A la celebración de la Santa Misa acuden personas de la más variada condición social y económica, cultural e intelectual. Los hay muy formados, cierto, pero hay muchos otros (y me temo que son mayoría) que no tienen más formación que la que reciben en la celebración litúrgica dominical y, especialmente, en la homilía. Acabada la Santa Misa dominical muchos católicos no vuelven a escuchar o leer sobre la fe, la doctrina católica y lo que la Santa Madre Iglesia enseña hasta el domingo siguiente, nuevamente en la Misa dominical y, especialmente, en la homilía.
Por ello la homilía tiene una gran importancia, no por sí misma sino porque tiene como función favorecer una mejor comprensión de la Palabra de Dios y hacerla más eficaz en la vida del católico (Sacramentum Catitatis, 46; Verbum Domini, 59). Esto es, la predicación homilética busca fomentar la conversión de las personas a Jesucristo y mejorar la vida cristiana en todas sus exigencias, tanto de vida espiritual como testimonial y de responsabilidad social.
Tal es la importancia de la homilía que Juan Pablo II -en Catechesi Tradendae 48- la considera como uno de los momentos principales de la catequesis porque con ella se «vuelve a recorrer el itinerario de fe propuesto por la catequesis y la conduce a su perfeccionamiento natural», interviniendo como un importante elemento pedagógico de cara a la Celebración Eucarística.
Por lo tanto, como se insiste en Sacrosantum Concilium 24 y 52, la predicación homilética es una forma de catequesis sistemática a partir de la Palabra de Dios proclamada en la celebración. Debe estar centrada en los textos bíblicos y tiene el objetivo de facilitar el que los fieles se familiaricen con el conjunto de los misterios de la fe y de las normas de la vida cristiana. Esto hace de ella una forma litúrgica de educar en la fe y pertenece por entero a la misma dinámica de la presencia de la Palabra de Dios en la Santa Misa e incardinada en ella, en el propio culto litúrgico y en los signos sacramentales.
El Concilio Vaticano II en Dei Verbum, 12 y 24 señala los criterios para una interpretación de la Escritura conforme al Espíritu que la inspiró, los cuales están encaminados a que la homilía sirva para exhortar a orar, vivir, proclamar y celebrar la fe en íntima relación con el kerigma, con la exposición catequética y con el llamamiento a la perseverancia; todo ello en comunión con la presencia del Señor.
En consecuencia, la homilía como prolongación de la proclamación de Palabra (CIC 1154), ha de apuntar a la comprensión del Misterio que se celebra y ha de invitar a la misión, disponiendo a la asamblea a profesar la fe, a orar y a celebrar la Eucaristía. Esto es, la centralidad de la homilía es Cristo, Salvador y Salvación.
La homilía es, así, una «concentración cristológica». Es decir, la liturgia de la Palabra (con las lecturas, la homilía y la oración universal) y la liturgia eucarística (con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias, la consagración y la comunión) forman una unidad (CIC 1346) y un solo acto de culto (Sacrosanctum Concilium 56). Es así que la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios proclamada y prolongada en la Homilía y la del Cuerpo del Señor (Dei Verbum 21).
Por su parte el Código de Derecho Canónico 767 señala que: «Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expónganse en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana».
Me pregunto ¿qué tiene todo esto que ver con ciertas «homilías» (y nótese el entrecomillado) -a las que por desgracia tanto estamos acostumbrados- en las cuales el presbítero (desde su templo) o incluso el obispo diocesano (desde la mismísima catedral, sede de su cátedra) brindan al pueblo de Dios sus ideas históricas (para las cuales muchos no están preparados) o filosóficas e ideológicas.
Cuando esto se hace se está, sencillamente, prostituyendo la Homilía. Es decir, se está haciendo un uso inapropiado e incluso deshonroso de algo –la homilía- que en sí es inmensamente noble, utilizándola para lo que no está hecha ni constituida, ni es su objetivo ni su función.
Cuando esto ocurre un gran daño se está haciendo a la fe del pueblo de Dios y a las iglesias particulares y universal, en la cual aquellas están intrínsecamente incardinadas formando la Iglesia Católica, una y única.
Por lo tanto, cuán deseable es que diáconos, presbíteros y obispos cuiden y preparen exquisitamente la Homilía, en la cual se muestre y se ofrezca la doctrina cristiana católica partiendo de La Palabra proclamada, siendo una prolongación de la misma. La Homilía, así correctamente realizada, no sólo anuncia y expone y explica la Verdad Revelada; sino que hace muchísimo bien dado que sirve a los fieles para profundizar en la Verdad Revelada y avanzar en la constante conversión y mejora de la vida cristiana.
Antonio R. Peña