Mantener el minimalismo moral del derecho a la ofensa siempre que se encuentre bajo lo que Paul Ricoeur denominaba «la maldición de la ley», como lo hace el primer ministro británico David Cameron, es una forma ingenua de simplificar el debate en torno a la necesaria conciliación entre la libertad de expresión y el respeto religioso. Que la blasfemia no esté manifiestamente prohibida no significa tener derecho alguno a la ofensa. Semejante posición sólo llevaría a creer que el paradigma moderno ilustrado permite barrer desde la secularización cualquier prejuicio religioso.
La libertad, como la razón, no es enemiga de la fe, por mucho que se empeñe el presidente ejecutivo de EL PAIS y del grupo PRISA, Juan Luis Cebrián, en hacernos creer que la matanza de París significa «un ataque a los valores de la Ilustración representados por la Revolución francesa». La hermenéutica de una razón autónoma, desvinculada de toda trascendencia, es la expresión constitutiva del fracaso del pensamiento ilustrado. La democracia actual, vista como proyecto de humanización fundada en la libertad, la igualdad y la fraternidad, naufraga al no reconocer que vive de unos supuestos que a sí misma no se puede dar, que los valores que exige su formación se construyen en espacios prepolíticos y predemocráticos. La convicción de que el otro tiene dignidad y merece mi respeto no nace como fruto de un proceso político concertado.
El imprecador Michel Onfray se propone en su ateología deconstruir los monoteísmos. En la base de ellos, supone el escritor, sólo hay odio impuesto con violencia a lo largo de la historia por hombres que se creen depositarios de la Palabra de Dios: odio a la inteligencia, odio a la vida, contemptus mundi. Se trataría así de deconstruir las teocracias, que presuponen la reivindicación práctica y política del poder que pretendidamente emana de un Dios que no habla pero al que hacen hablar los sacerdotes y el clero. En La superchería desenmascarada, un opúsculo explosivo y radical, el viejo jesuita portugués Cristovao Ferreira escribe que la religión es una invención del hombre para asegurarse el poder, y la razón el instrumento para luchar contra tanta estulticia. Dios no ha creado el mundo, el alma no es inmortal, no hay paraíso, los diez mandamientos son una estupidez.
Para muchos otros, la clave capaz de solucionar el conflicto reside en la educación, expresando su malestar por la falta de aceptación en las escuelas de una ética laica, exigiendo al sistema educativo algo que no ha hecho la LOMCE, al errar en la reintroducción de «educación de la ciudadanía» como alternativa de la religión. El filósofo José Antonio Marina aprovecha cualquier disputa para arremeter contra la enseñanza de la religión en la escuela. Según Marina, el gobierno francés debe intervenir en la educación, imponiendo una ética común, rehabilitando el paradigma moral de creer encontrar en la ética civil el lugar convergente de toda moral, el modelo perfecto de ética en la democratización de la vida social. La religión no puede sustituir a la ética, reza el lamento del filósofo, como se ha puesto de manifiesto en la reciente matanza de París. Marina también invoca así los valores de la Ilustración, enseñando que no hay ninguna exigencia moral que nazca de la fe, sino que sólo la razón puede concretar la obligación ética; una razón desligada de cualquier trascendencia, secularizada, una autonomía autosuficiente que haría de la libertad el fundamento último del comportamiento moral. Peligroso viraje del filósofo progresista que identifica la religión con el fundamentalismo (como hace el laicista con la exaltación de su libertad), desplazándola del debate público a la consideración de un saber irracional, para hacer de la ética el baluarte más razonable y superior. Uno sería mejor ciudadano -es la intención primordial de toda intervención de Marina- si es educado en una ética laica, sin sanciones trascendentes, y no en una ética religiosa.
La propuesta de una ética civil, laica, construida desde la razón y sin referencia a Dios ni la religión, que asume el pluralismo moral, unas exigencias mínimas válidas para todos, donde los seres humanos son autolegisladores, encubre un laicismo latente, toda vez que se renuncia a cualquier fundamentación religiosa y se busca no recurrir a nada que no sea inmanente y mundano. La finalidad de la ética civil es que se realice la justicia, alcanzar un nivel de convivencia más justo. Sin embargo, se renuncia a que el hombre sea mejor. Renunciar a que el hombre sea mejor sólo permite una reacción cuando la injusticia aumenta en la sociedad: a mayor laicismo más guerra islamista, a mayor yihadismo más intervención militar. Para Occidente, vulnerar la conciencia religiosa no es ofensivo, sino un simple prejuicio, puro relativismo cultural. Para un sector radicalizado del mundo islámico el comportamiento irreverente y blasfemo de Occidente es como para sus contemporáneos atenienses el de Diógenes en su costumbre de hacer todo en público, tanto las obras de Deméter como las de Afrodita, una provocación que busca cuestionar sus costumbres y que merece, como un perro, la muerte.
Deberíamos tomar en serio, ante lo que se asemeja a una verdadera guerra civilizacional, la advertencia de san Juan Pablo II en el discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en octubre de 1995: rechazar la diversidad es una forma de negarse una parte del misterio de la vida humana. Nuestro respeto a la cultura del otro está arraigado en nuestro respeto del intento que cada comunidad realiza para responder al interrogante de la vida humana. Esa diferencia, para muchos amenazadora, puede, mediante el respeto mutuo, transformarse en la fuente de un entendimiento más profundo del misterio de la existencia humana. Hay que cultivar la receptividad y el entendimiento en torno a la diferencia cultural y religiosa, la destreza que nos hace mejores ciudadanos, la imaginación narrativa, la capacidad de pensar cómo sería estar en el lugar de otra persona, a pesar de encontrarnos bajo el conflicto de una evidente alienación de la religión cuando se mata en nombre de Dios. No hay Oriente ni Occidente, ni Frontera ni Raza ni Linaje, dirá Kipling, cuando dos hombres fuertes se enfrentan cara a cara, aunque provengan de los polos opuestos de la Tierra.
Roberto Esteban Duque