He traducido hoy unas líneas que, a mi juicio, están entre lo mejor que se ha escrito en el s. XX. Están tomadas de The Weight of Glory, del converso inglés C.S. Lewis. A menudo, los conversos tienen una forma especial de mirar las cosas: con la mirada de un niño para quien todo es nuevo y, precisamente por eso, es capaz de asombrarse ante la belleza y las maravillas de lo cotidiano.
Invito a los lectores a que dejen que este converso les abra los ojos, para que puedan ver lo que tienen ante sus narices y probablemente olvidaron con el paso de la niñez a la edad adulta:
No existe la “gente ordinaria”. Nunca has hablado con un “simple mortal”. Las naciones, las culturas, el arte, las civilizaciones… son cosas mortales y su vida es, para nosotros, como la vida de un insecto. En cambio, bromeamos con inmortales, trabajamos con inmortales, nos casamos con inmortales, despreciamos a inmortales y explotamos a inmortales, horrores inmortales o esplendores eternos.
Esto no significa que siempre debamos comportarnos con solemnidad. Tenemos que jugar. Pero nuestra alegría debe ser del tipo (que es, de hecho, el tipo más alegre de alegría) que existe entre personas que, desde el principio, se han tomado en serio unas a otras: sin frivolidad, sin superioridad y sin arrogancia. Y nuestra caridad debe ser un amor real y costoso, sintiendo profundamente los pecados a pesar de los cuales amamos a los pecadores, y no una simple tolerancia o indulgencia que parodia el amor del mismo modo que la frivolidad parodia la alegría.
Después del propio Santísimo Sacramento, tu prójimo es el objeto más santo que se presenta a tus sentidos. Y si tu prójimo es cristiano, es santo casi en el mismo sentido que el Santísimo Sacramento, porque también en él vere latitat Cristo: el glorificador y el glorificado, la misma Gloria en persona está escondida en él.
Si tenemos presentes estas líneas, cambiará totalmente nuestra forma de relacionarnos con los que tenemos cerca. También con las personas que pasan totalmente desapercibidas, como el cartero, el conductor del autobús, los ancianos del banco del parque… No hay nadie sin importancia. Cada uno de ellos es inmortal, vivirá para siempre. Cuando las pirámides sean polvo y la Tierra no sea más que un recuerdo lejano, ellos seguirán viviendo. Si ante Las Meninas, el Partenón o un concierto de Mozart nuestra actitud es de admiración humilde, mucho más debería serlo ante la obra de Arte divino que es cada ser humano.
No es nada nuevo, por supuesto. Es una consecuencia de aquello que dijo el Señor: Amaos unos a otros como yo os he amado. Porque Dios nos ha amado, somos inmortales. Porque se prendó de nosotros ya antes de que existiéramos, nos creo para vivir para siempre. Porque nosotros rechazamos la vida que nos regalaba, nos envió a su Hijo para que muriera por nosotros y por rescatar al esclavo, sacrificó al Hijo. Porque el mismo Dios se ha encarnado, nuestros cuerpos resucitarán gloriosos. Porque comemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, medicina de inmortalidad, nuestra carne mortal está destinada a participar eternamente de la vida divina. Porque Cristo dio primero su vida por nuestro prójimo, también nosotros estamos llamados a dar la vida por él.
Desde que el Dios del cielo y de la tierra se hizo hombre en uno de los oscuros planetas de una insignificante galaxia, cada ser humano es valiosísimo, cada segundo de nuestro tiempo y cada acción cotidiana tienen más valor que todo el universo material. Nuestras vidas están empapadas de eternidad y llevamos sobre nosotros el peso de la gloria. No deberíamos olvidarlo nunca.