24.07.24

¿El Señor del Mundo?

                     «El Anticristo cabalga sobre Leviatán». “Liber Floridus” (1120).

  

  

 

«¿Cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?»

(Mateo, 24, 3)

 

 

Vivimos en inmersos en un presente convulso en todos los aspectos. Y los cristianos, más que nadie, deberían mirar con inquietud y preocupación todo lo que acontece a su alrededor, pues quizá se trate de las anunciadas señales del fin del mundo.

Pero, aun siendo la Parusía (con la segunda venida de Cristo y el fin de este mundo) un dogma de fe para los cristianos, ni tan siquiera ellos (al menos muchos de ellos), escrutan con atención –tal y como recomendó Cristo mismo– las inquietantes señales del acontecer de los tiempos.

Escribió Giovanni Papini en su Historia de Cristo, algo que no es más que una descripción de una postura generalizada hoy:

«Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán cumplidas ante de aquel día… Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será predicado antes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más Jerusalén. Estas dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el Gran Día se viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús [la del fin del mundo] son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la Primera [la del fin de Jerusalén] la Parusía no puede estar lejos… Pero los hombres de hoy no recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo hubiese de durar siempre…».

Y, ante este estado de cosas, quizá no sea disparate alguno, sino algo conveniente, sacudir nuestra atención dormida, porque, está claro que no podemos vivir «como si el mundo hubiese de durar siempre». Y qué mejor para ello que un buen relato.

Por supuesto que nada hay mejor que el original, la Biblia misma, pero tampoco debemos olvidarnos de algunas otras obras, por supuesto menores y menos dignas, que igualmente tratan el tema, como es la novela de la que quiero hablarles hoy: El Señor del Mundo (1907), de Robert Hugh Benson. No se trata de la única, claro, el género, por especifico que sea, tiene bastantes muestras a disposición del lector (Juana Tabor y 666, de Hugo Wast; El Gran Inquisidor en la magna obra de Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov; El anticristo, de Vladimir Soloviev, Los papeles de Benjamín Benavides, y Su majestad Dulcinea, de Leonardo Castellani; y más recientemente, las novelas del padre Elias del canadiense Michael O’Brien).

La obra de Benson fue leída por su contemporáneo G. K. Chesterton, aunque no sabemos si esto aconteció antes o después de su conversión. Lo que si sabemos es que la obra impactó en él, y que siete años después de dicha conversión, en 1929, en un libro titulado The Thing (La cosa), tras sentenciar que «una vez abolido el dios, el gobierno se convierte en el dios», comentó también proféticamente, en un artículo titulado, La Paz y el Papado, lo siguiente:

«La voz a través de la que realmente hable una vasta civilización internacional, o una vasta religión internacional, no será en ningún caso las voces o gritos articulados distinguibles y reales de todos los millones de fieles. No es el pueblo el que sería heredero de un Papa destronado, sino un sínodo o un banco de obispos. No es una alternativa entre monarquía y democracia, sino una alternativa entre monarquía y oligarquía. Y, siendo yo mismo uno de los idealistas democráticos, no tengo la menor duda en mi elección entre las dos últimas formas de privilegio. Un monarca es un hombre; pero una oligarquía no son hombres; son unos pocos hombres formando un grupo lo suficientemente pequeño como para ser insolente y lo suficientemente grande como para ser irresponsable. Un hombre en la posición de Papa, a menos que esté literalmente loco, debe ser responsable. Pero los aristócratas siempre pueden echarse la responsabilidad unos a otros; y aun así crear una sociedad común y corporativa de la que queda fuera la propia visión del resto del mundo. Éstas son conclusiones a las que están llegando muchas personas en el mundo; y muchas que aún se asombrarían y horrorizarían mucho al descubrir adónde conducen esas conclusiones. Pero el punto aquí es que, incluso si nuestra civilización no redescubre la necesidad de un Papado, es extremadamente probable que tarde o temprano trate de suplir la necesidad de algo como un Papado; incluso si trata de hacerlo por su propia cuenta. Será una situación irónica. El mundo moderno habrá creado un nuevo Anti-Papa, incluso si, como en el romance de Monseñor Benson, el Anti-Papa tiene más bien el carácter de un Anticristo».

La opinión de Chesterton tiene sus raíces en sus creencias cristianas, y en las posturas, por él combatidas, de los socialistas fabianos de su tiempo, todos promotores de un eugenésico Nuevo Orden Mundial (como H. G. Wells, Charles Dalton Darwin o Bertrand Russell), hoy seguidas a pies juntitas por sus continuadores, los promotores y adláteres de la denominada Agenda 2030, cuyo espíritu es pues muy antiguo, y huele claramente a azufre.

No pensando en términos religiosos, sino políticos, Alexis de Tocqueville, en su obra magna, La democracia en America (1835), menta algo similar (no es descartable que el bautismo y la educación católica de Tocqueville influyese en su visión, a pesar de no estar claro que profesase esta religión). Sus palabras son inquietantemente claras, y aunque la cita es larga, no me resisto a reproducirla por su interés:

«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.

Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria.

Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.”

(…)

Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante».

(…)

En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía del pueblo, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido».

Pero quizá haya esbozos, también no teológicos, más antiguos. Ya en Platón, en su República, hay signos de ello. El filósofo habla del hombre embriagado del espíritu tiránico que «ha enloquecido y está alienado, y no sólo a los hombres, sino también a los dioses intenta gobernar y supone que es capaz de ello»; un hombre que es «envidioso, desleal, injusto, carente de amigos, sacrílego, anfitrión y nutridor de toda maldad». Y nos advierte que el caldo de cultivo necesario, desde el punto de vista natural, para la aparición de tal ser, es el estado democrático, a causa de su igualitarismo, relativismo moral y licencia sexual.

Hay una perturbadora actualidad en las palabras de Platon, Tocqueville y de Chesterton, la misma que encontrarán en la fábula de monseñor Robert Hugh Benson que paso a comentarles: El señor del mundo.

Escrita a principios del siglo XX, es sin duda la obra más conocida de de su autor. Para el padre Castellani se trata de su obra maestra, «un sombrío poema (…), un libro poderoso, de inspiración miltoniana, escrito por un gran psicólogo. (…). «En ella el autor contempla la transformación del huma­nitarismo moderno en una religión positiva». Una nueva religión secular encarnada en «un misterioso plebeyo de grandeza satánica, Juliano Felsenburg, orador, lingüista, estadista, quien consigue encaramarse fulgurante­ mente sobre el trono del mundo con el título de Presidente de Europa».

La obra mezcla, la profecía, la apología, la teología y la ficción imaginativa. Como bien dice el filósofo Ralph McInenry, «la única forma satisfactoria de reflexionar sobre el fin del mundo es la teología, pero Benson no era un pensador abstracto, sino un novelista, y su relato puede conmovernos como no podría hacerlo ningún argumento abstracto», y así, «Benson puede poner el Apocalipsis ante los ojos de la imaginación de un modo que emociona y edifica».

La trama de la historia se prefigura en el título, y más si el lector es cristiano. Los ecos del libro profético de san Juan resuenan en cada una de sus páginas, aun cuando la obra deja fuera muchas cuestiones, como la de la Bestia Segunda y la de los dos testigos.

Apunta con agudeza el padre James V. Schall, que «el tema de esta novela es notablemente similar al de la encíclica “Spe Salvi” de Benedicto XVI, una de sus grandes encíclicas. Es decir, la novela trata de la futilidad de una utopía de este mundo azuzado con instrumentos de muerte (aborto, eutanasia) y de “vida” sin fin (prolongación de la vida, clonación) que están diseñados para hacerla realidad. En efecto, en una conferencia que pronunció en la Universidad Católica de Milán el 6 de febrero de 1992, Joseph Ratzinger citó “El Señor del Mundo” y el mortífero ambiente universalista e interior que describía».

