17.10.22

De la buena curiosidad, de la mala, y de los buenos libros

                      «Pandora». Obra de John William Waterhouse (1849-1917).

 

 

«Hay varios tipos de curiosidad; uno es el del interés, que nos hace desear saber aquello que nos puede ser útil; y el otro, el del orgullo que proviene del deseo de saber lo que los demás ignoran».

François de La Rochefoucauld

  

«El amor al conocimiento es una especie de locura».

C.S. Lewis. Más allá del planeta silencioso

  


«La curiosidad libre tiene mayor poder para estimular el aprendizaje que la coerción rigurosa. Sin embargo, el fluir de la primera lo regula ésta última con Tus leyes».

San Agustín. Confesiones

 

 

Desde siempre, la curiosidad ha sido vista más como un vicio que como una virtud. El conocido refrán, «la curiosidad mató al gato», es su más clara expresión. Y las vicisitudes de nuestros primeros padres en el Paraíso lo constatan. De hecho, santo Tomás la califica de vicio frente a la virtud de la estudiosidad, anexa a la templanza y que modera en el hombre, conforme a la recta razón, el deseo de conocer o de aprender. Por el contrario, para el Aquinate, la curiosidad propiamente dicha es el deseo desordenado de conocer lo que no es de la propia incumbencia, o de lo que puede haber peligro de saber, en razón de la propia debilidad.

Pero quizá no toda curiosidad sea mala. Posiblemente haya en ella –como cosa humana que es– trazas de bondad entremezclada con maldad (de hecho, en la estudiosidad del de Aquino hay algo de curiosidad). Por esta razón, es posible que hoy debamos acudir al baúl de los recuerdos, ese que se encuentra ya a punto de rebosar, para rescatarla. Aunque, es probable que antes tengamos que hacer algunos leves distingos en pro de la claridad.

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13.09.22

Los libros de abecedario ilustrados

     Portada del famoso abecedario de Kate Greenaway, titulado Apple Pie (1886). 

 

  

  

«Pocos niños aprenden a leer libros por sí mismos. Alguien tiene que atraerlos al maravilloso mundo de la palabra escrita; Alguien tiene que mostrarles el camino».

Orville Prescott

  

  

De un tiempo a esta parte, la literatura infantil ha venido sufriendo las consecuencias de una de las pretensiones estrella de nuestra modernidad: acabar con la infancia. Una pretensión, como muchas que nos asolan, absurda, de perfiles suicidas, pues, ¿a dónde puede dirigirse dicha literatura si deja de haber infancia?

En esta labor, a la vez conspicua y deletérea, se afanan muchos, y cuanto más alejados están de lo que es formar una familia y ser padre, más intensa y obsesivamente se entregan a tal desempeño. De tal forma, que la literatura que hoy se hace nace manchada de este pecado original. Así, los libros infantiles parecen dirigidos a mentes adultas y complicadas que a las inocentes e ingenuas que, hasta a no mucho, eran las propias de la infancia.

De esta manera, se presentan con orgullo y se premian y promocionan, productos manifiestamente inadecuados. Son libros que encierran trampas mortales para el estado de inocencia del que los niños disfrutan e incluso pueden afectar negativamente a su gusto por leer: lecturas llenas de equívocos, simbolismos, ambigüedades y retruécanos, que sin duda podrían resultar un reto apasionante para un lector experto (no para cualquier adulto), pero que resultan fatales y frustrantes para uno principiante e inocente.

Uno de esos productos a los que me refiero son los libros de abecedarios.

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5.09.22

Poesía y niños

                   «Niña leyendo». Dibujo de Rosina Emmet Sherwood (1854-1948).

