el cuerpo de Cristo en el hueco de la mano, diciendo “Amén”. Después de santificar tus ojos al sentir el contacto del cuerpo santo, recíbelo seguro con cuidado de no perder nada del mismo” (Cat. Mist. V, 21).

   Emplea S. Cirilo un lenguaje muy contundente para afirmar la presencia real ante la cual se va a responder el “Amén”:

   “No los tengas como pan y vino sin más; según la declaración del Señor son cuerpo y sangre de Cristo. Y aunque el sentido te sugiera eso, la fe debe darte la certeza. No juzgues del hecho por lo que te dicte el gusto, sino que, después de ser considerado digno del cuerpo y sangre de Cristo, estate plenamente convencido desde la fe, sin dudar” (Cat. Mist. IV, 6).

   El gran Agustín de Hipona, el mismísimo día de Pascua, dedica un sermón a la comunión eucarística y al “Amén”, y es que los Padres han predicado de la liturgia y sobre la liturgia para introducir a todos en el Misterio, como algo habitual en ellos, sin moralismos ni ideas vagas:

   “Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios, lo visteis también la pasada noche [la Vigilia pascual]; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa ni el gran misterio que encierra. Lo que veis es pan y un cáliz; vuestros ojos así lo indican. Mas según vuestra fe, que necesita ser instruida, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. Esto dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la fe exige ser documentada…

            En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el “Amén”, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El Cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”. Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el “Amén”” (S. Agustín, Serm. 272).

    “Este pan es el cuerpo de Cristo, del que dice el Apóstol dirigiéndose a la Iglesia: Vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo. Lo que recibís, eso sois por la gracia que os ha redimido; cuando respondéis “Amén” lo rubricáis personalmente. Esto que veis es el sacramento de la unidad” (Serm. 229 A,1).

    9. Decimos “Amén” en muchísimos momentos de la liturgia. Y al cantarlo o pronunciarlo, realizando una confesión de fe, nos unimos a Jesucristo. ¿Por qué? Porque Jesucristo es el verdadero “Amén”, el Amén de Dios.

  “Él mismo es el ‘Amén’ (Ap 3,14). Es el ‘Amén’ definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro ‘Amén’ al Padre: todas las promesas, hechas por Dios han tenido su ‘sí’ en él; y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios (2Co 1,20)” (CAT 1065).

 

7.02.19

Amén (II - Respuestas XXXI)

4. Sublime y solemne, la plegaria eucarística concluye con el solemne “Amén” de todos los fieles, cantado, fuerte, vibrante, sellando la doxología que el sacerdote ha cantado igualmente, elevando los dones consagrados.

  Vamos primero a las rúbricas. Dice la Introducción General del Misal Romano:

“Al final de la Plegaria Eucarística, el sacerdote, toma la patena con la Hostia y el cáliz, los eleva simultáneamente y pronuncia la doxología él solo: Por Cristo, con Él y en Él. Al fin el pueblo aclama: Amén. En seguida, el sacerdote coloca la patena y el cáliz sobre el corporal” (IGMR 151).

   Destaquemos cómo aquí, sí, hay una verdadera elevación de la patena con el Pan consagrado y del cáliz, en el culmen y climax de la gran Oración. Sí, elevación, no mera mostración. El “Amén” de los fieles es definido como “aclamación”, por tanto, un tono fuerte, gozoso, claro, alabando a Dios.

   El pan y el vino consagrados, ya el Cuerpo y Sangre de Cristo, permanecen elevados mientras el pueblo canta el “Amén”, no se bajan antes.

“Para la doxología final de la Plegaria Eucarística, de pie al lado del sacerdote, tiene el cáliz elevado, mientras el sacerdote eleva la patena con la Hostia, hasta cuando el pueblo haya aclamado: Amén” (IGMR 180).

Es, pues, un momento solemnísimo dentro del rito romano.

  Con todo esto se demuestra la importancia que la liturgia la concede a este “Amén” final. Así se describe la parte final en el Misal: “Doxología final: por la cual se expresa la glorificación de Dios, que es afirmada y concluida con la aclamación Amén del pueblo” (IGMR 79).

   Lo lógico, y habitual incluso, sería que se cantase la doxología y el “Amén” los domingos y solemnidades. Señala el Directorio de canto y música en la celebración:

“La recitación o canto sereno y expresivo de los maravillosos textos de la plegaria eucarística, con la operatividad y eficacia sacramental que nos dice la fe, crean necesariamente un clima de intenso lirismo que no puede menos de manifestarse efusivamente en las aclamaciones del pueblo, por sobrias y pocas que sean comparadas con otros ritos, especialmente los orientales y africanos” (n. 167).