Es sorprendente la aguda percepción casi profética que muestra Benson en su novela, al captar magistralmente filosofías de vida y agendas de poder que no estaban presentes, al menos de forma expresa, en su tiempo, aunque H. G. Wells ya había escrito en 1901 su obra de no ficción, Anticipaciones de las reacciones al progreso mecánico y científico sobre la vida y el pensamiento humanos, donde con fundamento en un socialismo fabiano, prefiguraba ya un omnipotente gobierno mundial.

En su breve prólogo, Benson habla de «la culminación necesaria de una subjetividad sin obstáculos», en otras palabras, del relativismo, tan presente hoy; también nos muestra una humanidad especialmente preocupada por su salud, que aborrece la incomodidad y el sufrimiento, y que es “controlada”, con instrumentos de muerte disfrazados de progreso (aborto, eutanasia). Ese es el ambiente social y cultural en el autor nos presenta, cerniéndose sobre el mundo, a un humanismo impío que ha rechazado la religión y la moral tradicionales, capitaneado, bajo una marea de emotividad, por un aparente pacificador universal al que se aclama, ingenuamente, como salvador de la humanidad.

Este último, el inicialmente oscuro senador norteamericano Julian Felsenburgh, protagoniza la novela como la encarnación del anticristo, y es enfrentado a lo largo del relato por un sacerdote, Percy Franklin, quien, funda una nueva orden religiosa, la de Cristo Crucificado, y termina siendo Papa (Juan XXIV), pero que poco puede hacer más que soportar la persecución y dar, en el trance, testimonio de su fe. En todo caso, como sabemos, aquello que finalmente acontece no está en manos de ninguno de tales protagonistas.

Ciertamente, alguien podría pensar que, tanto esta como la mayoría de las demás novelas de tema apocalíptico antes mencionadas, son anacrónicas y exageradas (sobre todo, aquellos que no sean cristianos), pero, un atento observador del acontecer de los últimos años, con movimientos supranacionales en pos de un gobierno mundial y el errático devenir de las altas jerarquías de la Iglesia católica, captará inmediatamente su evidente actualidad. En la anteriormente mencionada intervención de Benedicto XVI, en la Universidad Católica de Milán, en 1992, este citó literalmente un tremendo y profético párrafo del motu proprio Bonum Sane, escrito en 1920 por otro papa Benedicto, Benedicto XV:

«La venida de una república universal es esperada por todos los peores y más distorsionados elementos. Esta república, basada en los principios de absoluta igualdad entre hombres y una comunidad de bienes, acabaría con todas las distinciones de nacionalidad. No daría reconocimiento alguno a la autoridad de los padres sobre sus hijos, o de Dios sobre la sociedad humana. Si estas ideas llegan a ser puestas en práctica, habrá un inevitable reinado de terror».

Sin duda habrán oido esto recientemente.

Por otro lado, aun cuando la novela trate de un acontecimiento tan dramático como el fin del mundo, al contrario que la mayoría de las obras seculares que tratan el tema, el poso que deja no es en absoluto oscuro, y ello, a pesar de que la destrucción, el sufrimiento y la catástrofe sean los prolegómenos de su final. Un final, como digo, lleno de esperanza, que todo católico debe conocer, y que tendrá lugar por mucho que la gente se empeñe en olvidarlo, aunque en una forma muy distinta a la imaginada por la modernidad.

Como escribe el dominico Aidan Nichols, «Benson nos recuerda que la Iglesia tiene su propia teología de la historia situada, como su vida misma, entre los relámpagos de la Resurrección y el trueno de la Parusía. La historia no evoluciona hacia su propia perfección, sino que está en manos de su Juez crucificado, que vendrá a una hora que desconocemos».

Pero, la pregunta sigue ahí: ¿estamos o no estamos a las puertas del fin de este mundo? Se ha dicho que en esta obra monseñor Benson expone las consecuencias que las ideas socialistas y ateas traerían consigo en último término, esto es, la llegada del Anticristo. Si miramos nuestro alrededor veremos que el espíritu de los tiempos es ese, ni más ni menos. Pero si atendemos a como describe tal momento Benson —según Evelyn Waugh, con «una Iglesia Universal reducida a un Papa fugitivo atestiguando en soledad la verdad que el resto de la humanidad había abandonado»—, quizá falte algo aún…

En cualquier caso, la lectura de esta obra es impactante y muy probablemente debería suscitar, al menos en los creyentes, una trascendental pregunta: cuando lleguen los tiempos de la última persecución, si nos toca afrontarlos ¿estaremos entre los pocos fieles y leales?

Como escribe el padre Schall, «las últimas palabras de la novela son… bueno, lo tiene usted en tus manos. Siga leyendo y lo descubrirá. Tenga la seguridad, sin embargo, de que no podrían ser más dramáticas, ni más conmovedoras. De algún modo, esas palabras ya no me parecen tan aterradoras. Son, más bien, consoladoras».

«Entonces este mundo pasó, y la gloria de él».

12.07.24

De nuevo sobre la lectura en voz alta: el placer de leer juntos

                                 Ilustración de Elizabeth Orton Jones (1910-2005).

          

       

            

«Si no estás dispuesto a leer a tus hijos una hora al día, no mereces tener ninguno».

Joan Aiken

  

  
«No creo que los padres que leen cuentos a sus hijos antes de dormir deban tener constantemente en mente la forma en que están desfavoreciendo injustamente a los hijos de otras personas, pero creo que deben tener ese pensamiento de vez en cuando».

Adam Swift, filósofo político británico

 

 

Hay cosas de nuestra infancia y juventud que hoy se hallan ausentes en nuestras vidas, y lo que es más grave, también en las de nuestros hijos. Son pequeñas cosas que percibíamos intrascendentes, pero cuya presencia cotidiana, aun sin saberlo, nos tocaba profundamente. Es su aparente pequeñez la que hace que no las extrañemos, y cuando, en ocasiones, por un instante, sentimos su pérdida, tranquilizamos nuestra conciencia diciendo: «¡los tiempos cambian!, que le vamos a hacer». Pero, su olvido, como dice la poeta, «mordisquea el alma», y lo hace en silencio y pausadamente, de manera casi imperceptible, ocultando así el mal que acarrea su falta.

Les hablo de la cada vez más frecuente ausencia en nuestras vidas de la simple voz humana, vocalizada y oída en persona, cara a cara, y no, como es costumbre hoy, a través de su procesamiento electrónico.

Un grave asunto del que casi nadie habla, y que afecta a nuestros niños y jóvenes más que a nadie.

Es un hecho incontestable, que nosotros, y nuestros hijos más, nos comunicamos a través de medios electrónicos cada vez con mayor asiduidad, y como consecuencia directa de ello, el contacto personal ha entrado en un claro declive.

Es sabido de siempre, que la transmisión de información o el intento de comunicación verbal en persona, es mucho más profundo y poderoso que el escrito, al menos en cuanto a la intención no explícita y la razón última del acto en sí. Ciertamente, no, en lo que respecta al detalle y precisión de lo transmitido, pero sí en relación con una serie de intangibles que la simple palabra escrita, desvinculada del tono de voz, de los gestos corporales que acompañan a esta, y especialmente, de la mera presencia personal, no puede suplir.