 

  

 

«Aparece la musa y se despeja mi sombría inteligencia; otra vez libre, busco la unión entre los mágicos sonidos, los sentidos y los pensamientos».
Alexander Pushkin

 

 
«Enséñenles poesía a sus hijos; abre la mente, da gracia a la sabiduría y hace hereditarias las virtudes heroicas».
Walter Scott

 

  

 

La poesía es esencial para los niños, no les quepa duda. Y lo es, no solo porque fortalece su imaginación y su memoria, o porque acrecienta su vocabulario y su capacidad de comunicación lingüística, sino también, y sobre todo, porque constituye un cauce privilegiado de expresión de la que es su efímera experiencia poética del mundo. Y sin embargo, a pesar de ese carácter esencial, y quizá por ello, su uso en estos días se haya tremendamente descuidado.

Y no crean que lo poético es algo extraño a la infancia; algo complejo y sofisticado; algo impropio y desaconsejable a esas edades. En absoluto. Porque, ocurre que los niños nacen con un tono poético. Vienen al mundo con una visión existencial pura que impregna todo lo que hacen, lo que dicen y lo que piensan. Y esta atmósfera en medio de la cual viven afecta a todo, incluso a la manera en que se comunican a través de mensajes directos y sin artificios, con la originalidad de la simpleza, en forma de pareados, de epigramas, en parrafadas a veces semi inteligibles, pero de una viveza y una profundidad que muchos artistas adultos se pasan la vida intentando recuperar.

Porque, lo poético no siempre se identifica con el verso, entendido como una técnica que permite hacer poesía, o como diría el poeta inglés William Wordsworth, que ayuda a encadenar «las mejores palabras en el mejor orden». Lo poético es mucho más que eso. Es una manera de conocer y de entender el mundo.

Y como en cualquier otro ámbito de la educación, los niños se inician en el lenguaje de la poesía con la ayuda de sus mayores. Necesitan el acompañamiento de sus padres o de sus maestros, su ánimo y sus consejos. E igualmente precisan escuchar, leer y escribir poesía. Pero sin que esta relación suponga un orden, ni una rígida ruta: la audición, la lectura y la escritura pueden convivir, deben convivir con los niños y, cuando sea posible, no deben abandonarse nunca. Aunque, es verdad, el mantenimiento de la práctica de la última de ellas –la escritura–, llegado un momento, dependerá en grado sumo de las Musas y no de la voluntad del presunto poeta.

Pero, ese torrente poético innato que brota del alma de los niños puede y debe educarse hacia un modo de expresión mejor, aunque no más auténtico. Esta pérdida de autenticidad es el precio que el poeta ha de pagar para intentar conservar, al menos, parte de esa visión poética y poder expresarla.

Escribía al respecto Juan Ramón Jiménez, citando al también poeta alemán Novalis:

«“Dondequiera que haya niños—dice Novalis—existe una edad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarlo nunca».

Y a fin de que el niño, en esa «edad dorada», pueda encadenar, aunque sea de forma precaria, las mejores palabras en el mejor orden, deberá ser alimentado convenientemente en su acervo lingüístico y en sus patrones formales, con ritmo y pausa, con tono y rima, para poder dar cauce adecuado a ese innato sentido poético.

Por esta razón, deberíamos leerles desde muy niños rimas y canciones, y luego, cuando ya sepan leer, que reciten versos y declamen poemas con nosotros. Quedará para más adelante el leer en silencio y con recogimiento. Y por supuesto, que no olviden el memorizar poemas, tal como le conminaba Pavel Florenski a su hijo mayor desde la soledad y el sufrimiento del Gulag:

«Hijo mío, nunca dejes de recitar en voz alta hermosos poemas».

Pero eso sí, han de ser poemas buenos y hermosos. Porque es tarea nuestra ayudarles a hacer brotar y a pulir ese gusto poético. Y para desarrollar plenamente este poder apreciativo, debemos poner a su alcance lo mejor de lo mejor. Luego, cuando crucen la línea de la sombra, ellos buscaran sus propios pastos, que sin duda serán buenos si en su momento se les alimentó debidamente, se cultivó su paladar poético y se les puso en el camino de encontrar el alimento intelectual adecuado.

