El mal que experimentamos en el mundo causa una angustia de la que los seres humanos tratamos de liberarnos. Dios nos crea seres morales, racionales y libres y –por lo tanto- responsables. Por eso cada persona escoge el camino a seguir para tratar de liberarse o de superar o de vivir las adversidades y angustias que nos atormentan..
Dentro de la Iglesia Católica esta situación da origen a diversas tendencias que no sólo rechazan la Doctrina y el Magisterio sino que se proponen difundir errores y quebrar Doctrina y Magisterio, hasta convertirlos en papel mojado lanzado al basurero. Esos individuos –entre los que hay teólogos e incluso sacerdotes- también se oponen a la Tradición de la Iglesia y luchan contra Pedro y su sucesor porque el fin verdadero que profesan en secreto es la destrucción de la Iglesia.
Según el Código de Derecho Canónico (can. 751) “herejía es la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma”.
La herejía surge de un juicio erróneo de la inteligencia sobre verdades de fe definidas como tales. Juicio que el hereje se obstina en mantener y en sostener con tenacidad y, además dicho error es propagado y difundido y enseñado.
Entre todos los pecados de infidelidad, la herejía es el más grave porque supone un conocimiento más completo de la regla de la fe y de las verdades que hay que creer y, sin embargo, éstas son negadas en todo o en parte y propagado el error. Las consecuencias de la herejía y la blasfemia son muy graves, llevando a muchos católicos al desconcierto, a la confusión y a adherirse al error difundido e, incluso, a abusos y blasfemias.
El Código del Derecho Canónico continúa diciendo que “Si alguien después de haber recibido el bautismo, aun conservando el nombre de cristiano, niega con obstinación o pone en duda algunas de las verdades de la fe divina que hay que creer, este católico es hereje”.
En nuestra Iglesia nos encontramos con múltiples casos que se ajustan plenamente a estos principios establecidos en el Código de Derecho Canónico, especialmente sobre temas como eutanasia y aborto y bioética, aunque también sobre la Inmaculada Virgen María, el Cielo y el Infierno y el Purgatorio, los ángeles y los demonios, el juicio final e incluso sobre la propia Santa Eucaristía. Y esos sacerdotes y teólogos utilizan cualquier medio para propagar sus blasfemias y herejías (tales como medios de comunicación clásicos o como Internet).
El propio Código establece los castigos. “Todos los que apostatan la fe cristiana, todos los herejes y cismáticos y cada uno de ellos”:
1 Incurren por el hecho mismo en la excomunión.
2 Si no se arrepienten después de una advertencia, serán privados de todos los beneficios, dignidades, pensiones, oficios u otros cargos que tuvieran en la Iglesia.
3 Serán declarados infames, y los clérigos, después de una segunda amonestación canónica, son, por sólo este hecho, tachados de infamia, etc.; los clérigos, después de una segunda amonestación canónica sin ningún resultado, serán degradados”.
4 Lleva a la excomunión inmediata o latae sententiae (can. 1364).
Sobre la herejía y los herejes ya nos advertía San Pedro en su Segunda Carta (2,1): “Habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas”, o San Irineo de Lyon, gran teólogo y Padre de la Iglesia del siglo II.
Soy de la opinión de que sobre los herejes y blasfemos debe actuarse rápidamente por lo pernicioso de sus conscientes errores y falsedades y la difusión que de ellas hacen. Los católicos no podemos seguir tolerando este disenso herético y blasfemo dentro de la Santa Madre Iglesia. Disenso que nos aflige y sólo contribuye a aumentar la debilidad de la Iglesia en detrimento de la comunión en la fe y la caridad de todos. Disenso que corre a favor de los enemigos de la Santa Iglesia Católica y de Dios.
Los católicos llevamos demasiado tiempo soportando, aguantando, sufriendo y sobrellevando situaciones totalmente heréticas -por parte de ciertos personajes, sacerdotes y teólogos- esperando a que las autoridades eclesiásticas encargadas de estos casos actúen. Sin embargo hemos constatado la falta de intervención y diligencia en nuestros pastores y autoridades contra las personas que están produciendo y propagando -a sabiendas y con toda intencionalidad y de forma tenaz- errores y desviaciones de una enorme gravedad.
Ya es hora de actuar y así lo reclamo a la Autoridad, Congregación, consejos y comisiones y cualquiera otras instituciones que tienen potestad para realizar este tipo de actuaciones. Los católicos no podemos ni debemos quedarnos callados ni cruzarnos de brazos, esto sería pecado por omisión y, en el fondo, consentimiento e incluso aprobación de tales blasfemias y herejías.
Por lo tanto todos los católicos debemos ser diligentes en la defensa de Jesucristo y de la Fe Católica, porque “a cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt. 10:32-33).
Por todo lo referido debo exhortar -y pido a los católicos que hagan llamamiento similar- a las autoridades eclesiásticas competentes para que actúen sin más dilaciones y enérgicamente contra esos sacerdotes y teólogos que conscientemente cometen, enseñan y difunden sus errores, persistiendo en ellos de forma tenaz y sin arrepentirse de sus blasfemias, desviaciones y herejías. Digamos bien alto y claro: ¡Basta ya!, actúen, señores, actúen ya.
Antonio Ramón Peña Izquierdo
Dr. en Historia