Y esto es algo que hace relativamente poco tiempo la poderosa ciencia ha constatado, aunque ya lo supiéramos desde siempre. Y es que, no solo la voz humana tiene las propiedades de mejorar la transmisión de cualquier mensaje, sino que la conversación en persona, cara a cara, es la mejor de todas las formas de comunicación y en todos los sentidos.

Sin embargo, a pesar de ello, las nuevas tecnologías (aceleradas con la irrupción de la denominada «inteligencia artificial»), han colonizado nuestras mentes y, como consecuencia de esta invasión, los contornos y los contenidos básicos de la vida parecen haber sido tomados bajo control y orden, por fuerzas impersonales. La humanidad de nuestras vidas se está diluyendo; nos estamos desangrando figuradamente, y como cuando nos desangramos realmente, la suavidad, el confort y la somnolencia que acompañan al proceso nos impide darnos cuenta de nuestro suicidio: una dulce muerte espiritual nos envuelve sin apenas ser conscientes de ello.

No solo hemos dejado que nuestra comunicación se establezca preferentemente a través de artilugios electrónicos; no solo hemos abandonado a su suerte a nuestra imaginación, dejándola morir de inanición al privarla de los libros que la alimentaban y al sumirnos en los mundos virtuales que otros diseñan para nosotros. No solo eso, sino que, para colmo, entre estúpidos e inconscientes, ambicionamos delegar casi todas nuestras acciones personales –y, por tanto, humanas– en las máquinas, tan inteligentes y eficaces ellas; y, como pago por tamaño disparate, amén de la idiocia acomodaticia descrita en la novela Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, recibimos grandes cantidades de desempleo, inseguridad y soledad, coronadas con la maldición de no saber ya distinguir lo real de lo irreal.

Ante esta terrible situación, deberíamos, al menos, hacer algo por nuestros niños y jóvenes, ¿no creen?

––«¿Leer en voz alta?», sugiere cautelosamente una voz al fondo de la sala. ¿Seguro? Parece una acción intrascendente y frívola…

Pero, quizá no sea así… Cada vez con mayor insistencia neurólogos, pedagogos, pensadores y educadores resaltan los beneficios y la trascendencia que, para el pleno florecimiento de los niños y jóvenes, encierra esta aparentemente simple conducta. La frase del filósofo Swift que abre este artículo nos dice a las claras la importancia que tiene para el correcto desarrollo de los niños la lectura en voz alta (aunque dicho filósofo busque más deconstruir la familia que conservarla, pero este sería otro tema).

A su vez, numerosos escritores y poetas, y desde hace mucho tiempo, insisten en los beneficiosos efectos de este tipo de lectura. La escritora católica Rumer Godden escribió una vez que «los libros para niños… deben sonar bien; se leerán en voz alta y las palabras deben unirse en un todo rítmico como en un poema, un ritmo que coincida con el tema». Por esa misma razón, la también escritora Joan Aiken pensaba que la prueba definitiva y fundamental para juzgar la bondad y excelencia de un libro infantil, consistía en leerlo en voz alta. Por otro lado, algunos otros autores han abogado por este tipo de lectura rescatando recuerdos infantiles que dejaron profunda huella en sus vidas. Por ejemplo, Edith Nesbit recuerda lo siguiente:

«Mi hermana mayor siempre fue un refugio en los días lluviosos, cuando un cuento de hadas parecía ser lo mejor que se podía hacer. En medio de todas las fiestas, picnics y alegrías en las que se sumergían nuestros mayores, mi otra hermana encontró tiempo para leernos en voz alta y recibir las confidencias que considerábamos prudente hacer sobre nuestros planes y juegos».

Por otro lado, Evelyn Waugh nos cuenta que cuando monseñor Ronald Knox y sus hermanos eran niños, su madre les leía en voz alta a Stevenson, Kipling, Carroll o Lear, en tanto ellos jugaban por la habitación. No les imponía ni silencio ni atención. Knox, que tenía para sí ese recuerdo como algo muy especial, creía firmemente que aquellas lecturas en voz alta, a pesar de las constantes distracciones de él y sus hermanos, había sido una velada y suave forma de infundirles a todos ellos un profundo amor por la lectura. 

Por su parte, cuenta la institutriz de los Grahame, que el autor de El viento en los sauces (1908), antes de acostar a su hijo (apodado, cariñosamente, Mouse o Ratoncito), le leía muchas noches en voz alta. Estas lecturas discurrieron ininterrumpidamente entre los 4 y los 7 años del niño, durante los cuales Kenneth Grahame escribió su libro. Así se nos relata una de esas sesiones de lectura: 

«La puerta estaba entreabierta y, al oír la agradable voz del señor Grahame hablando con Mouse, ella vaciló en el umbral y se paró a escuchar. Grahame le contaba a su hijo una historia sobre un topo, una rata y un tejón; también pudo oír el tono más ligero de “Mouse” irrumpir con preguntas y comentarios, escuchándose de vez en cuando sus sonoras carcajadas».

Y es que, aun cuando no nos apercibamos de ello, acontecen cosas misteriosas cuando damos a los niños y jóvenes el tiempo y la oportunidad de hacer oír su voz, o de escuchar la propia y la de otros. Escapando del aquí y ahora, los chicos pueden hacer volar su personal imaginación lejos de las realidades virtuales que les tienen atontados y alienados, o de todos esos discursos o relatos creados con la aviesa intención de adoctrinarlos. Entonces, en lo más profundo de su ser, algo acontecerá, algo que dejará su huella, una beneficiosa y profunda huella.

Porque, estar ahí, en persona, mientras las palabras se suceden y llenan con su sonido el aire, es algo poderoso, que sacude el alma. De forma misteriosa, se va formando un vínculo afectivo, un sentido de comunidad entre los que leen y los que escuchan; un círculo de intimidad y confianza nace entre unos y otros, y se acrecienta con cada lectura; se generan conversaciones sobre temas en los que seguramente el que escucha no habría llegado a pensar si no hubiera sido por esa lectura; se presenta ante el atento oyente la imagen clara y sorprendente de escenas y paisajes desconocidos e inimaginables para él; se dibujan con precisión y presencia casi real distintos personajes, hombres, mujeres, niños y hasta animales, en una sucesión incansable que llena de bullicio y de vida su imaginación.

¿Tendrá valor para un niño o un joven convertirse de repente en Alicia y vagar por su mundo de maravillas, o en Jim Hawkins y explorar su isla del tesoro? ¿De qué manera afectará a un joven lector bajar plácidamente el río en una pequeña barca, mecido por el suave viento y a la sombra de los verdes sauces, acompañado del Ratón de agua, el Topo, el Sr. Tejón y el Sr. Sapo? ¿Cómo condicionará el futuro destino del niño o el joven el sumergirse en el país de las hadas, adentrarse en la Tierra Media, bailar en los salones de Pemberley, o deambular entre los molinos de viento de La Mancha? ¿Todo ello significará algo, o será un mero divertimento que se dispersará como arena llevada por el viento?

Como ya les he dicho, significará, y mucho. Sabemos con certeza que la lectura en voz alta afecta de forma decisiva al desarrollo presente y futuro del niño, y condiciona aquello que será y cómo y de qué manera lo será.

Pero no crean que cualquier lectura en voz alta es igualmente válida. Como en todo hay grados, conveniencias e inconveniencias.

Primero, y como ingrediente indispensable y fundamental, está la cuestión de qué libros leer, pues ya sabemos que no todos los libros son iguales ni tienen los mismos efectos. Para ello, y aparte de su propia experiencia, y la de otras personas de su confianza, escribo este blog y he escrito mi libro, De libros, padres e hijos, a fin de ayudarles en esa elección y facilitarles la misma.