Sin embargo, eso no es todo. Para que los pequeños se aficionen de verdad a la poesía será preciso que se diviertan jugando con ella, y que compartan esa diversión con nosotros o con otros niños. En alguna ocasión se tratará de la emoción causada al unir o separar ciertas palabras y, en otra, simplemente, de una combinación de sonidos y ritmos, aun cuando esté desprovista de significado y se trate de algo absurdo y sin sentido. Porque la poesía, y en mayor medida la poesía infantil, está íntimamente relacionada con el juego, al que suele acompañar rítmicamente, o incluso, en ocasiones, es ella misma un juego, un juego de palabras que el niño trasforma, haciéndolas suyas y aportándoles viveza y encanto. 

Ah, y una última cosa: nuestros hijos no deberán dejar de copiar poemas. Deberemos alentarles a ello, para que se dejen llevar por el estilo de los poetas que más les atraigan, por los poemas que más les gusten. Que hagan suyas palabras, versos, estrofas de otros. Que ensayen, una y otra vez, escribiendo, garabateando, torpemente al principio, con más destreza y fluidez después, los versos y poemas que vengan a sus corazones o que retengan guardados en su memoria. Que jueguen con las palabras, con las rimas, con las metáforas y las evocaciones, con la música y el ritmo de los grandes poetas. Ser imaginativo no puede significar, ni para los niños ni para los adultos, el ser totalmente original. Esto es un error moderno que solo nos ha traído fealdad y pobreza artística. Escribir poesía, en palabras de Matthew Arnold, es sencillamente «la forma más bella, impresionante y ampliamente eficaz de decir las cosas», y solo escribiendo es como alguno de esos pequeños quizá descubra algún día que las musas le estaban aguardando. El resto, al menos, se acercará a la poesía, lo que no es poco.

 

P.D.
Las antologías son una fórmula muy válida de acercar la poesía a los niños, pues, aunque grandes poetas han escrito piezas, para, o al alcance de los niños, en general estas se encuentran dispersas entre otros versos que seguramente no les atraerán. Se trata, por tanto, de buscar esas piezas, de reunirlas, y eso lo hacen muy bien los antólogos. Así que a continuación paso a referirles algunas buenas antologías, que creo, son lo mejor para empezar.


-Cordialidades (1941) de Antonio Fernández.
-Poesía infantil (1951) de Federico Torres.
-Versos para niños (1954) de Antonio Fernández.
-Selección de poesía para niños (1961) de Juan-Miguel Romá.
-Antología de la literatura infantil en lengua española (1966) de Carmen Bravo-Villasante.
-Al corro de la patata, por Carmen Bravo-Villasante.
-Pito, pito, colorito: folclore infantil, por Carmen Bravo-Villasante.
-Colorín, colorete, rimas y canciones infantiles tradicionales recopiladas por Carmen Bravo-Villasante.
-Arre moto piti poto, arre moto piti pa, de Carmen Bravo-Villasante.
-China, china, capuchina, de Carmen Bravo-Villasante.
-Trabalenguas y otras rimas infantiles, de Carmen Bravo-Villasante.
-Una, dola, tela, catola, de Carmen Bravo-Villasante.
-Pinto, pinto, gorgorito (retahílas, juegos, canciones y cuentos infantiles antiguos), de Raquel Calvo Cantero y Raquel Pérez Fariñas.
-Gira, girasol (una reproducción de un antiguo y encantador libro de Ernest Nister con canciones infantiles españolas).
-Canciones infantiles, de Elena Fortún y María Rodrigo (La escritora Elena Fortún y la pianista y compositora María Rodrigo escriben al alimón este libro en 1934, bellamente ilustrado por Gori Muñoz. Recuperado recientemente por la editorial Renacimiento).
-Romances españoles, anónimo
-Poesía (Disparatario), de Edward Lear.
-Jardín de versos para niños, de R. L. Stevenson.
-350 poemas para niños, de la biblioteca Billiken.

-400 poemas para explicar la fe, de Yolanda Obregón.
-Elogio de la niñez, de José A. Ferrari.
-El silbo del aire (1965) de Arturo Medina.
-Poesía española para niños (1997) de Ana Pelegrín.
-Canto y cuento (1997) de Carlos Reviejo y Eduardo Soler.

