La criptonita del capitán
No pretendo con estas letras dejar a nadie con el tafanario al aire. Al contrario, la mía es sólo una humilde muestra de agradecimiento a un ilustre y virtuoso escritor por quien tengo gran estima. No puedo no tenerla por Arturo Pérez-Reverte, maestro de esgrima de nuestro idioma, nacido en Qart Hadasht, ciudad fundada por Asdrúbal y rebautizada por Escipión el Africano como Cartago Nova. Un académico de número de la Real Academia Española que fue corresponsal de guerra en medio mundo y que además compartió instituto con mi padre, mi tío y un primo de ambos. El insigne y exigente instituto Isaac Peral. Brindo por él y por sus libros, porque a través de ellos ha logrado sumergir a millones de personas en el delicioso vicio de la lectura. Los libros son hoy, quizá más que nunca, artefactos en peligro de extinción. Su insomne competidor (el tedioso teléfono móvil) es una especie parásita e invasora que depreda compulsivamente nuestra atención. No albergo dudas de que, a pesar de la desproporción de fuerzas, David vencerá a Goliat y los libros de papel sobrevivirán a las sanguijuelas electrónicas como el lechazo sobrevive frente a las hamburguesas de cierta cadena useña y como lo eterno se impone a lo temporal. Españoles, volvamos a lo eterno, volvamos a los libros. Las novelas del escritor cartaginés han logrado la hercúlea proeza de despertar la curiosidad por conocer más nuestra historia en toda una generación. Reconocer su mérito personal en esta hazaña es una cuestión de justicia y honor.