Más adelante, en ese mismo número, se afirma que la doxología y el Amén son el “colofón sonoro. Y todo cuanto se haga por resaltarlo es plausible, como medio entusiasta de participación. Este Amén, en particular debe resaltarse con el canto, dado que es el más importante de la misa y el mayor signo de la participación del pueblo”.

   5. Maravilloso, en su construcción, es el epílogo final de la plegaria eucarística, llamado “doxología”, que contiene una dimensión sacrificial –la Eucaristía es Sacrificio- que se ofrece y se entrega al Padre. Dirá el sacerdote: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”.

   Es Cristo Inmolado, hecho presente en el altar su Sacrificio pascual de manera sacramental, entregándose al Padre para gloria de Dios y bien nuestro.

 “La doxología final del Canon tiene una importancia fundamental en la celebración eucarística. Expresa en cierto modo el culmen del Mysterium fidei, del núcleo central del sacrificio eucarístico, que se realiza en el momento en que, con la fuerza del Espíritu Santo, llevamos a cabo la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, como hizo Él mismo por primera vez en el Cenáculo. Cuando la gran plegaria eucarística llega a su culmen, la Iglesia, precisamente entonces, en la persona del ministro ordenado, dirige al Padre estas palabras: « Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria ». Sacrificium laudis!” (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, 1999).

 Además, esta doxología, “Por Cristo, con él y en él”, queda sumamente expresiva con el canto y la elevación, mientras tanto, de la patena y del cáliz en claro gesto de entrega y Ofrenda a Dios:

 “En cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor son alzados al final de la liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y vuestra vida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, como sacrificio amoroso a Dios nuestro Padre. De ese modo llegaréis a ser altares vivientes, sobre los cuales el amor sacrificial de Cristo se hace presente como inspiración y fuente de alimento espiritual para cuantos encontréis” (Benedicto XVI, Hom. en la Catedral de Sidney, 19-julio-2008).

 6. Las distintas liturgias, orientales y occidentales, concluyen del mismo modo: una doxología (o alabanza solemne a Dios) y el Amén de todos los fieles.

 Nuestro venerable rito hispano-mozárabe, por ejemplo, concluye así: El sacerdote junta las manos. Si en el Propio no se indica una fórmula especial, concluye con la siguiente doxología:

 Concédelo, Señor santo,

pues creas todas estas cosas

para nosotros, indignos siervos tuyos,

y las haces tan buenas,

las santificas, las llenas de vida,

 Al decir “las llenas de vida” hace la señal de la cruz sobre los dones sagrados.

 las bendices y nos las das,

así bendecidas por ti, Dios nuestro,

por los siglos de los siglos.

R/. Amén.

 El rito ambrosiano, en la Iglesia de Milán, concluye de forma semejante al rito romano. La fórmula de la doxología difiere en unas pocas expresiones y realiza el mismo rito que el romano: elevar la patena y el cáliz, y mientras dice: “De Cristo, por Cristo y en Cristo, a ti, Dios Padre omnipotente, toda magnificencia, toda gloriosa alabanza, toda soberanía sobre nosotros y sobre el mundo en la unidad del Espíritu Santo por infinitos siglos de los siglos”. Y responden: “Amén”.

 También la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, el rito bizantino, concluye la gran Anáfora así: “Y concédenos que con una sola voz y un solo corazón glorifiquemos y alabemos Tu santísimo y majestuoso nombre, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos”, y todos responden: “Amén”.

 La anáfora de los doce apóstoles, de la liturgia antioquena, que se emplea, por ejemplo en la zona de Líbano, termina así: “…A fin de que por sus oraciones y su intercesión seamos preservados del mal y que las misericordias estén en nosotros en los dos mundos. Para que en esto, como en todas las cosas, sea alabado y glorificado tu nombre santo y bendito, y el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo, ahora y por los siglos”. Y los fieles aclaman: “Como ha sido de siglo en siglo, así lo será hasta el fin de los siglos. Amén”.

  Es este “Amén” elemento común y originario de la plegaria eucarística. Resaltarlo es importante; cantarlo subrayará más su afirmación contundente.