Y segundo, tal y como nos recuerdan Jorge Luis Borges y Daniel Pennac, el verbo leer no soporta el imperativo, sea esta lectura en «lepido susurro», o en voz alta. Leer en voz alta ha de ser placentero y agradable, tanto para el lector, como para el oyente. De ninguna manera puede suponer una condena, aun cuando no llegue a los extremos de la que le aguarda a Tony Last, en la novela de Evelyn Waugh, Un puñado de polvo (1934), quien termina siendo obligado por el resto de sus días a leer en voz alta las obras de Charles Dickens a un loco analfabeto, en un poblacho en medio de la selva amazónica.

Si respetamos esos mínimos límites, escuchar buenas y hermosas palabras, leídas en voz alta por una voz conocida, se convertirá en una experiencia, no solo encantadora sino, además, transformadora.

Entonces, ¿por qué no lo hacemos ya? ¿Por qué hemos abandonado esta buena costumbre?

Es extraño lo que sucede con la lectura en voz alta, realmente extraño. Porque, de ordinario, los hombres deseamos compartir experiencias; nos gusta comentar lo que experimentamos; nos gusta sentir la presencia de otros hombres a nuestro lado. Si estamos solos, no es lo mismo; nos falta un algo indefinido pero esencial. Y cuando se trata del arte y los espectáculos esta convivencia es lo más habitual: así sucede con el cine, el deporte, la televisión, el teatro, los conciertos musicales, o cualquier otro espectáculo, incluso, con la simple contemplación de un atardecer. Entonces, ¿por qué no lo hacemos con la lectura?

Encontrar una explicación a esto quizá sea tan fácil como fijar nuestra atención en el mundo en que vivimos, y en darnos cuenta de cómo vivimos en él. El cambio cultural y tecnológico en el que estamos inmersos nos está cambiando; y me temo que, si hacemos un balance, no para mejor. Nos hemos adaptado a él demasiado confiadamente, siendo uno de sus efectos más perniciosos un creciente aislamiento social, sobre todo entre los más jóvenes. Al mismo tiempo, el tipo de vida que estamos adoptando absorbe todas nuestras energías, lo que nos hace huir de aquellas actividades que más exigen de nosotros. Y la lectura, especialmente en voz alta, exige mucho.

Al final, la dura realidad es que ciertamente no todos los padres leen a sus hijos con regularidad. Es más, la mayoría no lo hacen nunca, bien porque ellos mismos no leen (¿por qué entonces habrían de hacerlo con sus hijos?), bien porque no están informados de los beneficios –tanto afectivos como cognitivos– que la lectura trae consigo, bien porque tienen poco tiempo para estar con sus hijos, y, consecuentemente, menos tiempo aun para leer con ellos.

Podría resultar tedioso enumerar algunos de los numerosos beneficios y utilidades que trae consigo la lectura, y especialmente, la lectura en voz alta, pero a riesgo de ello voy a hacerlo:

- Fortalece el vínculo afectivo entre el niño y el lector adulto.
- Crea un vínculo afectivo –para toda la vida– entre el niño y la lectura.
- Estimula el desarrollo cognitivo.
- Permite adquirir nuevo vocabulario y sintaxis.
- Estimula y alimenta la imaginación.
- Amplia la capacidad de atención y la memoria.
- Enseña a empatizar con los sentimientos y problemas de los demás.
- Enseña a afrontar y domeñar los sentimientos y problemas propios.
- Amplia los horizontes del mundo conocido.
- Ayuda a desarrollar el interés por nuevos temas y aficiones.
- Permite conocer, y ayuda a comprender, el patrimonio de la propia cultura y de otras culturas.
- Facilita la adquisición de nuevos conocimientos sobre la naturaleza y la historia.
- Proporciona una educación moral.
- Estimula el desarrollo de una educación estética.

Así que, por el bien de nuestros chicos, pongamos freno a esto. Rescatemos del olvido la sanísima costumbre de la lectura en voz alta, y traigámosla de vuelta a nuestros hogares y a nuestras aulas.

Se trata de un acto sencillo y modesto, que está al alcance de cualquiera. Solo hace falta, por un lado, tomar un libro y leerlo en voz alta, y por otro, escuchar con atención y dejar volar la imaginación. Pero, contrastado con esta sencillez, sus efectos son, como les he señalado, fascinantes y mágicos.

Y, por supuesto, no se trata solo de la estructura neuronal y del cableado del cerebro, del desarrollo de esa parte material y mecánica de nuestro ser, y de todas las cosas útiles antes enumeradas –que también, por supuesto–, sino, además y sobre todo, de aquellas cosas intangibles, inasibles y enigmáticas que acontecen en nosotros cuando leemos y escuchamos, y que nos acompañarán, silenciosa y misteriosamente, a lo largo de toda nuestra vida: nos ayudará –y con nosotros, a nuestros hijos– a tomar conciencia del arte y la belleza, así como de la vida misma y su sentido, sirviendo en ocasiones de «martillo» que nos sacuda cuando sea preciso, rasgando ese «algodón de la vida cotidiana» que nos proporciona confort, para darnos aquello que necesitemos cuando lo necesitemos, por incómodo que sea; y además –esto es especialmente importante–, este tipo de lectura nos ayudará a preparar a nuestros pequeños para que algún día estén en la mejor disposición de alcanzar aquello para lo que han sido creados, su natural florecimiento como hombres, como defensores y amantes de la verdad, la belleza y la bondad.

Y es que, los beneficios de la lectura en voz alta comienzan pronto, pero pueden prolongarse durante toda la vida. Ya lo creo que sí. Pueden estar seguros de ello.

    

Entradas relacionadas:

CONSTRUYENDO UN HÁBITO (I): LA LECTURA EN VOZ ALTA

¿POR QUÉ TODAVÍA LES LEO A MIS HIJAS EN VOZ ALTA?

  

3.07.24

Volviendo a la ilustración. Criterios de elección

 
                                  «Pintando». Obra de John Edwin Jackson (1876-1950).

 

«Las ilustraciones en los libros infantiles son las primeras pinturas que la mayoría de los niños ven, y debido a eso, son increíblemente importantes. Lo que vemos y compartimos a esa edad permanece con nosotros de por vida».

Anthony Browne


«Trato de ser lo más claro y simple que puedo en mis ilustraciones para que el niño pueda saber qué es lo que está pasando».

Tomie de Paola

  

 

Hoy día, si visitamos cualquier librería, constataremos que, en la ilustración de los libros de los más jóvenes, dos tendencias dominan sobre todas las demás. Una, que propende hacia la abstracción, llevada o arrastrada por la esencia propia del arte moderno. La otra, que camina torpemente hacia la infantilización, rebajando el nivel artístico de las ilustraciones, y eliminando todo reto o enseñanza ligada a las mismas.

Ambas tendencias no ayudan a los niños a acercarse a la Verdad, la Belleza y la Bondad; muy al contrario, los alejan de ellas.

Lo que pretendo en esta entrada es darles, por el bien de los niños, unas orientaciones que puedan ayudar a corregir en lo posible estos desvaríos, facilitándoles a ustedes la elección de libros ilustrados infantiles.

Y es que, como en casi todo, en la ilustración de los libros de los niños no vale cualquier cosa. Se trata de una labor artística con sus propias reglas y limitaciones. ¿Por qué motivo? Básicamente, porque es una ilustración destinada a los niños, no a los adultos. Eso la define y la limita; es única y particular, distinta a cualesquiera otra.

