En El Príncipe, Maquiavelo trata de aconsejar a los gobernantes, desde la experiencia de la historia, sobre cuáles son las actitudes y cualidades que sirven para conservar el poder y hacer frente a los enemigos de un reino. Lo hace desde un pragmatismo muy propio de una época infectada de nominalismo, por lo que no se preocupa de si el gobierno es justo o de si el fin que persigue es el bien común, sino de cómo el príncipe debe evitar que el poder le sea arrebatado. Ante todo, debe evitar el odio del pueblo, y mantener un equilibrio entre ser temido y ser amado. Acerca de lo que hace odioso al príncipe, dice Maquiavelo:
«Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas».
Es evidente que no comparto en absoluto las ideas de Maquiavelo respecto al gobierno, pero no se le puede dejar de reconocer que, en su pragmatismo, tiene mucha razón en muchas cosas de las que dice. Y los gobernantes que traten de mantener el poder a toda costa, harían bien en hacer caso a sus consejos.
El gobierno de la Iglesia comparte, en muchísimos aspectos, los criterios, virtudes y defectos, de los gobiernos civiles de la época. En una época de buenos gobernantes, es normal que uno tenga buenos pastores (y viceversa). Pero en una época de malos gobernantes… en fin. Dejo al criterio de los lectores juzgar si la época actual lo es de buenos o malos gobernantes.
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