Los mártires de Tibhirine

(Textos Monásticos/InfoCatólica) La noche del 26 al 27 de marzo de 1996, en Argelia, eran brutalmente asesinados siete monjes trapenses del monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibhirine; eran franceses y se dedicaban a la oración y al trabajo en los campos. Se habían rehusado a colaborar con los guerrilleros islamistas a los que llamaban «los hermanos de la montaña» y habían organizado en la zona un grupo de oración y diálogo entre cristianos y musulmanes, apodado «Vínculo de paz».

Cuando los grupos extremistas de la guerrilla exigieron que todos los extranjeros salieran del país, ellos se negaron por fidelidad a la gente del lugar, que los apreciaba y los quería. La casi totalidad de las misioneras y misioneros extranjeros presentes en Argelia hicieron lo mismo. Los monjes de Tibhirine fueron los chivos expiatorios. El más joven de los monjes tenía 45 años y el más anciano 82; fueron secuestrados el 27 de marzo de 1996. Exactamente dos meses después del secuestro, se supo la terrible noticia: los monjes del Atlas habían sido decapitados el 30 de mayo por los guerrilleros fundamentalistas.

Nueve días después fueron hallados sus cuerpos y por la insistencia del abad general trapense, el argentino dom Bernardo Olivera, fueron sepultados en el pequeño cementerio del monasterio, ahora sin monjes. Fue para respetar la voluntad de los mártires porque ellos habían querido quedarse para siempre en esa tierra. Con ellos también fue sepultado el famoso card. León Duval de Argel que murió en esos mismos días a los 92 años. Había dicho antes de morir: «He sido crucificado yo también con estos mis hermanos». En Francia, por primera vez desde la muerte del Papa Juan XXIII, todos los templos católicos (alrededor de 40 mil) hicieron repicar las campanas al mismo tiempo como signo de luto. En la plaza de los Derechos Humanos en París se reunieron más de 10 mil personas, todos con una flor blanca en las manos. En la catedral de París el arzobispo Lustiger apagó siete grandes cirios, uno por cada monje.

Ellos, desde las montañas del Atlas, en el silencio y el servicio humilde a las poblaciones, habían optado por la no violencia y el diálogo con los hermanos musulmanes. El monasterio en estas últimas décadas se despojó de sus bienes donando casi toda su tierra al Estado, compartiendo su jardín con el pueblo vecino.

El ejército les había ofrecido protección; no la quisieron. El nuncio, frente a las repetidas amenazas, les había ofrecido su casa en Túnez; optaron por quedarse. En su testamento espiritual, el prior Christian-Marie Chergé ya dos años antes había previsto el martirio y dejaba constancia de su respeto a la fe islámica, de su amor al pueblo argelino, de su perdón «al amigo del último momento que no habrá sabido lo que hacía» augurándose poder reencontrarlo un día cerca de Dios, «padre de ambos».

Al p.Christian-Marie, durante la guerra de liberación contra los franceses, le había salvado la vida un amigo argelino; ese amigo musulmán fue después asesinado en represalia por su solidaridad con el sacerdote. Este episodio marcó y orientó la vida del p. Christian-Marie y de su comunidad; decidieron ser «orantes en medio de un pueblo de orantes» y a favor de la paz para ese pueblo.

Son entrañables los últimos versos del padre Christophe: «Soy Suyo y sobre Sus pasos sigo mi camino hacia la Pascua.. La llama parpadea, la luz se debilita…Puedo morir. Aquí estoy».

El papa Juan Pablo II exigió el «nunca más» para estos horribles delitos y al mismo tiempo señaló emocionado «el testimonio de amor de estos hermanos para ese pueblo con el que ellos se habían hecho solidarios». Fue en nombre de ese pueblo dolorido y masivamente presente en los funerales de Tibhirine que se acercó para darle los pésames a dom Olivera un musulmán; y en nombre de todos simplemente le dijo: «También eran nuestros hermanos».

TESTAMENTO ESPIRITUAL DEL P. CHRISTIAN-MARIE CHERGÉ

«Si un día me aconteciera -y podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el Islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del Islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el Islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista. Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este «gracias», en el que ya está dicho todo de mi vida, los incluyo a ustedes, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a ustedes, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este gracias y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá».

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