Casi todas son unas estupendas antologías, variadas y aptas tanto para niños (especialmente las antologías recopiladas por Bravo-Villasante) como para adolescentes.

Igualmente, les remito a mi blog de selección de poesía, La memoria poética.


Entradas relacionadas con el tema (alguna de las cuales contiene enlaces a antologías personales):

La poesía
Primeras rimas y canciones
A vueltas con la poesía. Las antologías
¿Por qué todavía les leo a mis hijas en voz alta?
Acercarse a la poesía
Tiempo de Navidad, infancia y poesía
Una ración de tonterías nunca viene mal
De libros, camas y niños
Jardín de versos para niños
El niño y el poeta
De los gatos y los libros
Hacia al asombro a través de la poesía
El olvido de la memoria (y su rescate a través de la poesía)
Volver a la poesía
Poesía una vez más

La importancia de la poesía: Poesía y verdad

10.08.22

La importancia de la poesía: Poesía y verdad

              «Noche de luna llena». Obra de Hjalmar Munsterhjelm (1840-1905).

    

«El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que en verdad siente».

Fernando Pessoa

«¿Qué valor tiene el ojo carnal
Al lado del ojo del alma?»

Víctor Hugo

«Di, Musa, la palabra verdadera
Y yo la profetizaré».

Píndaro

    

Desde sus orígenes, la poesía arrastra una paradoja en su seno: por un lado, es una ficción, un arte imitativo, y por otro, tiene pretensiones de verdad. Pero, ¿cómo es que se conjugan ambas cosas? ¿Puede esto hacerse, o será necesario desprenderse de una de ellas? La discusión es vieja como el mundo y persistirá mientras persista el mundo.

Poesía e imitación

El poeta, como todo artista, es un imitador. Recrea, a su modo humano, aquello que vislumbra en su visión poética, y lo adereza con su arte y con su estilo. Pero, aun así, mi intuición es que, a pesar de tratarse de un sub creador que trabaja con lo imaginario, si es poeta verdadero no deja de tratar con la verdad. Por lo tanto, deberá haber en su obra afinidades notables con lo real más que con lo ficticio, por mucho que transforme o ilumine sus materias primas con los dispositivos de su arte. Y si el trato es con la verdad, el poeta, el auténtico poeta, no puede estar lejos de Dios.

Pero esta no deja de ser una intuición personal y, en todo caso, teñida de polémica.

Pessoa y Borges estaban de acuerdo en esa naturaleza ficcional del poeta, en su cualidad de «fingidor». Esto no es una novedad ni una sorpresa. Ya Platón, veinticuatro siglos antes, en su libro X de La República (370, a. C.), sostiene que la poesía es una imitación de la realidad, lo que le llevó a considerarla alejada de la verdad de las Ideas. Por esta razón no la tenía en alta estima, siendo para él una ficción que «alimenta y riega las pasiones, en lugar de secarlas».

A pesar de ser consciente de su carácter ficcional e imitativo, su discípulo más aventajado, Aristóteles, dejó de lado esta opinión negativa, y en su Poética (335, a. C.), defendió que la gran poesía revela universales y es por ello profundamente filosófica. Esta postura fue acogida más tarde por los escolásticos. San Alberto Magno escribió que «lo extraordinario causa mayor impresión que lo habitual, (…). Por ello, como dice Aristóteles, los primeros filósofos vertieron [sus doctrinas] en poemas, porque la fábula, al estar compuesta por cosas extraordinarias, impresiona más».

Más tarde, en pleno Renacimiento, en su obra Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo esta tendencia, pero yendo todavía más allá, afirmó que la poesía es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento. Así, aun cuando el poeta prefiera no escribir sobre lo que es, puede seguir escribiendo sobre «lo que puede y debe ser». Si no afirma la verdad literal de su ficción, puede afirmar su verdad moral o metafórica, pero, en todo caso, seguirá tratando con la verdad.

