Conferencias Episcopales y el declive de la fe, cómo invertir el rumbo

Conferencias Episcopales y el declive de la fe, cómo invertir el rumbo

La usurpación del obispo individual por medio de un aparato burocrático asfixiante es motivo de gran preocupación, algo que Juan Pablo II advirtió con el motu proprio Apostolos suos del 1 de mayo de 1998

En su Carta a los Romanos, el apóstol Pablo advierte a los cristianos: «No os conforméis a este mundo…». Sin duda, esta advertencia se refiere al modo de vida de todo buen cristiano, pero también concierne a la vida de la Iglesia en general. Y se aplica no solo a los contemporáneos del apóstol, sino a toda la Iglesia en todas las épocas, y por tanto, también hoy. Es en este contexto que surge la pregunta: ¿es la conferencia episcopal, como se afirma a menudo, un órgano de colegialidad episcopal según las enseñanzas del Concilio Vaticano II?

Antes de responder a esta pregunta, es necesario referirse al auténtico y original órgano de la colegialidad: el concilio provincial. Este último era la asamblea de los obispos de una determinada provincia eclesiástica, con el propósito de ejercer de forma conjunta el ministerio docente y pastoral.

La provincia eclesiástica, a su vez, fue el resultado de un proceso histórico: la filiación. A través de la evangelización que partía de una iglesia episcopal, se creaban nuevas diócesis, cuyos obispos eran ordenados por el obispo de la iglesia madre. Así surgió —y sigue surgiendo hoy— la estructura metropolitana, la provincia eclesiástica. Por lo tanto, no es fruto de un mero acto burocrático-administrativo, sino de un proceso orgánico sacramental-jerárquico. La práctica de la filiación es «traditio in actu», o tradición en acción. El objeto de la tradición no es solo la enseñanza, sino toda la realidad de la Iglesia, concretada en el sínodo provincial. Y es precisamente en esto donde se fundamenta su autoridad docente y pastoral, así como el carácter vinculante de la legislación sinodal.

Mientras que la conferencia episcopal difiere fundamentalmente de todo esto. Es, más bien, la asamblea de obispos cuyas diócesis —en general— están situadas en el territorio de un estado secular, de una nación.

El principio organizativo de la conferencia episcopal, por lo tanto, no es de naturaleza eclesiológica, sino más bien de naturaleza política.

El propósito original de la conferencia episcopal fue —y debería seguir siendo— debatir y decidir sobre cuestiones que afectan a la vida de la Iglesia, precisamente en este marco político. Lo que se desprende de su historia y propósitos es que la conferencia episcopal tiene que ver principalmente con la gestión de las relaciones entre la Iglesia y el contexto del estado y la sociedad en la que vive.

A partir del siglo XX, sin embargo, desarrollos concretos han llevado a que la conferencia episcopal también se ocupe —si no primordialmente— de cuestiones internas de la Iglesia.

En apoyo de esta práctica, se hace referencia al número 23 de la constitución conciliar *Lumen Gentium*, donde, sin embargo, solo se menciona de manera marginal que la conferencia episcopal puede «contribuir de muchas y fructíferas maneras a la realización concreta del espíritu colegial».

Es precisamente de este texto que el joven teólogo Joseph Ratzinger creyó poder derivar la tesis según la cual la conferencia episcopal podría considerarse la encarnación actual de la estructura sinodal de la Iglesia primitiva (en J. C. Hampe, Ende der Gegenreformation. Das Konzil: Dokumente und Deutung, Mainz 1964, 161 ss.; título: «Konkrete Formen bischöflicher Kollegialität»).

Fue entonces la experiencia de los desarrollos posconciliares lo que lo llevó, ya como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a una visión decepcionada y más crítica de la conferencia episcopal. Mientras tanto, de hecho, se habían establecido conferencias episcopales en todas partes y, especialmente en Europa, habían desarrollado formas y procedimientos que les daban la apariencia de un cuerpo jerárquico intermedio entre la Santa Sede y el obispo individual.

Las consecuencias de esta forma de ver las cosas fueron absolutamente negativas. El aparato burocrático de las conferencias episcopales se hacía cada vez más cargo de cuestiones que competían al obispo individual. Así, bajo el pretexto de reglamentaciones uniformes, se dañaba —y sigue dañándose— la libertad y autonomía de los obispos individuales. En este contexto, Ratzinger también habla de pensamiento grupal, conformismo e irenismo, de concesiones por el bien de la paz que pueden determinar la acción de las conferencias episcopales. Critica con particular énfasis la pretensión de la conferencia episcopal de tener autoridad docente.

Así, Ratzinger también observa que los obispos a menudo se han opuesto a la creación de una conferencia episcopal, sosteniendo que esto limitaría sus derechos.

El hecho es que la usurpación del obispo individual por medio de un aparato burocrático asfixiante es motivo de gran preocupación, algo que Juan Pablo II advirtió con el motu proprio Apostolos suos del 1 de mayo de 1998. Esta preocupación es aún mayor dado que el poder pastoral del obispo es directamente de derecho divino.

Lo que merece más crítica, sin embargo, es el concepto de una conferencia episcopal nacional, en una Iglesia que es «de todas las tribus, lenguas y naciones». No debe sorprender que los papas no reconocieran los concilios nacionales en Francia bajo Napoleón I, o que impidieran uno en Alemania en el año revolucionario de 1848. En particular, sin embargo, fue debido al peligro de que —siguiendo el ejemplo de la ecclesia gallicana del Antiguo Régimen— pudiera haber verdaderas Iglesias nacionales que, en una unión débil, si acaso, con la sede de Pedro, llevaran una vida propia regulada por el estado.