 

31.01.19

Amén (I - Respuestas XXX)

   1. Breve y concisa, la palabra “Amén” ha pasado a la liturgia cristiana en su lengua original hebrea, como también ocurrió –ya lo vimos- con Aleluya y Hosanna. Traducirla es empobrecerla, o por cuenta propia decir: “Así es” o “Así sea”, pierde la sonoridad y fuerza que posee el original “Amén”.

   Amplia es la valencia de este “Amén” hebreo. Para nosotros debe ser sumamente apreciado al considerar que nuestro Señor Jesucristo es llamado “Amén” o el “Amén de Dios” en los escritos del NT. El Señor dice: “Habla el testigo fidedigno y veraz, el Amén” (Ap 3,14); Jesucristo es el Amén, el “Testigo fiel” (Ap 1,5), porque en Él todo fue un Sí a Dios, y “por él podemos decir ‘Amén’ para gloria de Dios” (2Co 1,20). El “Amén” es fidelidad, es Verdad, es decir “Sí”. Esto alude a su raíz hebrea, emparentada con la palabra tanto “verdad” y “certeza” como “fidelidad”: emet.

    Su uso es muy frecuente en todas las Escrituras. Sirve, por ejemplo, para firmar o sellar una alianza o un juramento: ‘“¡Así sacuda Dios, fuera de su casa y de su hacienda, a todo aquel que no mantenga esta palabra: así sea sacudido y despojado!’ Toda la asamblea respondió: ‘¡Amén!’ y alabó al Señor. Y el pueblo cumplió esta palabra” (Ne 5,13). En otras muchas ocasiones, adquiere un matiz de deseo, ¡ojalá!, por ejemplo: “¡Amén!, así lo haga el Señor” (Jr 28,6). No falta el sentido de adoración y alabanza y acción de gracias: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Todo el pueblo respondió: ¡Amén! ¡Aleluya!” (1Cro 16,36), como también así se cierran los libros del Salterio: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas; bendito por siempre su nombre glorioso, que su gloria llena la tierra. ¡Amén, amén!” (Sal 71), o la adoración, con postración incluida, tras la lectura de la Ley por parte de Esdras: “Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos, respondió: Amén, amén. Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra” (Ne 8,6). En el cielo, según escribe el vidente del Apocalipsis, “Amén” y “Aleluya” unidos expresan la adoración y continua alabanza a Dios y al Cordero: “se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén” (Ap 7,9-12). Nos mostrará el Apocalipsis a los veinticuatro Ancianos y a los cuatro seres vivientes que se postran y adoran a Dios, sentado en el trono, diciendo: “Amén. Aleluya” (Ap 19,4).

    Y con el sentido de verdad y afirmación, el “Amén” lo emplea Cristo muchísimas veces en su predicación: “Amen, amen dico vobis”, “en verdad, en verdad os digo…”, identificando así su palabra con su persona –Cristo, el Amén de Dios- y siendo testigo de la verdad. Comenta san Agustín este “amén”: “Palabra que significa verdad y certeza, pero que no se traduce ni en griego ni en latín, sino que se deja velada en su misterio hebreo” (In Ioh. ev., tr. 41,3).

   2. La liturgia, desde el principio, asumió el uso del “Amén” como respuesta a las oraciones y plegarias, con el múltiple valor de significado que tiene. Pensemos que cada oración es sellada con el “Amén” de los fieles: “por los siglos de los siglos”, “por Jesucristo, nuestro Señor”, “a la vida eterna”, etc., son las conclusiones que provocan el “Amén” de todos. Así lo hace el rito romano.

   El venerable rito hispano-mozárabe, tan nuestro, pero tan influido por el estilo de las liturgias orientales, multiplicó la participación de los fieles con la respuesta “Amén” que pronuncian unas treinta veces a lo largo de la celebración eucarística, unas veces con sentido de adoración y alabanza, otras de afirmación y confesión de fe.

    Por ejemplo, cada lectura en la liturgia de la Palabra no concluye con una aclamación al estilo de “Palabra de Dios – Te alabamos, Señor”, sino respondiendo todos al final de la lectura: “Amén”. Las palabras de la consagración sobre el pan y sobre el cáliz, ambas, son oídas por los fieles que aclaman a su término: “Amén”, adorando. O la peculiar forma del Padrenuestro, que sólo lo recita el sacerdote en voz alta y los fieles responden “Amén” a cada una de las siete peticiones del Padrenuestro.

    3. Destaquemos, en primer lugar, el “Amén” más antiguo y más solemne, el más importante, de toda la celebración eucarística: el que sella y ratifica toda la plegaria eucarística. Es un “Amén” rebosante de gozo con el que se concluye la gran Oración eucarística pronunciada por el sacerdote.