Pero, ¿es esto realmente así? Y si lo es, ¿de qué manera?

Poesía y verdad

La relación entre la verdad y la poesía es antigua. Como antes les comenté, Platón se la planteó y negó a la poesía cualquier pretensión de verdad, tanto en el sentido lógico como en el moral, pues para él es fingida.

También vimos como Aristóteles no estaba de acuerdo con su maestro. Para el Estagirita, la poesía había nacido de los instintos miméticos y armónicos del hombre, y aunque trataba de ficciones, sostuvo lo siguiente en la que sigue siendo la declaración más breve y directa de la pretensión de la poesía frente a la verdad:

«La poesía, por lo tanto, es más filosófica que la historia, ya que la poesía tiende a expresar lo universal, mientras que la historia describe lo particular».

Por su parte, el cristianismo sostiene desde siempre que la verdadera poesía trata con la verdad. Porque, al ser el intelecto humano limitado, Dios creyó conveniente utilizar procedimientos poéticos en su Revelación escrita para que aprovecharan a los hombres, tal como ya advertía Santo Tomás (Suma Teológica, I, 1,9).

Así que, hay un canal poético para la verdad, una vía para alcanzar su conocimiento (o, más bien, para aproximarse) y, consecuentemente, para encauzarse hacia la contemplación. El santo cardenal Newman estudió el asunto con profundidad. Para él había que distinguir entre el don de la poesía en sí mismo, y la composición como modo de expresión artística. Este don lo intuía basado en un «sistema sacramental», según el cual «los fenómenos materiales son, a la par, figuras e instrumentos de las realidades invisibles»; y a ese «principio místico o sacramental» le encontró apoyo en algunos pasajes de los padres de la iglesia:

«Entendí que esos pasajes querían decir que el mundo exterior, físico e histórico era manifestación para nuestros sentidos de realidades más grandes que él mismo. La naturaleza es una parábola; la Escritura, una alegoría; los poetas y sabios griegos habían sido, en cierto sentido, profetas, pues a estos sublimes bardos les fueron dados pensamientos más allá de sus pensamientos».

Hay, por tanto, en el poeta un don, una inspiración divina que le permite ver más allá, dándole una visión que él expresará después a los otros a través de su técnica, de su composición.

Pero, no se trataría sino de una verdad poética. No hay en la poesía verdades lógicas ni científicas. No nos habla de hechos ni de demostraciones matemáticas. No hay una precisión física o fáctica en su hacer, sino más bien un rigor simbólico y significante. El poeta actúa como un profeta profano, en el sentido antiguo de la expresión, como aquel que saca a la luz, manifiesta y aclara lo inteligible existente en la materia que, semi-oculto en las cosas más cotidianas y más extraordinarias, no está al alcance de la mayoría de los hombres. La poesía traza así una conexión entre ambas experiencias; lo ordinario revela lo extraordinario y viceversa, y de esta manera nos hace vislumbrar la profunda interconexión de todo lo que constituye el mundo. Porque la filosofía no puede responder a todas las preguntas, ni tan siquiera la teología puede, ya que, en último término, se encuentran rehenes de la lógica y de la razón. Siempre quedarán sin aclarar cuestiones en la inteligencia última de las cosas, confusas y ocultas en la vasta periferia de las sombras. Es ahí, en lo cotidiano y habitual o en lo excepcional y grandioso, dónde, bajo la penumbra de nuestra visión, la poesía tiene su quehacer, enfrentándonos a lo que la razón nunca podría comprender plenamente. ¿Es también eso verdad? Probablemente, pero confusa y entre nieblas, como toda certeza en tanto permanezcamos aquí.

Por lo tanto, se trata de una vía de conocimiento complementaria a la de la razón, y, en consecuencia, igualmente necesaria. Este es el poder de la poesía.

Pero, ¿de qué tipo de conocimiento estamos hablando? Porque, aunque solo podemos estar seguros de la autenticidad de la revelación divina, ¿qué pueden encontrar los hombres en su ficción poética? Para tratar este tema les emplazo a la siguiente entrada.