Y aunque les hable de límites, se trata de límites enriquecedores; no son como los barrotes de una celda, sino como el marco de un cuadro. El ilustrador de libros infantiles debe imaginar su trabajo como un hermoso cuadro, y ejercitar su labor dentro de las lindes de su marco; un marco que, más que restringir y sofocar el genio del artista, realza y da esplendor a su obra. Por lo tanto, no puede ver su labor artística como una oportunidad para dar rienda suelta su creatividad. Se debe a su arte, sí; pero, aún más, se debe al niño.

Así que, contrariamente al común entendimiento, estas limitaciones de las que les hablo no castran, no mutilan, sino que dan vida y la expanden.

Chesterton conocía la misteriosa sabiduría que encierran los límites. Para él, el juego de ponerse límites a uno mismo era uno de los placeres secretos de la vida, y amar una cosa era amar sus límites; «por eso –escribió– los niños juegan siempre al borde de algo; por eso construyen castillos de arena a la orilla del mar».

Consecuentemente, lo más propio de un artista, sea poeta, músico, escultor o pintor, es jugar a ponerse límites; solo así recuperará su alma infantil. Los verdaderos artistas, en su exuberante creatividad y en su gozo al descubrir cada mañana el mundo, se asemejan más que nadie a los niños. Sabemos, como nos dijo el poeta Coleridge, que el artista es «quien, con un alma no sometida al hábito, desprendida de la costumbre, contempla todas las cosas con la frescura y maravilla de un niño».

Dicho esto, les propongo, como primer elemento a considerar, lo que podríamos calificar de premisa legitimadora; una premisa que por su simpleza semeja una perogrullada: para ilustrar libros infantiles hay que saber de niños; conocer a los niños; fijarse en ellos y comprender cómo entienden el mundo.

El niño lo mira todo, lo ve todo. No mantiene una atención selectiva tal cual nos pasa a los adultos. Él se fija en todo aquello que está a su alrededor. Todo lo ve como un acontecimiento, como un devenir, como una historia. No extrae hechos o detalles del conjunto, no se fija en un aspecto aislado de la realidad ni lo inmoviliza en su intelecto, tal y como hacemos los adultos y describe el poeta Wordsworth:

«Nuestro retorcido intelecto
desfigura las formas bellas de las cosas:
asesinamos para disecar».

Contrariamente a ello, el niño no asesina las cosas, sino que ve la vida como un continuo y asombroso sucederse. Cuando los pequeños leen o escuchan una historia, les interesa lo que pasa, lo que se cuenta, no cómo y por qué se cuenta. Y cuando contemplan una imagen, lo que les atrae es, más la composición y el diseño, que la armonía, el juego de los colores, los contrastes o la luz. Les interesa lo que la imagen cuenta, y lo que la imagen les hace imaginar.

Viven en su imaginación, anhelan asombro, y ven el mundo como un cuento: una historia, algo que pasa. Historia, cuento, narración, son sus arquetipos vitales.

Y con este presupuesto como punto de partida, les propongo los siguientes criterios de selección:

 

Primero.- Huyan ustedes de la abstracción. Lo que las características infantiles antes comentadas excluyen claramente de la representación por imágenes es la abstracción, el arte llamado abstracto, ese que no tiene tema, que es abierto a todo o a nada, que no pretende decir algo expreso o concreto, y que, precisa de una explicación adicional distinta de la imagen misma, o una justificación de su relación con el texto al que ilustra.

 

Segundo.- Si queremos contar una historia, es obvio que lo primordial es lograr que el destinatario la entienda, luego vendrá lo demás; y en este caso, a no olvidar núnca, ese destinatario es el niño, no el adulto que le elige el libro.

Para facilitar este entendimiento, las imágenes creadas por el ilustrador deberán forjar dos vinculaciones, más o menos estrechas, con el texto que iluminan. Una ligazón de las imágenes al texto que, lógicamente, trae consigo limitaciones a la expresión artística.

La primera vinculación consiste en que lo que se representa con la imagen ha de corresponderse con el ambiente y circunstancias que el escritor trata de trasmitir en su relato. Esta correspondencia, además, ha de ser fácilmente comprendida por los niños. Por ejemplo, si el escritor cuenta que dos ratoncitos charlan al calor de una chimenea, lo que el ilustrador represente debe interpretarse claramente por los niños como una charla ante el fuego de un hogar, y no otra cosa distinta a lo relatado o difícilmente relacionable con ello.

La segunda de las vinculaciones, consistirá en que cada cosa o ente concreto que se represente en imágenes habrá de ser inteligible, comprensible e identificable con la concreta palabra/s usada/s por el escritor. En mi anterior ejemplo, los dos personajes que charlan habrán de reconocerse en la imagen como pequeños ratones, y no como otra cosa.

Esta segunda vinculación entre imagen y relato, tiene una excepción cuando se trate de una historia fantástica. En este caso el artista gozará de más libertad, pero no será absoluta, pues deberá ajustarse también a unos límites. El ilustrador habrá de atenerse una significación simbólica que le viene dada de muy atrás. Les hablo de una relación, entre el significante y el significado de lo que quiere comunicarse, reconocida y transmitida a través de generaciones. Piensen en un dragón, una creación fantástica (al menos eso es lo que se dice), respecto de la cual hemos recibido, gracias a una larguísima tradición, unas líneas maestras de cómo ha de representarse. Se trata de un simple y elemental bosquejo que, misteriosamente, se ha mantenido constante en el tiempo y en las más diversas culturas.

Olvidar esto no solo causaría un desbarajuste y un caos (una nueva Babel); sino que por el camino perderíamos algo, que quizá ahora no alcanzamos a ver, pero que está ahí: la conexión con la esencia misteriosa de las cosas.

Es verdad que no hay nada en el mundo que comprendamos del todo; como dice Aquino, «las esencias de las cosas nos son desconocidas». Pero, aun así, tanto en las palabras como en las imágenes hay recogida una larga experiencia humana acerca de los objetos del mundo. Una experiencia que es un tesoro, no una silva de palabras e imágenes ordenadas convencionalmente, y por tanto, intercambiables a capricho del artista, sino una sabia visión de la realidad que una cultura va depositando en los registros de su arte y de su lengua. Y si bien estas figuraciones sensibles de la realidad son meras aproximaciones a ese misterio muy limitadas, son muy valiosas también. Por ello, no deben ser apartadas a un lado.

 

Tercero.- Asegúrense de que el artista, a pesar de la mentada correspondencia e identificación con la cosa o palabra que se representa, ponga ciertos límites a su realismo, y, por tanto, a la precisión y al detalle en su representación.

La imagen no ha de abarcarlo todo, no debe agotar aquello que representa. Al contrario, está obligada a dejar que la imaginación del niño participe; el ilustrador tiene la obligación de proporcionar a esta un campo de juego, y, a un tiempo, ha de estimularla para que corra, salte y juegue sobre ese campo. Por lo tanto, no debe atenazar, anegar o amordazar la imaginación infantil.

El niño debe usar su propia imaginación; es imperativo que lo haga. Lo contrario será un fracaso. Quizá muy hermoso y artístico, pero un clamoroso fracaso.

 

Cuarto.- El último criterio de selección del que les hablo es la belleza. Ya he tratado en otra entrada esta cuestión, y, por tanto, les remito a ella.

 

En suma, tanto el ilustrador, como el escritor al que auxilia, trabajan con la imaginación. Evocan poéticamente, más que definen. Cada uno de ellos, a través de su arte, tratan de referirse de modo indirecto, oblicuo, a una realidad de difícil intelección, generalmente haciendo uso de símbolos, uno con las palabras; el otro con las imágenes.

