Si no nos convertimos, morimos.
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera." Y les dijo esta parábola: - "Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: `Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?´ Pero el viñador contestó: `Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas´".
(Luc 13,1 y ss)
O conversión o perdición. No hay opción. No hay una tercera vía. No hay un gris que medie entre el negro y el blanco, ni una tibieza que pacte con talante entre el frío y el calor. O hacemos de nuestra vida un camino de conversión continua, o hemos equivocado el camino hacia la salvación.
Como el enfermo que se aferra a la vida medicándose, como el bebé que busca el abrazo materno para ser amamantado, el cristiano debe agarrarse como una lapa al Espíritu de gracia que le renueva, le transforma a imagen de Cristo, le limpia de impurezas. En definitiva, le convierte.
"El Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti", decía San Agustín. Es nuestro deber trabajar con temor y temblor en nuestra salvación, pero siempre sabiendo que es Dios el que produce en nosotros tanto el querer como el hacer, de forma que nadie pueda gloriarse en sus propias fuerzas ni pretender presentarse delante de Dios con una factura que ponga: `Por esto, aquello y lo de más allá….. se me debe la salvación.´ Somos salvos por gracia, pero una gracia que actúa eficazmente por el amor, no una gracia etérea, pasiva y ajena a nuestro obrar.
Toda conversión es dolorosa. Nadie abandona el pecado y toma camino de la santidad, sin dejarse por el camino jirones de su alma. Ese alma que sabe que necesita ser podada para llevar mejor fruto, pero que cuando ve las tijeras del podador se acobarda y a veces huye. Mas si nuestra identidad está en Cristo, no podemos desear otra cosa que ser transformados a su imagen, libres de toda imperfección, por pequeña que sea. Pidamos pues a Dios que corte nuestras ramas enfermas, nuestros vicios, grandes y pequeños. Pidamos que la savia del Espíritu Santo nos renueve y vivifique para que podamos dar fruto agradable. Fruto que a su vez sirva de alimento al prójimo necesitado de amor cristiano.
Señor, conviértenos a ti, renueva nuestro entendimiento, transforma nuestro corazón. Límpianos de todo mal, abónanos con tu Santo Espíritu y riéganos con la sangre de tu Hijo Jesucristo. Sólo así podremos ser dignos de contarnos entre los que te alabarán eternamente por tu bondad, tu misericordia y tu infinita santidad.
Amén.
Luis Fernando Pérez Bustamante