La verdadera línea divisoria entre perdición y salvación se decide en el reino de la ambigüedad, un reino donde se ha instalado la Iglesia confiando en exceso en sí misma y poco en Dios. A diferencia de lo indicado por la Congregación en ocasiones anteriores, el cardenal Víctor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en respuesta a una carta de Mons. José Negri, obispo de Amaro en Brasil, donde se recogían preguntas sobre la posible participación en el sacramento del bautismo por parte de transexuales, concede ahora luz verde a que homosexuales y transexuales puedan ser padrinos del sacramento.
La Iglesia abandona el «entrar por la puerta angosta», acogiéndose al ancho camino que lleva a la perdición; se instala en el reino de la ambigüedad cuando desampara deliberadamente a un niño cuya educación católica estará desprovista de la vida ejemplar de sus responsables, cuando el pecado se confunde con la gracia al admitir a quienes tienen la intención de seguir llevando una vida contraria a la voluntad de Dios. Santo Tomás de Aquino enseñaba la imposibilidad de recibir el bautismo a quienes «son pecadores porque vienen al bautismo con la intención de seguir pecando».
No es sólo que se instale en el reino de la ambigüedad, sino que la Iglesia pretende borrar la ambigüedad del alma humana. La aventura del hombre, prisionero de esta ambivalencia, está descrita en la epístola de Santiago, cuando el apóstol exhorta al hombre a decidirse con valentía a purificar su corazón: purificate corda, duplices animo. Soren Kierkegaard, en uno de sus discursos edificantes, sostiene la misma idea, citando la epístola del obispo de Jerusalén. Parte de la idea de que el ser humano tiene el corazón dividido y, por lo mismo, precisa realizar esta labor de purificación. Es inevitable recordar la famosa frase de Dostoievski en Los hermanos Karamázov: «el diablo lucha con Dios, y el campo de batalla es el corazón de los hombres».
El sacerdote, «tomado de entre los hombres y puesto a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios», según afirma la Carta a los Hebreos, es enviado a comunicar una verdad que no le pertenece, que se le ha confiado a la Iglesia de la que es ministro. Él actúa in persona Christi. El primero de sus deberes es exponer sin ambigüedad la enseñanza de la Iglesia, en comunión con los obispos y el Papa. El deber de un testimonio de unidad en torno a Pedro será fundamental, si no quiere engañar a los fieles y abusar de su ministerio.
Pero el deber del sacerdote es deber de formar la conciencia a la luz de la verdad, asintiendo previamente él mismo al Magisterio de la Iglesia. Ningún sacerdote, cuando alguien solicita ser padrino de un bautismo, le pregunta al interesado si es homosexual (¿a qué viene tanto alborozo?), pero la libertad de conciencia deberá ser formada por unos contenidos vinculantes si no se quiere llegar a la identificación de la conciencia con la decisión moral, como si ésta escogiese sin dejarse juzgar por nada, convirtiéndose así en una conciencia creativa. Dicho en otros términos: al que se dice homosexual, como al que se dice transexual, y también al heterosexual, el sacerdote mostrará la necesidad de la formación de la conciencia para que le parezca bueno lo que en realidad es bueno, sanando cualquier disposición afectiva contraria al bien de la persona y al amor a la verdad y a la comunión.
Con el peligroso «giro antropológico» realizado por Doctrina de la Fe, dando vía libre para que homosexuales y transexuales puedan ser padrinos de bautismo, no sólo se produce un cambio de matriz disciplinar respecto de la enseñanza anterior de la Iglesia, para quien los comportamientos homosexuales son contrarios a la exigencia moral de resolver el problema de la identidad sexual conforme a la verdad del sexo, sino que se convierte la moral cristiana en el equivalente a un orden sin ninguna fundamentación trascendente, en un ethos forjado sobre criterios humanos, sin más compromiso religioso que la «prudencia pastoral». Si somos portadores de una vocación personal que nos religa a Dios, la persona deberá realizar sus valores conforme a la realidad de ser «imagen de Dios».
Además, esta aceptación de una nueva antropología cultural señala un desplazamiento hacia la perspectiva de la libertad para la conciencia, criterio último de moralidad: ¿para qué sirve la Escritura en semejante contexto?, ¿para qué sirve la fe de la Iglesia si la razón libre es quien decide cómo se tiene que vivir, si la razón corrige la propia naturaleza y los hábitos? ¿Se deberá seguir en semejante estado de cosas la voluntad de Dios expresada en la Creación, o será una Iglesia liberada del pecado y que rechaza la gracia quien gobernará a los hombres para hacerlos más felices con un nuevo paraíso en la tierra? ¿Cómo se puede tener «esperanza fundada» en que un niño «será educado en la religión católica» cuando se vive en abierta contradicción a la revelación, sustituyendo la ley de Dios por una opción de fe y de amor, por lo que el hombre determine en cada momento con un esfuerzo humano clausurado sobre la deificación de la propia conciencia?
La praxis de la Iglesia caerá en una hipocresía insalvable, juzgando bueno lo abominable, exaltando impulsos vergonzosos y oscuros, que sin ningún éxito intentará enmascarar, maquillando bajo la bendición de una aparente normalidad, rechazando así toda tentativa de confiar en una regeneración, identificando la salud y la enfermedad, suprimiendo sin entender cualquier posibilidad de salvación. Es un disparate pensar que la decisión del hombre en cada momento, su apertura y disponibilidad de fe y amor, sea quien determine los contenidos concretos como respuesta a la obra creadora y redentora de Dios.
La irrupción del nihilismo en el seno de la Iglesia, el reconocimiento y la confianza ilimitadas en la capacidad del hombre para encontrar el camino de la verdad, nos lleva a un marco siempre mudable, donde no existe ya ninguna limitación o restricción efectiva a la soberanía de la voluntad humana, olvidando que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios», en su destino a vivir en comunión con él, un proyecto ajeno a una libertad que niega arbitrariamente las verdades más elementales del cristianismo en aras de la afirmación y realización del propio hombre.
El bullicio de las hordas mundanales, que sólo busca afirmarse con el coro de la desproporción y la ambigüedad, no debe distraer nuestra atención ni permitir que los marasmos que adormecieron a los apóstoles en Getsemaní hagan presa de nosotros. Todos somos llamados, pero la respuesta es de cada uno, y la misma Iglesia no puede convertirse en un lastre que impida responder a la atracción de Cristo, a despertar a la conciencia de que la verdadera invitación que se hace a todos es a la conversión del corazón.
Roberto Esteban Duque