     No faltan datos en la Tradición sobre este importante “Amén” de los de los fieles. San Justino, narrando al emperador la verdad de los ritos cristianos en sus Apologías, allá por el siglo II, escribe: “Seguidamente se presenta al que preside entre los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclado con agua. Cuando lo ha recibido, alaba y glorifica al Padre de todas las cosas por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias largamente, porque por Él hemos sido hechos dignos de estas cosas. Habiendo terminado él las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén. Amén significa en hebreo, así sea” (I Apol. c. 65).

    Más adelante, san Justino vuelve a explicar: “y, como antes dijimos, cuando hemos terminado de orar, se presenta pan y vino y agua y el que preside eleva, según el poder que hay en él, oraciones, e igualmente acciones de gracias, y el pueblo aclama diciendo el Amén. Y se da y se hace participante a cada uno de las cosas eucaristizadas” (I Apol. c. 67).

   Las Constituciones Apostólicas, en el siglo IV, tienen asumido el uso del “Amén” y es el gran sello y broche de oro de la plegaria eucarística: “Habiéndonos conservado a todos nosotros inmutables, íntegros, irreprochables en la piedad, nos juntes a todos en el reino de tu Cristo, Dios de toda naturaleza sensitiva e intelectual, Rey nuestro; puesto que para ti es toda la gloria, veneración y acción de gracias, honor y adoración, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre y por los infinitos y eternos siglos de los siglos. Y todo el pueblo diga: ‘Amén’” (Cons. Ap., VIII, 12, 48). Explicando cómo comienza el rito de comunión, las Constituciones mencionan de nuevo este “Amén” de la plegaria eucarística: “Y después de decir todos: ‘Amén’, el diácono diga: ‘Prestemos atención’. Y el obispo hable así al pueblo: ‘Las cosas santas para los santos’” (VIII, 13, 11).

   ¡Cómo resonaba este “Amén” en boca de los fieles! ¡Qué fuerza tenía y con qué entusiasmo lo decían al final de la plegaria eucarística! Sirve el testimonio de san Jerónimo, recordando las basílicas romanas: “¿Dónde resuena de igual manera el “amén” a semejanza de un trueno celeste y se abaten los vacíos templos de los ídolos?” (In ep. Gal, lib. II; BAC 693,113).

   Con el “Amén”, dirá san Agustín, los fieles rubrican, firman, sellan, la plegaria eucarística: “lo suscribís cuando respondéis Amén”, “decir ‘Amén’ es suscribir” (Serm. 229,3).

24.01.19

Anunciamos tu muerte (y III - Respuestas XXIX)

6. ¿Y la respuesta o aclamación de los fieles? ¡No es menos significativa!

  “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Dirigida a Cristo, los fieles reconocen la fuerza salvadora del misterio pascual, la cruz y la resurrección, aguardando su última venida, gloriosa y definitiva. La Eucaristía nos acompaña hasta la Parusía del Señor, la Eucaristía hace que el Señor siga viniendo hoy, sacramentalmente, hasta el tiempo de la Iglesia peregrina y despierta el deseo de que venga con gloria y poder y verlo cara a cara, no bajo los sacramentos.

   La aclamación que cantan los fieles es una modulación de un texto paulino que muchas liturgias entonan alrededor de las palabras de la consagración, en buena medida pronunciadas por el sacerdote, como en el rito hispano o en el rito ambrosiano (cuando emplea el Canon romano[1]). Son palabras que el Apóstol dirige a los lectores en 1Co 11,26: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”.

   La celebración eucarística anuncia la muerte del Señor, sacrificio actualizado en el altar, proclama la resurrección de Jesucristo, y lo va a realizar siempre hasta que vuelva el Señor. Un prefacio común así lo reza: “Porque unidos en la caridad, celebramos la muerte de tu Hijo; con fe viva, proclamamos su resurrección y con esperanza firme, anhelamos su venida gloriosa” (Pf. Común V).

   Éste es, pues, el sentido de las dos aclamaciones de los fieles: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”, “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”.

   7. “Proclamamos tu resurrección”: ¡Cristo está vivo, resucitado, glorioso!, y por ello transforma el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre gloriosos.

“Efectivamente, el sacrificio eucarístico no solo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 14).