De hecho, la creación de un cuerpo nacional fuerza la relajación, si no la disolución, de la communio de la Iglesia universal, que luego se expresa en regulaciones nacionales especiales. Esto se experimenta de la manera más evidente en la liturgia; basta con pensar en la introducción de las lenguas nacionales.

Del mismo modo, como ha sucedido recientemente, un grave ataque a la unidad de la fe dentro de la Iglesia lo constituyen las interpretaciones contradictorias que varias conferencias episcopales han dado a la exhortación apostólica de Papa Francisco Amoris laetitia del 19 de marzo de 2016.

A la luz de estos desarrollos más recientes, parece urgente realizar una nueva reflexión sobre la naturaleza y función de la conferencia episcopal. En primer lugar, es absolutamente necesario examinar el contexto en el que nació la institución de la conferencia episcopal, así como sus inicios. En esa etapa, para la Iglesia se trataba de orientarse en un contexto sociopolítico radicalmente cambiado tras la revolución de 1789. Posteriormente, en total contraste con el ideal revolucionario de libertad, se estableció el estado autoritario liberal ideológico y, al mismo tiempo, opresivo de la Restauración, que veía a la Iglesia, a lo sumo, como un órgano de la «religión gendarme» para mantener la paz y el orden entre el pueblo. Era difícil hablar de libertas ecclesiae, o del libre desarrollo de la Iglesia. Para poder crear de alguna manera espacios de acción y hacer posible la vida eclesiástica en esa situación, lo que se necesitaba, de hecho, eran proyectos y acciones comunes por parte de los obispos, y más precisamente las acciones de la Iglesia ad extra, o en el contexto político-social. Para crear esta comunión en los esfuerzos por la libertad de la Iglesia, la conferencia episcopal demostró ser una necesidad.

Esto sigue siendo así y ha aumentado aún más, considerando las condiciones de secularización crecientemente totalitaria de los estados y sociedades modernas.

Pero lo que parece apropiado en estas circunstancias es enfocar las responsabilidades de la conferencia episcopal, es decir, limitarlas a aquellas cuestiones que conciernen a las relaciones ad extra de la Iglesia. Estos temas coinciden en gran medida con los asuntos que se regulan a través de concordatos. Dichos propósitos también deben coincidir con la forma en que actúa la conferencia episcopal, que ciertamente puede ser la de organizaciones o empresas seculares: por lo tanto, conferencias episcopales como «reuniones de negocios».

Fundamentalmente diferente de la naturaleza dirigida ad extra de la conferencia episcopal fue y es, en cambio, el sínodo provincial, cuyas responsabilidades consultivas y decisionales conciernen a la vida de la Iglesia ad intra. La doctrina de la fe, los sacramentos, la liturgia y la acción pastoral: estos son los auténticos objetos del ejercicio colegiado del ministerio docente y pastoral por parte de los obispos de una asociación de Iglesias particulares, es decir, una provincia eclesiástica bajo la presidencia del metropolitano. Su autoridad conjunta docente y de liderazgo fluye directamente de su ordenación episcopal. Por lo tanto, descansa sobre fundamentos sacramentales.

Esto es precisamente lo que hace que el sínodo provincial no sea una «reunión de negocios» clerical, sino más bien un acontecimiento sagrado: «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Esto se aplica aún más a la asamblea sinodal de los sucesores de los apóstoles. La intuición de esto llevó bastante pronto al desarrollo de formas litúrgicas para tales asambleas sinodales. Así nació el Ordo de celebrando concilio, del cual se han transmitido algunas formas tempranas del siglo VII, probablemente remontándose a San Isidoro de Sevilla. También se esperaba que estuvieran presentes miembros del laicado. Los resultados eran firmados por todos los obispos y presentados al pueblo para su aprobación.

Aunque con algunas variaciones, este procedimiento se ha seguido durante seiscientos años. La última edición, publicada en 1984 con el título De conciliis plenariis vel provincialibus et de synodo diocesano, contiene disposiciones correspondientes que incorporan elementos fundamentales de la tradición. De hecho, si se implementara, el carácter teológico-litúrgico del sínodo emergería de manera efectiva.

Este sínodo o concilio provincial es, de hecho, ya en sí mismo una liturgia, siendo una forma sagrada del ejercicio del ministerio docente y pastoral fundamentado en la ordenación de los obispos reunidos. Pero evidentemente en nuestros días esta conciencia se ha extinguido en gran medida, de modo que desde hace algún tiempo el sínodo, el concilio provincial, ha sido desplazado en gran parte por la conferencia episcopal. Este hecho es tanto una expresión como una causa de un proceso de secularización progresiva de la Iglesia en nuestros días.

Para poder ponerle fin al fin —y esto es una cuestión de supervivencia—, entre otras cosas, lo que se necesitaría es una clara separación de las funciones y áreas de responsabilidad de la conferencia episcopal y el sínodo, así como la restauración del sínodo como una forma sagrada del ejercicio de la «sacra potestas» episcopal fundada en los sacramentos. Para ello, también sería de gran ayuda el actual Caeremoniale episcoporum.

De hecho, si —«esperando contra toda esperanza»— se pudiera revivir esta forma auténtica de acción colegiada episcopal, sería un paso importante hacia el objetivo de la desecularización y, por lo tanto, de un renacimiento espiritual de la Iglesia, especialmente en Europa.

Cardenal Walter Brandmuller

Traducido al españo del blog de Sandro Magister 

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