(InfoCatólica) El cardenal Müller asegura en su prólogo que «Rocco Buttiglione, como un auténtico católico de comprobada competencia en el campo de la teología moral, ofrece, con los artículos y ensayos reunidos en este volumen, una respuesta clara y convincente».
Y añade:
Con base en los criterios clásicos de la teología católica, ofrece una respuesta razonada y nada polémica a los cinco «dubia» de los cardenales. Buttiglione demuestra que el duro reproche al Papa de su amigo y compañero de tantos años de luchas, Josef Seifert, que dice que el Papa no presenta correctamente las tesis de la justa doctrina o incluso que las calla, no corresponde a la realidad de los hechos. La tesis de Seifert es semejante al texto de 62 personajes católicos «correctio filialis» (24-09-2017).
El cardenal indica las dos tesis principales del libro que prologa:
1. Las doctrinas dogmáticas y las exhortaciones pastorales del octavo capítulo de «Amoris laetitia» pueden y deben ser comprendidas en sentido ortodoxo.
2. «Amoris laetitia» no implica ningún cambio magisterial hacia una ética de la situación y, por lo tanto, ninguna contradicción con la encíclica «Veritatis Splendor» del Papa san Juan Pablo II.
Según el Prefecto emérito de la CDF, «Un análisis atento demuestra que el Papa en «Amoris laetitia» no ha propuesto ninguna doctrina que deba ser creída de manera vinculante y que esté en contradicción abierta o implícita con la clara doctrina de la Sagrada Escritura y con los dogmas definidos por la Iglesia sobre los sacramentos del matrimonio, de la penitencia y de la eucaristía».
El purpurado alemán señala que «un punto importante de «Amoris laetitia», que a menudo no es comprendido correctamente en todo su significado pastoral, y que no es fácil aplicar en la práctica con tacto y discreción, es la ley de la gradualidad. No se trata de una gradualidad de la ley, sino de su aplicación progresiva a una concreta persona en sus condiciones existenciales concretas. Esto sucede dinámicamente en un proceso de clarificación, discernimiento y maduración con base en el reconocimiento de la propia personal e irrepetible relación con Dios mediante el recorrido de la propia vida (cfr. AL 300)».
Y sentencia:
No se trata de un pecador empedernido, que quiere hacer valer frente a Dios derechos que no tiene. Dios está particularmente cerca del hombre que se sigue el camino de la conversión, que, por ejemplo, se asume la responsabilidad por los hijos de una mujer que no es su legítima esposa y no descuida tampoco el deber de cuidar de ella. Esto también vale en el caso en el que él, por su debilidad humana y no por la voluntad de oponerse a la gracia, que ayuda a observar los mandamientos, no sea todavía capaz de satisfacer todas las exigencias de la ley moral. Una acción en sí pecaminosa no se convierte por ello en legítima y ni siquiera agradable a Dios. Pero su imputabilidad como culpa puede ser disminuida cuando el pecador se dirige a la misericordia de Dios con corazón humilde y reza «Señor, ten piedad de mí, pecador». Aquí, el acompañamiento pastoral y la práctica de la virtud de la penitencia como introducción al sacramento de la penitencia tiene una importancia particular. Esta es, como dice el Papa Francisco, «una vía del amor» (AL 306).
En cuanto a la comunión en pecado mortal, indica:
Según las explicaciones de Santo Tomás de Aquino que hemos citado, la Santa Comunión puede ser recibida eficazmente solo por quienes se han arrepentido de sus pecados y se acercan a la mesa del Señor con el propósito de ya no cometer más. Puesto que cada bautizado tiene derecho a ser admitido en la mesa del Señor, puede ser privado de este derecho solamente debido a un pecado mortal hasta que no se arrepienta y sea perdonado. Sin embargo, el sacerdote no puede humillar públicamente al pecador negándole públicamente la Santa Comunión y dañando su reputación frente a la comunidad. En las circunstancias de la vida social de hoy podría ser difícil establecer quién es un pecador, público o en secreto. El sacerdote, como sea, debe recordarle a todos en general que no se «acerquen a la mesa del Señor antes de haber hecho penitencia por los propios pecados y haberse reconciliado con la Iglesia». Después de la penitencia y la reconciliación (absolución) la Santa Comunión no debe ser negada ni siquiera a los públicos pecadores, especialmente en caso de peligro de muerte (S.th. III q.80).
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