   “Hasta que vuelvas” (“donec venias”), o como se tradujo en la versión española: “¡Ven, Señor Jesús!” La Eucaristía nos proyecta hacia el futuro, hacia la gran esperanza del retorno del Señor. Esto no sólo en el Adviento (donde, sin duda, se refuerza), sino en cada celebración eucarística nos permite esperar y desear la venida última del Señor. La Eucaristía sostiene nuestra esperanza.

    8. “¡Ven, Señor Jesús!”: se lo decimos a Cristo que ya ha venido al altar, pero que deseamos que venga glorioso como Señor y Juez de la historia, tal como nos lo prometió.

“La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística: ‘…hasta que vuelvas’. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregusta el gozo prometido por Cristo; es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucaristía, n. 18).

   Al igual que san Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI explica esta trabazón escatológica y llena de esperanza de la Eucaristía santa, expresada en esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Espiritualmente, ganaríamos mucho y participaríamos mejor si captásemos y degustásemos todo lo que está implicado en esta aclamación, y la cantásemos más conscientemente. En vistas a ello, sirven las palabras de Benedicto XVI:

  “En la conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone en labios de los Corintios una oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà thà!, que literalmente significa: Señor nuestro, ¡ven! (1Co 16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: ¡Ven, Señor!… ¿Podemos rezar así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma justa y correcta podemos decir también con los primeros cristianos: ¡Ven, Señor Jesús!” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).

   El deseo ha de ir creciendo, la esperanza nos sostiene, y reconocemos la necesidad que tenemos de que venga Cristo Señor y todo lo transforme, y así el mundo y la historia, tan fragmentados por el pecado, tan divididos, tan desordenados, recibirán su ser pleno, la nueva creación. Continuaba explicando Benedicto XVI:

   “Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero, ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu modo y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido, oramos con san Pablo: Maranà thà!, ‘¡Ven, Señor Jesús!’, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve” (Benedicto XVI, Audiencia, 12-noviembre-2008).

  Una última cita, con tal de ahondar más y, de ese modo, cantar esta aclamación con mayor conciencia interior de lo que afirmamos, pedimos y confesamos. Vamos en camino, la patria es el cielo, y esperamos que Jesucristo vuelva y establezca en plenitud su reino y señorío. La Eucaristía -¡ven, Señor Jesús!- es un don al hombre en camino:

  “Especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda la creación. El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y de la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De este modo, aún siendo todavía como ‘extranjeros y forasteros’ (1P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 30).

  9. ¡Ven, Señor Jesús! Ese fue el grito de las primeras comunidades cristianas: “Hosanna al Hijo de David. Si alguien está santo, acérquese. Si no lo está, arrepiéntase. Marana tha! Amén” (Didajé, X). Ese es el mismo grito y el mismo deseo de la Iglesia hoy al celebrar la Eucaristía y reconocer a Cristo que viene al altar: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”

 



[1] El Canon romano en el rito ambrosiano ofrece las siguientes palabras para la consagración del cáliz: “Tomad y bebed todo de él: éste es el cáliz de mi sangre para la nueva y eterna alianza derramada por vosotros y por todos. Les dio también este mandato: Cada vez que hagáis esto hacedlo en memoria mía: predicaréis mi muerte, anunciaréis mi resurrección, esperaréis con confianza mi vuelta hasta que de nuevo vendré a vosotros desde el cielo”. Las palabras, en este caso, se pronuncian como dichas por el mismo Cristo.

17.01.19

Anunciamos tu muerte (II - Respuestas XXVIII)

4. Siempre más sobrio, el rito romano no conoce ni practicó tantas intervenciones por parte de los fieles. Tradicionalmente sólo tuvo tres: el diálogo inicial, el Sanctus y el Amén final.

  Con la reforma litúrgica y el Misal romano de 1970 se introdujo una aclamación después de la consagración. Las palabras “Mysterium fidei”, que con el transcurso de los siglos se desplazaron al interior de las palabras de la consagración del cáliz, se eliminaron de ese lugar y se colocaron tras la consagración como una afirmación de fe y aclamación que el sacerdote pronuncia: “Éste es el sacramento de nuestra fe” o “Éste es el Misterio de la fe”, y los fieles cantan o responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”

   Al reimprimir la segunda edición del Misal romano en castellano, en 1988, se añadieron otras dos fórmulas más, de libre elección, para esta aclamación después de la consagración. En la 2ª fórmula, el sacerdote dice: “Aclamad el misterio de la redención”, y se responde: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”. Por último, en la 3ª fórmula ad libitum el sacerdote dice: “Cristo se entregó por nosotros”, prosiguiendo el pueblo: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor”.

