Nos encontramos perplejos ante tantas circunstancias sufrientes que nos acosan por todos los lados de nuestra vida. El temor y el miedo puede dejarnos no sólo paralizados sino incluso focalizados en considerar que la vida no merece ser vivida. Este es el momento para saber que hay una razón para vivir con esperanza e ilusión: somos peregrinos, pero no vagabundos que no saben dónde ir. Tenemos una certeza que no viene de nuestros razonamientos o ilusiones o frustraciones, es una certeza que proviene del Señor que nos ha comunicado que hay una meta dónde hemos de mirar y caminar hacia ella: la vida eterna.
Es verdad, somos viandantes, pero no errantes. Y ¿quién nos da la certeza sobre ello? Dejemos que nos hable: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 6). El anhelo de felicidad, que anida dentro de nuestra interioridad, está sustentado por Él, que como un buen acompañante nos lleva por el camino justo. Cuando llegan los sufrimientos y dolores de cualquier tipo tienen sentido desde el mismo Jesucristo que nos ha mostrado lo que es la vida y hacia dónde ella va encaminada. Aunque vengan dudas y dificultades a la hora de vislumbrar dónde está lo cierto, entonces Él nos muestra la auténtica verdad.
El vagabundo no sabe si existe o no la meta, sus pasos no tienen un destino final determinado. El peregrino, por el contrario, siempre se dirige hacia una meta, aunque se pueda ver envuelto en medio de las tinieblas y las dificultades, pero tiene la certeza que existe un final. «Si buscas, pues, por dónde has de ir; acoge en ti a Cristo, porque Él es el camino (…). Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera del camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término» (Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium Ioannis, ad loc.). No son las circunstancias actuales (con sus grandes logros como la tecnología, la medicina, los logros de un mayor conocimiento de la naturaleza y de sus propias entrañas) las que invitan a peregrinar con la certeza de saber cuál es el término exacto hacia dónde vamos. De ahí que se requiera una mayor profundización para exaltar la gran dignidad del ser humano que no fenece en una frustración de una inmanencia existencial sino que tiene razones suficientes para exaltarlo en el gozo de la trascendencia que tiene su término en la bienaventuranza que nunca acaba.
No podemos «bajar la guardia» y menos desfallecer ante lo que supone lo más importante en la vida: el sentido auténtico de la misma. Las ráfagas del relativismo provocan una marejada de dudas y de frustraciones existenciales. Nos duele en lo más profundo que tantos sectores, incluso gente joven, busquen caminos de perdición y de anulación de su propia vida. No tengamos miedo y seamos «colaboradores de Dios» (1Co 3, 9) para acompañar a los vagabundos y llevarles al camino de los peregrinos que saben dónde está la meta. Como Cristo, peregrino de Emaús (Lc 24, 13-35), nos dejemos llevar y acompañar:
Cristo Señor, peregrino de Emaús,
que por amor te haces cercano a nosotros,
aunque, a veces, el desaliento y la tristeza
impidan que descubramos tu presencia.
Tú eres la llama que aviva nuestra fe.
Tú eres la luz que purifica nuestra esperanza.
Tú eres la fuerza que enciende nuestra caridad.
Enséñanos a reconocerte en la Palabra,
en la Casa y en la Mesa donde el Pan de Vida se reparte,
en el servicio generoso al hermano que sufre.
Y cuando atardezca, ayúdanos, Señor, a decir:
«Quédate con nosotros». Amén
(Benedicto XVI, Vaticano, 8 del 9 de 2010)
+ Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Pamplona