En el proceso de la vida cristiana y sabiendo que estamos rodeados de muchas ideologías que se autoproclaman enseñanzas para el bien del progreso social y cultural, no hay mejor respuesta que huir de sus proclamas y advertir a los ingenuos que no sigan por el camino de tales propuestas. Ya San Pablo advertía a uno de los suyos que se llamaba Timoteo: «Te encarecí, al marcharme de Macedonia, que permanecieras en Éfeso para que ordenases a algunos que no enseñaran doctrinas diferentes, ni prestaran atención a mitos y genealogías interminables, que más que servir al designio de Dios en la fe fomentan discusiones» (1Tm 1,8). No cabe duda que es muy conveniente fomentar la sana doctrina y ya desde muy pequeños. De ahí que el papa Juan Pablo II lo decía al hablar de la catequesis: «Los catequistas se abstendrán de turbar el espíritu de los niños y de los jóvenes en esta etapa de su catequesis, con teorías extrañas, problemas inútiles o discusiones estériles, muchas veces fustigadas por San Pablo en sus cartas» (Catechesi tradendae, nº 61). Este método de educación ha de tenerse muy presente desde los años primeros en aquellos que inician su formación.
En un sentido práctico y por el bien de los alumnos no debe tenerse miedo en amonestar a los falsos doctores o al menos advertir a los que se están formando de los falsos profetas que inoculan teorías nocivas. Se requiere mucha paciencia pero que se note que se está convencido de aquellos argumentos que se exponen. No hay mejor doctrina que el testimonio y las ideas claras. «Tú, en cambio, habla de lo que está de acuerdo con la sana doctrina» (Tito 2, 1). Es importante proclamar con alegría que creemos en un Dios que nos ha salvado y vive entre nosotros porque ha resucitado. Ésta es la buena noticia que hemos de anunciar sin complejos y a sabiendas que muchos harán «oídos sordos» ante la propuesta.
La sana doctrina es importante porque lo que creemos afecta a lo que hacemos. Recuerdo -en mi niñez- las enseñanzas de mi madre que siempre nos daba buenos consejos a los hijos para llevarlos a la vida diaria. Existe una correlación directa entre lo que pensamos y cómo actuamos. Esta sana doctrina nos hace discernir dónde está el bien y dónde se alberga el mal. En una lista de pecados que enumera la Biblia, se mencionan todos los que van contra los Diez Mandamientos pero hay uno que repugna: la mentira. Debemos verificar la verdad en un mundo de mentira. Así lo expresa San Mateo: «Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña» (Mt 13, 25-26). La verdadera enseñanza promueve la verdad y la justicia. El pecado que es la cizaña florece cuando se opone a la sana doctrina. La mejor manera de distinguir la verdad de la mentira, es saber cuál es la verdad.
La doctrina sana o saludable proporciona un patrón que, si se sigue, promete una herencia valiosa que debe ser valorada en esta generación y en las futuras generaciones y transmitida fielmente hace posible que el testimonio y ahí lo vemos con los santos que armonizan la vida y la hacen más afable y agradable. El testimonio se convierte en bandera del auténtico humanismo puesto que preserva intacto el mensaje de Jesucristo que ha venido para sanar el corazón humano de su egoísmo y de su fragilidad. Los ignorantes de la sana doctrina son propensos a torcer la Escritura «para su propia perdición» (2Pedro 3, 16). De ahí que la hemos de preservar intacta. Que nunca nos alejemos de la «sincera fidelidad a Cristo» (2Cor 11, 3). Es un gran regalo que hemos recibido y hemos de compartir con los demás.