   El sentido de aclamación que poseen estas fórmulas, requiere que en las Misas más solemnes se cante, enfatizando la alabanza de todos.

   Hay que advertir y reconocer el sentido de esta respuesta o aclamación. Situada justo después de la consagración, es una confesión de fe y un reconocimiento de que el Misterio se ha hecho presente, se ha realizado la Presencia real y sustancial de Cristo glorioso en el altar, bajo las especies eucarísticas. Así, si toda la plegaria eucarística se dirige a Dios Padre, pronunciada por los labios del sacerdote, esta aclamación la dirigen los fieles todos directamente a Jesucristo, presente en el altar: “anunciamos tu muerte…”, “hasta que vuelvas”, “por tu cruz y resurrección”.

   Una rúbrica, que pasa desapercibida, restringe la respuesta sólo al pueblo, no la dice el sacerdote junto con el pueblo; es más, si no hubiere ningún fiel presente –por ejemplo, una misa conventual, o unos ejercicios espirituales de sacerdotes-, se omite esa aclamación y su respuesta. ¿Razón? La oración sacerdotal debe dirigirse siempre en la plegaria eucarística al Padre y no cambiar de sujeto (a Cristo) con una aclamación. Es una respuesta, e incluso un derecho, del sacerdocio bautismal de los fieles reconociendo lo que el ministerio sacerdotal ha realizado (Cristo por medio de sus ministros).

   En el Ordo de concelebración, las rúbricas son muy claras. “Si asiste pueblo a la concelebración, el celebrante principal dice una de las siguientes fórmulas: Éste es el sacramento de nuestra fe… Pero si no hay pueblo, se omite tanto la monición como la aclamación”. Y siguen las rúbricas señalando lo siguiente: “Después de la aclamación del pueblo –o inmediatamente después de la consagración, si el pueblo no asiste-, el celebrante principal, en voz alta, y los demás concelebrantes, en voz baja, continúan diciendo con las manos extendidas: Por eso, Padre, nosotros, tus siervos…”

   La aclamación es propia y exclusiva del pueblo santo: “Después de la consagración, habiendo dicho el sacerdote: Este es el Sacramento de nuestra fe, el pueblo dice la aclamación, empleando una de las fórmulas determinadas” (IGMR 151). La aclamación sólo la cantan los fieles presentes, no la canta el sacerdote ni los concelebrantes; y si no hubiese pueblo, se omite.

   5. Acudamos al sentido de las palabras, deteniéndonos en considerar qué confesamos al cantarlas.

    “Éste es el sacramento de nuestra fe”, “Éste es el Misterio de la fe”. En la Eucaristía se hace presente el Misterio. No es una acción humana, o grupal, sino el Misterio que se hace presente, que viene a nosotros con todo su poder salvador, la presencia del mismo Señor dándose a su Iglesia-Esposa. Sólo los ojos de la fe pueden reconocer el Misterio, confesarlo y adorarlo. Es, por tanto, una acción divina la que realiza el sacramento.

  “Mysterium fidei!”, ¡el Misterio de la fe! Con palabras de Juan Pablo II:

“Verdaderamente, la Eucaristía es mysterium fidei, sacramento de nuestra fe, misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido solo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino sacramento” (Ecclesia de eucaristía, n. 15).

La monición sacerdotal proclama esta presencia real de Cristo, la entrada del Misterio, siempre bajo el velo de los signos sacramentales que sólo la fe puede penetrar:

“En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina” (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine, n. 11).

  También, en el mismo sentido, otra de las moniciones sacerdotales: “Aclamad el misterio de la redención”. En el altar, en el sacrificio eucarístico, se ha hecho presente la obra entera de la redención y su poder salvador. Ni es un símbolo, ni mero recuerdo, ni simple gesto de fraternidad humana o comida de amigos. La oración sobre las ofrendas del Jueves Santo, en la Misa en la Cena del Señor, inspirándose en un texto de san León Magno (o incluso, redactada por él), confiesa: “Concédenos, Señor, participar dignamente en estos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de tu Hijo, se realiza la obra de nuestra redención”.

     No menos expresiva la tercera monición facultativa: “Cristo se entregó por nosotros”. La entrega de Cristo en la cruz es lo que se vuelve a realizar, sacramentalmente, en el altar. Esa monición es profundamente paulina: Cristo “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), “él se entregó a sí mismo por ella (la Iglesia)” (Ef 5,25ss). Esta entrega sacrificial, y llena de amor, está presente en el altar.