20.06.22

Shakespeare, Julieta, Romeo y el amor

                        «Romeo y Julieta». Ilustración de Jennie Harbour (1893-1959).


 

  

«Si el amor es ciego, el amor no puede dar en el blanco».

Romeo y Julieta II, 1

  

 

Suele describirse a la tragedia Romeo y Julieta, de William Shakespeare, como el epítome del amor romántico entre un hombre y una mujer. Pero, a salvo de mejor opinión, creo que esto es, al menos en parte, un error. Muy probablemente la forma en que Shakespeare quería que se leyera y entendiera su obra es otra, aunque quizá hoy, más que nunca, resulta difícil apercibirse de ello.

No cabe duda alguna de que el argumento central de la obra es el amor, pero estarán conmigo en que no se trata de cualquier amor, y mucho menos del Amor con mayúsculas, sino de uno joven y adolescente, inmaduro y alocado. Y por ahí es por dónde creo se desliza el equívoco, en la identificación de esta pasión amorosa descabezada que tan gráficamente se muestra en el drama, con el Amor mismo.

Y así, la lectura habitual de la pieza parece referirnos a la historia de un amor dónde la mala suerte o el destino es quien interviene decisivamente en su fatídica resolución, y en la que los amantes no son en absoluto responsables de la desgracia que sufren. Otra de las lecturas clásicas carga las tintas en la interferencia de los padres como la causante del infortunio, ya que sería la intolerante relación entre las familias la que destruye el irreprochable enamoramiento de los protagonistas, conduciéndolos irremediablemente a una trágica muerte. E incluso hay quien culpa directamente a los amantes del fatal desenlace.

Pero quizá podamos ver algo más si nos reencontramos con lo que es realmente el amor, o al menos con lo que debería ser.

Como resalté en el artículo inmediatamente anterior a este, no deberíamos confundir el amor con sus efectos concomitantes.

Por lo tanto, el amor no debería ser reducido a un mero sentimiento, aunque esta sea, por supuesto, una de las características que deben acompañarle, y deliciosamente, por cierto. Pero, por muy apasionado que este sentimiento pueda llegar a ser, nunca deberá conducirnos a abandonar otro de los aspectos propios del amor, como es el de la medida y la cautela que ayudan a conformarlo y darle vida. Y creo advertir que de algo de esto va Romeo y Julieta, porque, «si el amor es ciego, el amor no puede dar en el blanco».

Y así, la pieza trataría, por contraste, de aquello que no debería ser el amor, o más bien de a dónde nos puede conducir un amor desbridado e imprudente, abandonado de toda voluntad y cuidado. Un apasionado ejemplo de a qué consecuencias puede llevarnos el sentimiento pasional que acompaña al amor, y del cual nace, cuando se aleja de él. La obra es, pues, un muestrario de lo que nos ofrecerán los sentimientos concomitantes al amor alejados de las virtudes de la prudencia y la templanza que deben acompañar siempre a toda acción humana. Como aconseja a Romeo el personaje de Fray Lorenzo: «prudente y despacio. Quien corre, tropieza». El mismo personaje, más tarde, se extiende sobre ello al declamar:

«El gozo violento tiene un fin violento
y muere en su éxtasis como fuego y pólvora,
que, al unirse, estallan. La más dulce miel
empalaga de pura delicia
y, al probarla, mata el apetito.
Amad pues con moderación; el amor permanente es moderado.
El que va demasiado aprisa llega tan tarde como el que va despacio».

Pero, al tiempo que proclama esas cautelas, Shakespeare nos habla también de las consecuencias que pueden seguirse de olvidar otro aspecto importante.

El amor romántico nace y se desarrolla envuelto en las turbulencias de la pasión. Hay en él una confluencia perturbadora de deseo, sexo y, a no olvidar, de la pulsión natural que impulsa a un hombre y a una mujer a donarse mutuamente y a fundirse en esa donación. Todo lo cual lo convierte, sin perjuicio de su grandeza, en algo de muy difícil manejo y gestión para los jóvenes que se enfrentan por primera vez a él.

