Humilde y magnánimo, casto y alegre
Continúo desglosando en estas sencillas meditaciones la oración de consagración de mi sacerdocio, que compartí hace unos días.Las anteriores meditaciones:
IX. Oh Madre de bondad, Reina del apostolado fecundo, guárdame del orgullo, de la mediocridad y de la tristeza, y dame un corazón humilde y magnánimo, casto y alegre. Defiéndeme de las asechanzas del enemigo, de la ambición y de la pereza, y haz que me consuma la sed de almas, y el deseo de atraer a todos hacia tu Hijo.
Hay dos amores en el corazón del sacerdote que son en realidad uno solo: la Gloria de Dios y la Salvación de las almas. Por eso uno de tus hijos más dilectos, San Juan Bosco, no se alejaba del primer amor cuando eligió, como lema sacerdotal: Da animas mihi, coetera tolle. Y este mismo hijo tuyo, Madre, al finalizar su peregrinación terrena, cuando tantas personas lo rodeaban y le hablaban de los inmensos frutos de su trabajo pastoral, no hacía más que exclamar: Todo lo hizo María Auxiliadora.
Es por eso que, yo te proclamo Reina del apostolado fecundo. Es por eso que yo te entrego no sólo mi vida sino cada una de mis acciones pastorales. Porque si el Padre quiso que estuvieras en los tres momentos culminantes de la Redención -Encarnación, Pascua, Pentecostés-, ¿cómo no estarás en cada momento en el cual los frutos de la Redención se aplican en las almas?
Yo también quiero vivir y morir en esa certeza, Madre: si te tengo a mi lado, si estás vos como testigo y agente, no hay nada que quede sin fruto. Todo, ante mí o en algún recóndito rincón del orbe, traerá fruto, será fecundo.
No te pido éxitos, ni popularidad, ni reconocimientos humanos: te pido sólo fecundidad.
Pero sé que para ser fecundo, necesito que quites de mi corazón aquellas tendencias oscuras que persisten, obstinadamente, y que pueden esterilizar la acción de Dios en mí.
Guárdame, ante todo, del orgullo, pecado satánico por excelencia, y de todas sus ramificaciones: la vanidad, la autosuficiencia, la envidia, el carrerismo. Porque he aprendido de vos que Dios derriba del trono a los poderosos, y eleva a los humildes, y que todos mis pensamientos de soberbia no harán más que obstruir la Fuente de vida que el Orden ha abierto en mi humanidad.
Pero no permitas, Madre, que confunda la sagrada humildad con la pusilánime mediocridad. Haz que mi corazón tenga las dimensiones universales del Corazón de Cristo; haz que pueda amar todo lo que ama Cristo; haz que sea capaz de soñar en grande, de trabajar con la mira puesta en lo sublime, de no conformarme con el mínimo, ni con cumplir. Ensancha mi alma para que sea capaz de trascender las pequeñas rencillas y rencores que tantas veces desgastan nuestras fuerzas en la vida eclesial, ensancha mi corazón y mi mirada para que nunca permanezca esclavo de las opiniones o de los prejuicios. Haz que asuma con gran seriedad el mandato misionero en su extensión omnímoda: a todo el mundo; a toda la Creación.
No permitas, Madre, que la seriedad de mi misión y la conciencia de mi insuficiencia me roben el gozo. Que la experiencia del pecado en mí y en el mundo al que me envías no suman en la tristeza, en el desánimo o el pesimismo. Dame esa alegría que Jesús prometió en la última cena, ese gozo del cual está rebosante su Corazón y que nadie nos puede quitar.
Dame un corazón casto y virginal, un corazón totalmente abrasado por la divina caridad. Porque no es sólo la lujuria la antítesis de mi vida célibe: lo es también una vida vivida sólo para mí, un estilo de existencia centrado en mi yo. Dame un corazón enamorado de Jesús y de su obra, porque en la medida en que mi corazón le pertenezca, todas mis potencias se plenificarán, y el gozo crecerá más y más…
Protégeme de los embates del enemigo, dame lucidez y discernimiento para descubrir a tiempo sus insidias… dame esa fina percepción que concediste a tus hijos santos para detectar sus astucias, los mil modos en que puede camuflarse en las medias verdades, en los sentimientos buenos pero no radicales, en las actividades loables pero no sacerdotales ni queridas por Dios…
Presérvame de toda ambición de riquezas, de comodidades, de lujos, de placeres… dame un corazón pobre y desprendido, preparado para todo, capaz de vivir con lo mínimo y de gozar en la sencillez de una vida austera. Libérame de toda ambición de cargos, de puestos, de lugares de poder, de fama u honores, presérvame de toda ambición de dominio sobre los demás.
Al pie de la Cruz, Vos escuchaste a tu hijo exclamar con potente grito: Tengo Sed. Concédeme que yo también experimente, cada día, y cada vez más, esa sed abrasadora de almas, sed que conmovió el corazón de la joven Teresita y la impulsó a entregar toda su vida para salvar almas. Haz que yo recuerde ese grito cada vez que vaya al Sagrario, como Madre Teresa, y no deje nunca de escuchar a mi amado Jesús decir: ¡dame almas!
Haz que nunca me canse de intentar levantar bien en alto a Cristo, con la certeza de que Él, cada vez que lo volvemos a colocar en la cúspide de todo, atrae a todos hacia Sí.
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