Como nos dice Aquino, los seres humanos, al ser criaturas sensoriales, tenemos una propensión natural a los signos y símbolos sensibles como medio para referirnos a realidades, particularmente las espirituales, que de otra manera permanecerían más allá de nuestro entendimiento. Sin embargo, como ya he dicho, estos símbolos funcionan a través de alguna relación reconocida entre el significante y el significado que no es arbitraria ni contingente; que no puede ser construida o reconstruida por el hombre.

El poeta Samuel Taylor Coleridge nos dice que el mejor símbolo «siempre participa de la realidad que hace inteligible». Ahí se encuentra el fundamento de toda representación, en ese algo misterioso e ininteligible, pero que sabemos verdadero. Es por ello que el artista, en esa búsqueda por expresar la realidad, no debe trastocar el delicado equilibrio de estos significados. Su creación artística debe tener las correspondencias correctas. Debe apuntar a la realidad última de las cosas. Debe responder realmente a la Verdad. Ni más ni menos. A eso debe aspirar, pues, el ilustrador de libros infantiles.

Y si esto es así, en el camino, tengan por seguro, aparecerá la Belleza.

   

Entradas vinculadas:

Ilustración, belleza, educación

Las ilustraciones

La Natividad: realismo, ilustración y símbolo

La serie: Ilustradores geniales: en pos de la belleza

24.06.24

Las bibliotecas personales

                                      Ilustración de Edward Ardizzone (1900-1979).

      

  

 

«La existencia misma de las bibliotecas es la mejor prueba de que aún podemos albergar esperanza en el futuro del hombre».

T. S. Eliot



«Si junto a tu biblioteca tienes un huerto, nada te faltará».

Marco Tulio Cicerón

   

«El Dr. Johnson me aconsejó hoy que tuviera tantos libros a mano como pudiera, para poder leer sobre cualquier tema sobre el que deseara instruirme en ese momento. “Lo que leas", dijo, “lo recordarás, pero si no tienes un libro inmediatamente listo, y el tema se moldea en tu mente, será una suerte si vuelves a tener el deseo de estudiarlo"».

James Boswell. Vida de Samuel Johnson

 

 

Las bibliotecas, esos oasis de cultura y saber, son casi tan antiguos como el hombre. Dice Holbrook Johnson que «no hay tesoro tal como una biblioteca; las bibliotecas son los mejores consuelos, retiros, puertos, refugios del alma del hombre. Nada hay más precioso que una gran biblioteca, nada más noble». Sin duda, se trata de los elogios propios de un bibliófilo, algo exagerados y pomposos. Pero, no obstante, creo que, despojada de toda filia, queda en esa frase algo de verdad. Y hoy, quizá, las bibliotecas representan una esperanza para la salud del alma del hombre; el faraón Ramses II estaría de acuerdo con ello.

Se dice que Aristóteles fue el primero en tener una biblioteca personal propiamente dicha; él transmitió el afán a su discípulo, el gran Alejandro, que allá donde iba llevaba consigo su colección de libros. Aunque, como sabemos, biblioteca, lo que se dice biblioteca, hubo muchas antes, aunque menos personales quizá. Y así, hubo bibliotecas de tablillas de arcilla pobladas de incisiones cuneiformes en Nínive, y bibliotecas de rollos de papiro con tinta negra y roja en Egipto. Cada desierto parece haber albergado una biblioteca, y entre sus arenas todavía yacen los restos de algún templo en el que moraban rollos, papiros o códices entre orden y desorden; lo que parece contradecir la afirmación de Charles Lamb de que una ciudad sin biblioteca es un lugar desierto e indeseable. El viajero todavía puede ver en las ruinas de Tebas, en los restos del templo Ramesseum, el lugar que ocupaba la sala de libros de Ramsés II, llamada el «Hospital del alma», tal y como nos cuenta Diodoro Sículo en su Biblioteca Histórica; y solo nos queda imaginar la grandiosidad de aquella mítica biblioteca que albergara Alejandría, destruida por las hordas del califa Omar en el otoño del 640. Se dice también que la primera biblioteca romana la fundó Sila con los libros que sacó del templo de Apolo en Atenas.

Más tarde, cuando la desolación y la destrucción bárbara se apoderó de todo aquello que fue el Imperio, en monasterios semi ocultos en oscuros bosques de Europa central, sobre escarpados montes del centro de Italia, o en medio de las brumosas islas de la Bretaña e Irlanda, afanados monjes copiaban y almacenaban manuscritos en enormes bibliotecas. A un tiempo, en las iglesias, conventos y cenobios dispersos por los estrechos callejones de Sevilla y Toledo, otros religiosos cristianos atesoraron códices y manuscritos, y promovieron también su estudio, traducción y difusión, asegurando así que este conocimiento sobreviviera a través de siglos de inestabilidad política y social. Entre los muchos monjes y estudiosos anónimos, destacaron nombres como Benito, Agustín, Isidoro, Jerónimo, Beda, Casiano, Alcuino, Juan Escoto y Tomás. Todo lo demás, hasta hoy, ha sido mera continuidad de esto, ni más ni menos.

Pero volvamos a las bibliotecas personales, que son una derivada en pequeñito de las grandes bibliotecas.

Una cuestión importante en este asunto es: ¿Cuántos libros? La cantidad no lo es todo, es verdad, pero siempre ha sido algo a considerar. Thomas Carlyle valoraba a sus conocidos por la extensión de sus bibliotecas, y decía, que un hombre valioso, es un hombre de 3.000 volúmenes. Recientemente Arturo Pérez Reverte manifestó que poseía 32.000 volúmenes, por lo que, bajo este estándar sería unas 30 veces valioso para Carlyle. Santo Tomas Moro vivía asediado por los libros. Su amigo Erasmo escribió sobre él: «es increíble la cantidad de libros antiguos que se extienden por todas partes: hay tantos que terminan en un mirador sostenido por pilares, que da al jardín»; por lo que parece, Moro había hecho caso de Cicerón. Por su parte, el obispo Richard de Bury tenía la mejor biblioteca privada de su tiempo en Inglaterra, conteniendo más libros que todos los demás obispos juntos. Los guardaba en sus distintas residencias, y eran tantos que muchos de ellos permanecían esparcidos por toda su alcoba, tanto que sus amigos, cuando entraban, no encontraban lugar para pararse o caminar sin pisotearlos.

En nuestro país, además de la citada biblioteca privada de Reverte, la de Luis Alberto de Cuenca rebasa los 35.000 volúmenes; y al parecer la de Ortega y Gasset constaba de unos 13.000 volúmenes; todas ellas, sin embargo, lejos de la de Sánchez-Dragó, de cerca de 100.000 ejemplares. Y, en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, destaca la biblioteca que había atesorado Carmen Bravo-Villasante, más de 5.000 volúmenes que fueron donados a su muerte por su hija a la Universidad de Castilla-La Mancha, donde se creó el fondo bibliográfico “Bravo-Villasante” en el CEPLI (Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y Literatura Infantil).

En todo caso, creo que podemos convenir que la verdadera fuerza de una biblioteca no es el número sino la calidad de sus obras. Y así, por ejemplo, la biblioteca del Dr. Samuel Johnson era solo de 841 volúmenes; Montaigne poseía 1.000 ejemplares; Robert Burton, 1.700; Samuel Pepys, 2.474; Thomas de Quincey, 5.000; y Gibbon, 7.000.

