(CNAd/InfoCatólica) Según el prelado, investigaciones neurológicas recientes «sugieren que no puede atribuirse al cerebro aquella función integradora del organismo que justificaba, en su momento, la plausibilidad de declarar muerto a un ser humano ante la pérdida irreversible de todas sus funciones cerebrales».
El planteamiento contrasta con la posición expresada por san Juan Pablo II en el año 2000, cuando afirmó que «el criterio actualmente adoptado para constatar la muerte —es decir, la cesación completa e irreversible de toda actividad cerebral— no se opone a los elementos esenciales de una antropología racional, siempre que se aplique con rigurosa precisión». No obstante, algunos pensadores discrepan de esta interpretación.
Fundamental para el trasplante de órganos
El filósofo y defensor del derecho a la vida Josef Seifert declaró el año pasado que, en su visión, el alma —que no puede reducirse a funciones cerebrales— constituye el núcleo del ser humano. A su juicio, la práctica de la extracción de órganos en personas con diagnóstico de muerte cerebral requiere una revisión urgente desde el punto de vista filosófico y ético. «Advertimos del peligro de tratar al ser humano como un medio para un fin y de negar su dignidad fundamental», sostuvo.
Algermissen, por su parte, explica:
«El ser humano en estado de muerte cerebral se encuentra en un transitus interrumpido por medidas externas de medicina intensiva. Se le impide completar el proceso de morir que ya ha comenzado. Este estado, inducido artificialmente por los recursos de la medicina intensiva, presenta características tanto de la vida —como la regulación de la temperatura o ciertos reflejos— como de la muerte, lo cual dificulta enormemente determinar su estatus ontológico y moral».
A partir de ello, el obispo emérito se pregunta:
«¿Estamos realmente ante un cadáver que simplemente parece un ser humano vivo? ¿O no deberíamos más bien considerar al paciente con muerte cerebral como alguien sentenciado a muerte, pero aún no muerto del todo?»
«Si asumimos con honestidad que los órganos se extraen de personas moribundas tras un diagnóstico terminal de muerte cerebral —y no después de la muerte en sentido pleno—, y que el criterio de muerte cerebral ya no puede considerarse un signo seguro del fallecimiento, entonces resulta aún más evidente qué es en verdad la donación de órganos: un don que supera toda exigencia, una “dádiva generosa” (san Juan Pablo II), que nadie puede exigir y solo cabe admirar», subrayó.
Finalmente, Algermissen concluyó: «Una trasplantación de órganos no equivale a una simple reparación en la que se sustituye una pieza defectuosa. El ser humano no solo tiene un cuerpo, sino que es ese cuerpo impregnado de espíritu. Hablar de estas cuestiones exige sinceridad».