Liturgia y belleza, relación y retos (y III)
3. El antropocentrismo desolador
Pero todo lo anterior se resiente y se viene abajo con el antropocentrismo que con tanta fuerza arremetió contra todo en las iglesias a partir de los años 70.
Este antropocentrismo sitúa al hombre el centro de todo, expulsando a Dios, lo sagrado, lo ritual, el Misterio en definitiva. Dice valorar al hombre por el hombre, pero es que el hombre sin Dios está fracasado sin otra opción posible: es el absurdo, es la nada. Es lo contrario del más sano humanismo cristiano, ya que éste valora al hombre en cuanto ve su referencia en Cristo, el Hombre nuevo, y su vocación y destino eternos y sobrenaturales. El antropocentrismo está agotado y encerrado en sí mismo.
La aparición del antropocentrismo en la liturgia fue desoladora. Sustituyó a Dios para ponerse el hombre, y la liturgia dejó de ser la glorificación de Dios y la santificación del hombre, para convertirse en algo autorreferencial, una comunidad que se celebraba a sí misma en todo caso. La liturgia se manipuló a gusto de cada uno como mera “fiesta de la comunidad”. Se perdió la sacralidad del lugar y de la acción litúrgica, se banalizó como si fuera una sala de reuniones más, desterrando la atmósfera sagrada de la liturgia (el silencio, el canto litúrgico, el incienso, etc). La belleza de los textos litúrgicos –que necesitan una iniciación, ciertamente- se trocó en textos improvisados, de dudosísima calidad y ortodoxia pero contemporáneos. La participación litúrgica promovida por la Iglesia, una participación activa, consciente, piadosa, interior, fructuosa, se cambió por una continua intervención de todos, de manera que participar era intervenir ejerciendo algún servicio en la liturgia para que se sintieran protagonistas: que fueran muchos los que subieran y bajaran al altar, que muchos hicieran algo.