8.10.25

¡Bien por la prudencia del Papa!

Ayer, el Papa León XIV, hizo una declaración de las de quitarse el sombrero. De las de ponerse a cantar y a bailar cuando uno las escucha.

Fue una declaración cortísima, pero ya saben: lo bueno, si breve, dos veces bueno. A una periodista metomentodo que le preguntó sobre Trump y el envío de tropas a Chicago, el Pontífice respondió con sencillez: “prefiero no comentar las decisiones políticas que se han tomado en los Estados Unidos. Muchas gracias”.

¿Cómo? ¿Qué no es para tanto? Claro que lo es. La prudencia en un obispo, y más aún en un Papa, implica saber cuándo debe hablar y cuándo debe callar. El Papa anterior, por ejemplo, no sabía callarse el pobre y, de forma inevitable, metía la pata en sus declaraciones a los periodistas. En particular, la prudencia necesaria para un Vicario de Cristo incluye ser muy consciente de que hay temas sobre los que el Papa no tiene autoridad, ni competencia, ni generalmente conocimientos y, por lo tanto, que debe dejar a los laicos.

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4.10.25

El gran profeta de la admiración

Mis lectores sin duda conocerán bien los libros del genial G.K. Chesterton (y, si no los conocen, no se qué hacen perdiendo el tiempo en este blog en vez de leerle a él). Aparte de esos justamente célebres libros, escribió también muchos poemas, que suelen ser menos conocidos (con excepción del dedicado a la batalla de Lepanto).

Ayer releí una de sus breves poesías juveniles, escrita antes de su conversión al cristianismo, en la que ya se manifiesta una  fascinación por la figura de Jesucristo y por  la fe católica que duraría toda su vida:

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2.10.25

Me temo que hay que (empezar a) preocuparse

La elección del Papa León XIV fue una gran alegría para muchos, que estábamos cansados del tormentoso pontificado anterior. Parecía inaugurarse una nueva etapa en la que se acabarían los constantes sobresaltos, las arbitrariedades, el desprecio de la moral y la doctrina de la Iglesia y la proliferación en altos cargos de personajes que, en otras épocas, no habrían pasado de porteros de convento o sacristanes. El Pontífice recién elegido, tan amable, educado y cuidadoso en las formas, era un símbolo de que, de nuevo, la Iglesia se dedicaría a lo suyo, a ser Iglesia y a enseñar la fe católica y la salvación en el Señor Jesucristo, en lugar de a intentar superar al mundo en mundanidad. ¿Cómo no alegrarse?

La discreción de León XIV, que habló poco durante los primeros cien días de pontificado, permitió mantener estas esperanzas de cambio y renovación. Esa situación idílica duró lo que duró, pero en algún momento tenía que acabar. Por desgracia, tras el verano, cuando ha empezado a hablar y actuar más, el idilio se ha enfriado y, a una velocidad inquietante, han comenzado a surgir significativas razones para preocuparse.

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1.10.25

Nos cansamos de leerlo

A lo largo del año, se leen en el Oficio de Lecturas una serie de textos de los Libros de las Crónicas y los Libros de los Reyes, y también fragmentos de los profetas, en los que se habla de la historia política de los israelitas. Al hablar de cada rey de Judá o de Israel, quizá la frase más repetida sea “hizo lo que el Señor reprueba”. Al parecer, Jeconías, Joaquín, Sedecías, Oseas, Nadab, Salomón, Manasés y tantos otros tuvieron en común hacer lo que el Señor reprueba. A veces se añade, “pero no tanto como su padre” o “aunque no tanto como sus predecesores”, lo que no arregla mucho la cosa, la verdad.

Como consecuencia, del pueblo se dice también, una y otra y otra vez, que hicieron “lo que el Señor reprueba” y que “no hicieron caso, sino que se pusieron tercos, como sus padres” y “rechazaron sus mandatos”, adoptando “las costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante ellos” y haciéndose “ídolos de fundición”.

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28.09.25

Ya no esperamos nada

Hoy se empieza a leer en el Oficio de Lecturas la carta de San Policarpo de Esmirna a los Filipenses y ¡vaya comienzo! Es magnífico, contundente y apoteósico; tanto, que más parece un final que un comienzo: “Policarpo y los presbíteros que están con él a la Iglesia de Dios que vive como forastera en Filipos”.

No se dirigía a la Iglesia que se encontraba en Filipos o de los que vivían allí. No, hablaba a la Iglesia que vivía como forastera y, por lo tanto, igual podría vivir en Filipos que en Checoslovaquia o Argentina (si ya se hubieran inventado esos lugares a principios del siglo II), porque su patria estaba en el cielo. El discípulo directo de San Juan nos recuerda algo que hemos olvidado: somos forasteros en este mundo.

No es el único que nos lo recuerda, por supuesto. El Espíritu Santo sabe muy bien que esta verdad nos cuesta y la repite una y otra vez, como buen Maestro. Nos lo dice por boca de Abraham (soy extranjero y peregrino), el salmista (peregrino soy sobre la tierra), el Primer Libro de las Crónicas (somos forasteros y peregrinos delante de ti, como lo fueron todos nuestros padres), el entero pueblo de Israel (mi padre era un arameo errante), el apóstol Pedro (os ruego, como extranjeros y peregrinos), San Pablo (nuestra patria está en los cielos) o la carta a los Hebreos (confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra), entre otros muchos.

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