Por tal razón, no deberíamos dejar a los jóvenes solos cuando enfrenten ––como necesariamente enfrentarán–– las pasiones amorosas juveniles, ni desampararlos o mal aconsejarles, y mucho menos empujarles a entregarse sin medida ni reflexión, tal y como acontece en la obra y como hoy sucede con demasiada frecuencia, un día sí y otro también. Por eso en estos momentos la lectura de Romeo y Julieta, su correcta lectura, es tan necesaria.
Joseph Pierce nos lo cuenta:

«Este fracaso de los personajes adultos sirve de contrapunto moral a las pasiones traicioneras de la “juventud". Es como si Shakespeare ilustrara que los jóvenes se desviarán trágicamente si no son frenados por la sabiduría, la virtud y el ejemplo de sus mayores. La tragedia final es que esta lección sólo la aprenden los Capuleto y los Montesco tras la muerte de sus hijos. Sin embargo, la lección se aprende y el consiguiente restablecimiento de la paz proporciona una catarsis triste pero consoladora».

Pero en el famoso drama amoroso de Shakespeare, como en todo clásico, hay todavía más.

Chesterton, por ejemplo, en su biografía de Chaucer, y en referencia a esta pieza, nos llama la atención sobre el carácter misterioso y extraordinario del amor romántico:

«Lo que se puede aprender de “Romeo y Julieta” no es una nueva teoría del sexo; es el misterio de algo mucho mayor de lo que los sensualistas llaman sexo y los canallas  atracción sexual. Lo que se aprende de “Romeo y Julieta” no es llamar al primer amor, amor juvenil, por no llamarlo amor pasajero o flirteo, sino comprender que esas cosas que un millón de vulgarizadores han vulgarizado, no son vulgares. El gran poeta existe para mostrar al hombre pequeño lo grande que es».

Porque el amor no es algo vulgar, ni tampoco ordinario y corriente, por más que sea frecuente; ni siquiera el, a veces pasajero, amor juvenil. El amor es algo formidable, siempre especial y delicado, incluso el imprudente y juvenil, y es un lugar –si un lugar–,  donde ese hombre pequeño que todos somos se hace grande. 

Es cierto que la historia se torna sombría y trágica, pero ello no debe disuadirles de ofrecérsela a sus hijos. Decía William Hazlitt que en Romeo y Julieta «el espíritu de la juventud está presente en cada línea, en la embriaguez de la esperanza y en la amargura de la desesperación». Precisamente, es esa falta de un final feliz la que podría convertir la obra en una buena lectura, una lectura apasionante y, a un tiempo, cautelar, que deleita e instruye en armonía con el díptico horaciano.

Aunque, como señala John Senior, quizá sea conveniente hacer también alguna que otra advertencia:

«La lectura de “Romeo y Julieta”, por ejemplo, puede impresionar una imaginación viva. Estos amantes, se enamoran de un modo desesperado y ardiente, pero la lectura de estos bellos pasajes puede conducir al pecado, como el caso de aquellos condenados de la Divina Comedia, a quienes el Dante atribuye su suerte a la lectura de una novela cortesana. “Ese libro fue un galeotto”, dice Francesca, y galeotto significa en italiano proxeneta. Estas lecturas suponen paralelamente una formación moral estricta, seria, exigente y enérgica».

Así que, estén ahí, en sus lecturas, en la lectura de Romeo y Julieta, junto a ellos, orientándolos y charlando sobre la obra, antes, durante y después de la lectura de la misma.

Porque, este drama no solo es un clásico, sino, también uno de los buenos libros. Y es que, rectamente leído, podría ayudar a nuestros hijos a desprenderse del concepto confuso y desvirtuado que del amor hoy impera y, a la vez, a ayudarnos, tanto a ellos como nosotros, a enfrentar su primer encuentro con el amor romántico de forma más conveniente. ¿No creen?