Imprudencias eclesiales
Gracias a Dios, conozco un gran número de sacerdotes buenos, sabios, llenos de celo, piadosos y bien formados, e incluso algunos a los que me atrevería a considerar cercanos a la santidad. También he conocido a otros bastante menos ejemplares, claro y, aunque resultan mucho menos interesantes, creo que podría ser buena idea dedicar un breve post a un tipo de ellos en particular: los clérigos imprudentes.
Cualquiera que tenga una cierta experiencia de la vida eclesial sabe que los clérigos más imprudentes y narcisistas siempre son los que quieren salir en los medios a pesar de ser unos bocazas cuya única habilidad es la de parlotear incesantemente sin pensar lo que dicen; los que están deseando ser exorcistas cuando el demonio les engaña todos los días en cosas de principiante; los que quieren a toda costa mandar a pesar de que no saben obedecer; los que se empeñan en pontificar sobre altas teologías aunque ni siquiera conocen bien el catecismo, y los que quieren dedicarse a hablar del éxtasis místico sin haber llegado a comprender la ascesis personal más básica. Es decir, siempre los menos indicados para hacer todas esas cosas.
Tradicionalmente, la Iglesia, como sabia Madre y Maestra, les indicaba con cariño que era mejor que se dedicaran a otras cuestiones al alcance de sus capacidades y así eran más felices, daban más gloria a Dios y, sobre todo, no hacían daño a los fieles. Como es lógico, siempre se escapaban algunos, que se obstinaban y al final conseguían lo que creían que querían, con consecuencias generalmente desastrosas para los que estaban alrededor y sobre todo para el propio interesado. No obstante, en general había una especie de sabiduría institucional acumulada en la Iglesia que ponía coto a las imprudencias más grandes.