Algunos incluso necesitaban menos. Shelley sostenía que una buena biblioteca se compone de las obras de Platón, las de Lord Bacon, Shakespeare, y los viejos dramaturgos, Milton, Goethe, Schiller, Dante, Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Guicciardini, y Calderón. La biblioteca del emperador Severo consistía en Horacio y Virgilio, Platón y Cicerón. William Hazlitt tenía menos obras aún, pero conocía de memoria a Shakespeare y a Rousseau; y Shakespeare, Voltaire, y Goethe, aunque apasionados bibliófilos, no tenían una colección de libros a la que pudiera aplicarse el termino biblioteca, ya que su número era escaso.

Nuestra reina Isabel I, la católica, quizá la mujer más culta de su tiempo, poseía una biblioteca personal de alrededor de cuatrocientos títulos entre manuscritos y libros impresos. Su colección consistía en múltiples ejemplares de las Sagradas Escrituras, y exposiciones y comentarios de las mismas; obras de los Padres de la Iglesia; vidas de Santos; el Kempis; Las Meditaciones de San Buenaventura; Las Etimologías de San Isidoro de Sevilla; la historia de Tito Livio; obras de Cicerón; las Epistolae de Plinio; y obras de Virgilio, Salustio, Terencio, Séneca, Justino, y Valerio Máximo. Poseía el Decamerón, de Boccaccio; y los Triomphi de Petrarca. Y entre los libros en castellano aparecía el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y un nutrido grupo de libros de caballería, además de las obras de Alfonso X el Sabio, Juan de Mena, Nebrija, o el Liber Proverbiorum de Raimundo Lulio.

En El Quijote, Alonso Quijano posee más de trescientos libros, que, dice, «son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida». Pero su autor, según sesuda investigación de Daniel Eisenberg, habría tenido algunos menos; quizá poco más de doscientos, aunque bien selectos.

Aun así, las bibliotecas domesticas pueden tener grandes dimensiones sin perder calidad. Probablemente una de las más grandes colecciones de libros que se recuerdan es la que, en pleno Renacimiento, el duque Federigo III da Montefeltro reunió en Urbino; una amalgama de libros como no se había visto en mil años, a la que el duque esperaba incorporar un ejemplar de cada libro que en el mundo hubiera. Sus fondos se conservan todavía en el Vaticano, y en él figuran los nombres de todos los clásicos, los Padres y los Escolásticos, muchas obras sobre arte y casi todas las obras griegas y hebreas que se conocían en aquel momento.

Sacando algo de ventaja a Reverte, Umberto Eco, manifestó en su día que poseía 50.000 libros. Pero, una de las preguntas que se presentan en estos casos de grandes poblaciones librescas es: ¿Realmente se pueden leer tantos libros? Eco dijo lo siguiente sobre este asunto:

«Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que deberías usar todos los cubiertos o vasos o destornilladores o brocas que haya comprado antes de comprar otros nuevos. “Hay cosas en la vida que necesitamos para tener siempre suficientes suministros, incluso si solo usaremos una pequeña porción. “Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicina, entendemos que es bueno tener muchos en casa y no pocos: cuando quieres sentirte mejor, entonces vas al ‘botiquín’ y eliges un libro. No uno al azar, pero el libro adecuado para ese momento. ¡Por eso siempre debes tener una opción de nutrición! “Quienes compran sólo un libro, leen sólo ese y luego se deshacen de él. Simplemente aplican a los libros la mentalidad consumista, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Quienes aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía».

Lo dicho por Eco podría entroncar con un concepto japonés denominado tsundoku (積ん読): el fenómeno de adquirir incesantemente materiales de lectura, pero dejar que se acumulen en la casa sin leerlos. Combina elementos de los términos tsunde-oku (積んでおく, “apilar cosas listas para más tarde”) y dokusho (読書, “leer libros”). Quizá a alguno de los lectores les haya ocurrido algo parecido alguna vez, si bien, seguramente, a una escala menor que la de Eco.

En su libro, El cisne negro, Nassim Nicholas Taleb parte de lo comentado por el intelectual italiano, para decir que los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos. Una biblioteca personal debe contener de lo que no se sabe, tanto como los recursos financieros lo permitan. Y continua:

«Acumularás más conocimiento y más libros a medida que crezcas, y el creciente número de libros no leídos en los estantes te mirará de manera amenazante. De hecho, cuanto más sabes, más grandes son las filas de libros no leídos. Llamemos a esta colección de libros no leídos una antibiblioteca».

Dicho todo ello, el número de libros de las bibliotecas personales no es una marca del amor por lo que hay en ellos, sino más bien, como apunta Taleb, de las finanzas de uno, y, como no, del espacio del que se disponga. La riqueza o la pobreza, por lo general, no son determinantes; la riqueza está en los libros, no en quien los compra. Una riqueza que en el caso de los niños puede ser decisiva.

Un profundo estudio de dos décadas de duración encontró que la mera presencia de una biblioteca en casa aumenta el éxito académico, el desarrollo del vocabulario, la atención y el logro laboral de futuros adultos.

«La exposición de los adolescentes a los libros es una parte integral de las prácticas sociales que fomentan las competencias cognitivas a largo plazo», ha declarado la investigadora principal.

El estudio también mostró que «la diferencia entre crecer en un hogar sin libros en comparación con crecer en un hogar con una biblioteca de 500 libros tiene un efecto tan grande en el nivel de educación que alcanzará un niño, como tener padres que apenas saben leer y escribir en comparación con tener padres que tienen educación universitaria”. En ambos casos, tener padres con estudios universitarios o una colección de libros impulsaba “a un niño 3,2 años hacia delante en su educación, por término medio"».

Por lo tanto, parece que el número de libros almacenados en casa si puede ser importante, al menos en el caso de los niños y los jóvenes. Aunque hacerse con quinientos libros puede ser complicado y no está al alcance de muchos hogares; además, el espacio es escaso. Sin embargo, el informe también sostiene que tener tan solo veinte libros en el hogar impacta igualmente, y de manera significativa, en la educación futura de los niños.

Pero, aun más allá, trascendiendo esas ventajas, utiles y necesarias para la vida práctica, y dando fundamento y sentido real a la existencia misma, esos libros, pocos o muchos, acercarán a nuestros chicos a un conocimiento sobre el mundo al que poder acceder, un conocimiento que es invisible, intangible e inmensurable, y que está más allá del nivel de la experiencia cotidiana: hablo de la realidad primera (en cuanto a fundamental) y última (en cuanto a misteriosa) de las cosas. Una realidad, paradójicamente, oculta y manifiesta al mismo tiempo. Los antiguos y los medievales sabían que la expresión en términos mundanos y materiales de ese saber primero solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Lo llamaban conocimiento poético, y como señalaba santo Tomás, es una vía puesta nuestra disposición para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto.

Solo nos queda decidir cuáles serán –al menos– esas veinte obras. Para ello, entre otras cosas, mantengo este blog y he publicado un libro; para ayudarles en esta tarea. A ustedes les corresponde hacerse con ellas.

16.06.24

De charla con los libros: la gran conversación

 
                                  «Niñas leyendo». Hugo Salmson (1843-1894). 

     

   

 

«Le encantaban los libros, esos amigos poco exigentes pero fieles».

Víctor Hugo. Los Miserables

  
«En los libros encuentro a los muertos como si estuvieran vivos,
en los libros veo lo que está por venir…
Todo decae y pasa con el tiempo…
Toda fama caería víctima del olvido
si Dios no hubiera dado a los hombres mortales el libro para ayudarlos».

Richard De Bury. Philobiblon

    

 

 

Al tratar de las bonanzas y los provechos de los libros es un tópico, y de los más usados, el de la gran conversación. Les hablo de un tipo de conversación densa y profunda, nacida de los mismos libros, que, a poco que nos descuidemos, pueden envolvernos ––a nosotros y a nuestros hijos–– en un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, poniéndonos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido.

Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:

«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».

Pero, por supuesto que para iniciar y mantener esa conversación no es imprescindible embarcarse en ningún curso universitario como el de los señores Hutchins y Adler. Puede comenzarse ya de niño, y si bien a esas alturas los niveles de dificultad y profundidad serán, obviamente, superficiales, la charla irá preparando –como escribió John Senior–, a la imaginación y al intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. Proseguía el profesor Senior: «No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tomado contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de las rimas y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare». Y ello, porque, según él, «las ideas seminales de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomas germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto».

Así que nunca es demasiado pronto para comenzar este fecundo el dialogo.

En todo caso, he de precisarles que esta conversación va más allá de la mera recepción intelectual, emocional y vivencial por el lector de aquello que el autor trata de transmitir (que ya sería mucho). Va más allá, sí. Cada vez que leemos con atención concentrada; cada vez que ponemos el corazón, el alma y todos los sentidos en un buen libro, algo más sucede.

Ciertamente, los libros son objetos materiales, no hay duda. Algo compuesto de pasta y celulosa; una ingeniosa mezcolanza de papel y tinta. Pero no debemos olvidar que también son creación del esfuerzo intelectual de otros seres humanos. Así como tampoco, que no surgen en cualquier momento y de cualquier forma, sino con la intención –otra cosa es su logro– de ser lo mejor dicho y pensado, fruto de intelectos brillantes y, al menos, peculiares, en un momento de plena conciencia creativa.

Además, no es baladí constatar que su lectura tiene lugar, muchas veces, en la intimidad de nuestros corazones, con nuestro intelecto abierto y atento a recibir y acoger. Por ello, los libros, al leerlos de esta forma, nos hacen más vivos, más sabios, más humanos; desafían nuestra subjetividad, nuestras convicciones, nuestros prejuicios, nuestra posición ante la vida; y nos inducen a escuchar todo tipo de voces: las voces de otros hombres. Y, por si fuera poco, además de hablarnos y permitirnos hablar con sus autores, los libros hablan con otros libros y nos enseñan a leer de una forma nueva: conversando, contrastando, discutiendo y amando. Y todo ello, a través de los siglos.

Por último, los libros nos impulsan –a algunos– a escribir; que es una forma derivada y más sutil de leer; y quizá, una forma más elevada e intensa de hacerlo. El que escribe ve afinar su pensamiento; lo ordena y depura; se vuelca hacia la precisión; atiende a un texto con atención y cuidado extremos; trata de desentrañar todos sus significados; e incluso, de añadir otros menos evidentes.

Al leer y escribir buenos libros, y reflexionar sobre ellos, se entra en esa gran conversación que ha durado siglos y que perdurará mientras perdure el mundo. Escribió el poeta Robert Southey una vez:

«Mis amigos infalibles son ellos,
Con quienes converso día a día».

Y nuestro Francisco de Quevedo nos regaló sobre el asunto estos conocidos versos:

«Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos».

Los libros, por tanto, nos hablan. Y conversan con nosotros, incluso cuando nadie más lo hace. El Dr. Johnson escribe: «Tengo una razón más para leer, que el tiempo, al quitarme a mis compañeros, me dejó sin oportunidades para conversar»; así, el gran conversador que fue pudo continuar con su gustoso hábito cuando ya no podía hablar con sus amigos fallecidos.

Aunque, es verdad, se trata de una conversación peculiar, pues suele ser silenciosa (he hablado de esto aquí). Señala con agudeza Holbrook Johnson en su curioso Anatomy of Bibliomania, lo siguiente:

«Muchos han dicho que una de las preciosas cualidades de esta compañía [la de los libros] es que es silenciosa; pero hay toneladas de evidencia de que, aunque silenciosos, los libros no son mudos, saludan a sus amantes y están siempre dispuestos a hablar con ellos».

Así que, aunque silenciosos, no son mudos, claro que no. A pesar de que no hablen en alto (si bien a veces lo hacen, solo tenemos que prestarles nuestra voz), sus musitados discursos llegan muy profundamente, al fondo del alma; conmueven el corazón, estimulan el intelecto; apremian y azuzan a la voluntad; ejercitan nuestra memoria; acarician el alma; e incluso la sacuden y la despiertan cuando parece dormida o anestesiada. Pero para ello, hay que estar atentos.

Tal y como nos dice Emily Dickinson, su musitar es como el viento, y

«Ofrecen una música, como de melodías
sopladas trémulamente en un cristal».

Una música muda que invita a escuchar. Con un silencio de «melodía sin frase», de «melodía sin fecha», como dice la poeta. Silencio cuyos «ecos vuelan por el aire frío», o hacen «retumbar el aire mudo». Un silencio de lo más elocuente, íntimo y locuaz en su susurro. Así es la lectura profunda, que nos adentra en las entrañas mismas del libro.

Además, se trata de un dialogo agradable, que, con el tiempo, puede hacer nacer en nosotros un afecto que podríamos denominar libresco. Maquiavelo, que poco tenía de compasivo y sentimental, decía que cuando leía y estudiaba «pasaba a las antiguas cortes de los hombres antiguos, para ser recibidos con amor por a ellos».

Se trata de un sentimiento que nos toca el corazón y puede condicionar nuestra vida. San Anselmo se apartaba del mundo para dedicarse a sus libros favoritos, que apenas podía abandonar ni de noche ni de día, pues, como san Jerónimo y san Isidoro, era un gran amante de los libros. A mediados del siglo XIV, Richard de Bury, obispo de Durham, llegó a escribir un breviario sobre el amante del libro, el Philobiblon, donde puso de manifiesto su gran pasión.

Este afecto libresco va más allá de la trama, del estilo, o de la brillantez de la escritura, profundizando en una sima arcana y muy particular, y despertando una sensibilidad densa y significativa difícilmente explicable. Y termina conduciendo a una ligazón con la obra, a un compromiso. Asumir un compromiso con alguien implica vincularse totalmente con él, hacerle una promesa. Comprometerse con un libro es algo parecido. Hay una conversación, a veces incluso una relación continua, entre el lector y lo leído, y el lector y el escritor. En algunos casos se circunscribe al solo libro de un solo escritor, incluso aborreciendo al escritor mismo. En otras ocasiones la relación se establece con un escritor concreto y con todo lo que produce. Y muchas veces abarca a varios libros y varios escritores.

Así que, adentrémonos en esa conversación, y hagámoslo con nuestros hijos. Si elegimos los libros adecuados nacerá entre ellos y nosotros un afecto sincero. Aunque habremos de ser prudentes: no hay que llegar a los extremos de perder casi la razón, como el caso del bibliófilo del que nos habla Flaubert:

«Esta pasión le había absorbido por completo. Apenas comía, ya no dormía, pero soñaba días y noches enteras con su idea fija: los libros. Soñaba con todo lo que una biblioteca real debía tener de divino, sublime y bello, y soñaba con hacerse una biblioteca tan grande como la del Rey. ¡Cuán libre respiraba, cuán orgulloso y fuerte se sentía, cuando echaba el ojo a las inmensas galerías donde la vista se perdía en los libros! ¿Levantaba la cabeza? ¡libros! ¿La bajaba? ¡Libros! A la derecha, a la izquierda, ¡aún más libros!».

Creo que fue John Donne el que afirmó que el mundo es un gran volumen y el hombre su índice. No sé si esto es así, pero es una imagen sugerente. Y con ella les dejo.

    

CONSTRUYENDO UN HÁBITO (VII). LA CONVERSACIÓN

DE NUEVO, SOBRE LA CONVERSACIÓN Y LOS LIBROS