
Hoy se empieza a leer en el Oficio de Lecturas la carta de San Policarpo de Esmirna a los Filipenses y ¡vaya comienzo! Es magnífico, contundente y apoteósico; tanto, que más parece un final que un comienzo: “Policarpo y los presbíteros que están con él a la Iglesia de Dios que vive como forastera en Filipos”.
No se dirigía a la Iglesia que se encontraba en Filipos o de los que vivían allí. No, hablaba a la Iglesia que vivía como forastera y, por lo tanto, igual podría vivir en Filipos que en Checoslovaquia o Argentina (si ya se hubieran inventado esos lugares a principios del siglo II), porque su patria estaba en el cielo. El discípulo directo de San Juan nos recuerda algo que hemos olvidado: somos forasteros en este mundo.
No es el único que nos lo recuerda, por supuesto. El Espíritu Santo sabe muy bien que esta verdad nos cuesta y la repite una y otra vez, como buen Maestro. Nos lo dice por boca de Abraham (soy extranjero y peregrino), el salmista (peregrino soy sobre la tierra), el Primer Libro de las Crónicas (somos forasteros y peregrinos delante de ti, como lo fueron todos nuestros padres), el entero pueblo de Israel (mi padre era un arameo errante), el apóstol Pedro (os ruego, como extranjeros y peregrinos), San Pablo (nuestra patria está en los cielos) o la carta a los Hebreos (confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra), entre otros muchos.
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